DUODÉCIMA JORNADA

Palacio del Buen Retiro

Mediodía, viernes 12 de julio de 1662

Lo primero que oyó fray Diego al despertar fue la voz aguda de un desconocido. Frente a él apareció un hombre de rostro enteco y gran nariz que lucía antiparras con las lentes turbias de suciedad. Fuertes rayos de sol entraban por un gran ventanal, iluminando la amplia sala donde se encontraba. Las sábanas desprendían un agradable olor a limpio. Aún sentía cierta sensación de mareo o irrealidad, así que no percibió como Gonzalo entraba por la puerta situada a su derecha. El alguacil se aproximó sonriente a la cama, pese a llevar en cabestrillo el brazo derecho.

—A mí me fue mal, pero a vos casi os cuesta la vida —dijo Gonzalo señalando su extremidad cubierta por un enorme vendaje.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

—Estáis en el palacio del Buen Retiro, acogido a la hospitalidad del duque de Medina de las Torres y de su majestad don Felipe.

—¿Qué os ha sucedido en el brazo?

Gonzalo sonrió y guardó silencio. Disfrutaba del desconcierto del dominico. Sacó la pipa de su bolsillo, la apoyó como pudo en los dedos del brazo herido y empezó a llenarla de la viruta de un tabaco muy oscuro, que no era el que usaba habitualmente.

—Obsequio del señor duque, lo mejor que he fumado en mi vida —dijo el alguacil, satisfecho—. Una bala casi estuvo a punto de costarme el brazo que veis en tan mal estado. No es la primera de mi vida, pero espero que sea la última.

—No os hagáis rogar más. ¡Decidme de una vez qué sucedió en la colina y que hago aquí!

La pipa de Gonzalo resbaló de su mano para caer en las baldosas de barro cocido del suelo. Tras recogerla volvió a iniciar la carga con parsimonia.

—No sé si recordáis el último mensaje que os envié, en él os decía que no había pasado nada reseñable. Permanecimos ocultos casi todo el día, sin que sucediera nada que no sea el tráfico normal del pequeño camino junto al río, ya sabéis: los hortelanos con sus bestias de aquí para allá. Al llegar la noche todo cambió.

Gonzalo hizo un alto para prender el tabaco, que al instante empezó a exhalar un humo oloroso.

—Nada más anochecer, cinco de los soldados que vigilaban la entrada junto al río abandonaron su posición para dedicarse a rapiñar los cultivos cercanos, amparados en la oscuridad. Quizá cometiera un error al tener en ayuno a los guardias, pero me pareció mejor eso que poder desvelar nuestras posiciones al distribuir algo de comida. En cualquier caso, la puerta se quedó con sólo dos vigilantes. Es difícil haber escogido peor momento, puesto que al poco aparecieron los acólitos de Peregrino: una docena de esbirros reclutada entre la chusma de la villa. Bien por la habilidad de éstos o por el descuido de los guardias, el resultado fue que los últimos fueron sorprendidos y degollados.

»Una vez hecho esto, se dirigieron a la casa de campo en la cumbre para encender las luces del torreón y atraer la atención. Su plan no podía ser más sencillo. Dividirse en dos grupos: uno para atraernos hacia la casa, mientras que otro permanecería emboscado en las encinas cercanas para sorprendernos por la espalda.

»Los dos valones situados en el mirador en la cumbre vieron como se encendían luces en el torreón y prendieron fuego a una hoguera dispuesta para alertar a los guardias.

—A todo esto, ¿qué es lo que hacíais vos y Niemeyer? —preguntó fray Diego.

—Al ver el resplandor de la fogata, nos dirigimos a la entrada de la huerta. Allí encontramos a los dos guardias muertos y una carta de Tarot, el Diablo, clavada en la puerta. Por su parte, los cinco soldados que estaban saciando su hambre en las huertas también vieron arder la pira y llegaron a la puerta poco después que nosotros, cuando ya habíamos empezado la ascensión. Ellos, al ver el resplandor del torreón, siguieron nuestros pasos a poca distancia. No tardamos en encontrarnos con los soldados encargados de encender el fuego, y nos informaron sobre las misteriosas luces.

