Capítulo 11

Fátima sudaba y los loros graznaban. Una criada vertía agua caliente de un aguamanil a una jofaina de porcelana. La mujer se concentró en el vapor que emanaba del cuenco y se fundía con el diseño en arabescos turquesas del aguamanil.

—Cuac —gritó Ismael.

—Basta —suplicó Fátima, agarrándose a las sábanas húmedas—. Callaos o marchaos.

—Respira —dijo Elías—. Concéntrate en la respiración.

—Me duele mucho.

Elías empezó a emitir fuertes jadeos que seguían una cadencia militar.

El resto de loros le imitó enseguida.

—Inhala —dijo Job—. Exhala.

Y la respiración de Fátima se ajustó a la del loro Job.

Ella volvió a gritar.

—Me duele la espalda.

—Date la vuelta —dijo Isaac—. Te aliviaré la presión.

Frenética y despeinada, la ayudante de la comadrona entró a trompicones en la estancia. Se paró ante la visión de Fátima a cuatro patas, con tres loros que caminaban por la parte baja de su espalda y otros cinco que respiraban al unísono.

—Mi señora pregunta si puedes retrasarlo un poco —dijo la ayudante—. El hijo del emir está a punto de nacer y el parto se presenta complicado. Mi señora no puede venir ahora.

A pesar del dolor y de la incomodidad, Fátima tuvo ganas de reírse.

—¿Retrasarlo? ¿Acaso el día puede retrasar la llegada de la noche? Dile a tu señora que no hace falta que se preocupe por mí.

La ayudante salió corriendo. Los loros contemplaron angustiados a Fátima. Ésta miró de reojo a la criada, que seguía allí, y le dijo:

—Márchate. No te necesitamos.

El rostro de Fátima se contrajo por el dolor.

—¿No sería mejor que volvieras a nuestro mundo? —preguntó Adán—. Este palacio de fornicadores no es un buen lugar para dar a luz.

La ayudante reapareció en el cuarto.

—Mi señora me ha dicho que me ocupe de tu parto.

—No, imbécil —gritó Fátima—. Soy yo quien se va a ocupar de parir a mi hijo.

Los dos llantos resonaron a la vez. La comadrona cortó el cordón del hijo del emir en el mismo instante en que su ayudante hacía lo propio en la estancia contigua.

—Es un varón —anunció la ayudante de la comadrona.

—Lo sé —replicó Fátima.

—Es un varón —anunció la comadrona.

—Es oscuro —dijo el emir.

—Seguramente la piel se le aclarará en cuanto lo lavemos.

La comadrona puso al bebé en brazos de una criada, que lo llevó a la ayudante para que lo bañara.

La criada y la ayudante abrieron las puertas al mismo tiempo, cada una con su sollozante hatillo en los brazos. Cruzaron el pasillo para dirigirse a los baños. Los bebés se calmaron en cuanto estuvieron uno al lado del otro. La ayudante los lavó con un poco de jabón y agua, y les frotó el cuerpo con aceite de oliva y lavanda. Fue a por las toallas para envolverlos y se paró a medio camino, atónita ante la visión de ambos bebés. Llevaba dos años trabajando como ayudante de la comadrona y había visto nacer a muchos niños, pero no recordaba haber tenido ante los ojos nunca nada como aquel par de bebés. Uno poseía una belleza sin igual: su cabello era del color del fuego amarillo, de los campos de trigo bañados por el sol; tenía una piel blanca como el calcio y unos rasgos diminutos y perfectos. El otro no podía ser más feo: su cabello era del color del hollín y su piel era aún más oscura; tenía las orejas grandes, la nariz grande, la boca grande, los ojos saltones… Era un horrendo ejemplar humano.

La ayudante envolvió a ambos niños, entregó al más pálido a la criada y salió con el oscuro en brazos.

—Aquí está tu hijo —dijo la ayudante—. Se le ve muy sano.

—Éste no es tu hijo —dijo Ismael.

—Sí que lo es —replicó Fátima—. Ambos niños lo son.

Y besó al bebé en la frente.

Al emir se le iluminó el semblante cuando vio a su pálido heredero. Su esposa extendió ambos brazos para coger al bebé.

—Es tan bello, esposo mío. El niño más perfecto.

—Sí, y todo es gracias a mí. Mi mágico relato de Baybars ha funcionado y me encantará regalar sus oídos con el resto de la historia.

El emir se inclinó hacia su esposa y su hijo.

—No cabe duda de que es un hijo digno —dijo él—. Brillante como la luz del día, glorioso como el sol, en cuyo honor le impondré su nombre. Bienvenido al mundo que pronto será tuyo, Shams.

En la otra habitación el diablillo Ismael sostenía en brazos al bebé.

—¿Cómo te llamarás?

Besó al niño y se lo pasó a Isaac, quien dijo:

—Bienvenido, señor.

Y también le dio otro beso.

—En la oscuridad y en la luz —dijo Ezra.

—En la devoción y la veleidad —dijo Jacob.

—En las tinieblas y la claridad —dijo Job.

—En el sol y en la lluvia —dijo Noé.

—En la melancolía y en la pasión —dijo Elías.

—En la abundancia y la escasez —dijo Adán—. Te seguiremos y estaremos a tu lado.

—Somos una familia —dijo Isaac.

Y Fátima susurró al oído de su niño:

—Hermoso como un ónix, oscuro como la noche más negra, en su honor te impondré su nombre. Bienvenido al que siempre ha sido tu mundo, Layl.

—Levántate, hijo —dijo Ismael—, y saluda a los tuyos. Y Layl abrió los ojos al mismo que tiempo que, en la alcoba, del emir, Shams abría los suyos.

El juez del rey, Arbusto, envió una carta a Jodr al-Bohairi, en Giza.

