Elena Borbón Barucci

(1947)

«En atención a que no tengo gran memoria, circunstancia que no deja de contribuir a esta especie de felicidad que dentro de mí mismo me he formado…».

Mariano José de Larra

En aquella semana de la moda, París era la olla donde se cocían las hechuras del mundo, los diseñadores hacían blop blop de puro finos y se compraban voluntades prêt-à-porter.

En aquella semana de la moda, los backstages eran un astillero de sueños, la capital francesa citaba a sus caballeros de la sisa redonda y hasta París llegaban los magos con sus brebajes de seda y sus agendas de lija.

Había genios e impostores; artistas del diseño y modistillos; creadores de una pieza y vanidosos con el alma a retales; la verdad y la mentira, brindando con Moët Chandon.

Cuando Elena Borbón Barucci desembarcó en aquel mercadillo medieval llevaba su equipaje de veterana, el alma bien planchada, el corazón elegante y ese arcabuz de sonrisa que derribaba murallas.

Pero ocurrió una cosa imprevista. De repente. Una mañana cualquiera. Sin previo aviso: aquel París conocido amanecía encriptado.

El mapa de la ciudad se le presentaba como una cábala, las direcciones de las calles aparecieron escritas en arameo y la relaciones públicas de Versace tuvo entonces su primer y definitorio conato de gallinita ciega.

París.

1998.

Una mujer perdida.

Una memoria buscándose…

—Où suis-je? Savez-vous où je suis? [¿Dónde estoy? ¿Usted me puede decir dónde estoy?].

«Mamá se perdió en la calle», recuerda Carla, su hija (treinta y cuatro años hoy), que acompañó a la madre en aquel viaje. «Se perdió en la calle y no supo regresar al hotel. Estuvo todo el día incomunicada. Dando vueltas. No encontró la manera de llegar… Al final alguien la ayudó. La pista fue un mechero del Ritz que llevaba encima. La acompañaron de vuelta al hotel. Esa fue la primera vez que pasó algo realmente preocupante».

Érase una vez la mujer más bella de todo Madrid. Érase una vez la prima segunda del rey Juan Carlos. Érase una vez la cara (y la cabeza, y las manos, y la voz, y la esencia) de Versace en España. Érase una vez la mujer de José Miguel Garrigues Walker. Érase una vez la madre de cuatro hijas. Érase una vez Elena Borbón Barucci y su enfermedad. Érase una vez un alzheimer con solo cincuenta años. Érase una vez.

El cuento podría empezar de muchas maneras, pero siempre estaríamos hablando de la misma princesa… Vital, hiperactiva, enérgica, despistada, afectiva, animal, poliédrica. Y desnuda siempre en medio de tanto tul.

De las distancias cortas de aquella relaciones públicas de Versace en España cuentan mucho los escribientes de la cosa rosa que la trataron aquellos años. Porque si uno le iba con un asunto de altura, ella te lo bajaba al suelo. Porque si en ese mundo no podías fiarte de nadie, ella era esa persona en quien se podía confiar. Porque si uno le iba con un requerimiento frío, había una solución efusiva. Cercana y cálida, nada en Elena hacía presagiar el hielo.

«Diez años antes de que le diagnosticaran la enfermedad nosotras ya notábamos cosas, pequeños desajustes. Pero fue en el 98 cuando sufrió el mayor cambio. Una especie de depresión. Los viajes, los desfiles, las entrevistas de los diseñadores… Ella notaba que se estresaba más. Tenía que organizar todo, estar pendiente de los medios, y ya empezaba a fallar en cosas pequeñas. La gente de la prensa la quería mucho, porque no era nada estirada, no era el prototipo de señora de la época, tenía el mismo trato con todo el mundo… Creemos que la depresión le vino por su incapacidad en el día a día».

París 1998 y perderse al tratar de volver al hotel, por ejemplo…

Pero también aquella estancia en Milán.

Lo complicado que se le hacía llamar por teléfono de habitación a habitación, pongamos por caso. O ir a una tienda y volver sin extraviarse. O memorizar aquella dirección y aquellos nombres. Con tibieza al principio, el deterioro físico comenzó a asomarse por aquella mirada esmeralda. Cuando una mujer tan alta y delgada pierde cinco kilos, los que la rodean creen que el viento la quebrará. Por entonces la fragilidad era de 47 kilogramos y la dama de corazones aguantaba. Pero Elena sentía un peso nuevo. Un peso bestial y enconado pecho adentro.

