Leonor Hernández

(1935)

«El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad».

Gabriel García Márquez

«No es cuestión de añadir años a la vida, sino de añadir vida a los años».

Anónimo

Cuando Adolfo Suárez dimitió, Leo estaba limpiando unas lentejas.

Cuando Eduardo Chillida terminó su Peine del Viento, Leo le desenredaba a Teresa su pelambrera negra: «A ver, hija, estate quieta, demontre».

Cuando murió el Chanquete de Mercero, Leo le decía a Gonzalito que se terminara el bocadillo. «Hijo, es que te quedas como alelao viendo la televisión…».

Cuando Maragall celebraba Barcelona’92, Leo estaba con la maratón de las olivas. O con el salto de altura del ganchillo. O preparando unas buenas gachas en el pebetero de la lumbre. El oro, la plata y el bronce, para esas manos con olor a lejía.

A Leo nunca la vimos en un telediario ni vestida de Versace. Todo lo más, viendo una telenovela de esas venezolanas. O sacudiendo con una paleta de mimbre las alfombras rojas que otros iban a pisar.

A Leo la vemos por su pueblo, Pastrana, paseando con su esposo Gonzalo. Setenta y seis años ella y setenta y siete años él. A Leo la vemos arrastrando los pies a cámara superlenta del brazo de Gonzalo. Los dos bajo un paraguas. Como cuando empezaron a hacerlo desde chicos. Cogidos de la mano. Y entonces se quedaron pegados para siempre.

—¿Qué hora es, Gonzalo?

—Las seis y cuarto, Leo.

Aún recuerdo la cuadrilla, cómo llevábamos las rodillas de peladas y cómo jugábamos al chito, a ver quién acertaba con la piedra. Todavía me acuerdo, Leo, cómo no me voy a acordar. Como cuando nos hicimos novios a los veintiuno y aprovechábamos en el portal cuando nadie nos veía, Leo. Como cuando nos casamos a los veintisiete y hubo de todo en la boda. Hasta vino y dulces hubo.

—¿Qué hora es, Gonzalo?

—Las seis y media, cariño.

Aún recuerdo cuando fueron viniendo los hijos. Hasta cuatro, ya sabes. Yo me iba al campo y tú te quedabas con las cosas de la casa. Y que me tenías el guiso puesto y que nos dábamos las manos. Las mías parecían la corteza de un sarmiento, Leo. Y las tuyas algo vivo, unas manos pequeñas, arrugaditas y húmedas.

—¿Qué hora es, Gonzalo?

—Las siete menos diez, mujer.

Aún recuerdo lo que pasó, lo que te empezó a pasar. Aunque no sabría decirte cuándo. Porque ya estabas como porfiando por todo. Ya empezaste a hacer cosas raras, Leo. Creo que fue hace cinco o seis años. No me hagas mucho caso. Esta cabeza mía. También yo… Me van a perdonar.

(…).

Cómo leer a Leo…

Cómo escribir por Gonzalo…

En esta historia no hay cuidadores a sueldo ni condolencia social ante el drama íntimo. No hay centros de día, ni documentales que glosen la figura del enfermo. No hay grandes titulares ni celebridades. Están Leo y Gonzalo desnudos. Metafóricamente. Pero también literalmente. La única forma en que consigue bañarla en la ducha.

Hay una casa baja, una mesa camilla, Gonzalo Toledano y Leonor Hernández. Nada más: los brazos del marido enjuto abiertos veinticuatro horas al día y la figura rotunda de una mujer a la que cuesta incorporar. Un agricultor y un ama de casa. La historia de amor entre un junco exhausto y un olivo hendido por el rayo.

Amanece en Pastrana (Guadalajara, 1100 habitantes). Amanece en Pastrana y afuera en la calle debe de estar el mismo sol de siempre, el mismo sol fogoso que había antes del alzheimer, pongamos por caso. Pero dentro no. Esta noche Gonzalo se ha levantado dos veces para obligarla a ir al baño. Porque del pañal no te puedes fiar.

Ni de lo demás.

No te puedes fiar de los nombres, ni de lo que ves, ni de las caras. Eso piensa Leo. Sobre todo si tienes esta enfermedad neurodegenerativa que hace que se te corra el carmín y se te llene de tachones la sonrisa. No te puedes fiar ni de ti misma, ni de lo que antes hacías bien y ahora ya no: la mujer preparaba las mejores albóndigas y un día se le olvidó cómo se hacía la salsa.

