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Mientras Doyle leía, traduciendo con fluidez, Riley tomaba notas. Le ayudaron a formarse una imagen de la isla; un bosquejo, en realidad, aunque algo más tangible. Y otra de las tres diosas. Vestidas con túnicas blancas, cinturón de plata, de oro o enjoyado. Y Arianrhod —no cabía duda de que Bo estaba coladito por ella— destacaba en su descripción. La esbelta belleza, con su cabello como una flamígera puesta de sol y unos ojos tan vívidos como un cielo de verano. Bla, bla, bla, pensó Riley mientras escribía «ojos azules» y «pelirroja». Bo ensalzaba su piel de alabastro, su voz…, como el canto del arpa.
«Quiere tirársela».
—¿Qué?
—¿Uh? —Levantó la vista de sus notas y miró a Doyle a los ojos—. No me he dado cuenta de que había hablado en voz alta. He dicho…, he escrito…, que quiere tirársela. Bo está coladito por Arianrhod.
—¿Y eso por qué es relevante?
—A eso se le llama comentar, don Vivo en la Inopia. También observo que estamos hablando de una isla boscosa, con altas montañas… y con un castillo, palacio o fortaleza, construido sobre la más alta. Eso es estrategia. Conviene un terreno elevado. Sabemos que hubo una guerra civil y que los rebeldes perdieron y acabaron siendo desterrados, atrapados en la Bahía de los Suspiros. Donde encontramos la Estrella de Agua. Cualquier cosa que saquemos de este diario puede ser un paso hacia la Estrella de Hielo.
Después de considerarlo, Doyle hizo un resumen.
—No creo que Bo, al que le pone palote Arianrhod, nos diga nada más que el hecho de que tiene polla y que ella está buena.
—Puede que no, pero todo apunta a que las otras dos también están buenas y a él solo le gusta una. Además, escribió que Arianrhod le invitó, a lo mejor tenían algo. La historia dice que nosotros descendemos de ellos. Tienes que echar un polvo para engendrar. Puede que dé lo mismo quién desciende de quién, pero es relevante si el antepasado de Bran y la diosa…, la del nombre celta…, se lo montaron y él es un descendiente directo.
Al cabo de un momento, Doyle meneó la ceja, algo que ella se tomó como que reconocía que tenía razón. Y continuó leyendo.
Doyle tenía buena voz, pensó. No una voz melodiosa, pero sí buena y potente. Leía bien y no todo el mundo leía bien en voz alta.
Se preguntó cuántos libros había leído. Tal vez miles, imaginó. Era un hombre que había pasado de las velas de sebo a la tecnología láser, del caballo y el carruaje a los viajes espaciales.
Podría pasarse una década interrogándole en busca de información acerca de lo que había visto, cómo había vivido y qué había sentido.
Por el momento continuó tomando notas, siguiendo los comentarios y descripciones de Bohannon mientras iba a caballo desde la playa y cruzaba campos de naranjos y limoneros, cuyas flores perfumaban el dulce aire nocturno.
—Podemos suponer que era primavera…, por los naranjos en flor.
—Eso si consideramos que en la isla rigen las mismas reglas de las estaciones que en este mundo —señaló Doyle—. Y a este lado del ecuador.
—Bien pensado. —Tuvo que reconocer que tenía razón—. Pero si nos ceñimos a la ubicación física, en la época y el lugar de Bo, es primavera. Estoy teorizando. Además, es una isla bien cuidada. Habla de los huertos, de la ancha y seca calzada…, iluminada por antorchas. La luna llena, que también nos ayuda a calcular el tiempo. El palacio de plata…, es inevitable preguntarse si eso es algo literal o solo es prosa.
Apuntó los detalles mientras él leía. Extensos jardines, mujeres con vaporosos vestidos, la música filtrándose a través de las puertas y ventanas abiertas, hacia los amplios bancales. El estandarte de la nueva reina —una paloma blanca surcando un cielo azul— ondeaba en lo alto de cada torre.
Doyle llegó al vestíbulo, con sus tapices de vivos colores, dorados árboles en flor en jarrones de plata, cuando dejó el libro.
—Si tengo que leer sobre diseño de interiores, voy a necesitar algo más que una cerveza.
—Y cuando pueda describirle a Sasha la isla, el palacio, con todo detalle, ella podrá dibujarlo. Y puede que dibujarlo le provoque una visión. La visión podría acercarnos más.
