SEGUNDA JORNADA

Villa de Madrid

Alba, martes 2 de julio de 1662

Gonzalo apenas descansó porque el calor apretó recio hasta bien entrada la madrugada. Pero peor que el bochorno y el cansancio era la sensación de vacío que le embargaba. Había sido una noche de sueños desasosegados.

Abrió el relicario de vidrio tallado que le colgaba del cuello y apareció el rostro de una mujer bella de pelo bermejo, obra de algún miniaturista flamenco. Nunca había conocido a alguien así, hermosa, de mirada clara y rasgos dulces. Esa joya arrancada del cuello de un capitán hereje era el único botín remanente de sus tiempos de soldado. No pensaba desprenderse de él, porque ese rostro era el símbolo de una vida mejor que nunca tuvo y que no renunciaba a tener. Le gustaba creer que ese objeto le traía suerte.

Cerró el relicario y se levantó fastidiado por el calor, la melancolía y las horas sin sueño. Echó un vistazo por el ventano, a través del cual ya se colaban los primeros rayos de sol. La calle de las Damas estaba vacía. Bonito nombre, pensó, para una calle repleta de burdeles. Vivía allí desde que las autoridades consideraron oportuno que un alguacil velara por el decoro de esa vecindad de rameras y canallas.

Gonzalo se acicaló raudo. Al poco ya cerraba la última presilla de su jubón, mientras que con la otra mano ajustaba el ribete de encaje blanco sobre el cuello. Vestía las mejores prendas en su haber, e incluso pidió prestadas a Carlos, el cabo de corchetes, sus magníficas botas de cuero cordobés. Tal vez su atavío era elegante en exceso para el pobre cuarto que ocupaba en el centro del barranco de Lavapiés. Alzó el talle de los pantalones bombachos para acomodarse la espada al cinto, y al momento se sintió mejor. Armado recuperaba la confianza en sí mismo. Apagó el candil al ver entrar ya la primera claridad de la mañana y los ruidos delatores de que la ciudad despertaba. Se empezaban a oír los gritos de los arrieros y el traqueteo de los carros dirigiéndose con las mercaderías al centro de la villa.

No le gustaba Madrid. Nunca le agradó ese poblachón crecido sin gracia, con sus calles siempre atestadas de gentes y carros, el aire pestilente que invadía todos los rincones, y los altos precios que hacían que su salario apenas le diera para comer y pagar el cuchitril donde vivía. Sin embargo, reconocía que, a pesar de todos los inconvenientes, le costaría vivir en otro sitio.

Antes de salir de la habitación sacó una carta del jubón y releyó una vez más el escrito que le convocaba en el Alcázar Real: «Presentaos en palacio a primera hora de la mañana, a fin de informarme sobre vuestra investigación de los crímenes en la plaza de Lavapiés». El texto finalizaba con una firma nerviosa, y justo debajo aclaraba quién era su autor: padre Iturbe, confesor real. Eso era todo, un mensaje corto y preciso, como una buena descarga de mosquetería. La carta le había turbado; desde que se la entregaron no había podido dormir tranquilo, como lo atestiguaban sus marcadas ojeras.

Cogió su chambergo, decorado para la ocasión con una llamativa pluma azul, y bajó los escalones de madera gastada, que chirriaban estruendosamente al paso del alguacil. En la calle le recibieron los tibios rayos del sol de primera hora de la mañana, junto con la mezcla de olores a basura, orines y estiércol de caballo, tan propios de las calles madrileñas. Notó que las botas le apretaban en el empeine, pero aun así comenzó su caminata hacia el alcázar con paso firme. ¿Qué le diría al confesor real? Desde la noche del crimen no había descubierto apenas nada; es más, lo poco que averiguó le aconsejaba abandonar cualquier afán de seguir indagando.

Gonzalo sabía que en todos los mentideros de la villa se comentaban los detalles de los crímenes de Lavapiés. Aparecían nuevos pormenores, la mayoría falaces, pero aun así para muchos era una certeza que ahora el Diablo campaba por Madrid, y esto desató un negocio de venta de escapularios, imágenes y agua bendita para protegerse del mal.