—Tranquila, mamá, mujer.

—¿De qué me viene a mí esto? Esto de la cabeza es lo peor, hija. No sé lo que me pasa, pero no estoy buena.

Teresa dice que al principio la madre empezó a tener miedo de quedarse sola. Como los chicos. Y que de pura frustración a Leo le daba por llorar cuando la corregían. «Mamá, mujer, pero cómo has comprado cinco kilos de naranjas». «Mamá, mujer, es que esto no se hace así». Eso bastaba. Eso bastaba para que Leo se quedase callada y ausente. Apretando la mandíbula. Eso bastaba para que sacase un puchero de esos que sacan los chicos.

«Estaba llorando continuamente. Se le olvidaban las cosas. Cuando tratabas de ayudarla o le decías algo, se le saltaban las lágrimas. Era de la impotencia que le entraba. Le dio por comprar. A veces les daba dos veces la propina a los nietos. Lo mismo veinte que cien euros, una barbaridad. Ya ves, a Daniel le tuve que decir que cuando la abuela le diera dinero, me lo dijera».

Lo raro fue la perra que cogió en aquel viaje de jubilados a Málaga donde iba el pueblo entero. Que se lo digan a Gonzalo, que no acertó a sacarle aquella película de la cabeza a la mujer. Pues eso. La Leo, que se empeñó en comprar una cosa que no venía a cuento. Una cosa que lo mismo podría comprarla en Guadalajara que en el pueblo. Con lo cabezona que era. Una cosa que es que da casi vergüenza decirla. No paró hasta que la compró.

—¿Qué era?

—La tapa de un váter.

—Ah.

—En Torremolinos. Dime tú a mí.

Antes estaba Leo, la risueña. Leo, la habladora. Leo, la pinchona.

Eso era antes. Porque poco a poco fue viniendo la Leo con todo su invierno, como estrenando una existencia bajo cero, como un día de Año Nuevo sin bufandas ni abrigos. La esposa que se ofuscaba en un vaso de agua y que ponía en danza al marido de madrugada. La madre que te confundía con una tía. La abuela que ya no daba chuches. O te daba la bolsa entera. La vecina que ni saludaba porque a lo mejor no te conocía.

Aún recuerda Teresa el día en que la llevaron al especialista en geriatría y la despacharon con que era muy joven. Que es que hay que fastidiarse. Que era muy joven y que nada. Aún recuerda el día en que por fin la vio el neurólogo y les dijo lo que tenía.

—A ver, Leo, dígame su número de teléfono.

—[Respuesta correcta].

—A ver, Leo, ahora dígame el nombre del presidente del Gobierno.

—[Respuesta incorrecta].

—¿Y el número de hijos?

—[Respuesta incorrecta].

«No acertó con lo del presidente, pero eso es normal, porque ella no era de ver mucho la televisión ni de las noticias», aclara Gonzalo. «En lo de los hijos dijo que tenía cinco. Cuando son cuatro».

Ella estaba delante cuando dijeron el diagnóstico. Ni siquiera se enteró. Como un acertijo: empieza por «a», nueve letras. De eso hace unos tres años.

(…).

—Es que yo no estoy tonta, eh.

Leonor se resiste y niega. Ella es capaz de cocinar, dice. Ella interrumpe de repente la visita y se levanta porque tiene que irse a hacerles la cena a los chicos, que ya no viven en casa. Si ella se confunde es porque lo ha hecho aposta («anda, a ver si te creías que no lo sabía»). Ella sabe quién eres, dice, aunque no descifre tu nombre.

La calle es una espita abierta de luz y la casa es una ratonera. A Leo le falta el aire allí dentro. Y lo mismo se asfixia si son las cuatro de la tarde que en la alborada.

Dándole despacio con el bastón, como espantándole al marido la mosca de la siesta.

—Tú, Gonzalo, levanta, sácame a dar un paseo, que me ahogo.