Doyle se terminó la cerveza y la dejó.
—Es buena idea.
—Tengo muchas.
—Tienes montones de ideas. Algunas de ellas son buenas.
—Si quieres otra birra, tráeme un poco de agua. La última vez me tocó ir a mí. Y necesito diez.
—¿Diez qué?
—Diez minutos.
Se apartó de la mesa, fue hasta el sofá situado junto a la chimenea y se tumbó. Y se quedó dormida en un abrir y cerrar de ojos.
Doyle valoraba aquella habilidad, que desarrollaba un soldado. Dormir a voluntad, dormir en cualquier parte.
La dejó durmiendo, subió arriba y decidió que el agua era la mejor opción por el momento. Abrió una botella y bebió mientras se aproximaba a una de las ventanas.
Sintió que un puño le atenazaba con fuerza el corazón. Desde allí alcanzaba a ver el pozo del que había sacado agua innumerables veces en su juventud. Bran lo había conservado, lo había integrado en una zona ajardinada. Un jardín que Doyle sabía que a su madre le habría parecido precioso.
Flores, arbustos, pequeños árboles, serpenteantes caminos discurrían por lo que en otra época fue un terreno de cultivo y por los establos, desaparecidos hacía mucho tiempo. Seguramente quedaron reducidos a escombros antes de que Bran comprara la tierra.
Se obligó a mirar, a dirigir la vista hacia las tumbas, y sintió una nueva punzada al ver a Annika arrodillada junto a la tumba de su madre, colocando… flores y pequeñas piedras.
Esa mujer poseía un corazón tierno, el más grande que jamás había conocido, pensó. Y había conocido la bondad en su época, así como la brutalidad. Ella cambió de posición, cogió más flores de su cesta y las depositó sobre la tumba de su padre, junto con sus piedrecitas.
Lo que hacía era mostrar su respeto a aquellas personas a las que nunca conoció.
Y él aún no había ido a verlos.
Allí no había nada más que polvo, se dijo, pero en el fondo de su corazón sabía que no era así. Riley tenía razón. Los símbolos importaban y había que mostrar respeto.
Pero, por el momento, se dio la vuelta y volvió abajo.
Miró a Riley con atención durante largo rato. Dormía boca arriba, con la cabeza sobre uno de los elegantes cojines, los brazos cruzados sobre la cintura. Con una navaja enfundada en el cinturón.
Imaginaba que de haber tenido su sombrero, se habría tapado la cara con él.
En lo que a rostros se refería, el suyo no estaba mal. No era Annika, pero pocas lo eran. Sin embargo tenía una buena estructura ósea, que sin duda le sería de utilidad cuando envejeciera…, si llegaba a vivir tanto. Una mandíbula fuerte, capaz de encajar un puñetazo, una boca generosa, que siempre tenía algo que decir.
Suponía que el pelo corto armonizaba con su rostro, aunque sospechaba que se lo cortaba con su propio cuchillo cuando era necesario.
Él también hacía lo mismo.
Recordó la primera vez que la había visto en forma de lobo…, aquella noche en Corfú, en plena batalla. La conmoción que supuso, su magnificencia mientras le miraba con aquellos ojos dorados.
Unos ojos que habían llorado por él cuando creyó que había muerto.
Había olvidado lo que era que una mujer llorara por él.
Hacía una eternidad que no se había permitido estar con una mujer para otra cosa que el desahogo más básico. Al mirar a Riley en ese momento, recordándose que ella no era ni por asomo la clase de mujer por la que alguna vez se había sentido atraído, se preguntó por qué tendría que hacerle pensar en ese desahogo y en más cosas.
Con toda probabilidad se debía a que, de los seis, eran los dos únicos que no iban a disfrutar de dicho desahogo. Sin duda era así de simple.
Entonces ella abrió los ojos y los clavó directamente en los suyos y supo que distaba mucho de ser tan simple.
—¿Algún problema? —exigió.
—Tus diez minutos han terminado.
—Vale.
Se incorporó, se desperezó, y Doyle podría haber jurado que vio a la loba en aquel gesto.
Cuando Riley se puso de pie, él permaneció donde estaba, bloqueándole el paso.
—Repito; ¿algún problema?
—No. Me había olvidado de que eres bajita.
—No soy bajita. Soy de estatura media. Tú eres más alto que la media.