¡Que murmurasen lo que quisieran! Para él era un asunto acabado. Bastante tenía ya con las rameras, los jugadores de ventaja, los borrachos, los pícaros, los vagamundos, y toda la ralea del peor barrio de la corte para tener que lidiar además con esos extraños crímenes. ¿Qué le diría al confesor real?, volvió a preguntarse. Se atrevería a decirle que eso era trabajo del Santo Oficio; no, eso era demasiado directo. Quizá debiera decir que él sólo era un viejo soldado cuyos mejores años se habían consumido al servicio de Su Majestad, y que ahora ejercía aquel oficio ansioso sólo por acabar sus días en paz. No, tampoco se atrevería, sonaba a confesión de hombre sin honra, aunque en verdad lo único que deseaba era que le dejasen vivir tranquilo entre rufianes que a otros infundían pánico pero que a él le temían y respetaban.

Antes de enfilar la calle de la Compañía hizo un alto y se agachó para ajustarse las botas, que le machacaban el empeine. Al levantar la cabeza observó como una bandada de vencejos cruzaba el horizonte azul, apenas sin nubes, espantados por el estruendo de las campanas de la majestuosa iglesia de los jesuitas. Era posible que el confesor fuera de esta orden de hombres ladinos, con lo que el asunto empeoraría más si cabe.

También podía ser un dominico, sí, mejor que lo fuera, así encomiaría al hombre de su orden que le acompañó la noche de los crímenes. Sin duda, ese fray Diego era un hombre sagaz. Fue el único en advertir el origen genovés del papel, junto con otros detalles de gran importancia. Siguió su consejo, y pidió los nombres de sus clientes al importador de esta mercadería de lujo. El dominico, una vez más, llevaba razón, pocos podían pagar en aquellos tiempos de carestía y hambre el papel genovés.

La lista constaba de treinta nombres, ¡pero qué nombres! Aquello era picar muy alto. Ni por todo el oro del Perú se encargaría del asunto. En la relación se incluían muchos blasones antiguos, bastantes personajes importantes de la corte, e incluso la misma Casa Real. Todo olía muy mal, a peligro y muerte en un callejón oscuro para el que se atreviera a meter la nariz donde nadie le mandaba.

A diferencia de la mayoría de la gente que conocía, tenía el suficiente sentido común para reconocer que no era una persona inteligente. A él se le daba bien poner orden entre la canalla de la ciudad con amenazas o empleando el acero, pero aquello le superaba en mucho. ¿Qué sabía él de notas cifradas o cultos demoníacos? Bastante había tenido con calzar sus pies en esas condenadas botas que le martirizaban.

Suspiró al llegar a la calle Toledo. Le faltaba aún la mitad del camino, se detuvo un instante y supo a ciencia cierta que aquellas malditas botas le molerían los pies antes de llegar a palacio. Estaba en medio del barrio de los estudios. Clérigos tristes y estudiantes jaraneros pasaban a su lado ignorando sus apuros, cargados con libros y despidiendo cierto olor a tinta y papel viejo.

Los muros del Colegio Imperial despuntaban un poco más abajo, tras la mole grandiosa de su inacabada iglesia. La sólida fachada de los edificios delataba que ya había abandonado los barrios bajos de la ciudad, pero muchos de sus hijos deambulaban por allí famélicos, buscando la forma de alimentarse un día más. Una banasta de pan cayó de un carro, y al momento un grupo de rapaces se arrojó sobre las hogazas para salir corriendo al instante con su botín, sin hacer caso de los gritos del carretero. Un zagal de poco más de diez años pasó al lado del alguacil, pero él no hizo nada por detenerle. No vestía el negro ropaje de la justicia, y aunque le desagradaba el robo, no quitaría el pan a un hambriento; si algo le enseñó la vida es que una cosa era la ley y otra la justicia. Por eso resultaba paradójico que él, que nunca había tenido en mucha estima la ley, se encargara ahora de defenderla.

Inició de nuevo su camino. Aquel comportamiento con el muchacho era una excepción. Trataba de ser diligente, aunque en el caso de los crímenes de Lavapiés no lo había sido. Ignoraba el nombre de la gitana asesinada, pero, al fin y al cabo, a quién le importaba. Sabía el nombre de la vieja que saltó desde el balcón, María Gómez, bizcochera, una vieja loca cuya muerte, a decir verdad, alegró al vecindario. Hasta aquí todo bien, una desconocida y una demente, había decenas de muertes al día en Madrid y nadie se preocupaba demasiado por ello.