Navegando memoria arriba, el caso es que a Elena siempre le salían motivos para la alegría y la celebración. Casada en primeras nupcias con Ignacio Coll Escassany con solo dieciséis años, de aquella relación tuvo una hija a la que llamaría con su nombre. Vuelta a casar con el economista José Miguel Garrigues Walker en 1976, nuestra protagonista alumbró tres.

La enseñanza de dos matrimonios bien distintos. La carrera de la maternidad. El doctorado de la moda. El honoris causa de un apellido. El master de la vida azul y rosa… Cuando otras iban, ella venía. Fue la voz de la firma Rodier; el brazo derecho de Versace en Madrid durante años; hombro consolador de celebridades más o menos sólidas, más o menos gaseosas; y una adelantada entre las responsables de comunicación de su época.

Cuando el creador del emporio italiano del diseño murió, mamá fue el grito de Munch y una pintura negra de Goya. De aquella reacción desmedida aprendieron dos cosas. Una era que mamá debía de querer mucho a Gianni Versace. Otra era —como en París, como en Milán— que estaba sucediendo algo, y que a lo mejor la dirección escrita en un mechero ya no iba a servir para alumbrar.

Elena hija tenía entonces treinta y dos años; Carla, veinte; Flavia, diecinueve; y la pequeña Olivia, el librote entreabierto de los quince. Papá trataba de proteger la fragilidad de la esposa todo lo posible compartiendo despacho con ella, y Cristina Churruca, secretaria de Elena, veía aquellas tachaduras del cuaderno más cerca que nadie.

Cuando en casa decidieron que lo mejor era que la madre fuese a un balneario en La Panticosa durante un tiempo para tratarse la depresión, Elena llevaba una maleta frugal: dos perros de nieve, el sello de las hijas en la frente, el abrigo de su piel y unas botas de montaña.

Estuvo paseando y en silencio, descansando y en paz.

Regresó al cabo de tres meses.

Pero nunca más volvió.

(…).

Era verano de 1999, el sol se miraba en el espejo del mar, la playa era un reloj de arena al que nadie le daba la vuelta y, frente al rompeolas del tedio, la vida era una cosa pegajosa y húmeda.

El castillo de sílice de papá.

El castillo de arenilla de las hijas.

El inconmensurable castillo de polvo de la madre…

Michu Garrigues Walker leía algo, las niñas trataban de broncearse y Elena Borbón —que se pasaba horas en el océano, que antaño conducía coches de carrera por la playa como en una escena de Grease, que fue mujer cosida a una lancha en Palma, que era líquida y sabía a sal— seguía dando brazadas mar adentro.

—Olivia, Flavia, tiraos al mar con vuestra madre a nadar.

—Jo, no nos apetece.

—Flavia, que he dicho que vayáis con mamá al agua.

—No.

«Dos veces insistió y dos veces le dijimos que no», recuerda hoy Flavia (ya con treinta y tres años), que entonces no entendía la obsesión del padre por sacarlas de la modorra de la siesta. «Luego le preguntamos qué era lo que pasaba y nos lo contó. Fue la primera vez que escuchamos la palabra alzheimer».

El pálpito fue cosa de un psiquiatra de la calle Alberto Alcocer y el diagnóstico fue cosa de un neurólogo del 12 de Octubre. La demencia había venido a una edad muy temprana esta vez, pero seguiría inexorable las fases habituales.

Aunque, después del retiro en el balneario, Elena se incorporó a su trabajo, lo cierto es que fue durante poco tiempo. Pedía ayuda todo el rato. Olvidaba hasta el nombre de su secretaria. Aquella luz intermitente no tenía sentido. El esposo acordó un despido para su mujer, que se desligaba por completo de Versace después de una década de ligazón.

La periodista Rosa Villacastín recuerda la última vez que coincidió con ella en un acto social. Fue durante unos Premios Ondas. En Barcelona.

O no…

—¿Qué te pasa, Elena?

—Que no sé dónde estoy.

—Estamos en los Premios Ondas, en Barcelona.

—Ya. No sé.

—¿Buscas a tu marido?

—Sí… Buscaba a mi marido.

—Está ahí, mujer. ¿No lo ves?

«Aquel día me senté con el relaciones públicas Carlos Martorell. Le conté lo que me acababa de pasar. Aunque sea un disparate, pero honestamente lo digo: pensé que había bebido… Así se lo dije. Carlos me explicó: “Tiene alzheimer”. Luego la gente me contó cosas muy tiernas de una persona a la que queríamos todos: Elena iba a las fiestas con una muñeca… Carlos me contó que su madre también tuvo esa enfermedad, y que a ella le dio por tirar las escrituras a la chimenea».

