XII

UNA HISTORIA DE VALDÉS DE LOS GATOS

Valdés era un tipo alto, esbelto, afeitado, muy peripuesto. Tenía la cara larga, delgada, fina; la nariz, recta; la frente, despejada; el pelo blanco, pegado y planchado; los ojos cansados y sin brillo.

El amor, el dandismo y la intriga.

COMO ya la prudencia era inútil, pues todos los españoles de París que se ocupaban de política debían de saber que me perseguían y querían expulsarme, escribí a Valdés citándole. Vino a visitarme al hotel.

—¿Y por qué no ha venido usted a verme? —me preguntó.

—Porque entonces se hubiera sabido antes mi llegada y me hubieran expulsado más pronto.

Valdés había tenido una época de andar derrotado; pero entonces estaba elegantísimo, y por su buen tipo y su finura era hombre muy solicitado en los círculos aristocráticos de París.

Al explicarle mi situación me dio como respuesta estos versos en francés:

Si vous êtes dans la détresse,

mes chers amis, cachez-le bien

car l’homme est bon et s’interesse

à ceux qui n’ont besoin de rien.

—Es una cosa un poco triste lo que se dice en esos versos.

—Sí, es verdad.

—Oiga usted. ¿Usted sabe si está Manuel Salvador en París?

—Ha estado, por lo menos. Andaba con Corpas y con Tamarit. Quizá venía de Bourges de ver a don Carlos.

La proximidad de Salvador me inquietaba. Era un enemigo peligroso, que podía trabajar contra mí eficazmente, conociendo que me encontraba en una situación crítica. Hubiera dado cualquier cosa por inutilizarle.

Valdés me convidó para la noche siguiente a cenar en el café de Variedades, del pasaje de los Panoramas, donde se reunían muchos cómicos y actrices a la salida de los teatros.

Nos sentamos a la mesa el barón de Oiquina; un literato, Luis Lurine; un amigo suyo periodista, desconocido por mí, Valdés y yo. Luis Lurine había nacido en Burgos, de padres franceses, era autor de varios libros y comedias y escribía en El Nacional. Me recibió muy bien y hablamos de los asuntos de España.

Mientras tanto, Valdés disponía la cena y tenía una conferencia con el descorchador de botellas, que se presentó con su mandil verde para quitar científicamente los tapones, lo que al parecer es operación muy delicada.

Después, en la cena, Valdés comía y bebía como un gastrónomo, sin perder detalle. Me parecía un mono viejo lleno de malicia, conocedor profundo de todas las habilidades, intrigas y martingalas de la vida. En aquel hombre no quedaba, seguramente, ni la más pequeña dosis de credulidad, de candor ni de buena fe.

A los postres se generalizó la conversación.

Valdés sabía mis relaciones con el barón de Colins, y le habían contado cómo estuve a punto de ser atropellado por el coche de la condesa D’Orval y cómo luego estuve comiendo con ella.

Valdés nos contó la historia de esta señora, a quien él había galanteado hacía años sin gran éxito.

Me habló también con malicia de Fanny Stuart, creyendo sin duda que yo tenía algo que ver con ella.

Era, según dijo, hija natural de un inglés aristócrata y aventurero y de una mujer de vida alegre. Fanny era muy interesada, muy roñosa. Se había escapado de su pueblo con un hombre ya viejo y había ido a París. El barón de Colins la sostuvo durante algún tiempo; pero la dejó por encontrarla demasiado torpe, y le dio bastantes miles de francos, que ella debía de guardar en alguna caja de ahorros.

Hablamos de muchas cosas e incidentalmente del marqués de Montigny.

—¿Le ha conocido usted? —me preguntó Valdés.

—Sí.

El marques y su familia

—¿Sabe usted su historia?

—Como el mundo es tan pequeño —contesté yo—, uno de mis amigos, a quien conozco de verle en una prendería, fue sargento a las órdenes del marqués y me ha contado su historia, un tanto inverosímil, que no sé si será cierta.

—¿Uno que se llama Martín?

—El mismo.

—Este Martín —indicó Valdés—, ¿es un tipo ya viejo, a quien le falta una oreja y que se muestra republicano?

—Es ese.

—Pues la historia que le ha contado Martín es cierta.

—Cuéntela usted —dijo Lurine—. El escritor actual tiene que andar a caza de argumentos y de asuntos de novela.

—Les va a aburrir a estos señores.

—No, no —aseguró el barón de Oiquina.