Lo malo era el otro cadáver. Alonso Cortizos, banquero de la Corona. Uno de esos judíos conversos portugueses a quien Olivares pidió prestado dinero para sufragar los sueños de gloria que acabaron con la monarquía en la ruina. Gonzalo visitó a la viuda la mañana siguiente al asesinato. Aurora, una mujer bella varias décadas más joven que su marido, le confirmó lo que ya sospechaba. Alonso Cortizos convenció a su adinerada familia para prestar mucho oro al rey Felipe, y a cambio éste les había favorecido y cubierto de todo tipo de honores. Un negocio redondo para ambas partes.

Poco a poco el bullicio creciente le sacó de sus cavilaciones, y al mirar al frente divisó el contraste de los muros rojos y los tejados de pizarra negra conocidos por todo habitante de la corte.

Se adentró en la plaza Mayor, que ya era un hervidero de gente. Los comerciantes habían montando hacía tiempo sus tiendas para ofrecer todo tipo de mercaderías a voz en grito, y así se juntaba una barahúnda de voces que anunciaban tocino y guantes, paños y gallinas, zapatos y perfumes, verduras frescas, pescados en salazón, y mil cosas más.

A esta algarabía se unían las voces de aguadores y esportilleros brindando sus servicios a los clientes; incluso se oía la lengua cascada del ciego que entonaba un romance acompasado por el rasgueo de la guitarra de su lazarillo. Un aguardentero le ofreció una copa y él la aceptó gustoso, notó un brusco quemazón en el paladar y el estómago, pero se sintió reconfortado. La bebida y el gentío le habían hecho olvidarse de sus problemas por unos instantes, pero de nuevo prosiguió su camino.

Abandonó la plaza por los soportales de la calle Nueva, donde le deslumbró la falda colorada de una gitana que se cimbreaba al son de panderetas y castañuelas. Quedó encandilado por la sonrisa de la bailarina, y por un momento envidió la vida libre y vagabunda de esos cíngaros. Le habría gustado unirse a ellos, y desaparecer, no presentarse en palacio, no saber más de crímenes, ni responsabilidades, ni frailes, ni confesores; sin embargo, continuó andando hacia su destino.

Todavía pensaba en la sonrisa de la gitana cuando una carroza casi le arrolló al cruzar desde la plaza de la Villa hacia la iglesia de San Salvador. A pesar de lo temprano de la mañana, el tráfico de carros, sillas y literas era ya excesivo, y empeoraría a medida que avanzara el día, cuando las calles quedaban irreversiblemente atascadas. Cruzó la calle despreocupadamente, y si no llega a ser por el relincho de los caballos y la voz ronca del cochero podía haber acabado bajo las ruedas del vehículo. Ya a salvo, junto a un muro que apestaba a orines, vio pasar el carruaje con el escudo de armas grabado en una de las portezuelas, en cuyo ventanal le pareció vislumbrar el rostro de una comedianta muy de moda en los escenarios de la villa. Sin duda, una buena moza que había encontrado un buen partido.

Prosiguió el camino renegando de su ocurrencia y de las botas; el empeine debía ser ya una llaga. Al dolor del calzado se unía el desasosiego por aquella distracción que podía haberle costado la vida. Era un mal agüero. La fortuna que le había acompañado durante su vida podía estar abandonándole. ¡Maldita carta, maldito confesor, maldito asunto aquel! Alguna vez le tendría que fallar la suerte en la que fió en tantas ocasiones. Más de veinte años de servicio en los tercios no eran una menudencia, tampoco era insignificante servir otros diez como alguacil. Hacía falta destreza y valor, y también mucha suerte, para sobrevivir. La misma que ahora, al parecer, se le agotaba.

Vislumbró las torres del Alcázar Real al llegar frente a la iglesia de San Juan, donde unos mendigos apresuraban sus pasos para dirigirse hacia el cercano convento de la Encarnación y recibir la sopa boba. De una tahona cercana surgía un olor cálido y sabroso a pan recién hecho, y eso le recordó su niñez, cuando al amanecer acompañaba a su padre al molino y, por el camino, soñaba con servir al rey, visitar tierras extrañas, y hacerse con riquezas.

