MARÍA FELICIA GARCÍA, «LA MALIBRAN»
Nacida para triunfar
(París, 1808-Manchester, 1836)
Nacer con la primavera, morir con las rosas, nadar en un cielo puro, en alas del céfiro; balancearse sobre las flores recién abiertas, embriagarse de aromas, de luz y de azul…
Lamartine
No sólo su maravillosa voz, sus excelentes dotes escénicas y su rigurosa formación musical convirtieron a María Felicia García, la Malibrán, en la más famosa, admirada y amada diva del bel canto en el siglo XIX. Su belleza, personalidad y su apasionada y desgraciada existencia fueron factores que, sin duda, influyeron en hacer de ella un mito viviente, igual que le sucedería un siglo más tarde a María Callas. La vida de María Felicia bien podría haber sido el argumento de cualquiera de las óperas que en aquel tiempo triunfaban en Europa.
Fue hija del gran tenor Manuel García y de la no menos maravillosa soprano Joaquina Sitjes; hermana del barítono Manuel García, considerado el mejor profesor de canto del siglo por sus estudios científicos sobre la emisión de la voz, y de la soprano y compositora Paulina Viardot. María Felicia fue la indiscutible y fulgurante estrella de la familia.
Todos los García Sitjes eran excelentes profesionales, pero María Felicia brillaba más que ninguno. Cuando en 1825 la familia al completo —a excepción de Paulina que aún era muy pequeña— representó en Nueva York El barbero de Sevilla la prensa tuvo elogios para todos, pero de María Felicia dirían: «Era el imán que atraía todos los ojos y que ganaba todos los corazones»[159].
Tenía entonces María Felicia diecisiete años. Resulta sorprendente su éxito si tenemos en cuenta que aquella era una de sus primeras representaciones. Hacía sólo unos meses que había debutado en Londres en el Teatro del Rey, precisamente con El barbero de Sevilla, y aunque conociese muy bien el papel de Rosina por haberlo interpretado con anterioridad su experiencia en el escenario era mínima, pero también es cierto que ella estaba acostumbrada a él ya que desde muy niña acompañaba a sus padres en todas las representaciones.
Manuel García se dio cuenta muy pronto del talento de su hija y se dedicó a educarle la voz y a darle clases de canto. María estudió piano con el compositor Herold y solfeo con Auguste-Mathieu Panseron[160]. Con el deseo de que su formación fuese más completa Manuel García envió a su hija a un colegio inglés.
Después de un tiempo en Inglaterra María Felicia regresó al hogar paterno convertida en una hermosa mujer, con una acusada personalidad y un carácter muy independiente que provocará continuos enfrentamientos con su dominante padre.
En Nueva York María Felicia se enamora de un poeta al que su padre rechaza. María aceptó la decisión paterna, pero sabe que en la siguiente ocasión que se le presente se casará sin decírselo a nadie.
Lo hizo con un banquero llamado Malibrán. El matrimonio resultó un desastre. Él deseaba el dinero que ella ganaba y María probablemente quería liberarse de la dictadura paterna.
Al poco de casarse, su marido sucumbió a los celos prohibiéndole cantar. A pesar de ello, María siguió a su lado esperando el momento oportuno para dejarlo. La solución se presentó cuando el banquero Malibrán fue encarcelado por estafa y bancarrota. Entonces María volvió a cantar por pura necesidad, pues debía pagar las deudas. Consiguió actuaciones en algunos conciertos y recitales. Sólo después de arreglar las cuentas se embarcó para Europa.
En 1828 está de nuevo en París. Regresa a los escenarios con el papel de reina en la ópera Semiramide. Pronto María Felicia consigue la portada de los diarios y revistas especializadas, que empiezan a referirse a ella como la Malibrán.
Dicen que Rossini, muy amigo de la familia García Sitjes, le ofreció 100.000 francos anuales por un contrato de cuatro años en la ópera de París. María Felicia lo rechazó. Estaba segura de su éxito en cualquier escenario y no deseaba sujetarse a un solo público.