A veces es coger el coche y dar una vuelta de veinte kilómetros para regresar después. A veces fue verla a las cuatro de la madrugada con la bata puesta para echarse a andar por la acera. A veces es salir a dar el paseo aunque esté jarreando, porque se ahoga, dice, los dos caminando a resguardo. A ver si te vas a resbalar…

«Hubo un tiempo en que decía que se iba a casa de sus padres, en la otra parte del pueblo. Cogía unas chaquetas, las pastillas y allá que se iba. Una casa deshabitada. Nos avisaban los vecinos. Yo iba a buscarla, pero ella no quería subirse al coche. Se volvía andando, enfadada».

Tiene golpes la Leo. Como cuando dice que lo mejor para preparar una calabaza para el Día de Difuntos es utilizar la motosierra.

—¿Una motosierra, madre?

—Anda esta, cómo te crees que lo he hecho yo siempre toda la vida…

Tiene golpes la Leo. Como cuando se enfadaba jugando al parchís porque en el dado le acababa de salir un seis y tenía que abrir la barrera, pero ella se negaba. Que no. Que no abría la dichosa barrera. Que no jugaba. Y entonces el nieto decía que así no, que la abuela hacía trampas. Que jobar.

Tiene golpes la Leo. Como cuando está viendo los toros por la televisión y entonces salta con que quiere ir a verlos. Ya mismo. Se incorpora. Aunque la corrida esté empezada y sea en Sevilla. Venga, Gonzalo, que llegamos al segundo toro

En un hogar donde la mujer le dejaba preparada hasta la muda al esposo, el cambio de papeles fue un giro copernicano.

Gonzalo pendiente de las medicinas.

Gonzalo pendiente de las visitas al especialista.

Gonzalo pendiente de un gesto.

Gonzalo pendiente de un hilo.

Ya poco importa cómo vaya la cosecha o si el hielo ha echado a perder el cereal. Le importa la Leo. Nada más que la Leo.

Y la levanta como puede y la lleva hasta la ducha. Y se mete con ella para lavarla bien. Y con esas manos callosas de labrador enjabona y aclara el mundo. Y le peina el pelo negro a la Leo. Y le echa colonia para que huela como la tierra recién mojada. Y le pone la rodillera y los pañales. Y le sube las medias y ya la tiene toda vestida. Y le da un besote al levantarse y otro al acostarse, explica, porque es muy besucón, le van a perdonar. Y tiene que desayunar deprisa porque esta mujer —hay que joderse, sonríe— se come ella sola la bolsa entera de magdalenas si se descuida uno…

No sabe. Parece que no sabe Gonzalo andar sin la Leo. Una vez se lo llevó su yerno desde Pastrana hasta el Vicente Calderón para ver al Aleti en un viaje liberador: «Anda, vente, y así te olvidas un rato». Y hasta habrían parecido los dos Thelma y Louise, si no fuera por que Gonzalo es más bien calvo y Ramón es un hombre de cuarenta y tantos…

El Calderón lleno. El árbitro que pita. El yerno. Un suegro con gorra a cuadros.

Había un disparo y un «uyyyy». Y Gonzalo miraba al campo pero no a ese que tenía delante.

—¿Qué estará haciendo ahora la Leo?

Estaba el descanso y había un restallar de papel plata y de bocatas de jamón.

—Voy a llamar a ver qué hace la Leo.

Corría el minuto 74 y llegaba el gol del empate con el linier a uvas.

—¿Y con que andará la Leo?

«Mis hermanos, Miguel Ángel, Gonzalo, Tina y yo nos repartimos los fines de semana. Hay una chica que se ocupa de las cosas de la casa a diario. Miguel Ángel va tres noches a dormir y cena con ellos. Todas las tardes baja a verlos después de andar faenando por el campo y les distrae un poco. Pero para mi madre su guía es nuestro padre. Si no está, anda como descolocada. Recuerdo un día en que mi marido, su yerno, se iba a un pueblo de al lado a hacer unos recados. Se iba a llevar a mi padre, para que se distrajera, el hombre. Mamá le miró muy asustada y se puso a llorar, como un bebé. Y a decirle: “No me dejes, Gonzalo, no me dejes”. Mi padre se acercó, se sentó a su lado. Le echó el brazo por la espalda. Bajito le estuvo explicando».

La vida es un espejo deformante, un caleidoscopio de figuras cambiantes, un juego de sombras chinescas.