—Un socorro para un lisiado al servicio del rey en los tercios de Flandes.

Gonzalo escrutó el rostro curtido del hombre que interrumpió sus ensoñaciones. Una cicatriz profunda e irregular le cruzaba la mejilla izquierda, y un gastado parche negro cubría la cuenca donde hubo un ojo. No era un falso tullido, sino un soldado con menos suerte que él; aquél podía haber sido perfectamente su destino. El alguacil echó mano a su bolsa para entregarle unas monedas, que el antiguo soldado aceptó sin alterar su rostro curtido por el sol y el hambre, como si ese dinero sólo fuera una gracia merecida y no una limosna.

—Guardaos del rey —dijo grave, antes de desaparecer.

Aquel simple aviso sonó a sus oídos como una profecía funesta. Se quedó clavado unos instantes sin saber qué hacer. Era una advertencia clara. Ese hombre debía de conocer algo que él ignoraba. Volvió sobre sus pasos para buscar al mendigo, pero éste ya se había esfumado. Su lugar lo ocupaba un carro de estiércol que atufaba con su peste. Desolado, se puso de nuevo en marcha. ¿Qué había querido decir? ¿Por qué había desaparecido tan rápida y misteriosamente? Mejor no pensarlo. Siguió andando aunque a sus pies les costaba cada vez más dar un paso, pero sabía que no eran aquellas malditas botas, ni la llaga del empeine, ni el calor que ya se dejaba notar. Miró al cielo cubierto de nubes a pesar del calor. Tragó saliva, sentía un temor como quizá no había sentido antes. En Flandes sabía defenderse de una pica, esquivar una espada, o ser más certero con el mosquete; por el contrario, una vez pasara la puerta de palacio entraría en un mundo cuyas reglas desconocía. Sin embargo, el alguacil siguió avanzando con los pies doloridos, el ánimo confuso, y el paso firme de los que han afrontado la muerte más de una vez y, mientras recorría el último trecho hasta la puerta del palacio, volvió a preguntarse: ¿Qué le diría al confesor real?

* * *

En la gran plaza frente a la fachada del alcázar atronaba el ritmo marcial de los tambores y pífanos, a cuyo son la guardia de palacio practicaba sus movimientos de instrucción mecánicamente, formados en cuadros o columnas de uniformes multicolores. Gonzalo contempló las maniobras de los soldados mientras cruzaba la plaza de Palacio, y pensó en la suerte de Su Majestad católica al tener a muchas leguas a los infieles y herejes que tan mal le querían, porque para ellos habría sido de poco esfuerzo el dar cuenta de estos soldados de parada. No eran aquellas las maniobras que él aprendió acabadamente, esos cuadros sólidos, erizados de picas, arcabuces, y mosquetes, donde se esperaba tenso la carga del enemigo o la orden de ataque, lo mismo daba. Pues en ambos casos uno se jugaba la vida.

La buena planta de estos soldados palaciegos no tenía nada en común con los hombres nervudos y chaparros de los tercios. Observó al oficial de la columna, un joven barbilindo que de seguro ganó su empleo haciendo valer su linaje. El alguacil miró con desprecio a aquella tropa hasta que la vio desaparecer bajo el gigantesco escudo de la Casa de Austria, emplazado en la puerta principal. Gonzalo hizo un alto para descansar sus pies doloridos. Las botas y el calor que empezaba a hacer iban a acabar con él. Alzó la vista y vio que el cielo se había cubierto totalmente de nubes, hacía bochorno, no sería extraño que lloviera por la tarde. En su mente perpleja las nubes le parecían ahora cargadas de oscuros presagios. Sea como fuere, ya era tarde para echarse atrás: estaba enfrente del Alcázar Real.

Contempló la gran fachada que se alzaba frente a él intimidándole. Definitivamente, aquel edificio era siniestro, no le extrañaba que el rey mandase construir el palacio del Buen Retiro para huir de esas torres coronadas por chapiteles de fúnebre pizarra, para escapar de los numerosos balcones de hierro que le daban aspecto de cárcel, para evadirse de la grisácea fachada de piedra y ladrillo. No, no era extraño querer partir de allí, abandonar la pesada carga de la monarquía y perderse en las fiestas y jardines del Buen Retiro. Sin embargo, Gonzalo sabía que a él le tocaba afrontar el destino que le había traído allí, así que prosiguió su camino hacia la entrada del palacio.