La Malibrán era una auténtica diva. Y como tal se permitía elegir la ópera que iba a representar. Sus biógrafos cuentan que en una ocasión la contrataron para cantar en la Scala de Milán y cuando el director le consultó qué obra deseaba interpretar, ella, que era especialista en Rossini, eligió Norma. Aquella decisión no tendría mayor importancia si Norma no fuese la ópera que siempre había interpretado en la Scala la Pasta, diva italiana contemporánea en quien Bellini había pensado al crear aquella obra. Parece ser que el director se negó ante lo que sin duda era un desafío por parte de María, pero al final, aunque con miedo, aceptó el reto.
La noche del estreno dé Norma en la Scala la Pasta acudió al teatro en un intento de poner nerviosa a la Malibrán. La Pasta sabía que aquel era su público y buscaba su reacción. Deseaba que la viesen y que rechazasen a aquella intrusa que se atrevía a interpretar un papel que era suyo.
En cierta medida, la Pasta consiguió su objetivo. Al comienzo de la representación los espectadores se encontraban totalmente fríos. La Malibrán estuvo magistral, a ella no le afectó en absoluto la presencia de la Pasta. Al final de la representación la actitud del público era totalmente distinta, y aunque se escuchaba algún que otro abucheo la mayoría aplaudía entusiasmada.
Al día siguiente la Pasta volvió a la Scala, pero todos se olvidaron de su presencia. La Malibrán los había conquistado. Fue tal el éxito y el calor de los asistentes a la segunda representación de Norma que a la salida de la Scala los espectadores, emocionados, desengancharon los caballos del carruaje que debía llevar a la Malibrán al hotel y ellos mismos los sustituyeron.
La Malibrán había vencido a la Pasta, ella era la auténtica diva:
Fue la diva más famosa y admirada de su época, simbolizó como nadie el espíritu romántico y entronizó lo español como sinónimo de temperamento artístico en Europa y América, donde conquistó a todos los públicos y encandiló a todos los corazones.[161]
María Felicia García Sitjes, la Malibrán, a pesar de haber nacido en París siempre se consideró española. Aunque el origen de su padre no fuera español, él sí lo era por nacimiento y convicción. Y tanto él como su mujer, Joaquina Sitjes, que era gaditana, supieron inculcar a sus hijos el amor a España. Un amor que ellos sentían y al que daban forma al intentar plasmar en su arte las auténticas y características notas de la música o el baile español.
Lo cierto es que en el llamado exotismo decimonónico los temas y personajes españoles ocupaban un lugar destacado tanto en la literatura como en la música. Muchos autores, sensibles a esta influencia, dejaron constancia de esta moda en algunas de sus creaciones. Uno de ellos fue Gioacchino Rossini, que, además de sentirse atraído por la música española, tenía otros motivos para fijarse en ella y difundirla. El compositor italiano había sentido en Nápoles la importancia de la amistad en una familia de españoles y la felicidad del amor en una bellísima mujer, la soprano española Isabel Colbrán.
Manuel García y Gioacchino Rossini se hicieron amigos en Nápoles. Es probable que ya se conocieran, aunque fue en esta ciudad italiana donde su relación se hizo más consistente.
El tenor Manuel García y su familia habían abandonado París ante la complicada situación política que allí se vivía y llegaron a Nápoles dispuestos a triunfar con su arte. No les faltó trabajo en la ciudad italiana, en la que permanecieron varios años.
Rossini se encontraba en Nápoles al haber aceptado la propuesta del empresario Barbaia para hacerse cargo de la dirección musical del Teatro San Carlo. Muy pronto se enamora locamente de Isabel Colbrán, que pertenecía al elenco estable del teatro y que además era la amante del empresario Barbaia, el mismo que le había contratado. A pesar de la difícil situación y de los inconvenientes que siempre conlleva una relación amorosa mantenida en secreto, Rossini vivió en Nápoles los años más fructíferos de su carrera como compositor.