«Mi querido amigo, deseo informarte de la aparición de un favorito del rey, un detestable esclavo que se mueve bajo el condenado nombre de Baybars, a quien el rey ha confiado poder y honores. Te pido, hijo mío, que me ayudes a desembarazarme del usurpador y a liberar al pueblo del gobierno de este esclavo. Envía a tus árabes a que causen problemas, a que asalten a la gente de Giza, a que roben a los viajeros y causen estragos en tu zona. Siguiendo mi consejo, el rey enviará al esclavo a que controle la situación y podrás matarle en cuanto llegue. Como recompensa, te recomendaré para ocupar el cargo de alcalde de Giza.»

Después de leer la misiva, ante los ojos de Jodr al-Bohairi se apareció un brillante futuro.

Aquella noche él y sus hombres tendieron una emboscada al alcalde de Giza y lo mataron. En menos de dos semanas llegaban hasta el rey noticias del caos y la inseguridad que reinaban en Giza: un alcalde asesinado, soldados muertos, recaudadores de impuestos atracados, mercaderes robados.

—El único hombre capaz de purificar Giza y exorcizar su mal es el hombre que purificó El Cairo. Su alcalde, el príncipe Baybars —sentenció Arbusto.

El juez supremo de Giza gritó:

—Ayudadme, príncipe Baybars. Jodr al-Bohairi ha secuestrado a mi virginal hija con la intención de venderla. En Giza no tenemos héroes que puedan enfrentarse a él, si no sois vos. Nadie ha podido dar con el criminal ni con su guarida.

—No puedo rescatarla ni matar a Jodr al-Bohairi si no sé dónde se encuentran —replicó Baybars.

—¡Ah, mi pobre hija! —sollozó el juez supremo—. ¡Si no te encontramos esta noche tu vida no valdrá nada!

—Daremos con ella esta misma noche —dijo Othman.

—Antes de que amanezca —añadió Harhash.

Ésta es una historia oriunda de las tribus de beduinos de Arabia. Prestad atención:

Hubo una vez un beduino sabio e importante que se llevó consigo a su hijo al mercado de camellos. Mientras el hombre regateaba con un comerciante el chico fue secuestrado. A pesar de que el beduino lo buscó por todas partes, no consiguió hallar a su hijo. Contrató a un voceador, que recorrió el mercado gritando: «Mi patrón pagará cien reales a quien devuelva sano y salvo a su hijo». En el corazón del secuestrador floreció la avaricia, aunque decidió esperar a que subiera la recompensa. Pero al día siguiente el voceador gritó: «Mi patrón pagará cincuenta reales a quien le devuelva a su hijo sano y salvo». El secuestrador se dijo que debía tratarse de un error. Al tercer día, la proclama decía: «Mi patrón pagará diez reales a quien le devuelva a su hijo sano y salvo». El secuestrador se apresuró a devolver al chico y a reclamar la recompensa. Preguntó al beduino a qué obedecía aquella drástica reducción de la recompensa y el padre le dijo: «El primer día mi hijo estaba asustado y rechazó tu comida. El segundo día comió algo de lo que le diste para mitigar su hambre. El tercer día es probable que él mismo pidiera la comida. El primer día mi hijo conservaba su honor y su orgullo, y en el segundo el hambre terminó con su honor. Llegado el tercer día, cuando rogó con humildad a su captor para que le diera de comer, su orgullo se había perdido y, por tanto, su valor también había mermado».

Cuando la luna emergió en los cielos de Giza, Othman y Harhash habían registrado ya ocho casas, irrumpido en cinco tiendas y aliviado a un mercader de un buen puñado de monedas mientras regresaba a casa escoltado por una pareja de guardias incompetentes. Depositaron el botín en manos del juez y volvieron a poner manos a la obra. A medianoche habían asaltado tres comercios más, entre ellos una bodega, donde colgaron del techo por los tobillos al propietario.

—Esto es ridículo —dijo Othman—. Son unos inútiles.

—Ellos son unos chapuceros —convino Harhash—. Y nosotros demasiado listos. Estoy perdiendo el interés.

Y Othman dijo:

—Las mujeres. Las mujeres nos van a dar más guerra.

Asaltaron un burdel. Entraron por la ventana, eludiendo el bullicioso salón principal, y subieron por la escalera de atrás. Mujeres medio desnudas armadas con cimitarras y dagas los aguardaban en uno de los cuartos del piso de arriba.

—La mayoría de los hombres entran por delante —dijo la cabecilla.

—Pero eso no siempre resulta satisfactorio —repuso Othman—. Por fin somos prisioneros. Estamos totalmente indefensos a vuestra merced.

—Las noticias de vuestras hazañas de esta noche os han precedido —dijo ella—. La verdad es que no esperaba que fuerais solo dos.

—Somos ambidextros —dijo Harhash.

—Y el doble de listos —dijo ella—. Aun así, debo representar el papel que me ha sido asignado en este drama y llevaros en presencia de Jodr al-Bohairi. Venid a vernos cuando hayáis terminado con ese idiota. Estoy segura de que podremos llegar a acuerdos muy beneficiosos para todos.

Jodr andaba a grandes zancadas y hablaba con voz atronadora.

—Debería cortaros la cabeza ahora mismo. ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi ciudad sin permiso? ¿Qué os ha hecho pensar que podíais robarme?

—Supusimos que nadie gobernaba la ciudad desde la muerte del alcalde —dijo Othman—. Acabamos de llegar de El Cairo, y de haber sabido que eras el jefe habríamos venido enseguida a presentarte nuestros respetos.

—¿Sois de El Cairo? —preguntó Jodr al-Bohairi—. ¡Qué suerte! ¿Conocéis acaso a un esclavo que se hace llamar Baybars?