No se detuvo hasta alcanzar el portón principal, donde un guardia cruzó su alabarda para darle el alto con su fuerte acento extranjero. Era rubio, alto y con ojos azules; por los colores estridentes de su uniforme reconoció que era un guardia valón, que junto con los soldados de Borgoña y los españoles formaban la Guardia Real. El alguacil le enseñó la carta, que el soldado miró sin interés y entregó acto seguido a un mancebo que se perdió a la carrera en los oscuros pasillos del interior. Mientras aguardaba vio entrar o salir a una multitud variada: religiosos, aristócratas, letrados, militares, y un sinfín de pretendientes, en cuyo rostro se vislumbraba la satisfacción o el disgusto en el logro de mercedes o privilegios, aunque los más salían con la expresión de tedio de quienes han esperado en vano.

Aquellos semblantes le trajeron a la memoria los amargos recuerdos de su época de pretendiente. Durante veintitrés años se había batido por el rey y la verdadera fe contra el turco, el francés y los herejes de Flandes. En este tiempo se enfrentó a la muerte cientos de veces, y al riesgo de perder la vida se unían la fatiga, el hambre y la escasa paga. Su cuerpo cubierto de cicatrices hablaba de valor, pero todo esto le sirvió de poco al regresar a España viejo y harto de la vida andariega e incierta del militar. Se había arrastrado por este mismo palacio, recorriendo pasillos y salas con sus memoriales a cuestas. De nada le valió la recomendación de un maestre de campo, los escritos de tres capitanes ni los años de servicio. Descubrió que sin un valedor todo eso tenía el peso del aire.

Quizás habría acabado comiendo la sopa boba de los conventos o del hospicio si no llega a topar con el capitán Guzmán. Él le había conseguido, hacía ya diez años, la plaza de alguacil en la Veeduría de Lavapiés. El veterano oficial no había olvidado la noche en que Gonzalo le salvó la vida en el asalto a Weerf. El alguacil cargó con su cuerpo durante toda una noche por los canales de aguas heladas hasta llevarle a seguro. Cierto que era el peor barrio de la ciudad, pero aun así esa merced le salvó de la miseria. Extrañamente sintió cierto alivio, porque al menos la amargura de estos recuerdos le había hecho olvidar el dolor de pies.

—Señor alguacil, ¿sería tan amable de acompañarme? —dijo una voz aflautada.

Gonzalo volvió la vista hacia un jesuita joven, de aspecto enjuto, y como pudo siguió con sus pies doloridos los pasos rápidos y cortos del religioso por los corredores del Alcázar. Allí retumbaban la voz y el ajetreo de decenas de personas, que daban al palacio el aspecto de un hormiguero humano. Cruzaron varias estancias tan lúgubres y frías como los pasillos, hasta salir a un patio donde Gonzalo agradeció ver de nuevo la luz del sol castellano.

El patio de la Reina permanecía tal como lo recordaba, con sus dos alturas en las que se alternaban arcos, columnas y los innumerables habitáculos donde los covachuelistas, la burocracia que dirigía el país, hacía funcionar el tinglado de la maltrecha administración del Imperio.

El religioso giró a la izquierda y ascendió por una estrecha escalera de peldaños de piedra pulidos por el tiempo. Ambos se detuvieron frente a una puerta de roble que el sacerdote abrió al tiempo que hacía un gesto para que accediera al cuarto. Gonzalo entró cauteloso en la pieza, que despedía un fuerte olor a humedad. Al fondo, bajo un pequeño crucifijo, advirtió la figura de otro jesuita que le sonreía melifluamente tras la mesa de su despacho.

—Pasad, por favor, pasad. Señor alguacil, os estábamos esperando. Me presentaré, soy el padre Iturbe, confesor real. Sentaos, por favor —dijo señalando un escabel.