El rostro de fray Diego no podía disimular su enfado ante lo que escuchaba.

—A pesar de todos los preparativos, el resultado final fue muy deficiente. Peregrino puedo entrar sin problema en la huerta y tenderos una emboscada.

El alguacil se encogió de hombros e hizo una mueca de disculpa.

—He participado en muchas acciones militares y, a pesar de todas las precauciones, muchas de ellas acaban tomando un carácter grotesco. Ya os dije que estos soldados de parada son mala compañía. Si no hubieran abandonado la puerta para llenar el estómago, todo habría acabado mucho antes —se quejó el alguacil.

—Es cierto, lo dijisteis y habéis acertado. También es verdad que eran los únicos que teníamos para auxiliarnos. Es más, si hubierais ido solo o con la escasa compañía de alguno de vuestros ayudantes, ahora no estaríais aquí.

—Decís bien —aseguró Gonzalo—. De todas maneras, los dos valones apostados en la cumbre, el capitán Niemeyer y yo alcanzamos la casa. El torreón seguía iluminado. La puerta estaba forzada. Estaba claro que alguien nos esperaba allí. Cuando nos disponíamos a avanzar, oímos gritos y disparos. Aunque no lo sabíamos en ese momento, la partida de esbirros que permanecía emboscada estaba siendo sorprendida por los cinco guardias que abandonaron la puerta. De todas maneras, nos apresuramos a buscar refugio en la casa. Al intentar entrar en el edificio vi el fogonazo del primer disparo. Fue el que me ha hecho esto.

Gonzalo señaló su brazo herido.

—Yo quedé fuera de combate, pero los valones dieron cuenta de ellos. A pesar de todo, no son malos luchadores. De la docena de esbirros sólo ha sobrevivido un par y su jefe, un conocido nuestro: el marqués de Heliche. Él nos confesó ser sólo un instrumento de Iturbe.

—Lo sabía —sentenció fray Diego—, ese jesuita no era trigo limpio.

—Bueno o malo, este hombre casi consigue acabar con nosotros. Os sacó de vuestra iglesia sin que se os ocurriera sospechar nada. Recorristeis el túnel que conecta el monasterio de la Encarnación con el Alcázar Real ignorando que al final os esperaba la muerte. Las cartas contenían, además del mensaje que desvelasteis, el modo de darnos muerte. Para vos eligió el humo que salía en el siete de copas del Tarot. Utilizó las hojas de laurel cerezo, que ya había usado en el primer crimen. Para mí escogió la espada, aunque al final sería una bala la que casi me manda al otro mundo.

»Lo había pensado todo. Él quedaría libre de sospechas al limitarse a conduciros por el túnel, pudiendo alegar que ignoraba lo que había más allá. Así que os dejó en la habitación, llena de ese gas mortal, y regresó a la iglesia para ocupar vuestro lugar. Incluso falsificó una orden en la cual se solicitaba vuestra presencia en el Alcázar Real.

«Desgraciadamente para su causa, el marqués había confesado el plan que Iturbe tenía para vos. No quería más muertes en su conciencia. Diez de sus esbirros y cuatro guardias valones muertos fueron el resultado de la noche. Pudimos vencerlos sólo gracias a la ayuda del duque, sin los soldados que puso a nuestra disposición ahora estaríamos muertos. Nada más conocer los planes de Iturbe, Niemeyer y varios de sus hombres partieron de inmediato para evitar que murierais asfixiado.

—Es decir, ¿que los golpes que oí acercándose en el túnel no eran provocados por Peregrino? —preguntó el dominico.

—Todo lo contrario. Niemeyer y sus guardias acudían a auxiliaros. Yo, como podéis suponer, no estaba en disposición de participar en esas lides. ¿No hay una silla para poder tomar asiento por aquí?

—Mucho me temo que no —dijo el médico.

—Sentaos en la cama —propuso fray Diego—, no me molesta.

Gonzalo intentó colocarse a los pies, pero un grito de dolor escapó de su boca. Se acomodó el cabestrillo en una posición que no le produjera molestia y volvió a mirar al dominico.