«Nuestro padre no quería ver lo que veíamos todos», señala Carla. «A él le daba mucho miedo. Nunca se lo dijimos a mamá. Papá lo decidió así. Estuvimos mucho tiempo dándole vueltas, pero teniendo en cuenta su personalidad tan sensible creo que, de habérselo hecho saber, la habríamos hundido».

El hogar fue como El Álamo, una especie de nueva Numancia. Un fortín contra la desmemoria y el torreón donde no alcanzaba el polifemo del olvido. Con todas las rutinas a mano, la arcilla aguantaba más tiempo sin deformarse. Y hasta podían tratar de moldear algo. Elena y sus manos.

Los dos primeros años la casa fue una descomunal sopa de letras, con las haches, las jotas y las uves desparramadas por el pasillo, la cocina y la habitación, donde la paciente se pasaba las horas ensimismada en palabras tan envolventes como «insomnio», «blanco», «perro» o «robo».

Lo sabe muy bien Flavia. Pero también Carla, que aparcó una temporada su trabajo en Condé Nast para dedicarse al cuidado materno por petición expresa del padre.

«Había muchos problemas porque el ritmo era muy cansado», evoca Carla. «Dormía mal. Lo pasaba fatal con los espejos, porque no se reconocía, y hubo que quitárselos muy pronto. Pasó a vestir de blanco durante un año entero. Como no sabía elegir la ropa, combinar los colores, elegía siempre el blanco. Estaba obsesionada con su neceser de perritos: el tabaco, el móvil, sus mecheros… Tenía miedo a que le robáramos algo. También estaba obsesionada con sus vestidos. Puso un candado en el ropero. Se ponía enferma si le cogías algo… Ah, y llamaba sin parar, le daba constantemente al botón de llamar que tenía».

«En casa estaba muy nerviosa», añade Flavia. «Cogíamos el coche y ella pensaba que se lo íbamos a quitar. No podía conducir, que era lo que más le gustaba en la vida. No distinguía los semáforos, iba como si no fuera nadie detrás, por calles prohibidas, no interpretaba las señales…».

Así que entre los acelerones sobre mojado y las paradas en seco, la evolución del alzheimer era un atribulado viaje con rumbo incierto donde fallaban la dirección y los frenos. Michu se encontraba perdido y fue Marta Ochoa, la mejor amiga de Elena, la que decidió enfrentar aquel mal con nombre de campo de concentración y organizar una nueva vida.

Stop. La señal decía al fin stop.

Fue la época de reordenar la casa, de hacer un listado de necesidades, de hacer limpia de lo accesorio, de imponer una rutina pacificadora, de cambiar los tacones por las zapatillas y de las terapias ocupacionales en Memory, en Mary Wolf o en tantos otros sitios. Como probando una clave que diera con la contraseña.

—A ver, Elena, levanta el brazo derecho.

Y Elena que no.

—A ver, Elena, levanta el brazo izquierdo.

Y Elena que tampoco.

A veces renegaba de los terapeutas, cuentan. Desinhibida y párvula. Con la obstinación del niño que frunce los labios porque no quiere la sopa. La mujer de cincuenta y pocos se veía rodeada de ancianos y no entendía a aquellos compañeros de juego que podrían ser su padre.

—¿Por qué tengo yo que estar con esta gente? ¿Por qué? ¿Por qué?

Pintaba unos «perros horrorosos», convienen cariñosamente en casa. Barquitos. Y llenó el mundo entero de fundas para móviles de todos los colores posibles y con todas las filigranas inimaginables.

Encontrar una cuidadora no fue fácil. El primer día en que trataron de meter a una mujer en casa, la enferma levantó una trinchera y se puso detrás. Que quién era esa. Que para qué venía. Que por qué.

La bombilla se le iluminó a alguna de las hijas. Encontraron el disfraz perfecto y la careta oportuna. Es una profesora de inglés, verás, mamá. Esa señora que está en el salón es una profesora de inglés. Viene porque no queremos que pierdas el idioma, claro. Do you understand me?

Elena escuchó las explicaciones, se quedó a solas con la mujer, inspeccionó de arriba abajo a la recién llegada y luego se dirigió a ella con determinación.

—Vamos a dar una vuelta usted y yo.

La acompañó hasta la puerta de casa, la hizo salir, volvió a entrar, cerró la puerta. El móvil de las hijas sonó como una chicharra un tiempo después.

Era la profesora.

—Me ha echado… Vuestra madre me ha echado.

«Se dio cuenta de que no sabía inglés y la echó», recuerda Flavia. «Mamá podía estar enferma, vaya. Pero no era tan fácil de engañar. Vio que esa mujer no era lo que le dijimos y la puso en la calle».