El jesuita no estaba solo. Gonzalo avanzó unos pasos, así pudo contemplar desconcertado un hábito de dominico, y poco más tarde el rostro de fray Diego. La habitación era lúgubre, sólo un ventanillo iluminaba la estancia, donde únicamente se oía el zumbido de un moscón que revoloteaba por la sala. Se sentó en el escabel, mientras que el padre Iturbe abría un bargueño a su izquierda y sacaba una jarra de vino para servirlo en unos vasos.

—Señor Gonzalo García, me complace mucho contar con vuestra presencia. Todos hablan bien de vos y veo que no mienten. Sois un hombre puntual, una santa virtud la puntualidad, lástima que en nuestro reino se respete tan poco. Como podéis ver —añadió señalando al dominico—, fray Diego ha sido un poco más madrugador que vos.

El fraile volvió la cabeza para hacer un saludo de cortesía, y el alguacil le cumplimentó de la misma manera. Iturbe juntó las manos, como si fuera a rezar, y les observó sonriendo.

—Se preguntarán por qué les he hecho venir —dijo Iturbe—. Les debería aclarar que han llegado a mis oídos las terribles noticias de los asesinatos de la plaza de Lavapiés de los que no se deja de hablar en los mentideros de la ciudad. Yo, por mi parte, les transmito el interés personal, repito, interés personal de nuestro amado rey Felipe en resolver estos crímenes y que los culpables sean castigados como se merecen.

—Ignoro entonces por qué me habéis hecho venir, puesto que esto corresponde a la justicia y no sé el motivo por el cual convocáis a un pobre sacerdote como yo —intervino fray Diego.

—Sin duda, es un asunto de tal gravedad que incumbe a las más altas instancias de la justicia, o al mismo Santo Oficio —agregó Gonzalo.

Iturbe sonrió, estaba claro que ninguno de los dos convocados querían verse involucrados en el asunto de los crímenes de Lavapiés. Gonzalo le devolvió la sonrisa, aunque sus ojos seguían al moscón que revoloteaba sobre la cabeza del confesor.

—Os ruego que probéis un poco de este vino de Rioja es inmejorable —dijo Iturbe.

Gonzalo no se hizo rogar, asió el vaso para degustar el vino que le ofrecían aunque le apeteciera mucho más fumarse una buena pipa. Le bastó un sorbo para saber que pocas ocasiones tenía su paladar de probar un vino así, tan añejo y de esa calidad. Acabó el resto de un trago, antes de que fray Diego probase siquiera el suyo.

—No les he llamado para que me detallen lo que vieron esa noche —continuó el confesor, volviendo a llenar la copa de Gonzalo—. Ya he leído el preciso informe que Gonzalo dirigió al alcalde de Casa y Corte de su cuartel. Mi misión es otra. A tenor de su actuación en esa noche, es mi deseo que ustedes dos lleven en exclusiva a cabo la investigación para la búsqueda, prendimiento y castigo de los criminales que aterrorizan Madrid.

El alguacil adivinó que el confesor real no creía las historias de los mentideros referentes a que un Demonio estaba libre por las calles de la villa. Iturbe volvió a llenar el vaso de Gonzalo.

—Perdone vuecencia —dijo Gonzalo respetuoso—, pero me temo que esa tarea supera en mucho mi capacidad. Señor, no pretendo rechazar tal honor, pero sería preciso un hombre de más valía y entendimiento. Es muy probable que entre mis superiores encuentre usted a la persona que busca, pues un simple alguacil quizás os defraude.

—Mucho me temo que los dos hemos sido convocados en vano —terció el dominico—. Sólo soy un clérigo que vive apartado del mundo, dedico mi tiempo al estudio y a las tareas que tienen a bien encargarme mis superiores. Éstas son mis labores y ni una más.

Gonzalo volvió a echar un trago y contempló el rostro de fray Diego. Se había equivocado con él. Pensó que bajo ese aspecto insignificante sólo se ocultaba un pobre hombre; pero no, además de demostrar su inteligencia, ahora ponía de manifiesto su valor. El curilla no se amilanaba ante el confesor real: como ya le demostró la noche del crimen, era un sujeto poco dado a atemorizarse.

—Al igual que fray Diego, mis obligaciones en el barrio de Lavapiés pueden impedirme desempeñar con eficacia la tarea que me asignáis —añadió el alguacil.