—Os salvaron por poco. El médico de Su Majestad, aquí presente, considera que con unos minutos más habríais muerto. Aun así, estáis muy débil. Y es una pena, porque ahora voy a interrogar al señor confesor real.

—Eso no me lo perdería por nada del mundo.

Fray Diego apartó la sábana a un lado y comenzó a vestir su hábito de dominico con premura.

—Señor —intervino el médico—, os recomiendo reposo y calma, el alguacil se encargará de ese asunto. El movimiento en vuestra situación os puede causar un disgusto.

—Bienvenido sea ese disgusto. Ahora, vamos a ver a Iturbe.

* * *

La puerta se abrió, y fray Diego y Gonzalo entraron en una de las habitaciones dedicadas a los oficiales de la guardia de servicio en palacio. Éste era el lugar convertido ahora en accidental calabozo para acoger al confesor real. Iturbe contemplaba absorto el entramado de parterres a través de la amplia cristalera frente a la plaza principal de palacio. En el centro se alzaba la estatua de Felipe IV refulgiendo al sol.

El rostro del jesuita no era capaz de disimular la desolación por perder todo aquello tan querido. Contemplaba las jambas y dinteles de piedra berroqueña, el pórtico, las cubiertas de pizarra y los lisos muros de ladrillo rojo. Veía todo ello absorto y desesperado, pues no ignoraba que le desterrarían para siempre de aquel lugar. El jesuita les oyó entrar, pero no se volvió.

—Os esperaba. Habéis sido unos buenos rivales. Al final, el triunfo es vuestro. Nunca supuse que sería así.

—No hay que despreciar al enemigo —replicó fray Diego—. Conseguisteis engañarme durante mucho tiempo. Ahora creo tener atados todos los cabos.

—¿Lo creéis así? Dejadme que dude un poco.

—Para buscar a los sospechosos recurrimos a dos listas: la de invitados a la fiesta del palacio del Buen Retiro y la del importador de papel genovés —dijo fray Diego—. Vuestro nombre no aparecía en ninguna. En la primera, que vuestro cómplice el marqués confeccionó, estabais omitidos ambos; él por ser el organizador, vos por pertenecer al séquito real. En la segunda tampoco constaba. Esto os excluyó durante mucho tiempo hasta que recapacité. Al tener acceso libre al palacio, no os fue difícil conseguir algunos pliegos del papel genovés destinado a la Casa Real. Por si fuera poco, don Luis Vargas nos dijo que administraba bienes de nobles, pero que también ofrecía sus servicios a las órdenes religiosas. Entre ellas, desde luego, no podía faltar la más poderosa: los jesuitas.

»Tuve muchas dudas. Pensé en un primer momento que el culpable podía ser el duque de Medina de las Torres; es un hombre de carácter violento y cruel, además, es muy religioso y culto. Cumplía muchas de las condiciones requeridas. Disfrutaba de libre acceso al palacio del Buen Retiro, consumía papel genovés y Luis Vargas le administraba los bienes. Incluso era de dominio público su cortejo a la asesinada Margarita.

»Sin embargo, no poseía algo que el marqués y vos sí tenéis: un motivo. Era la oportunidad de quebrantar a un poderoso personaje que se oponía a vos y a la preponderancia de vuestra orden. El segundo asesinato se produjo en el Retiro para que el rey perdiera la confianza en el duque de Medina de las Torres, por eso lo volvisteis a intentar otra vez, en esa ocasión con un atentado contra el mismo monarca durante la representación de la ópera de Cavalli.

»Nos prestasteis todo vuestro apoyo, una ayuda que hasta ese momento había sido mínima. La razón era que el atentado debía fallar, pues lo único que trataba de hacer era desacreditar al duque de Medina de las Torres. Una vez destituido, el puesto sería ocupado por vuestro cómplice, el marqués de Heliche.

»Él no tenía nada que ver en un primer momento con los crímenes. En dos ocasiones nos ayudó: primero ofreciendo una recompensa por el asesino de Margarita y, posteriormente, al poner a nuestro servicio a varios de sus criados en el intento de capturar a Peregrino. Incluso él mismo estuvo presente en la iglesia donde le esperábamos.