Allí creó su popularísima ópera El barbero de Sevilla, y allí pensó que nadie mejor para interpretar el papel del conde Almaviva que el tenor español Manuel García. En un intento de dar mayor realismo a esta ópera de ambiente español, Rossini le pidió a su amigo García que compusiera algunas canciones para la ópera; así se deduce del escrito de la soprano Gertrude Righetti-Giorgi, que reacciona ante las críticas a El barbero de Sevilla aparecidas en un diario de Milán. Después de matizar diversos aspectos sobre la representación, Righetti-Giorgi, escribe:
Por una desafortunada condescendencia, Rossini, que sentía una gran estima por el tenor García, le había dejado componer las ariette que se debían cantar después de la introducción bajo las ventanas de Rosina. García las compuso sobre canciones amorosas de su país. Pero, García, después de haber afinado la guitarra en el escenario, lo que produjo las risas de los indiscretos, cantó con poco espíritu sus cavatinas, que fueron acogidas con desprecio.[162]
El barbero de Sevilla se estrenó en Roma en el Teatro Argentina el 20 de febrero de 1816. El fracaso de las primeras representaciones fue bastante evidente y estuvo motivado, más que por la colaboración de Manuel García, por el sentimiento de muchos romanos que consideraban aquella ópera un plagio de El barbero de Sevilla compuesto hacía años por Paisiello.
Curiosamente, con el paso del tiempo El barbero de Sevilla de Rossini se convirtió en la más popular de sus composiciones, hoy incluida dentro del apartado de óperas inmortales. Con ella debutó María Felicia en Londres. Nadie como ella supo dar vida al personaje de Rosina. Su belleza respondía al prototipo de mujer andaluza: hermosos ojos, negros y profundos, sedosa y brillante melena, más negra que el azabache. Su físico era español y también su temperamental corazón. De hecho, María Felicia García, la Malibrán, siempre fue considerada como española y las enciclopedias e historias de la música así lo recogen.
Además de su belleza, de su voz, de sus dotes escénicas, la Malibrán se preocupaba de la escenografía y del vestuario de las óperas que interpretaba. Ella misma diseñaba algunas veces los trajes que utilizaría en escena y encargaba siempre un estudio del ambiente y costumbres de la época en que se desarrollaba la historia para poder contar con una decoración adecuada. La Malibrán amaba su trabajo y el público lo notaba, y se lo agradecía considerándola la mejor.
Desde su regreso de Nueva York la Malibrán es la diva indiscutible. Año tras año se suceden los éxitos. Su presencia en el escenario despierta pasiones y son muchos los hombres que darían todo lo que tienen por conseguir su favor. Se dijo que el marqués de Lafayette sucumbió a sus encantos. Lo cierto es que llegará un momento en que el marqués consiga para María Felicia algo impensable en aquel tiempo.
Corría el año 1830 cuando la princesa de Chimay, la española Teresa Cabarrús, invitó a María Felicia a pasar unos días en su palacio de Chimay en Bélgica. Después de su azarosa vida, Teresa, por su matrimonio con José Riquet, se convirtió en una madre y esposa ejemplar dedicada a conseguir la felicidad de su familia. Era consciente del vacío que se le hacía en las cortes europeas pues no le perdonaban su pasado. Ella hubiese superado aquella situación, pero sabía el dolor que estos desplantes producían a su marido. Por ello, en un intento de animarlo, y conociendo su gran afición a la música, organizaba con relativa frecuencia reuniones musicales en su palacio de Chimay.
En aquella ocasión Teresa había conseguido que el famoso violinista belga Charles de Bériot aceptase pasar unos días con ellos. También invitó a la Malibrán. Teresa y María Felicia se conocían de París. No era aquella la primera vez que la Cabarrús le comunicaba sus deseos de contar con su presencia en Chimay, pero nunca había podido acudir. En esta ocasión María Felicia aceptó, sin imaginar que allí encontraría a su verdadero amor. María Felicia y Charles de Bériot se enamoraron nada más verse y ya no quisieron separarse nunca. De Chimay se fueron a vivir juntos a Bruselas. Cuando el padre de la Malibrán conoció la decisión de su hija de irse a vivir con De Bériot se enfadó muchísimo e intentó impedirlo, pero de nada sirvió. Ni la noticia del nacimiento de un niño que le convertiría en abuelo le hizo olvidarse de la situación de su hija, algo que Manuel García no podía aceptar.
María quiso anular su matrimonio con Malibrán para casarse con Charles de Bériot, pero el banquero se negaba. Pasaba el tiempo y no existía ninguna posibilidad de convencerle, entre otras razones porque Malibrán, consciente del buen momento que atravesaba María Felicia, deseaba obtener de ella una importante suma de dinero a cambio de facilitarle la libertad. Fue entonces cuando el general Lafayette le ofreció su ayuda a María Felicia.