A Teresa la confunde a veces con su hermana Emilia, que también tiene alzheimer.

—Emilia [a su hija Teresa], anda, ven un momento.

—¿Qué quieres, mamá?

(Porque ella le contesta mamá… para que sepa quién es).

Al marido le confunde en ocasiones con su difunto padre, Lorenzo.

—¿Cuándo nos vamos a casa, padre?

—Espera un momento, mujer.

(Porque él la llama mujer… para que no olvide).

Hay días en que la moneda sale cara en vez de cruz y la Leo le dice al esposo lo rebién que está con él, que con quién mejor, amos anda, que la perdone porque le está dando mucha guerra, y se acuerda de cuando jugaban al chito y vivir era una ginkana.

Hay noches en que la moneda sale cruz en vez de cara y la Leo no deja a Gonzalo meterse en la cama de matrimonio, cosas que tiene, ya ven. Noches en que la mujer le dice que él es muy malo con ella, y que en esa cama no se mete él, por sus muertos que no se mete.

Y a Gonzalo no le importa, porque está enferma la Leo, vaya, si lo sabrá él.

Y se va al sofá con una manta y se conforma.

Y si cuando lo cuenta se rasca la calva bajo la gorra y saca un pañuelo de tela de los que le bordaba la Leo es porque se le ha debido de meter algo en el ojo, quia, no me vaya yo a creer.

—Cuénteme cosas que le gusten a ella.

—Le gusta que la achuche. Que le haga caricias. Que salgamos aunque sea a dar un par de vueltas a la manzana. Le gusta que le ponga una Fanta de limón con aperitivo. Le gusta que la rasque.

En el tobogán de los ochenta, hasta una bajada suave da respeto. El futuro asoma con su almena de dientes. Los pesimistas dicen que es un lobo. Los optimistas, que es por fin la paz de una sonrisa.

A la espera de que haya una vacante, ya tienen concedida una plaza en una residencia pública subvencionada del pueblo, donde se hacen cargo del paciente a cambio de la mitad de su pensión. A ver cómo se lo cuentan a la Leo cuando llegue el momento. A ver cómo se lo cuentan, si todo es mirar para Gonzalo, si todo es ponerle esos ojos de caramelo al marido, si todo es llamarle Lorenzo o padre.

«Mi padre tiene una edad para que lo cuiden a él y no para estar cuidando. La doctora nos lo ha dicho: hay que pensar también en papá. Podrá ir a verla todas las tardes, estar con ella, pero con mi madre en la residencia podrá descansar, salir, tener vida todos estos años que tiene por delante».

Una hija aprende cosas importantes. Por ejemplo, una hija aprende cosas importantes como que padre no era un agricultor más, un jubilado a mesa puesta, sino un hombre de una talla increíble, como cuando de cría, con cinco años, lo mirabas hacia arriba y lo veías enorme de grande. Así es papá: enorme de grande. Una aprende que los señores mayores de pueblo hacen el embozo de la cama solo regular y que hacen lo que pueden con la salsa de las albóndigas.

«Muchas veces pasa que no valoramos lo que tenemos. Solo cuando no lo tienes, te das cuenta de lo que tenías. Echo en falta a mi madre. Ahora no tengo una madre para pedirle consejo o ayuda», concluye Teresa. «Por eso creo que hay que vivir intensamente. Aprovechar el tiempo. Desde que te levantas. Eso es lo que te enseña el alzheimer».

No hay centros de día en este pueblo ni en los de alrededor. No hay dinero para cuatro cuidadores a sueldo en esta casa. No hay chófer con gorra de plato. No hay terapeutas ni gaitas.

Está Gonzalo y sus setenta y siete años. Los hijos con la cosechadora, donde el cereal. Los caminos de tierra. Y el incombustible Galloper del esposo.

Arrancan y se van tras ellos.

Se paran en el sendero, sin bajarse del coche. La cosechadora de los hijos avanza cincuenta metros y el coche avanza en paralelo otros cincuenta. La cosechadora para diez minutos y el coche para otros diez. La cosechadora alcanza la linde y el coche hace lo propio.

Todo el tiempo, la mujer mirará a los hijos desde la ventana. Como buscando. Como buscándose.

—¿Qué hora es, Gonzalo?

—Las siete, Leo.