VII
TERESA VALCÁRCEL
Todos los que tomaron parte en aquellas intrigas amorosas de Palacio progresaron con rapidez.
El sabor de la venganza.
UNOS días después me avisó la vieja madama Ernestina que Teresa Valcárcel iría al gabinete de lectura de la calle de la Michodière a las tres de la tarde. Fui con puntualidad a la cita. Teresa se hizo esperar, pero apareció al fin. Yo no la conocía. Ella dijo que me recordaba por haberme visto una vez en Palacio y que tenía un retrato mío en litografía publicado en París. Teresa Valcárcel andaba ya entre los treinta y cinco o los cuarenta años. Quizá en plena juventud había sido guapa, pero entonces tomaba el aire de la dama joven que tira a característica. Tenía las facciones bastas, los labios gruesos y muy rojos, la cara redonda. Era fondona y grasienta, muy afectada en palabras, ademanes y adornos. Vestía de claro con muchos volantes, y con un sombrero pamela vaporoso de muchacha joven. Llevaba un perro blanco de lanas con un lazo azul, atado con una cadena, que se le hubiera tomado por individuo de la familia. Iba muy empolvada y algo pintada. Se expresaba bien, de un modo un poco falso, un poco engolado, pero con seguridad y con precisión. Hablamos de sucesos y de personas que figuraban en Madrid hacía siete u ocho años.
Yo conocía a la Fidalgo, camarista de Palacio, a la Dávalos, a doña Anita, a Domingo Ronchi y algunos otros de la camarilla de María Cristina. Teresa me habló de ellos con muchos detalles.
—¿Qué se dijo en Madrid de mí? —me preguntó después.
—Se dijo hace años que se había usted hecho rica y que Muñoz mandó que la llevaran a Bayona, acompañada de un notario que diera fe de su entrega.
—Sí; esto es cierto. Se ha portado muy mal conmigo ese hombre. ¡A pesar de lo que yo hice por Muñoz!
—¿Usted le conoció en la pobreza?
—¡Qué pobreza! En la mayor miseria. Muñoz tenía tan pocos recursos, que muchas veces recurría a un amigo, condiscípulo y paisano, que estaba de mancebo en una barbería de un cirujano sangrador de los portales de Bringas, en la plaza Mayor, en cuya cama dormía, porque no tenía casa. Mi novio, Nicolás Franco, era compañero y amigo de Muñoz y vino con este varias veces a Palacio, donde le vio la reina y se enamoró de él.
—¿Era Muñoz hijo de un estanquero de Tarancón, como se decía?
—Sí; yo le conocí a su padre, el señor Juan, y a su madre, la tía Eusebia. Muñoz había estado en lista para ser expulsado de la compañía de los Guardias de Corps por sospechoso de carlismo; pero pudo permanecer en ella porque entonces se hallaba de licencia en el pueblo y porque yo influí para que no lo echaran. Muchas veces, en el zaguanete de guardias de Corps, Muñoz y otros me decían: «¡Teresa!, gracias a usted estamos aquí». Muñoz en su pueblo trató de casarse con una joven paisana suya y rica, pero como ella le dio calabazas se volvió a la corte.
—Todo el mundo dice que fue en la quinta de Quitapesares de la Granja donde le conoció María Cristina.
—No; le había visto antes varias veces, una en la Piobera, cerca de la Alameda de Osuna, y otra en una gruta del Retiro; pero para acercarse a él preparó un viaje romántico. Aprovechando la semana en que Muñoz servía de garzón en Palacio, decidió ir a la finca de Quitapesares, cerca de San Ildefonso. Había ascendido ya Muñoz a cadete, y todos los que le conocíamos en un estado humilde y miserable nos sorprendimos al verle con una buena casaca y con ricos cordones. Franco me contó que aquellas galas se las había prestado un paisano, un tal Valdés, también guardia de Corps, natural de Huete.
—¿Así que la conquista de la reina la hizo con un traje prestado?