A comienzos de 1836 el marqués de Lafayette dio por terminada su gestión. El Vaticano había anulado el matrimonio religioso de María Felicia García Sitjes y el civil siguió el mismo camino. Ese mismo año María Felicia se casó con Charles de Bériot. Su padre no pudo alegrarse con la buena noticia, Manuel García había muerto en 1832. La Malibrán siguió triunfando por los escenarios europeos. Fueron años felices. María se preocupó de que su hermana Paulina, que también poseía una hermosa voz, adquiriera una formación adecuada. Desgraciadamente, María no presenciaría el debut de su hermana en 1837 cuando compartió programa con Charles de Bériot en un concierto celebrado en Bruselas.
Paulina había estudiado piano con Franz Liszt y estaba llamada a desempeñar un papel importantísimo en el mundo de la música, en el que sería conocida con el nombre de Paulina Viardot por su matrimonio con el director del Teatro Italiano de París, Louis Viardot. Paulina fue primera figura del bel canto, profesora del Conservatorio de París y se dedicó, además, a la composición, a escribir poesía y comedias para el teatro. María también compuso música. Escribió nocturnos, arietas y romanzas, aunque su faceta de diva haya eclipsado a la de compositora:
En la famosa Gazette et Revue Musicale de 1837 aparece una recensión, firmada por Héctor Berlioz, sobre una colección lírica de la Malibrán. Berlioz, conocido por la severidad e imparcialidad de su juicio, dedicó a la música de la colección palabras como «verdaderamente dramático», «de conocedor vigoroso», en definitiva, escribió un comentario favorable. La música de la Malibrán fue publicada por primera vez por el editor Troupenas en 1828 y poco después la reeditó Girard en Nápoles.[163]
Un elogio del compositor Berlioz, que consideraba a la música como arte absoluto en el que se hallan implícitas todas las demás artes, significaba un aval indiscutible.
No sabemos si a lo largo de la historia habrá existido una familia musical más completa que la de García Sitjes. Todos fueron excelentes profesionales, pero ninguno brilló con la intensidad de María Felicia. Cuentan que despertaba tal entusiasmo que a finales de 1835 comenzaron a circular sellos que servían para cerrar las cartas y que llevaban su efigie como ilustración[164].
Tal vez ese carácter indómito, esa fuerza apasionada que impulsaba todas sus acciones y que encandilaba al público, fuera la causa de que María Felicia tomara aquella decisión que habría de costarle la vida.
A comienzos del mes de septiembre de 1836 María Felicia se encontraba en Manchester, donde tenía programadas diversas actuaciones. Una mañana, cuando paseaba a caballo, como tantas veces había hecho, se cayó y fue arrastrada por el asustado animal. Al recobrar el conocimiento en vez de acudir a un hospital o a un médico para que la reconociera, como no se sentía mal y además tenía actuación, no le dio mayor importancia y no suspendió la representación.
Tampoco los días siguientes se preocupó de lo que le había sucedido. La única secuela que parecía haberle quedado de la caída era un fuerte dolor de cabeza, que controlaba en los momentos de salir a escena. La Malibrán no quería privar al público del placer de escucharla.
El 11 de septiembre María Felicia cayó desmayada en el escenario. Podría haber sido el final de alguna de las óperas que representaba, pero no, era el final de su vida. María Felicia no volvió a recuperarse y permaneció en estado de coma hasta el 26 de septiembre en que murió.
Su cuerpo, por expreso deseo de su marido, fue trasladado a Bélgica, a la ciudad de Laeken, donde recibió sepultura.
María Felicia, la Malibrán, se fue de este mundo envuelta en el aplauso y el calor del público. Tanto en su vida como en su muerte concurrieron las circunstancias propias de los seres destinados a convertirse en mitos. Pero además, María Felicia fue una mujer que sabía lo que quería y luchó por ello. Era valiente y también generosa. En su corta biografía han quedado muestras de su ayuda a compañeros y empresarios necesitados. También se preocupó de los niños desvalidos:
Por expreso deseo de la Malibrán los derechos de venta de su música se entregaban a una escuela de huérfanos de París.[165]