—Por supuesto —manifestó Othman—. No es más que un muchacho. Le he robado la paga varias veces y a pesar de ello sigue confiando en mí. Si lo deseas puedo entregártelo en menos de una hora.

—Qué coincidencia más afortunada —dijo Jodr al-Bohairi—. Traedme al chico.

Othman y Harhash regresaron a la guarida acompañados de Baybars, los africanos y los uzbecos. El combate apenas duró unos minutos. Los guerreros mataron a cuarenta y tres bandidos, pero dejaron con vida a Jodr al-Bohairi durante un breve espacio de tiempo.

—¿Dónde tienes retenida a la hija del juez supremo? —preguntó Baybars.

El jefe de los bandoleros señaló hacia la puerta, y Harhash sacó a la chica, indemne.

—Debes pagar por los malvados crímenes que has cometido —sentenció Baybars, y le cortó la cabeza al bandido.

Al día siguiente Baybars puso a la joven en brazos de su padre y el juez devolvió todos los bienes robados a sus legítimos dueños. Y se celebraron tan heroicas gestas.

Fátima había recuperado las fuerzas. Se levantó de la cama, cogió a su bebé y fue a ver al emir y a su esposa. Las doce hijas del emir se apartaron para que pudiera ver a su prístino hermano, un niño que no desentonaba con la célebre belleza de la familia.

—Estás divina —dijo el emir a Fátima—, como si volvieras de los baños, como sí nunca hubieras estado encinta.

Su esposa, fatigada, despeinada y dolorida, preguntó:

—¿Cómo has perdido tanto peso en cuestión de horas? —Se sentía torpe por envidiar el aspecto de una inferior.

—Nunca podremos agradecerte lo suficiente nuestra buena fortuna —dijo el emir—, y por ello justo es que recibas una fortuna parecida. Eres desde ahora una mujer libre. Deja que tu hijo se críe con el mío. Recibirá la misma educación y las mismas oportunidades. Y lo que es más importante, contaré a ambos la gran historia del rey Baybars.

—Fátima, querida —dijo la esposa del emir—, muéstranos a tu hijo.

Fátima mostró a su hijo. Un gemido de consternación escapó de los labios de todos los presentes.

—Es tan…, oh… —dijo la esposa del emir—. Oscuro. Sí, oscuro. Qué color tan interesante. Deja que lo vea. Deja que lo ponga al lado del otro guerrero. ¿Cómo le has llamado?

—Su nombre es Layl —dijo Fátima.

La esposa del emir sostuvo a Shams recostado en su brazo derecho y a Layl en el izquierdo. Los dos niños se miraron.

—Asegurémonos de que sean amigos para siempre.

—Shams y Layl —dijo el emir—. Dos nombres gloriosos. ¡Qué chicos tan fuertes!

La esposa del emir era incapaz de producir leche mientras que los pechos de Fátima se habían hinchado hasta un extremo ridículo.

—Puedo alimentarlos a ambos —dijo Fátima. Los diablillos contemplaron la dulce escena. Shams mamaba del pecho derecho y Layl del izquierdo.

Cuando los partidarios empezaron a desfilar por palacio, la esposa del emir intentó separar a su bebé de Layl, pero el principito rompía a llorar en cuanto perdía de vista el rostro oscuro de su compañero.

—Vos me conocéis —dijo la esposa del emir a su marido—. No soy una mujer con prejuicios. No me importa que Shams tenga como compañero de juegos al hijo de una criada. Pero el niño es tan repulsivo… Reyes y emires, sultanes y señores hacen cola para presentar sus respetos a mi hijo. No puedo mostrarle a sus iguales en compañía de ese monstruo. Es superior a mí.

—Oh, querida —replicó su marido—. Me encanta que seas tan sensible. No tengas miedo. Todo el mundo adivinará que el feo es el hijo de la esclava. Y a nuestro hijo le dará un poco de caché el hecho de tener un criado a una edad tan temprana. Esos niños se harán un bien mutuo.

En una mañana gloriosa y despejada, en el gran salón de palacio, toda la realeza, todos los sabios, jueces y poetas, felicitaron al emir y a su esposa por la llegada del heredero. Ofrecieron regalos al recién nacido: oro y plata, espadas y lanzas, coronas y joyas, sándalo y almizcle, incienso y mirra. El bebé del emir no hizo el menor caso a quienes le agasajaban ni a sus regalos, ya que sólo tenía ojos para Layl.

—Que Dios sea loado —dijeron los reyes—. Ha llegado nuestro señor.

—¡Qué niño tan hermoso! —exclamaron las reinas—. ¡Y qué loros tan simpáticos y coloridos! ¿De dónde los habéis sacado?

Por la noche los loros se transformaron en diablillos y arroparon a la familia —Fátima, Afreet-Yehanam, Shams y Layl— mientras los reyes, reinas, señores y bestias del inframundo venían a presentar sus respetos. El yinn de los siete círculos, los gondoleros de los ríos de la muerte, las sirenas, las arpías, y todos los demonios y diablos se postraron ante Layl. Del suelo surgió una columna de ébano; se elevó por los aires hasta convertirse en un yinn gigantesco que portaba dos cofres sobre sus anchos hombros. El yinn abrió el primero, el cofre de alcanfor, y mostró su interior al oscuro príncipe: venía lleno de oro, piedras preciosas y de incienso; del segundo salió la maravillosa esposa humana del yinn, resplandeciente como el sol, que se arrodilló y, de un bolso que colgaba entre sus cremosos senos, extrajo un anillo y lo dejó en la ropa de cuna del bebé. Ella habló en un susurro muy leve para que su marido no alcanzara a oírla:

—Es uno de los quinientos setenta y dos anillos que poseo, pero es mi favorito porque perteneció a Shahzaman, el mejor de todos los amantes. No me olvides cuando crezcas.