El confesor hizo un ademán para cortar aquel torrente de excusas. La sonrisa se había transformado en una expresión amenazante. Ahora ya no había buenas maneras, Iturbe era una persona acostumbrada a la obediencia y pocas cosas detestaba más que ver sus deseos incumplidos.

—Me he informado sobre vos. Sé de vuestros años de servicio en el ejército de su majestad —dijo con voz grave, mirando al alguacil—, de lo bien que os habéis batido en los campos de batalla y de cómo el rey contrajo con vos una deuda que no os pagó debidamente en su momento. Tenéis ahora una oportunidad de resolver este misterio y de que os recompense con generosidad por éste y los anteriores servicios.

Gonzalo se echó hacia delante para dejar el vaso sobre la mesa.

—Señor —empezó Gonzalo—, ya me considero bien pagado con el trabajo que desempeño ahora y, si me permitís, rechazaría este asunto que me ofrecéis, pues creo que supera en mucho mi poca capacidad. En mi modesta opinión, por su naturaleza estos crímenes abominables incumben al Santo Oficio, o bien a instancias más altas de la justicia que un simple alguacil.

Gonzalo no continuó defendiendo su causa. La mirada del confesor era ahora aviesa.

—Os recuerdo —replicó Iturbe— que el señor vuestro rey tuvo a bien otorgaros el empleo que desempeñáis, y suya es la potestad de arrebatároslo. Quedáis relevado de vuestras otras labores, a partir de ahora os encargaréis en exclusiva de este crimen. Cuando resolváis este asunto se os premiará como merecéis.

Todo estaba dicho. El alguacil supo que si se negaba a tomar parte en el asunto se quedaría sin trabajo, en la indigencia, y con un enemigo del calibre del confesor sólo le quedaría abandonar la corte. Gonzalo no era un hombre muy instruido, sólo entendía de mujeres, armas, toros e hijos de puta. Adivinó nada más entrar en la alcoba que ese Iturbe era uno de los más grandes que había conocido. Un auténtico reptil, hábil para arrastrarse y trepar en el envenenado mundo de la corte.

El jesuita vio su mirada de odio, pero le supo vencido. Se volvió entonces hacia el dominico.

—Creo que la justicia debe ser acompañada por un experto en temas espirituales, ya que los asesinatos rebasan el simple ámbito de la ley. No es misión fácil la búsqueda y castigo de los que profesan cultos demoníacos, y quién mejor que vos, un hombre versado en Demonología, para desempeñar una brillante labor.

Gonzalo asió el vaso para echar un nuevo trago. A esas alturas ya sabía que el vino era lo único bueno que iba a sacar del encuentro. Escrutó el rostro serio de fray Diego y sus fríos ojos azules, quizás él todavía podía librarse de aquello.

—Señor confesor real —dijo el dominico decidido—, me niego a participar en vuestros manejos. Encontrad a otro más afín a vos, hay cientos de sacerdotes con ansias de ascender en la corte, buscad allí. Yo vivo bien distante de todo y de todos, y os advierto que vuestras amenazas no me harán efecto.

Iturbe esbozó una sonrisa engañosa y le señaló con el índice.

—Ya os dije que había indagado sobre el pasado de ambos —dijo el jesuita—. Fray Diego, sé que sois un hombre sabio entendido en Demonología y otras artes, además de un hábil boticario. Vuestro nombre es bendecido por los hermanos del convento de Nuestra Señora de Atocha. Es un crimen que un hombre de vuestra valía viva apartado del mundo, podíais servir en la corte dignamente y recibir justa recompensa a vuestros méritos.

—Mi voluntad es permanecer muy lejos del mundo y de todo este asunto.

El rostro de Iturbe se transformó. Sus ojos ardían de cólera.

—Fray Diego —continuó, alzando la voz—, os repito que conozco vuestro pasado y, además de las cosas buenas ya expuestas, he sabido de vuestra cuestionable actitud en los procesos de brujas en Zugarramurdi. Aquellos hechos no gustaron a las autoridades y, aún hoy, no parece muy conveniente desenterrarlos.