»Todo cambió tras la muerte de Rodrigo. En ese momento le convencisteis para que tomara parte en el simulacro de atentado contra el rey. Esto ponía en un brete a su rival, el duque de Medina de las Torres. En cuanto se unió a vos no le quedó más que secundaros en la siguiente acción. No os costó persuadirle de que una vez eliminados nosotros no correría ningún riesgo, así que contrató y dirigió a los rufianes responsables de eliminar a Gonzalo. Vos os encargaríais de mí.

—¿Por qué habéis hecho esto? ¿Merece vuestra vanidad tantos crímenes? —preguntó Gonzalo con voz severa.

—Todo esto tenía que haber sido mío —dijo manteniendo fija la mirada en el patio del palacio—. Recordáis lo que decía la última parte del versículo 12, ¿no? Os lo recordaré: «… de suerte que quedó expedito el camino a los reyes del naciente sol». Ése era mi objetivo, tener sin límites el favor del monarca. Y si no llega a ser por un par de entrometidos, así habría sido.

—¿Cómo empezó todo? —insistió el fraile.

—¿Cómo empezó todo, decís? Ni yo mismo lo sé. Tal vez fue María, esa vieja loca, la culpable de todo. Hace siete años me escribió, cuando empezaba a destacar entre los religiosos de la corte. A pesar del tiempo transcurrido, no dudó en reconocerme como uno de los participantes en los sucesos de San Plácido. Solicitaba auxilio como una antigua monja del convento que se encontraba en una situación rayana en la miseria.

»Le ayudé con algo de dinero, pero ella volvió a escribirme, ya no en tono de súplica, sino de amenaza velada. Aseguraba tener el testimonio escrito de quienes me habían visto en el convento antes de estallar el escándalo.

«Nunca supe si eso era verdad. Es cierto que participé, para mi desgracia y vergüenza, en esas degradantes reuniones. No podéis saber cuántas veces me arrepentí de ello, entonces era joven y me dejé llevar por la pasión de la carne y el deseo. Dudaba mucho que esa mujer tuviese algo sólido, pero a cambio pedía tan poco que decidí no arriesgarme.

El dominico tomó asiento en una de las sillas de la habitación. Se le notaba al borde del agotamiento. Los esfuerzos de los últimos días habían sido excesivos para un hombre de su edad.

—Al final, la antigua monja se convirtió en una eficaz extorsionadora —dijo fray Diego—. Disteis orden al administrador de los bienes de la orden, Luis Vargas, para que le suministrara una de las casas que los jesuitas reciben como legados. El elegido fue un inmueble sin demasiado valor en un barrio malo como Lavapiés, la casa donde se realizaban los aquelarres y se cometió el primer crimen. También se le otorgó una pequeña asignación mensual, todo ello a cambio de un silencio total sobre ese asunto. Para vuestra desgracia, la vanidad de Luis Vargas fue demasiado grande. No pudo evitar mencionar a varias grandes familias y a las órdenes religiosas como muestra de la calidad de los clientes a los que sirve. ¿Me equivoco en algo?

El confesor real no respondió, se apartó de la ventana para dirigirse hacia donde estaban el alguacil y el fraile. Tenía un aspecto de cansancio inmenso, parecía un hombre exhausto al que se le ha liberado de una pesada carga.

—Así fue —continuó Iturbe—, con su vivienda y su renta mensual me dejó en paz. No supe de ella durante años, pero cuando me convertí en confesor real, el pasado diciembre, su ambición creció. Sabía que ahora sus armas, esas confesiones escritas que ni siquiera sé si existen, habían acrecentado su valor.

»Me supuso un estúpido e intentó sacarme más dinero. No sé hasta qué punto esa bruja podía hacerme daño, era sólo una mujer miserable y medio loca. Una noche me invitó a su casa y acudí, quería conocer a aquella persona ruin. Se rodeaba de seres despreciables, como Julio, el esclavo que tan bien sirvió a mis fines. Había prosperado y tenía su congregación de no sé cómo llamarlos, iluminados, satánicos, adoradores del Diablo; gente perversa, en todo caso.

Iturbe extrajo un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor que cubría su frente, empezaba a hacer calor en aquella dependencia donde el sol caía de pleno.