Afreet-Yehanam sostuvo a Layl en brazos para que todos le vieran y la multitud allí congregada exhaló un suspiro de adoración.

—Qué niño tan bello —cantaron los diablillos.

Escorpiones surgidos de todos los rincones cayeron sobre los bebés y los picaron una y otra vez, ante la hilaridad de los niños. Detrás de los escorpiones vinieron las serpientes y luego un enjambre de mosquitos que les sembró la piel de picaduras. Al final, Fátima sostuvo a un niño en cada brazo y el silencio se apoderó de los habitantes del inframundo. Los ocho diablillos estaban radiantes.

—Creo que estos niños tienen hambre —dijo Fátima—. Gracias por vuestros regalos.

Como si la oyera, Layl se pellizcó los labios y Shams le imitó. Layl abrió la boca sin dientes y bostezó. Cuando abría la boca, ésta era tan grande que casi le invadía toda la cara. Fue abriéndola más aún, y emitió un maullido que creció de volumen hasta convertirse en un aullido intenso y creciente, inimitable para cualquier humano. Shams se unió a él, en el mismo tono y la misma intensidad. Fátima miró a su alrededor. Isaac e Ismael habían comenzado a aullar, al igual que Noé, Job y Adán. Afreet-Yehanam gruñía con más potencia si cabe. Todos los diablos, todos los demonios aullaron en una sola voz y se pararon al mismo tiempo. Silencio.

Layl y Shams dormían.

—Ha llegado nuestro señor —gritaron los demonios—. Aquí empieza nuestra historia.

Harhash se acercó a Baybars y le dijo:

—Príncipe mío, ya sabes que no poseo familia que hable en mi nombre. He dedicado la vida a tu servicio y te considero mi hermano. Deseo casarme con la hija del juez supremo. Es una belleza y su virginidad se ha mantenido intacta. Me sentiría muy honrado si hablaras con su padre y le comunicaras mis intenciones.

Baybars accedió. Se reunió con el juez supremo y pidió la mano de su hija para su amigo.

—Será un honor —dijo el juez supremo.

Y el asunto quedó acordado. La comitiva regresó a El Cairo; un exultante Harhash cabalgaba con su encantadora y flamante esposa. Othman sintió celos.

—También yo quiero casarme con una virgen —confesó a Baybars—. También yo deseo ser feliz.

—Y yo quiero que lo seas —repuso Baybars—. Haz que tu madre te busque una esposa. Ella es tu familia.

Cuando llegaron a El Cairo, Othman pidió a su madre que le encontrara una esposa y ésta accedió. Se puso la túnica y se dirigió al maqâm de la Virgen de Zainab. Entró en la capilla, se arrodilló y suplicó a la Virgen que la guiara a la hora de seleccionar a la novia perfecta para su hijo pródigo. Al abrir los ojos vio que, no muy lejos, había arrodillada una joven de exquisita belleza. La madre de Othman se frotó los ojos, ya que al principio pensó que aquella devota que estaba de rodillas era una aparición de la propia Virgen, pero no era así. La chica rezaba; su entrega confería a su rostro un aspecto angelical.

—¿Cómo te llamas, hija mía? —preguntó la madre de Othman. La joven le respondió que se llamaba Layla—. La noche, en cuyo honor llevas su nombre, debe esforzarse por competir con tu belleza. Dime a qué familia perteneces, te lo ruego, ya que deseo pedir tu mano para mi hijo.

—No tengo más familia que mi hermano —explicó Layla—, y él es el juez supremo de Giza.

Othman corrió a ver a Baybars.

—Mi madre me ha encontrado una esposa. No es otra que la hermana del juez supremo. ¿Hablarás por favor en mi nombre como hiciste en el de Harhash?

Baybars accedió de todo corazón y escribió una carta al juez supremo en la que le comunicaba la feliz noticia y le pedía la mano de su hermana para Othman. La respuesta del juez supremo decía así: «No puedo negaros deseo alguno, señor. Aceptaré gustoso la petición de mano de vuestro amigo. Sin embargo no sé nada de mi hermana menor desde hace años. ¿Estáis seguro de que es digna de un hombre tan honorable? ¿No preferiría él contraer matrimonio con una mujer más entregada a nuestra fe?».

Baybars leyó la misiva a Othman.

—¿Más entregada? —gritó éste, furioso—. Mi futura esposa estaba rezando en el sepulcro de la Virgen de Zainab. La Virgen la escogió para mí. Mi esposa es una mujer de fe, devota. Escríbele y díselo.

La siguiente carta del juez supremo contenía sólo dos palabras:

«¿Mi hermana?»

La boda de Othman duró tres días, y a ella asistieron el rey Salen y toda la corte. Baybars organizó un banquete que eclipsaba cualquier otro en honor de su amigo, e incluso los africanos y los uzbecos lo celebraron y felicitaron a su compañero de fatigas. Por fin, cuando llegó la noche de bodas, la pareja se despidió de la bulliciosa fiesta y se retiró a sus aposentos.

—Muéstrate ante mí. —Othman había hincado la rodilla en el suelo, ante su esposa—. Revela tu belleza, vida mía.

Layla se quitó el velo nupcial y el embelesado Othman lloró de emoción.

—Aunque dedicara a la oración todos los segundos que me quedan de vida no podría demostrar toda la gratitud que me embarga. Ni mi vida sería suficiente ofrenda. Eres el ser más hermoso que he tenido ocasión de contemplar a lo largo de mi miserable vida. Debo postrarme con humildad ante tus encantos.

—Y tú, marido mío, posees el don de la elocuencia —dijo Layla—. Ven.