El dominico se quedó lívido, incapaz de articular palabra. Gonzalo estaba tan sorprendido como él, incluso ese curilla tenía cosas ocultas de las que arrepentirse. Normalmente no era curioso, cada cual tenía sus secretos y él los respetaba, pero, desde luego, le habría gustado saber a qué se refería Iturbe; tal vez más adelante llegara el momento de conocer algo acerca de aquel misterio tormentoso.

—Señor confesor real —dijo fray Diego en un murmullo—, desempolvad lo que queráis, ya os he dicho cuál es mi voluntad.

—En estos tiempos difíciles en que los enemigos de España amenazan con arrollarnos, nadie está libre de que el rey nos pida un servicio costoso. Tengo aquí un documento —dijo entregando a fray Diego un papel— que os atañe directamente.

Fray Diego leyó con sumo interés, sabiendo que su futuro dependía de ese documento. El jesuita le miraba con la expresión satisfecha de quien tiene todos los triunfos en la mano.

—Como veis —dijo el confesor—, por este documento vuestro prior os libera de los servicios ordinarios y os pone a mi disposición. Si no deseáis servir al rey aquí, en la corte, tal vez podréis hacerlo como capellán en la flota de Nápoles o, mejor aún, en el ejército de Flandes, donde cada día hay vacantes para esta difícil misión pastoral.

Gonzalo se compadeció del fraile, que todavía miraba desafiante al confesor. Comprendió que fray Diego estaba vencido; era tenaz, pero no tanto como para afrontar a su edad aquellos menesteres. Conocía la vida dura de las galeras, también había visto lo que hacían los turcos cuando atrapaban a un sacerdote; apuró el vaso para espantar aquellas visiones sangrientas. Peor aún era arrastrarse a su edad por los campos enfangados de Flandes. Lo que le daban a elegir no era entre aquí o allá, sino entre la vida y la muerte.

Las manos temblorosas del dominico empezaron a acariciar el extraño anillo que lucía. Sus labios se habían contraído dándole una expresión de amargura. Por fin, levantó la vista y se dirigió al jesuita.

—Sea —murmuró fray Diego, vencido.

—Veo que hemos recapacitado —dijo satisfecho Iturbe—. Me alegra que ahora nos encontremos dispuestos a servir al rey como leales súbditos. Una vez más, la espada y la cruz se unen en defensa del trono y de la fe católica. Bien, señores, tengo tareas que atender. Les ruego que colaboren en todo lo que sea posible y que desempeñen su tarea sabiendo que hacen un gran servicio a Su Majestad y a los reinos bajo su cetro. Espero tener pronto noticias de ustedes y que me traigan a los responsables de los crímenes encadenados y listos para su castigo.

El confesor hizo sonar una campanilla, a cuya llamada apareció el jesuita que les había conducido hasta allí. El fraile y el alguacil se levantaron e hicieron una reverencia antes de abandonar la sala. Mientras se dirigían a la salida, ninguno se atrevió a cruzar una palabra.

Ambos hombres caminaban absortos en sus pensamientos, sin reparar en el ajetreo del palacio, mayor aún ahora que a su llegada. En un corredor se cruzaron con unas meninas de la reina, envueltas en un tenue son de frotar de sedas y miriñaques, pero Gonzalo solo reparó en las hermosas cortesanas demasiado tarde; cuando sólo quedaba un ruido de chapines, el aroma de un perfume y el reflejo dorado del pelo de una de ellas, que resplandecía en la lobreguez de aquel edificio.

Al alcanzar la puerta principal vieron que el día continuaba nublado y el bochorno era mayor. Empezaron a alejarse del Alcázar Real y, tras enfilar hacia la calle Mayor, Gonzalo pensó en las palabras del confesor real. La espada y la cruz de nuevo unidas en defensa de la monarquía, había dicho, y allí estaban como una caricatura: dos viejos gastados, venidos a menos, como la misma España. ¿Cabía pensar en hombres más opuestos? El uno alto y orondo, el otro bajo y enclenque; uno curtido en la escuela de la vida, otro oculto de ella. Costaba creer que esa combinación de caracteres tan dispares pudiera dar algún fruto; sin embargo, Gonzalo, siempre atento a los pequeños detalles, reparó en que ambos avanzaban de una manera muy similar: movían sus pies con el paso corto y cansado de los vencidos.