—Entonces, la contaré. El marqués de Montigny —dijo Valdés— es un hombre próximamente de cincuenta años y militar retirado. En 1823, cuando la entrada del duque de Angulema en España, era teniente de artillería. Joven, perdido, calavera, se dedicaba al juego y a los duelos. Estaba casado con una parienta suya, un tanto ligera de cascos. Martín Murlot, a quien conoce Avinareta, entonces sargento, era su hombre de confianza. El marqués, en su juventud, se mostraba soberbio y envidioso, había tenido varios desafíos y no podía sufrir la superioridad de persona alguna. Amargado porque no ascendía pronto y no tenía el suficiente éxito, se hallaba dispuesto a tomar actitudes extremas y a emplear todos los procedimientos para abrirse paso. Sin escrúpulo alguno mostraba un gran cinismo y una gran osadía. En aquella época los jóvenes ambiciosos de Francia tomaban como modelo a Talleyrand; lo admiraban y lo consideraban como un prototipo de hombre de mundo.

»Después, como saben ustedes, muchos de estos ambiciosos se han pasado al bando de Thiers. Thiers no es un aristócrata; pero promete ser uno de los personajes más importantes y quizá el árbitro de los destinos de Francia.

»El marqués de Montigny es, como he dicho, hombre de mala sangre, bilioso, envidioso. Aunque no cree en nada, da mucha importancia a los títulos nobiliarios. No hace mucho hablaba con un periodista de los asuntos de España. Se referían al embajador, marqués de Miraflores. El periodista le llamaba sólo Miraflores, y Montigny, siempre marqués.

—¿Y por qué le llama usted sólo Miraflores? —preguntó de pronto el marqués al periodista.

—Usted mismo le llama así otras veces.

—Es que el señor marqués de Miraflores y yo hemos comido, como se dice en España, juntos en el mismo figón.

Una vez, en la juventud, en una casa de juego del Palais Royal, un punto llegó a advertirle:

—Creo que hace usted trampas, amigo marqués.

—Es posible; pero soy capaz de atravesar con la espada al que me lo diga. La tradición de los aristócratas en tiempo de Luis XVI era el hacer trampas en el juego. Esto se consideraba como una broma.

Una historia antigua

A principios de 1824 el marqués jugó una mala partida a un amigo íntimo suyo, el coronel Lefevre. En esta época muchos de los regimientos franceses que habían operado en España contra el ejército liberal volvían a su país. Cañones, furgones de víveres, carros, caballos y mulas iban internándose en Francia por el camino de la frontera a Bayona.

Varios regimientos se habían detenido en San Juan de Luz y esperaban que las tropas que ocupaban Bayona dejaran la ciudad y se internaran para ir avanzando ellos.

En la plaza de Luis XIV, de la villa vasca, estaban reunidos en un café varios oficiales charlando. La mayoría, jóvenes aristócratas, de familias ricas, sentían poca simpatía por la burguesía y por el pueblo. Una y otro, en gran parte republicanos, querían ocupar los cargos del ejército y de la burocracia.

El marqués de Montigny era secretario y amigo del coronel Lefevre. El coronel, por aquellos días, se mostraba impaciente por ver a su mujer. Esta le había prometido salir a esperarle a una finca del camino de Bayona a Biarritz, propiedad de una señora pariente suya. El marqués de Montigny conocía a la mujer de Lefevre. Dicen que había sido novia suya. El coronel estaba enamorado de su mujer y creía que ella le correspondía. Esto irritaba la bilis y la mala sangre del marqués.

Lefevre, hombre bondadoso y valiente, sentía por su mujer un gran afecto. Ella contaba de veinticinco a treinta años menos que él. El militar había conseguido llegar a que su mujer, casada con él por presión de sus padres, le guardase cariño. Lefevre, hombre cordial con todo el mundo, capaz de sacrificarse por sus amigos y por los soldados, era muy patriota, muy entusiasta de Francia y de la gloria, y tenía una idea romántica de su país.

En San Juan de Luz se alojaron el coronel Lefevre y el marqués de Montigny en la misma casa. El coronel consideraba al marqués como a un amigo excelente y le hablaba con frecuencia de sus asuntos y de su amor por su mujer. Estaba ilusionado con la idea de reunirse con ella.

En tanto, Montigny preparaba una emboscada contra su amigo y jefe. El marqués abría las cartas del coronel para leerlas; les quitaba los lacres y los volvía a poner. Había falsificado el sello que empleaba la mujer de Lefevre.

El coronel esperaba de un momento a otro el aviso de su mujer con su llegada a Bayona. Montigny lo esperaba también. Una mañana lo recibió de manos del cartero; cogió el pliego, le quitó los lacres con habilidad y lo leyó. Después lo volvió a cerrar y le puso de nuevo en el sobre los lacres con sus sellos.

La mujer del coronel le decía a su marido que le aguardaba en un pabellón del chalet Villa Hortensia, de la carretera entre Biarritz y Bayona.

El marqués llamó al sargento Murlot, el señor Martín, a quien conoce Aviraneta, y le dijo que por la noche entregara al coronel aquella carta con el resto de la correspondencia.