Le atrajo hacia sí y le besó con una pasión que le sorprendió. Lo desnudó mientras él se esforzaba por deshacer los nudos de su atavío. Lo acostó en la cama, con la cabeza sobre la almohada, y siguió besándole. Él intentó despojarla de la túnica.

—Relájate —susurró ella desde arriba. No tardó en descender sobre él. El grito de éxtasis de Othman se mezcló con las risas que llegaban del banquete—. Eres mi marido —dijo ella—. Mío.

Y le acarició y pellizcó en lugares que él ni siquiera sabía que existían. Sus gritos expresaban ahora gozo y dolor a la vez.

—Espera —balbuceó él, pero ella no lo hizo—. No —gritó él, aunque sin decirlo en serio—. Pero… —farfulló Othman por fin—, ¡no eres virgen!

El rostro de Layla se tiñó de sorpresa.

—Nunca he presumido de serlo.

—No —dijo él—. No. No puede ser. La Virgen de Zainab te escogió para mí.

—¿Y qué?

—Sólo los fieles rezan en el sepulcro.

—No seas idiota —dijo ella—. Llevo toda la vida rezando. ¿Qué tiene que ver la virginidad con eso? ¿No te acuerdas de mí? —Ella se levantó la manga izquierda y le mostró la marca del hierro candente—. Creía que por esto te habías casado conmigo.

—Oh, no —gimió él—. ¿Qué clase de paloma eras?

—Lujuriosa —dijo ella, ofendida—. Por favor.

—Mi vida está acabada. Seré el hazmerreír de todos los hombres de Egipto.

—Lo que serás es la envidia de todos los hombres de Egipto.

—Se daba por supuesto que mi esposa debía ser virgen.

—También se daba por supuesto que tú no lo eras.

—No se lo digas a nadie —susurró él.

—Eres mi marido —dijo ella—. Tu deshonra es mi deshonra, y viceversa. Nunca te traicionaré ni tú me traicionarás a mí. Compartimos el mismo honor.

Othman se tapó los ojos.

—Esto es un castigo por todas las fechorías que he cometido.

—¿Un castigo? —preguntó Layla, asombrada—. ¿Consideras que tenerme como esposa es un castigo? Sigue pensándolo y te enseñaré lo que es un castigo de verdad. Si se te vuelve a ocurrir que no soy tu compañera ideal, aunque sólo sea por un instante, convertiré tu vida en una pesadilla. Creerás que te hallas en el séptimo círculo del infierno, casado con Afreet-Yehanam. ¡Un castigo! Soy Layla, tu esposa ideal, tu amor perfecto. Ensaya esas palabras durante cada segundo de tu vida. La Virgen de Zainab te ofreció a mí. Ella nunca se equivoca. Eres el hombre perfecto para mí.

—Pero tú no eres lo que yo había pedido —protestó Othman.

—¿Lo que habías pedido? ¿Se te ha pasado por la cabeza que la Virgen respondía a mis plegarias y no a las tuyas? Yo no pedí un marido. Recé para que se me concediera un compañero, un amigo, alguien con quien compartir la alegría. Había abandonado mi profesión y estaba aburrida. Pedí a la Virgen de Zainab que me mostrara a un amigo capaz de hacerme reír, de contarme historias, de proporcionarme una vida de aventuras. Y ella apareció ante mis ojos y me dijo: «Escúchame, hija mía. Me has servido bien y me has proporcionado felicidad. Te recompensaré con un marido ideal. Él sirve a Dios desde antes de dedicarme sus votos. Es un truhán que ha conseguido llevar una sonrisa al rostro de Dios. Si tu futuro marido es capaz de quitarle el polvo al corazón del Señor, no me cabe duda de que logrará que el tuyo brille eternamente».

—¿Eso dijo?

—Tu madre se me acercó justo cuando la Virgen terminaba el discurso. Eres la respuesta a mis plegarias. Ignoro si yo soy la respuesta a las tuyas, pero te conviene creer que así es, porque mis plegarias exigen que me ames y me hagas feliz, y así será.

En la cara de Othman fue formándose, despacio, una sonrisa, pero luego volvió a fruncir el ceño.

—¿Cómo puedo enfrentarme a la mañana con unas sábanas limpias? —preguntó él.

—¡Qué infantil eres! —manifestó ella, mientras cerraba los ojos y emitía un suspiro de exasperación—. Tienes mucho que aprender.

Ella le cogió la mano izquierda. La besó, cogió su daga y la sostuvo ante él.

—Quieren ver la sangre de una virgen, ¿no? Pues se lo concederemos.

Él asintió, dándole su permiso. Ella le hizo un corte poco profundo en la muñeca. Le besó.

—Sangra por mí, marido mío. —Volvió a besarle—. Te marco ahora igual que tú me marcaste.

La esposa del emir estaba furiosa. Uno tras otro fue estampando contra la pared todos los objetos de vidrio de la estancia, mientras el emir intentaba apaciguarla.

—Cálmate, querida —decía el emir—. No te estás comportando de una forma racional.

—¿Racional? —chilló su esposa—. ¿Esperáis que sea racional en algo que concierne a mi hijo? Llamó mamá a esa mujer. Sus primeras palabras, y se las dirigió a ella en lugar de a mí. Mi hijo cree que esa criada es su madre. No lo toleraré.

—No te agobies, querida. Es algo temporal. ¿Acaso crees que nuestro hijo, o cualquier otra persona, podría pensar que él, una criatura divina, desciende de una esclava? Lo que pasa es que ella pasa mucho tiempo con él. Ten paciencia. Él pronto empezará a entender cómo funciona el mundo y cuál es el sitio de los criados.