—Eres bajita —dijo de manera tajante y se hizo a un lado—. Voy a dedicarle otra hora a esto y después tengo que moverme, tomar un poco de aire.
—Entendido. Me pregunto quién se ocupa de la comida.
—¿Tienes hambre otra vez?
—Es el ciclo. Hace que mi metabolismo queme calorías lentamente. En fin, otra hora o más y habremos acabado con el diario. ¿Has leído algo más mientras disfrutaba de mis diez minutos?
—No.
—Bueno, te apuesto veinte pavos a que se tira a la diosa. O ella se lo tira a él. Tengo el presentimiento de que ella tomará la iniciativa en eso.
Doyle pensó en la prosa ñoña.
—Acepto la apuesta. Ella puede conseguir algo mejor.
Cogió el libro y ella volvió a tomar notas.
Transcurrida la hora, Riley alzó la mano con la palma hacia arriba.
—Págame.
—Podría estar mintiendo. Me tiré a la diosa de la luna en el castillo sobre la montaña.
—Págame.
Resignado, Doyle sacó un billete de veinte del bolsillo.
—Si tuviéramos más diarios, apostaría doble o nada a que las diosas hermanas disfrutaron de un buen meneíto durante los festejos. —Riley se guardó el billete en el bolsillo—. Es de lógica. Nosotros también empezamos allí, en la isla. Nuestros linajes. Todo empezó allí. Y más de un milenio después, según mi teoría, estamos abriéndonos camino de nuevo hasta allí. Podemos hacerlo gracias a dicha ascendencia porque cada uno de nosotros tiene algo más, una especie de don.
—A mí me maldijeron. No fue un don.
—Lo siento. —Su tono era una mezcla de comprensión y brusquedad—. Siento lo que le pasó a tu hermano y a ti. Pero dejando a un lado las emociones, ese aspecto de ti, la maldición de la inmortalidad forma parte del conjunto. Cada uno de nosotros aporta algo especial y todo junto compone el guiso.
El rostro y los ojos de Doyle se endurecieron y se tornaron fríos. Su voz destilaba fuego glacial.
—¿Estás diciendo que mi hermano tenía que morir para que a mí pudieran lanzarme una maldición?
Riley le habría contestado con la misma furia si no hubiera captado el remordimiento y la pena que se entremezclaban con ella.
—No, y de nada sirve cabrearse. Lo que digo es que te habrían maldecido aunque le hubieras salvado. Si la bruja no le hubiera atraído, habría habido otra conexión, otra disputa. Tú mismo dijiste que habías buscado a Nerezza y las estrellas durante cientos de años. Sin suerte. Pero te unes a nosotros y en un par de meses tenemos dos de las estrellas y le hemos pateado el culo un par de veces. Siempre iba a depender de nosotros.
—Y entonces, según tu teoría, ¿qué era mi hermano? ¿Nada más que un peón para atraer al caballo?
—Era tu hermano. —Su tono se impuso al deje cortante de Doyle. No se inmutó—. Es imposible saber por qué un ser malvado le eligió. Lo que digo es que otra cosa te eligió a ti y al resto de nosotros. Para mí, el diario lo corrobora todavía más. —Aunque sostuvo la mirada de sus ojos cargados de furia apenas contenida, hizo una breve pausa. En ese instante suavizó un poco el tono—. Soy la última persona que menospreciaría el vínculo de la familia. Lo es todo. Solo intento entender todo el conjunto y verle el sentido para intentar que avancemos.
—Pero el sentido es lo de menos, ¿no? —Se levantó de nuevo—. Necesito un poco de aire.
Riley exhaló después de que Doyle se marchara.
—Soy científica, joder —farfulló, frustrada, y después cogió sus notas y fue a buscar a Sasha… y comida.
Dado que parecía que todo el mundo se había desperdigado, se dirigió a la cocina y buscó los ingredientes para prepararse un sándwich.
Mientras ponía pavo y jamón y consideraba sus opciones en cuestión de queso, Sasha entró con un nuevo cuadro de tareas.
—Imaginaba que la comida de hoy sería un caos, ya que todos nos estamos instalando —comenzó Sasha—. Te he asignado la tarea a ti mañana, a menos que vayamos a alguna parte.
—Vale. ¿Quieres uno?
Sasha miró el enorme sándwich que estaba preparando.