Entonces a lo mejor es que mamá no está tan mal.

Mira cómo se da cuenta y se entera, eh.

Una imagen: Elena Borbón Barucci y un clavo ardiendo.

(…).

Cuando José Miguel Garrigues Walker escuchó que tenía leucemia, pensó antes que nadie en su esposa. Y ello respondiéndose a tres preguntas. Qué va a ser de ella. Qué va a ser de mí. Qué significa la palabra soledad.

Al principio todo fue luchar. El pequeño de los Garrigues Walker era hijo de Antonio Garrigues (ministro de Justicia en el primer Gobierno de la monarquía), hermano de Joaquín (ministro con UCD), economista formado en Harvard y Georgetown, empresario de éxito y una docena de cosas más. Pero todo ese haber de vida era un juguete en manos de esa palabra que le pusieron delante. Una palabra que era como un vacío y un mordisco. Una palabra inabarcable. Una palabra que de tanto repetirla se quedaba sin significado: leucemia, leucemia, leucemia, leucemia, leucemia, leucemia, leucemia…

—Leucemia, Michu, tienes leucemia.

Al principio todo fue luchar, y hacerse pruebas, y tener esperanzas, y hacerlo por él mismo, pero también por ella, y acudir a más de un especialista, y cuidarse, y confiar en Dios, pero también en la medicina.

Hasta que el mal se abrió paso y alcanzó las últimas posiciones. El hogar fue en esos meses un pabellón de reposo de colores gastados y horarios de convaleciente.

«Fue una época horrorosa la del final de la enfermedad de mi padre. Él estaba en la cama, y mamá, preguntándose constantemente: “¿Dónde estoy?, ¿dónde estoy?”. En esos momentos no eres consciente de lo que estás viviendo. Te acostumbras. Tomas conciencia después».

Cuando lo ves escrito.

La mesa está puesta y la sopa humea. Llega José Miguel con la testa calva a causa de la quimioterapia y su esposa le mira fijamente. A él y a su calvicie. A su calvicie y a él. Y pone un rictus de desagrado.

—Estás horroroso, Michu. ¿Por qué te has afeitado la cabeza?

Cuando murió en agosto de 2004, José Miguel tenía sesenta y cuatro años, una añoranza inmemorial de contarle a Elena y un deje de enamorado.

Y todo el tiempo que vino después fue un martillo pilón de Elena que golpeaba y golpeaba. Papá se moría cada día. Papá resucitaba cada hora. Papá estaba de cuerpo presente cada treinta minutos. En casa decidieron retirar sus fotografías un buen día porque la madre no hacía más que preguntar por él y aquello era insufrible…

—Hijas, ¿dónde está papá?

—Se ha ido de viaje, mamá.

Y hacían algo. Ir a la nevera, coger una fruta. O leer un libro. O encender la televisión. Y había pasado solo media hora cuando Elena volvía a preguntar, porque había olvidado.

—Hijas, ¿dónde está papá?

—Se ha ido de viaje, mamá.

—Ah.

Y seguían haciendo algo. Como ordenar la ropa. O bajar a por el pan. O sacar a los perros. O prepararse una tostada. Y había pasado solo media hora cuando a Elena le abordaba una duda.

—Hijas, por cierto, ¿dónde se ha metido papá?

—Está de viaje unos días.

—Ah, es verdad.

Y entonces a lo mejor llegaba una carta para ella a casa, con un remite bien grande y claro donde podía leerse: «SEÑORA VIUDA DE GARRIGUES». Y Elena lo leía y les decía a las hijas: «¿Yo viuda? Menuda gilipollez».

Y pasaba un avión y terminaba de cocerse un guiso. Y crecía una hortensia y una gota de lluvia bajaba despacio haciendo zigzag por el exterior de la ventana.

—Hijas, ¿sabéis dónde está vuestro padre?

«Estuvo preguntando por él todos los días. Cada media hora. Un año entero. Nadie es capaz de imaginar lo que es eso… Te acaba desesperando por completo».

Hasta que un día, de repente, sucedió.

Dejó de preguntar por él.

(…).

El amor, claro. Pero también el humor.

El humor como exorcismo y como antidepresivo. La risa como palanca. La carcajada, con su patada canalla en la puerta de las incertidumbres.

Que se lo digan a Flavia, a Olivia o a Carla, que compartían juntas aquellos años de piedra y de plumas, aquellos años de hermana mayor y de letra pequeña, con la vida enseñándote entre líneas.

Que se lo digan a ellas, que aún comparten.

Que les digan a ellas lo cojonudamente terapéutica que era la risa para todas.