—Ni sus hermanas pueden jugar con él. Se pone a bramar en cuanto una de ellas se le acerca. Prefiere jugar con esos malditos loros. ¡Voy a desplumar a esos bichos uno por uno!

—Todavía no, querida. Has intentado ya separarlos, ¿y con qué resultado?

—Fue a gatas hasta esa mujer y su hijo, y no paró de llorar a pleno pulmón hasta estar con ellos.

—Y no hay quien retenga a ese diablillo —dijo el emir—. Mi hijo ha salido a mí: es fuerte y terco.

—Envenenaré a esa zorra desgraciada y contemplaré cómo muere. Usaré un veneno que cause una muerte lenta y dolorosa… Veré cómo el sufrimiento se le escapa por los poros.

—No, querida. Espera un año más, hasta que Shams sea más independiente. Luego envenénala.

—¿Desplumarme? —chilló Job—. Le arrancaré los ojos.

Shams gateaba detrás de Layl por la alfombra, con la cabeza casi pegada al trasero del otro.

—Uno por uno —dijo Jacob—. Eso dijo: los desplumaré uno por uno.

Fátima descansaba tendida en el diván, con la cabeza hundida entre tres blandos cojines rellenos de plumas de avestruz.

—Atended, atended —dijo Ismael—. Ésa no fue la mejor parte de la pataleta.

—Tiene intención de envenenar a Fátima —dijo Isaac.

La carcajada de Fátima quedó sofocada por los cojines. Los ocho loros graznaron de risa. Job se rio tanto que se cayó del respaldo al suelo y se quedó con las patas en el aire y las plumas temblando de hilaridad. Aquella alegre algarabía sorprendió y divirtió a los gemelos. Miraron a su alrededor y se unieron al jolgorio.

—Me libraré de ella —dijo Ezra—. La transportaré a otro dominio.

—No hace falta —dijo Adán—. Un áspid visitará su agujero fornicador esta misma noche. ¿No habla de venenos? Pues eso tendrá.

—No haréis nada de eso —ordenó Fátima—. Esa mujer es la madre de mi hijo.

El rey Saleh estaba sentado en su trono, en el salón real, cuando llegó un mensajero que portaba una misiva del alcalde de Alepo al líder del mundo musulmán:

«Salvadnos, majestad. El malvado rey Halawoon ha reclutado a un ejército que, en el momento de escribir estas líneas, asedia las murallas de nuestra ciudad a corta distancia. Halawoon y su ejército de adoradores del fuego debe ser destruido. Convocad a vuestros ejércitos y conseguid que la verdadera fe se alce victoriosa una vez más».

Y Arbusto dijo:

—Enviad al príncipe Baybars. Concededle un ejército formado por cincuenta esclavos. Con la ayuda de Dios, sus espadas vencerán a Halawoon en un periquete y volverán a El Cairo en un par de semanas.

—¿Cincuenta esclavos? —preguntó el rey—. ¿Para combatir contra el ejército de Halawoon? ¿No es una locura?

—Bueno, en ese caso doblad el número. Estoy seguro de que un guerrero del calibre de Baybars podría destruir a Halawoon sólo con echarle el aliento. Pongamos a prueba a los nuevos esclavos. Han sido bien adiestrados y no les costará mucho despachar a un puñado de soldados infieles.

—Cierto. Pero ¿cuántos hombres forman ese puñado de infieles que lidera Halawoon?

—La carta no lo dice. Pero sinceramente dudo que puedan ser más de unos cientos o ya habrían invadido Alepo. Nuestro ejército de esclavos los masacrará y podremos mantener nuestras fuerzas militares en Egipto.

El rey meditó la propuesta y dijo:

—Cien esclavos no serán suficientes. Concede doscientos hombres a nuestro príncipe Baybars.

—Ciento cincuenta.

—Trato hecho —dijo el rey—. Ciento cincuenta. El príncipe Baybars y su ejército de esclavos liberarán Alepo y volverán a nuestro lado.

La esposa de Othman no cesaba de repetir:

—¿Estás seguro? —Othman asintió de nuevo—. ¿El rey quiere enviar a ciento cincuenta hombres para enfrentarse a un ejército? ¿Se ha vuelto loco?

—¿Quién sabe? —replicó Othman—. Cuando el príncipe Baybars le pidió más hombres, el rey adujo que no eran necesarios. El príncipe cree que podemos hacerlo. Estoy convocando a mi antigua banda, y lo mismo hace Harhash. Así conseguiremos unos setenta hombres más, aproximadamente.

—Avisaré a las palomas —dijo Layla.

—Ni hablar. Bastante me costará explicar a los hombres que mi desquiciada esposa quiere experimentar la aventura de la guerra. Sólo nos faltarían más mujeres.

El día en que estaba previsto partir, Baybars, los uzbecos y los tres guerreros africanos realizaron una ronda de inspección a caballo de las tropas de esclavos. Harhash y Othman se hallaban al frente de sus respectivos hombres. Los exbandoleros iban bien armados pero más que un ejército parecían un puñado de lunáticos harapientos. Los esclavos, en cambio, tenían un aspecto y un porte impecables. Baybars estaba satisfecho.

Decidió dividir el liderazgo de los esclavos entre los africanos y los uzbecos, pero uno de los guerreros esclavos comentó:

—Somos dos grupos de esclavos, señor, que llevan años entrenando por separado. Distribuir los hombres al azar tal vez no sea una buena idea.

El príncipe Baybars contempló al guerrero esclavo del rey y dijo:

—Nuestros caminos vuelven a encontrarse, amigo.

—Sí, mi señor —contestó Aydmur—. Nuestros destinos se cruzan una vez más. Éste es el grupo con el que me he adiestrado. Está formado por veinticinco circasianos, veinticinco georgianos y veinticinco azeríes. Nos trajeron aquí para convertirnos en la guardia del rey, pero se han olvidado de nosotros.