—Me parece que no. Bran ha hablado con su familia en Sligo durante un rato y va a trabajar en la torre. Annika quería ayudarle y Sawyer salió para ponerse a buscar el mejor lugar en el que instalar un campo de tiro al blanco.
Sasha dejó en la repisa el cuadro de tareas, convenientemente artístico además de práctico.
—Entonces ¿tienes un rato? —le preguntó Riley.
—Puedo tenerlo, si necesitas algo.
—Doyle y yo hemos estado leyendo el diario. He tomado notas. El antepasado de Bran, una especie de pomposo patán, se lo montó con Arianrhod.
—¿Que hizo qué…? Ah. ¡Oooh! —repitió Sasha, alargando la exclamación.
—Precisamente. Entiendes lo que implica.
—¿Que es posible que Bran descienda de ella? Eso tendría sentido, ¿no te parece?
—Lógica. —Sintiéndose resarcida, Riley agitó un dedo en el aire—. Lo que no le he dicho a Doyle, ya que se estaba mosqueando, es que, hablando desde un punto de vista lógico, tenemos a dos irlandeses que viven en el mismo lugar…, con unos cientos de años de diferencia, pero en el mismo lugar.
—Doyle podría descender del mismo linaje. —Sasha asintió mientras ponía la tetera al fuego—. Es de lógica, ¿no es así?
—A mí no me cabe duda. Deja que te cuente algunas cosas importantes del diario.
Mientras lo hacía, Sasha cortó una manzana, un poco de queso, añadió unas galletitas saladas y se sentó a tomarse el té.
—Puede que estuviera en esta costa —declaró Sasha—. Puede que lo esté de nuevo.
—Tengo algunos detalles sobre cómo es; incompleto, ja, ja. Y de cómo es el palacio, de cómo eran las diosas…, Arianrhod en particular. Si quieres dibujarlo a partir de mis notas…
—Puede que vea algo. Puedo intentarlo. Y la reina era un bebé, así que el nacimiento era algo literal.
—El hombre entregó su presente…, los pájaros cantores…, a las diosas y fue presentado ante la reina. —Riley hojeó sus notas—. «Una hermosa niña de cabellos de oro y ojos azules, como profundos lagos, colmados ya de sabiduría. Y en su hombro, descubierto para que todos lo vieran, portaba la marca real. La estrella del destino».
—Otra estrella. ¿Escribió algo sobre sus padres?
—Estaba más interesado en la comida y el vino y mucho más aún en la diosa, los ropajes y la reina. Era un gilipollas, al menos en su propio relato. Y según su narración, el palacio es el típico de los cuentos de hadas. Grande, de plata y lleno de obras de arte y elaboradas estancias. Pero también habla de los espesos bosques y de un círculo de piedra en otra montaña, donde fue caminando para presentar sus respetos a los ancianos. Una cascada y un tortuoso camino, el Árbol de Toda Vida.
—¿Y sobre Nerezza?
—Habladurías. Muy jugosas. —Riley tomó un trago de cerveza y meneó el culo sobre la silla para arrimarse más—. Para empezar, a ella no la invitaron. Vivía en el extremo más alejado de la isla, medio desterrada a esa zona cuando intentó causar problemas a la anterior reina. No hay mucha información al respecto, pero era temida y odiada. Todo el mundo la rehuía. La noche en que llegó nuestro narrador oyó lo que creyó que era una tormenta. Al principio hizo caso omiso, pero parecía una de las grandes. Se levantó de la cama…, describe profusamente su recámara…, y miró afuera. Y vio un calcinado abismo que atravesaba la playa…, profundo y negro, dice él, y a las tres diosas a un lado. Afirma que sintió que el mundo se estremecía y que la blanca arena se derramaba por la grieta. Cuando las cosas se calmaron, levantó la mirada, igual que las diosas, y vio tres nuevas estrellas bajo la luna. Más brillantes y hermosas que cualquier otra estrella del cielo, etcétera. Antes del alba, Arianrhod apareció en su dormitorio y se lo montaron. Se quedó allí tres días y tres noches y ella acudió a verle cada noche.
—Para engendrar un hijo, parte dios, parte hechicero —concluyó Sasha mientras Riley le pegaba un buen mordisco al sándwich.
Riley asintió y agitó el dedo en círculo.