Vamos a gastarle otra broma a mamá…

Alrededor de la mesa de la cocina están la madre, su amiga Marta Ochoa y las hijas, Flavia, Carla y Olivia. Una de ellas, sentada a su lado, levantará el móvil y telefoneará a Elena en presencia suya.

—¿Dígame?

—¿Elena Borbón Barucci?

—Sí, dígame.

—Sí, verá… Llamamos de El Corte Inglés. Es que acabamos de saber que usted ha robado un jamón de la sección de charcutería…

«Mamá se contrariaba mucho y se encendía. Aunque al vernos reír, ella también lo hacía».

—¿Dígame?

—¿Elena Borbón Barucci?

—Sí, diga…

—Mire, la llamamos de la tienda porque se ha llevado ropa sin pagar… Está grabado en las cámaras que tenemos.

—¿Cómo? ¿Yo robando ropa? Usted es un grosero.

«También nos hacíamos pasar por antiguos admiradores. Incluso sin cambiar nuestras voces. Ella se ponía roja, pero le encantaba. Alagada, contestaba: “Uy, pero qué cosas me dice usted…”. Era la vuelta de tuerca: reírse. Porque tienes que encontrar el humor a toda costa. Si no, te deprimes, te mueres. Y a nosotras nos enseñaron que había que ser alegres», comenta Carla. «Sí, todas aquellas payasadas nos servían para mucho. Y supongo, digo yo, que a mamá le gustaba vernos reír a su alrededor antes que estar serias o llorando».

Allí siguen hoy las risas y las hijas.

Es Olivia (veintinueve años) la que vive con la madre. Carla lo hace en el piso de arriba. Hay contratados cuatro cuidadores (más uno de apoyo para los fines de semana) y un chófer, Eusebio, que también lo fue del padre y del abuelo.

Los últimos cinco años de la enfermedad no ha habido cambios aparentes. El alzheimer avanza tortuguero, todas las rutinas son bendecidas y mamá se troncha cuando oye la palabra «culo» o le cuentas que vas a desayunar «huevos». Dice Flavia que es entonces, al oírla reír así, cuando más le recuerda a la que era antes.

Dos veces al día es llevada al Pardo por Ana, una cuidadora, a ver animales. Le encanta viajar en coche. Y que le pongan rancheras en casa. Y las patatas fritas. Y los pasteles. Todo lo que engorda. Ahora, con lo que era ella antes con la dieta. Todo lo que engorda. Como una venganza por fin. Como los chicos que se manchan de chocolate la punta de la nariz y meten el dedo jeringando el bizcocho.

Cuentan que el remate fue en noviembre de 2011, el día en que cumplió sesenta y cuatro años. Todos con que soplara —ufff-ufff— y cosas de esas. Y arrasó, vaya que si arrasó. Se comió ella solita una tarta de milhojas entera y estuvo mala una semana.

El alzheimer sabe a sal.

Está de dulce la madre.

Ya no hay volutas de humo en el pasillo.

No es que haya dejado de fumar Elena, es que hace tiempo que se le olvidó.

«Ella nos sigue reconociendo, no por los nombres. Sino en el sentido de que nos reconoce como algo suyo, cercano… Perdió el habla hace mucho, pero sigue percibiendo. Alguna vez te aprieta la mano. Los besos. Su mano en tu espalda…», señala Flavia. «Está en una fase que tiene algo de entrañable. Tú pasas a hacer de madre y ella de niña. Se muestra como es. Sin filtros. Es verdad que, para quien lo vive de cerca, es desgarrador ver cómo la enfermedad te roba a la persona, día a día, de forma constante… Pero entre nosotras ha provocado una unión brutal».

Es Olivia, veintinueve años, decíamos antes, la que vive con la madre.

Es Olivia la amazona que viene de montar a caballo y se acerca a la habitación.

Es Olivia la que trata de despertarla para que coma. La que le hace cosquillas para que mastique, porque se le olvida masticar. Y aplaude para que abra los ojos, y le levanta los brazos.

Olivia, que a los veintipocos —con la madre así— pasó de ser una fiestera a tener cosas de asceta, que estudió Teología y dice que para ella ha sido clave agarrarse a Dios.

«Pienso que el familiar tiene que intentar salir a la calle. No tener cargo de conciencia porque el poniente se quede al cuidado de otros. Al fin y al cabo, hay que hacer lo que tu ser querido hubiera querido que hicieras, creo yo… Tratar de ser feliz. Vivir. Dejar que las cosas pasen».

Lo dice Olivia, a la que mamá estuvo llamando «Paco» mientras aún conservaba el habla. Como a otra de sus hijas la llamaba «Alfonso».