—Querido Aydmur, yo no te he olvidado nunca, ni a ti ni a la amabilidad que demostraste conmigo en los baños de Bursa. Sin tu ayuda tal vez seguiría siendo el esclavo de aquel persa. En cierto momento yo debí de formar parte de tu grupo.

—Mi señor, en nuestros corazones siempre seréis uno de los nuestros.

—¿Te consideras preparado para dirigir ambos grupos?

—Sería un honor para mí, señor —replicó Aydmur el azerí.

—Esto es una señal de buena suerte —proclamó el príncipe Baybars—. Aydmur, hermano, te pido que líderes el ejército de esclavos. Partamos.

—¿Quién es este hombre? —susurró Othman al oído de Harhash—. Me parece arrogante y pomposo.

—Pregúntale a tu mujer —dijo Harhash, reprimiendo las ganas de reír—. Conoce a todo el mundo.

Othman arremetió contra Harhash. Layla no pudo evitar una sonrisa.

El día de su segundo cumpleaños Fátima condujo a los gloriosos gemelos hasta el salón principal. La realeza de esas tierras se maravilló ante la exquisita belleza de Shams y se asombró al ver a los coloridos loros que volaban a su alrededor. La esposa del emir agarró a Shams y lo llevó al centro de la sala.

—Observad a mi hijo.

Los notables se alinearon para presentarle sus respetos. Uno por uno fueron haciendo una reverencia ante el heredero del emir y besaron su mano. Y el día de su segundo cumpleaños Shams realizó su primer milagro. Shams se sintió intrigado por el turbante de la séptima persona que aguardaba su turno, un príncipe llegado de tierras remotas. Cuando el hombre se postró ante él, Shams le quitó el turbante. Avergonzado, el príncipe intentó cubrirse la calva cabeza, pero Shams se mostró aún más intrigado por el cráneo. El niño lo tocó y el príncipe retrocedió de un salto a causa del dolor. La esposa del emir empezó a disculparse, aunque de repente el príncipe dejó de escucharla. Se palpó la cabeza, y allí estaba. El salón en pleno vio cómo una mata de pelo crecía en el cráneo de aquel príncipe que había llegado calvo.

Otro hombre se apresuró a colocarse el primero de la fila y se señaló su calva.

—Tocadme —gritó—. Tocadme.

Otro calvo lo imitó, y pronto fueron tres o cuatro. La cola se había deshecho. Una mujer se abrió paso gritando: «¿Puede curar los granos?». Otra sostenía a su hijo delante y chillaba: «¡Tiene labio leporino!».

La esposa del emir intentó retroceder pero no tenía escapatoria. La masa de notables la rodeaba por todas partes. Shams rompió a llorar.

—A todos os llegará el turno —suplicó la esposa del emir.

—No.

Fátima alzó la mano y el loro verde, Job, voló por encima del grupo. Alzó la mano por segunda vez, para evitar que el hermano de Job, Adán, se uniera a él. De repente los miembros de la realeza allí congregados empezaron a rascarse la piel con todas sus fuerzas. Los mosquitos se estaban dando un banquete de sangre azul. Elías descendió del techo y se llevó a Shams. En cuanto éste se reunió con Layl, en brazos de Fátima, los mosquitos se esfumaron.

—No tengáis miedo —dijo la esposa del emir, mientras se rascaba los brazos—. Quedaos, por favor. Ya se han ido los mosquitos y quemaremos salvia para asegurarnos de que no vuelven. No os vayáis. Mi hijo os curará a todos. Hará grandes milagros. Él es el elegido. Y yo soy su madre.

—Creo que ya hemos tenido bastantes emociones por un día.

Y, después de decir estas palabras, Fátima se llevó del salón a sus hijos y a sus loros.

Al-Awwar relinchó, se encabritó y aceleró el trote.

—Sí —dijo Baybars a su caballo—. Nos acercamos a casa.

Cuando el comandante Issa, el gobernador de Damasco, se enteró de la proximidad del ejército de esclavos, se vio obligado a reunir a sus tropas a la salida de la ciudad para saludar al nuevo líder del ejército real: el príncipe Baybars. Issa le presentó sus respetos como correspondía, pero en su corazón ardían las llamas del odio y de la envidia.

—¿Cuándo se espera la llegada del resto de las tropas? —preguntó el comandante.

Baybars respondió que no estaba previsto que acudieran más. La alegría se abrió un hueco en el corazón del comandante.

—Estoy muy impresionado. El rey debe de consideraros un gran guerrero, príncipe Baybars, si os ha asignado sólo unos cuantos soldados para combatir a los miles de hombres que componen las filas de Halawoon.

—Quizá, comandante, seréis tan generoso como para prestarnos la ayuda de vuestras tropas para derrotar a esos adoradores del fuego —dijo el príncipe Baybars.

El comandante Issa afirmó que nada le complacería más que satisfacer la petición del príncipe, pero que necesitaba a sus hombres para proteger la ciudad.

Sitt Latifah aguardaba la llegada de su querido hijo a las puertas de la ciudad. En cuanto sus ojos distinguieron al príncipe montado en su caballo de guerra, corrió a su encuentro. Baybars bajó del caballo, se arrodilló ante su madre y le besó la mano, en la que vio dos diminutas manchas atribuibles a la edad que no estaban allí cuando la besó por última vez. Ella le dio un beso en el pelo.

—Mirad —proclamó ella a los moradores de la ciudad—, éste es mi glorioso hijo, el gran guerrero Baybars. Mi hijo vuelve a casa al frente de un ejército, tal y como predije en sueños. Radiante como el sol.

Aquella noche Sitt Latifah ofreció un banquete a los hombres de Baybars.