—Eso es. El 17 de diciembre de 1833, en medio de un temporal horroroso, emprendió María Cristina el viaje a la Granja, pero tuvo que volver a Madrid desde lo alto del puerto, porque se destrozó el coche, con riesgo de los que iban dentro, tropezando con unas carretas cargadas de madera y porque los ventisqueros de nieve y hielo tenían el camino intransitable. No desistió por eso la reina. Mandó que aquella tarde y noche los vecinos de los pueblos inmediatos abriesen paso en el puerto, y el día 18 se la vio salir de Palacio, con admiración de cuantos conocían el terreno y veían el rigor de la estación.
—¿Y quiénes iban?
—No iba ninguna mujer. Ocupaban el coche María Cristina, el ayudante general de Guardias, don Francisco Arteaga, el gentilhombre Carbonell y el garzón don Fernando Muñoz. Llegados a Quitapesares, salió Cristina a pasear por los jardines con Arteaga y Muñoz, pero al poco rato fingió necesitar un recado de la quinta y envió por él al ayudante Arteaga, quedándose sola con Muñoz en aquel sitio. Este debió de ser el momento en que la reina declaró al guardia de Corps su atrevido pensamiento.
—¿Ella?
—Él no se hubiera atrevido. En el mismo día volvieron a Madrid y, apenas entró Su Majestad en su cámara, conocimos todos el favor del guardia Muñoz, que no tardó en trascender fuera de Palacio.
—¿En qué se conoció?
—En todo. Esas cosas no se pueden ocultar, y por poco observadora que sea una…
—¿Hubo en seguida mercedes?
—Sí. A los pocos días nombró a Muñoz gentilhombre de lo interior, destino creado por Fernando VII y que parecía no ser aplicable a una señora, para cuyo servicio privado tenía que haber damas, dueñas y mozas. Después del regreso del viaje de Quitapesares, Muñoz aparecía muy peripuesto y gastando suma franqueza con la reina. Todas las tardes veíamos ir a la Casa de Campo a Su Majestad, a Muñoz y al duque de Alagón, en unas artolas, siendo Muñoz quien ayudaba a montar a Su Majestad, y a su vuelta, para apearse la reina, a pesar de tener a mano una escalera, solía apoyar las manos en los hombres de Muñoz, cogiendo este con las suyas a Su Majestad por bajo de los brazos.
—Eso produciría grandes comentarios.
—Figúrese usted. Los palaciegos presenciaban impertérritos las risas y encontronazos que tenían los dos durante esta breve pero agradable escena, al menos para ellos, de que sólo éramos testigos los que nos encontramos de visita en casa de don Luis Veldrof.
—No se quién es este.
—El aposentador de Palacio. Por las ventanas que dan a la puerta de la Leñera veíamos cómo entraba y salía Cristina al Campo del Moro. En ese punto había un guardia para impedir el acceso al público por aquella parte.
—¿Y desde entonces comenzó la gran fortuna de Muñoz?
—Si; desde aquella época Muñoz tuvo un tren brillante y una casa magníficamente amueblada. De orden de la reina, y a los pocos días, lucía en su pechera los alfileres y joyas de Fernando VII.
—Pero no viviría en Palacio.
—No vivía; pero se le dio cuarto allí, comía con la reina, la acompañaba de continuo, iban solos en coche a todas partes y hasta se presentaron como dos iguales a revistar la guardia nacional en el paseo del Prado.
—¿Es cierto que le regaló una casa?
—Sí; la casa de Muñoz fue escogida por la reina; está situada en la calle de la Bola, y es una de un mirador, porque desde él se ven las habitaciones de Cristina, y por este motivo se prefirió esta casa, porque a la ventaja de la proximidad se unía el poder verse los enamorados sin ser advertidos, aunque algunas personas lo notaron.
—Nosotros supimos el lío en 1834.
—La gente de Palacio se enteró mucho antes. En un baile de máscaras que se dio en casa del conde de Altamira, en la calle de la Flor, pudieron notar los menos enterados el trato íntimo que había entre Muñoz y la reina, y todo el mundo advirtió el entusiasmo de la reina.