—Esa misma noche —continuó Iturbe—, juré acabar con María y su maligna congregación. Decidí purificar el reino. Verter las copas de la ira de Dios sobre aquellos que lo merecían. Acudí a algunas de esas reuniones maléficas, y fui conociendo poco a poco a sus asistentes. A cada uno le prometí lo que más ansiaba: a Alonso y Rodrigo Cortizos, venganza; a Julio, la libertad; a María, dinero. Adopté el apelativo del hombre que dirigía los excesos en el convento de San Plácido. Me convertí en Peregrino. Ya os he dicho que nunca supe y nunca sabré quién se ocultaba bajo ese seudónimo.

»María y sus fieles parecían terribles, pero eran unos ingenuos. Sólo tuve que decidir cuándo y cómo quería eliminarlos. Entonces se me ocurrió ampliar el plan. Aquella mujer no era la única que me extorsionaba, por eso decidí acabar de una vez por todas con los que, de una manera u otra, se aprovechaban de mi antiguo error.

—¿Fuisteis vos mismo quien asesinó a la vieja y a Alonso Cortizos? —preguntó Gonzalo.

Iturbe se pensó la respuesta, mientras se humedecía los labios con la lengua.

—Sí y no. Ya os he dicho que eran personas abyectas y adoradores satánicos. Esa noche fui a la casa a representar esa farsa como oficiante. Rodrigo y Julio no pudieron acudir, así salvaron la vida. Antes de empezar los ritos me aseguré de que se untaran los cuerpos con belladona, esa droga les debilitaría y ofuscaría sus sentidos. Al poco empezaron a desvariar y ver visiones. Aproveché ese momento para introducir en el incensario las hojas de laurel cerezo que provocó el gas mortal y acabó con ellos. Los encerré en el sótano, suponiendo que morirían asfixiados. ¿Cómo iba a imaginar que aun drogados estarían a punto de salvar la vida?

Gonzalo también empezó a notar el calor, y se desabrochó unos botones de su camisola.

—¿Por qué mandabais las cartas? —preguntó el alguacil.

Iturbe soltó una risa nerviosa.

—Constituyó una sorpresa vuestra capacidad de desentrañar mis mensajes. Quería retar a la justicia. Soy un hombre justo, no un matarife. Si erais lo suficientemente diligentes estaba en vuestra mano parar al asesino, me pareció honrado. Los criminales no suelen comportarse de una manera tan noble. Por otra parte, encargaros la resolución del caso a vosotros era un seguro para que la misma Inquisición no tomara cartas en el asunto. Os suponía unos inútiles, nunca pensé que un torpe alguacil y un dominico serían tan hábiles como para descifrar esos mensajes crípticos y dar al traste con mis planes.

—¿Por qué matasteis a Alonso Cortizos? Él no tenía nada que ver con lo sucedido en el convento —continuó Gonzalo.

En el rostro del jesuita se dibujó una sonrisa.

—Alonso Cortizos estaba loco y amargado, fue un descubrimiento. Por un lado le sacamos mucho dinero con esa farsa satánica; por otro, al matarle no hice más que cortar una rama podrida llena de odio hacia todo lo que le rodeaba, desde su familia a este reino. No se me escapó que su muerte convertiría el suceso en un caso famoso, pero confié en que las investigaciones se desviaran hacia otro lado. Así fue: la justicia rápidamente reparó en los supuestos amores entre don Rodrigo y su madrastra.

Gonzalo hizo una mueca de desagrado, se rascó la perilla entrecana. Sentía una extraña sequedad en la boca, echaba de menos el sabor del tabaco y su humo oloroso, pero ya no le quedaba más.

—¿Por qué enviasteis el corazón de la gitana a Su Majestad? —insistió el dominico.

—Lo del sacrificio de la muchacha fue una sorpresa para mí. Los reunidos en el aquelarre intentaron que participara voluntariamente; cuando se negó, le dieron vino con cianuro. Celebramos la ceremonia sobre su cadáver. Entonces se me ocurrió aquello, enviar el corazón al rey. Aumentaría el horror de aquel asesinato.