—Imagino que es posible que en su diario parezca un engreído y un pretencioso, pero tenía que tener algunas virtudes que ella valoraba y quería. Cuando se marchó, ella le dio un anillo con una brillante piedra blanca. La Piedra de Cristal, la llamó, y le dijo que enviaría a su mundo un gran presente, que algún día volvería a ella.
—El hijo. Sus descendientes.
—Lo mismo pienso yo, Sasha.
—Es muy bonito. Iré a por mi cuaderno de dibujo. Ha dejado de llover, así que me gustaría dar un paseo, hacerme una idea de dónde estamos, de dónde está la casa de Bran, y después veré si puedo utilizar tus notas para dibujar algo.
—Yo tengo que deshacer el equipaje y organizar algunas cosas más.
—Yo me ocupo de la cena de esta noche con la ayuda de Bran. Creo que voy a intentar preparar el estofado a la cerveza Guinness. Me aseguraré de que esté hecho antes de que salga la luna para que puedas comer antes de ayunar.
—Te lo agradezco. Ve por el sendero que pintaste —le aconsejó Riley—. Estaba precioso bajo la luz de la luna. Yendo desde aquí es bonito, pero a la vuelta es una pasada.
Sasha se levantó, pero se detuvo.
—Bran quiere que conozca a su familia.
—Pues claro.
—Son muchos. Y yo… soy la americana a la que no conocen y que está con Bran desde hace solo…
—Corta el rollo. —Todavía comiendo, Riley la apuntó con un dedo—. Deja de buscar problemas. Conocer a los padres, etcétera… Es normal que estés un poco nerviosa, pero, por Dios, Sasha, eres una puñetera guerrera. Estás luchando contra una diosa. Esto será pan comido.
—Sé que tengo que conocerles…, quiero conocerles —se corrigió—. Con el tiempo. Lo que ocurre es que no quiero estropear nada.
—Fíjate en ese hombre. Es realmente estupendo, ¿verdad?
—Más aún.
—Y podría decir, sin temor a equivocarse, que sus padres algo han tenido que ver con eso. Lo más probable es que también sean estupendos. Tranquilízate.
—Es una tontería preocuparse por algo así, cuando hay tantas otras cosas por las que hacerlo.
—Es humano —la corrigió Riley—. No se puede dejar de ser humano. Salvo yo, tres noches al mes.
Sasha esbozó una sonrisa.
—Y ni siquiera entonces. Tienes razón. Voy a olvidarme de esto. Déjame tus notas ahí y veré qué puedo hacer con ellas después de que dé un paseo.
—Lo haré. Y estaré por aquí si tienes alguna pregunta.
Doyle fue hasta el acantilado y, como había hecho de niño, descendió por las traicioneras rocas, por los inestables tramos de hierba. El muchacho creía a pies juntillas que jamás se caería. El hombre sabía que sobreviviría si eso pasaba.
Se dijo que se arriesgaba a caerse —al dolor de morir y de resucitar— con el fin de examinar las cuevas excavadas en la pared del acantilado. Por improbable que fuera que la estrella estuviera tan cerca, nunca se sabía.
Pero tras esa excusa, sabía perfectamente que escalaba sin cuerda ni arnés solo porque había hecho lo mismo cuando era un crío. Lo hacía entonces y lo hizo en el presente, entusiasmado con el azote del viento, el gutural rugido del mar, la resbaladiza y helada pared del acantilado. Aferrarse como una lagartija por encima de las rocas contra las que rompían las olas, desafiando a la muerte, absorbiendo la vida igual que hacía con el aire salobre.
Ah, cuánto había ansiado vivir aventuras de niño. Luchar contra los bandidos o ser uno de ellos, marcharse a caballo para blandir una espada contra la tiranía, hacerse a la mar en un viaje a alguna tierra inexplorada.
«Cuidado con lo que deseas», pensó mientras se detenía en una estrecha cornisa a contemplar el azote del mar y las rocas de abajo.
Había vivido aventuras, había luchado contra los bandidos…, había sido uno de ellos de vez en cuando. Había llevado la vida de un soldado guerra tras guerra tras guerra, hasta que perdió las ganas. Había navegado y volado a tierras corrientes y exóticas.
Y bien sabía Dios que se había cansado de todo.
Pero se había embarcado en aquella misión y había tomado ese rumbo siglos antes de que ninguno de los otros cinco hubiera nacido. Llegaría hasta el final.
Y después… no tenía ni idea.