—¿Era buen tipo entonces Muñoz?
—Sí; buen mozo, corpulento, blanco y sonrosado, con unos ojos lánguidos y la boca pequeña. Era sólo el macho, un hombre de alcoba. En uno de estos bailes iba vestido de arriero y verdaderamente producía entusiasmo en las mujeres. Aquella noche estaban en el salón el conde de Toreno, Moscoso de Altamira, el general Freire y otros palaciegos, algunos con uniforme de gala y otros de rigurosa etiqueta, y todos hicieron la rosca de la manera más miserable al favorito. Yo le decía a Nicolás Franco, mi novio: ¡Qué poca vergüenza tienen estas gentes!
—¿Y el matrimonio cuándo se verificó?
—A los pocos días de trato íntimo, Cristina comunicó su deseo de casarse a su querido. Este se quedó asombrado. Todas las relaciones de Muñoz en la Corte se reducían al marqués de Herrera, al escribiente del consulado don Miguel López Acevedo, a cuya mujer cortejaba cuando era simple guardia; al clérigo Marcos Aniano, su paisano, que estaba accidentalmente en Madrid recién ordenado en misa y enfermo en cama en una casa de huéspedes en la calle de Hita, con una enfermedad no muy propia de cura. Se dirigió a este último Muñoz, ofreciéndole una capellanía de honor si hallaba el medio de casarle y de confesar a la reina, porque esta no quería hacerlo con los de la Real Capilla. Entonces se intrigó con el obispo de Cuenca, que, noticioso de la vida relajada del clérigo Aniano, se negó rotundamente a darle las licencias; pero al fin se consiguieron del nuncio cardenal Tiberi.
—¿Pero se pudo casar sin pasar el plazo de los nueve meses marcados por la ley?
—Para gente así no hay leyes. El día 28, a las siete de la mañana, se verificó el matrimonio morganático entre María Cristina y Fernando Muñoz, actuando el presbístero Aniano, siendo testigos el marqués de Herrera y don Miguel López de Acevedo, y asistente al presbítero don Acisclo Ballesteros. En esta época no conocimos el matrimonio más que una moza de retrete llamada Antonia y yo. No tardó Muñoz en recelar de los que estaban en antecedentes.
—¿Y pudieron ustedes conservar el secreto?
—No; la cosa corrió. Muñoz, que es un hombre tan estúpido y egoísta como desagradecido, creyó que debía alejarnos de Palacio a todos los que sabíamos su vida y milagros. A mí me trajeron a Bayona y después a París. A mi novio, Nicolás Franco, le dijeron que yo estaba enredada con otros, que era una mujer perdida, que debía dejarme; le ascendieron a teniente coronel y fue destinado a Jaca, y al gentilhombre Carbonell se le hizo marchar a Andalucía. Y ahora Cristina y Muñoz empiezan a retrasarse en pagarme la pensión. Crea usted, señor Aviraneta, que esta gente es muy mala, muy egoísta, sin sentimientos nobles.
—Yo siempre lo he creído así y he vivido apartado de los poderosos.
—Ha hecho usted bien; de ellos no se puede esperar más que ingratitudes.
—Y en esa época, ¿qué actitud tenía Luisa Carlota con Cristina?
—Esa se alegraba del desprestigio de su hermana. Esa es otra víbora, llena de veneno contra todos; ambiciosa como nadie.
Después de las quejas y lamentaciones de Teresa Valcárcel intervino madama Ernestina y convinimos los tres hipócritamente que las personas que no tienen corazón y sentimientos nobles son como las fieras.
Teresa Valcárcel al marcharse me ofreció su casa y me dijo que fuera a verla. Yo me reí un poco pensando en las personas de corazón y de sentimientos nobles, y como comprendí que no tenía más repertorio que el de Cristina y Muñoz, no fui por su casa. No valía la pena.