—Vuestra mente está enferma —sentenció el alguacil.

El jesuita no comprendía el espanto que se reflejaba en el rostro de fray Diego y Gonzalo. Se encogió de hombros y les miró fijamente.

—Ninguno de ellos merecía vivir, solo vertí la ira de Dios sobre unos malvados dignos de una muerte atroz.

—Eso, señor confesor real, lo deberíais saber bien, no os correspondía juzgarlo a vos, sino a una autoridad más alta —dijo el dominico.

El dominico se levantó encolerizado de la silla y le señaló amenazador.

—¿Tampoco merecían vivir Francisco García Calderón y la joven Margarita? —preguntó fray Diego acusador.

—Ese benedictino era un hombre perverso y pecador. Él también me reclamaba dinero a cambio de su silencio. Pedí a Julio y a Armand, el jardinero francés, que lo vigilaran. El viejo libidinoso no me defraudó. Mantenía relaciones con Margarita, que no tuvo ningún problema para fornicar con ese sátiro, a pesar de su hábito y de tener más pecados en su alma que pelos en la cabeza.

»Rogué al marqués de Heliche que invitara a los dos, y ordené al jardinero que diera a ambos un mensaje falso, citándose al término de la representación en una de las esquinas del estanque. Mandé una nueva carta al alguacil y me preparé para dar un merecido castigo a los malvados.

El jesuita se volvió hacia la ventana y comenzó a jugar con la cadena del crucifijo que pendía de su cuello.

—Armand complicó las cosas —continuó Iturbe—. Estaba muy satisfecho con el topacio que le di como pago a sus servicios y se emborrachó. Julio tuvo que correr a la cárcel de la villa y sobornar a un par de jaques que lo liquidaron en la celda. Nunca me pareció un hombre de fiar. Todo salió bien, eliminé a otro extorsionador, a una mujer pecadora y a uno de mis secuaces que podía hablar más de la cuenta. La justicia, por su parte, seguía sin capturarme. Fue perfecto.

—¿Por qué envenenar al pueblo de Madrid? ¿Tampoco merecían vivir miles de personas inocentes? —dijo Gonzalo.

Iturbe apartó su mirada de la cristalera para mirar encolerizado a Gonzalo.

—Eso no fue cosa mía. Me pareció una estupidez desde el primer momento. Convencí a Julio y Rodrigo Cortizos de que la justicia fue quien eliminó a su padre y a María tras sorprenderles en medio del aquelarre. Creyeron que había escapado de manera casi milagrosa saltando desde una ventana. Ambos querían venganza por la muerte de los miembros de esa maldita secta maléfica.

No soy un asesino desalmado, soy un justo, un hombre noble que hace la voluntad de Dios. Intenté detenerles, pero no pude. Me alegró que su plan fracasara. La muerte de Rodrigo Cortizos fue un feliz suceso, podía hablar en exceso. Por otra parte, esa majadería os distrajo, y pude dedicarme sin escollos a envenenar a Adam de la Parra. Me había asombrado vuestra inteligencia, pero aún más me sorprendió vuestra tenacidad. A pesar que todo el mundo daba el caso por concluido, intentasteis seguir con la investigación. Fue entonces cuando informé al duque de Medina de las Torres de vuestras actividades, no me costó convencerle. Él tenía su culpable y temía tanto como yo unas pesquisas que podían ponerle en entredicho por su cortejo a Margarita.

—¿También os extorsionaba Adam de la Parra? —preguntó fray Diego.

—Así es. Él, como inquisidor, conocía mucho sobre lo sucedido en el convento. Para entonces, empecé a temer que se diera cuenta que estaba eliminando a personas que sabían algo sobre lo sucedido en el convento de San Plácido, pero todo era tan confuso que él no sospechaba de nada.

«Soborné a uno de los criados de Adam, que me informó de su manera de desayunar. A cambio de cincuenta escudos de oro, vertió extracto de sardonia en su copa de hielo. Le aseguré que no corría ningún riesgo, puesto que el veneno no dejaría huella. Al día siguiente Julio lo asesinó cuando pretendía cobrar sus servicios, un justo pago por su acción. No me podía arriesgar a que hablara.