Una vida tranquila durante una temporada…, pero claro, no estaba hecho para llevar una vida tranquila. ¿Viajar? Pero no había un lugar en todo el mundo que ardiera en deseos de volver a ver. Podría entretenerse acostándose con mujeres, pues ese deseo siempre ardía…, si bien el tedio podía aparecer cuando la chispa perdía fuerza.
Independientemente de lo que hiciera, cómo y dónde, jamás podría quedarse más de una década, más o menos. Jamás podría forjar vínculos, ni siquiera superficiales, pues después de un tiempo la gente se fijaba en un hombre que no envejecía.
Y a aquellos que deseaban la inmortalidad les advertiría de nuevo: cuidado con lo que deseas.
De nada servía darle vueltas, se recordó. Su sino era su sino. Pero el problema era que una vez terminara aquella misión, también acabaría el compañerismo que, aunque de mala gana, había acabado apreciando.
También apreciaba formar parte de un ejército de camaradas iguales. Pero ¿formar parte de aquello? ¿Ser parte de los seis que vivían, dormían, comían, luchaban y sangraban juntos en contra de todo pronóstico?
Eso forjaba una familia.
Cada uno de ellos, a pesar de sus dones y poderes, seguiría el ciclo natural de la vida. Envejecerían, morirían.
Él no.
Y de nada servía darle vueltas, pensó de nuevo mientras recorría la cornisa hasta la angosta entrada de la cueva que buscaba.
Hubo un tiempo en que ese fue su rincón secreto, un lugar en el que podía sentarse sobre esa misma cornisa y soñar sin que nadie supiera dónde estaba. Cogía yesca y sebo a hurtadillas, panecillos de miel y carne. Allí había soñado, tallado, pedido deseos, se había enfurruñado, observado el vuelo de las aves marinas.
La entrada era más pequeña de lo que recordaba, pero ¿acaso no lo era todo? El muchacho se colaba dentro con facilidad y el hombre tuvo que esforzarse un poco.
Olía igual, a humedad y excitación, y el rugido del mar resonaba en el interior, de forma que el aire parecía estremecerse. Se acuclilló durante un momento, cerró los ojos y sonrió, pues en ese instante se vio transportado de nuevo a la simple e inocente infancia, con todo el futuro por delante, rebosante de color, coraje y gallardía.
En vez de un trozo de vela, sacó una linterna y la encendió.
No era mucho más pequeña de lo que recordaba, se percató mientras caminaba encorvado de lado hasta que pudo erguirse…, por los pelos. Y ahí estaba el pequeño saliente en el que guardaba una vela. Se inclinó y pasó los dedos por el endurecido charco de cera. Y allá estaban los restos raídos de la vieja manta que había birlado en las caballerizas. Olía a caballo, lo cual no le había molestado.
La cueva se abría a una pequeña cámara, que había nombrado su cámara del tesoro, ya que la pared más cercana a la entrada hacía que esta quedara oculta gracias a la curva que describía.
Todavía estaba allí el botín de su infancia, como si fueran antigüedades. La copa rota que había fingido que era un cáliz, tal vez uno de los del rey Arturo. Piedrecillas y conchas metidas en un cuenco desportillado, algunas monedas de cobre, una vieja punta de flecha —antigua incluso entonces—, trozos de cuerda, la daga que había utilizado para tallar… y con la que había grabado su nombre en la piedra.
Una vez más pasó los dedos, dibujando el nombre que el muchacho había grabado con tanto esfuerzo.
DOYLE MAC CLEIRICH
Debajo había hecho su mejor grabado de un dragón, pues había adoptado el dragón como su símbolo.
—Ay, vaya —murmuró, y se dio la vuelta. La luz de su linterna iluminó la depresión en la pared de frente y el diminuto fardo de tela impermeabilizada—. ¿Después de tanto tiempo?
Se acercó, lo sacó y desenrolló. Dentro estaba la flauta que con esmero había hecho con una pequeña rama de un castaño. Había imaginado que era mágica, elaborada para él, y solo para él, para invocar al dragón. El dragón que por supuesto había salvado de una muerte segura. El que se había convertido en su amigo y compañero.
Ay, volver a ser niño, pensó, con semejante fe y un sinfín de sueños.
Se llevó la flauta a los labios, colocó los dedos en los agujeros y probó. Para su sorpresa y alegría, de esta surgió una afinada melodía. Tal vez sonara triste en la resonante cueva, pero sincera.