Montigny, a la hora de comer, dijo a su jefe que estaba indispuesto y que se iba a meter en la cama. Inmediatamente montó a caballo y se presentó en Bayona. El marqués llegó al anochecer, entró en el jardín de Villa. Hortensia y al hacerse de noche pasó al pabellón donde dormía la mujer del coronel. Esta, por la mañana, al comprender lo ocurrido, se desesperó.

«Ha hecho usted una canallada con un amigo que le quiere. Es usted un miserable.»

El marqués tomó la cosa a broma y volvió a San Juan de Luz a fingir una buena amistad con su coronel.

Después Montigny se fue a París, y la mujer del coronel tuvo una hija del marqués. A Lefevre le destinaron años después a Argelia, y murió de general.

El falso incesto

La viuda de Lefevre tuvo siempre gran cuidado de que su hija no conociera a la familia del marqués de Montigny; pero la casualidad arregló los asuntos de otro modo. La generala vivía en la calle de Vaugirard de una manera muy retirada. Pasó el tiempo. El hijo del marqués de Montigny, Raúl, tendría veintiuno o veintidós años; la hija de la generala Lefevre, Susana, diecinueve.

Raúl, aficionado a la pintura, comienza a frecuentar una academia del barrio latino, y en el jardín de Luxemburgo conoce a Susana y se enamora de ella.

La generala Lefevre, espantada de las consecuencias, al saber las relaciones de su hija con el hijo del marqués se opone. La generala consulta con su confesor, el abate Lemaire, y le explica los motivos de su oposición al matrimonio. Una criada vieja, nodriza de Susana, la madre de Marcial Duhart, que también conoce Aviraneta, tenía la sospecha de lo ocurrido, porque había hablado varias veces con Martín Murlot de lo que había pasado hacía años en el chalet entre Biarritz y Bayona.

Raúl y Susana, en vista de la oposición de las respectivas familias, se escapan, se casan y tienen un hijo.

El padre, el marqués, al saber que un hermano de Lefevre iba a ser ministro y que su hijo podía tener su protección, fue a visitar al joven matrimonio y a felicitarle, aunque creía que marido y mujer eran hermanos.

La generala Lefevre marcha al campo y vive angustiada. Los amigos suponen que padece una enfermedad nerviosa. El abate Lemaire no sabe qué resolución tomar; habla al barón de Colins, y a este se le ocurre lanzar a Raúl en brazos de una muchacha, Fanny Stuart, que quizá a él le estorbaba. Entonces Susana se desespera, y el abate Lamaire se lanza a decirle lo que ocurre con su matrimonio. La pobre Susana se encuentra aplastada ante la realidad; el padre muerto, que no era su padre, sigue teniendo su devoción. En cambio, desprecia profundamente a su padre verdadero.

El marqués, en esta época, decía constantemente a su hijo:

«No te preocupes de esas cosas. Todo eso es una suposición. Nadie sabe a ciencia cierta de quién es hijo.»

La criada vieja de la casa de Lefevre, nodriza de Susana, vasca fanática, había tenido, como he dicho, la sospecha del caso, e inducida por las conversaciones con Martín, había comprendido el secreto de su ama. Ella creía que Susana debía separarse de su marido.

Así pasaron algún tiempo, entre vacilaciones. El marqués de Montigny, frío, cínico y diplomático, aconsejaba el no hacer caso. La marquesa, su mujer, rica y devota, de vida un poco libre en su juventud, no estaba enterada. La generala Lefevre se aislaba en el campo. Raúl llevaba una vida de perdido y Susana se desesperaba. A esta desesperación se unió la que le produjo la muerte de su hijo.

En esto, la condesa de Montigny enferma gravemente y, al confesarse, dice al cura que su hijo Raúl no es del marqués. El cura se lo cuenta al abate Lemaire, porque el abate le había consultado el caso y le había pedido consejo. El abate Lemaire, al saberlo, y pensando arreglar el asunto, da explicaciones a Susana que, indignada, decide meterse en un convento.

—La vida es muy chusca —dijo Lurine.

—La segunda parte de la historia —añadió Valdés— es que el viejo Montigny se ha enamorado de la Fanny, que ha sido la querida de su hijo, del barón de Colins y del conde de Parcent, y quiere ser su amante y está dispuesto a gastarse con ella toda su fortuna. Ella, a pesar de ser muy interesada, dice que no, y siente por él una gran repulsión.

Lurine y Valdés tomaban a broma esta historia, que no tenía nada de risible.

—Cuando se hurga un poco en la vida —dijo Lurine— aparece en seguida un personaje que se puede llamar sin escrúpulo monsieur de la Cochonniere.

Era ya hora avanzada y salimos del café, y nos despedimos.