»Juan Adam de la Parra había sido detenido muchos años atrás. Algunos creyeron que el motivo eran los epigramas sobre el origen converso de Cortizos, pero no fue así. Él conocía las intimidades del convento y sabía quiénes acudían. Al morir Olivares decidió extorsionarme. ¿Cómo creéis que alcanzó el puesto de inquisidor si no es por mi influencia y la de mi orden?

—¿Por qué matar a Jorge Villanueva? ¿Qué mal os podía causar?

—Sabéis que su padre era el fundador y patrón del convento. Jerónimo Villanueva dedicó sus últimos años de vida a tratar de rehabilitar su figura. También intentó dejar bien cubiertas las espaldas a su hijo. Le confió una serie de papeles que me implicaban también en el asunto del convento de San Plácido. Después de vuestra diestra intervención en las arcas del agua, todo se había vuelto muy arriesgado.

»Estuve tentado de no enviar una nueva carta, pero me pareció que mi orgullo lo exigía. Intenté que el asesinato de Jorge en el teatro pareciera un accidente, un fuego más de los que azotan la villa, por eso se usó una mixtura de nafta y azufre, similar al famoso fuego griego. Una vez más vuestra presencia no logró trastocar mis planes, aunque en esa ocasión estuvisteis a punto. Con la muerte de Jorge Villanueva conseguí eliminar a todos aquellos que tenían acceso a un secreto que me podía causar un gran perjuicio.

Había suprimido a todas las personas que, de un modo u otro, podían hacerme caer de mi posición de confesor real. Sólo existía otro hombre que conspiraba contra mí: el duque de Medina de las Torres. Era de todos sabido que el alcaide del Buen Retiro propuso varias veces mi sustitución por un hombre de vuestra orden. Ya sabéis que es un fiel adorador de la Virgen de Atocha y un entusiasta de los dominicos.

—Para esa tarea buscasteis el apoyo del marqués —dijo fray Diego.

—Así es. El enemigo de tu enemigo es tu amigo. Le convencí de que podíamos aprovechar los crímenes que estaban sacudiendo la ciudad para provocar la destitución de su rival, el duque de Medina de las Torres. No se buscaba la muerte del rey, sino sólo el descrédito de don Ramiro. Había sido un golpe tremendo para su prestigio el que se cometieran dos asesinatos en el mismo palacio del Buen Retiro, pero lo que acabaría con él sería otro asunto más grave aún: un atentado contra el mismo rey.

»Envié mi quinta carta. En ese momento estabais en la cárcel de la villa, ahora debíais parar por primera vez mi mano, que sólo se detuvo porque ese era mi objetivo. Uno de los guardias reales estaba sobornado para disparar sobre Julio. No hizo falta, él mismo se encargó de guardar silencio para siempre.

»A pesar de todo, según se iba desarrollando vuestra investigación me sorprendíais más. Aunque no fui detenido ni una sola vez, me sentía acosado. Tocaba la hora de proceder a vuestra eliminación. Envié mis dos últimas cartas, una cita para vuestra ejecución. Nunca supuse que sobreviviríais, y si os digo la verdad, me parece bien. Todos los demás eran hombres que merecían la muerte, vosotros no.

—El orgullo y la arrogancia os perdió. Nos despreciasteis y, al final, eso provocó vuestra ruina —concluyó fray Diego.

—No lo creáis. He confesado mis crímenes sin ningún pudor; lo mismo que digo esto, os aseguro que no tenía la más mínima intención de hacer daño al rey.

—Todo esto puede costaros la vida —dijo Gonzalo—. La justicia, señor confesor, os pondrá en vuestro sitio.

—¿Creéis que hay justicia en España? No, no la hay. No la ha habido nunca y nunca la habrá. Los hombres como el marqués y yo somos demasiado importantes para recibir un castigo como el de un vulgar villano. Si no me creéis, sólo debéis esperar.

Gonzalo y fray Diego no querían seguir hablando con aquel hombre. Dieron un grito de aviso al guardia, y éste les abrió al instante. Mientras se retiraban, el jesuita les lanzó una última mirada altiva en la que nadie podría reconocer un atisbo de arrepentimiento.