Se permitió esa sensiblería, volvió a enrollarla en la tela y se la guardó en el bolsillo.
El resto podía seguir allí, pensó. Algún día, otro muchacho aventurero podría encontrar los tesoros y maravillarse.
Escaló de nuevo, dejando atrás la cueva, los recuerdos, el mar.
Sawyer le paró cuando saltó el muro.
—¡Eh! ¿Has bajado?
—Estaba echando un vistazo.
Sawyer se echó la gorra hacia atrás, se asomó y miró abajo.
—Muy escarpado. Yo también he estado echando un vistazo… en un terreno más llano. ¿Qué te parece si instalamos las dianas allí?
Doyle siguió la dirección que señalaba.
—¿Delante de esos jardines?
—Sí, bueno, en realidad no puedes escapar de los jardines, a menos que nos instalemos en el bosque. Podríamos hacerlo, pero esto está más escondido. Tenemos mucho terreno, pero por lo que he podido ver, la gente puede deambular y algunos lo hacen. Aquí atrás, el ruido del agua enmascarará los disparos.
—Me parece bien que esté más escondido, aunque sospecho que Bran se conoce la zona de sobra y sabe que nadie causará problemas. —Aunque él también se conocía bien el terreno, pensó Doyle—. Hay más espacio para desperdigarse al otro lado de la casa y podemos utilizarlo para otro tipo de entreno. Pero este servirá para practicar con las armas.
—Muy bien. Parece ser que Riley nos ha conseguido el barco y el equipo.
—¿De veras?
—Tiene contactos. Quiero echar un ojo a los mapas, pero he explorado la zona general y he tanteado el terreno.
—Así que puedes traernos de vuelta aquí de dondequiera que tengamos que ir.
Sawyer levantó los pulgares.
—Sin problemas. Parece ser que Sasha está dibujando a partir de las notas que Riley y tú habéis sacado del diario, con la esperanza de que… —Hizo girar los dedos en el aire—. No sé cómo funciona eso. Y por lo visto a ti y a mí nos tocan las armas, así que ya que hemos elegido el lugar para las prácticas de tiro, podemos prepararlo.
—Después de una cerveza.
—Eso no te lo voy discutir.
Lo cierto era que a Doyle le resultaba difícil discutir con Sawyer. Era un hombre afable, astuto como un zorro, de una lealtad inquebrantable y podía darle a una mosca a más de dieciocho metros de distancia.
Entraron por el vestíbulo y fueron a la cocina, donde flotaba el tentador olor de lo que fuera que Sasha estuviera removiendo en la olla que tenía puesta al fuego mientras Riley observaba.
—¡Guau! —Dado que a Sawyer le interesaba cocinar tanto como comer, se acercó a ella—. ¿Qué es?
—Estofado a la cerveza Guinness. He encontrado un par de recetas por internet y he estado jugueteando con ellas. Creo que va a salir rico.
—Tiene una pinta estupenda. Nosotros vamos a por una cerveza. ¿Te apetece un vino?
—Me parece que ya es hora, gracias. Me he estado ocupando de esto y dibujando. Creo que he tenido más éxito con el guiso que con… —Se volvió y vio que Doyle había cogido su cuaderno de dibujo—. Cuesta estar segura de si me he acercado siquiera, teniendo en cuenta que me baso más o menos en descripciones generales. —Al ver que él no decía nada, se acercó y, al igual que él, estudió uno de sus dibujos de Arianrhod—. No puedo saber si la he hecho hermosa porque al narrador se lo parecía. Desconozco la forma de su cara o el largo de su pelo y cómo lo llevaba, la forma de sus ojos. Supongo que simplemente me he guiado por el instinto.
—¿Esto es tu instinto?
La crudeza de su voz hizo que le mirara alarmada. Vio la misma crudeza en sus ojos.
—Sí. ¿Qué sucede? ¿Qué ocurre?
—Tío. —Sawyer se acercó y puso una mano en el brazo de Doyle—. ¿Estás bien?
—Yo mismo leí cómo la describía. Riley tomó notas para ti mientras yo leía. Y ¿es así cómo has dibujado a la diosa?
—Sí, Arianrhod. Es lo más parecido que puedo imaginar. Así… así es como la he visto basándome en las notas. ¿Por qué?
—Porque… has dibujado a mi madre. Lo que has dibujado en tu cuaderno es el rostro de mi madre.