—Hijo mío —dijo ella—, en mis sueños liderabas un ejército poderoso y vencías a Halawoon, el enemigo de Dios. Así está escrito. No pongo en duda la valía y el coraje de tus soldados, pero esperaba ver a un mayor número de hombres bajo tus órdenes.

El príncipe Baybars le explicó que el rey había considerado innecesario destinar más tropas a esa misión.

—Nada más lejos de mi intención que discrepar con los reyes —dijo Sitt Latifah—, pero me niego a enviar a mi hijo al frente falto de recursos. Convocaré a los arqueros. Vendrán de todos los rincones para satisfacer las deudas contraídas con nuestra familia. Dispondrás de un millar de los más expertos tiradores con arco.

Othman y Harhash se disculparon y abandonaron el banquete. Besaron la mano de Sitt Latifah y dijeron:

—Perdonad nuestra grosería, pero la luna ya brilla en el cielo. Es nuestra hora.

Al día siguiente Othman y Harhash se presentaron en compañía de cien individuos con pinta de facinerosos.

—Estos hombres lucharán por vos, señor —anunció Othman a Baybars.

Éste preguntó si aquellos hombres se habían arrepentido de sus pecados.

—Desde luego, de todos sin excepción —respondió Othman—. Accedieron a arrepentirse si yo les ofrecía un milagro. Ayer les mostré el camino que llevaba a los cofres secretos de Issa. Eso les causó una gran impresión, y esta mañana se han arrepentido de todo corazón.

—Dios sea loado —dijeron los cien al unísono, mientras daban golpecitos a las bolsas llenas de oro que llevaban prendidas de sus cintos.

—Así crece nuestro ejército —dijo Baybars.

Mil arqueros a caballo llegaron para unirse al batallón de esclavos. Sitt Latifah los recibió con estas palabras:

—Sois hombres de honor. Él es mi hijo. Seguidle y yo continuaré proporcionando a vuestros hijos los mejores arcos, generación tras generación. Os estamos muy agradecidos.

Baybars se despidió de Sitt Latifah y el ejército de esclavos dejó la ciudad. Apenas habían recorrido una legua cuando se percataron de una nube de polvo que se formaba a sus espaldas. Una tropa de mil hombres, procedentes de Damasco, intentaba alcanzarlos. Su líder cabalgaba sobre un glorioso ruano.

—Os seguiré, príncipe —dijo el sargento Louai—. Mis hombres y yo combatiremos contra los infieles.

—Tu honor no conoce límites, sargento —dijo Baybars—. Ya saldaste tu deuda con creces cuando me salvaste la vida.

—Ya casi somos dos mil quinientos hombres —dijo Othman a Harhash—. Ahora soy un hombre honrado, pero en mis venas aún corre la sangre de la codicia. Cuantos más tenemos, más quiero.

—La codicia está justificada cuando se trata de una buena causa. Iré contigo.

—¿Codicia? —exclamó Layla—. Querer más hombres es una prueba de cordura. Las mujeres de Damasco tejen chales de luto. Se dice que el ejército de Halawoon está compuesto por al menos treinta mil efectivos.

El ejército de esclavos se detuvo a descansar en Hamah.

—No me apetece pasar la noche aquí —dijo Layla a Othman—. Hace demasiado calor y carecemos de comodidades. Llévame a la orilla del mar. Podemos pasar la noche en el Fuerte de Marqab, cerca de Latakia.

—¿En el Fuerte de Marqab? —gritó Othman—. Eso se aleja mucho de nuestro camino. Nos dirigimos a una guerra.

—¿Ha dicho comodidades? —se burló Harhash.

—Me alegro de contar con vuestra aprobación, querido Harhash —dijo Layla—. Informa a nuestro señor de que Othman y yo nos reuniremos con vosotros dentro de dos días, antes de que lleguéis a Alepo, después de que yo haya descansado y respirado las brisas marinas.

Alepo se alzó ante el ejército de esclavos. Baybars vio el cerco al que las tropas de Halawoon sometían a la gran ciudad. Una división ocupaba cada uno de sus lados: este, oeste, norte y sur.

—Es un ejército enorme —dijo Baybars.

—Demasiado grande —añadió Othman.

—Mejor no luchar contra ellos en las llanuras —sugirió Aydmur—. Debemos entrar en la ciudad. Atacar al flanco sur que tenemos delante, romper su asedio y abrirnos paso hasta las puertas. Las otras divisiones no tendrán tiempo de acudir al rescate. Una vez dentro, elegimos cuándo y contra quién luchar; además nuestros arqueros tendrán más suerte desde las torres.

—No nos hace falta suerte, señor —replicó un arquero—. Dios guía nuestras flechas.

—Perdonad que os interrumpa —dijo Layla, ya más fresca gracias al descanso—, pero ese flanco se compone de unos ochenta mil hombres. ¿Con qué medios pretendéis vencerlos?

—Los esclavos harán una cuña —dijo Aydmur.

—Y este esclavo que os habla será el punto extremo de esa cuña —dijo Baybars.

—Y estos esclavos te acompañarán —replicaron los africanos.

—Yo iré en segunda fila —dijo Layla—. Prefiero enfrentarme a una muerte menos cierta.

—Y yo debo proteger a mi esposa —dijo Othman.

Y cuando los historiadores se pusieron a redactar la historia del gran reino de los mamelucos, los reyes esclavos, antes de poder explicar la regla de los doscientos cincuenta años, antes de poder narrar la primera derrota de las hordas mongolas, antes de poder contar cómo los reyes esclavos machacaron a los cruzados, tuvieron que recordar esa primera batalla, que pasó a los libros bajo el nombre de la Batalla de al-Awwar en honor del mejor caballo de guerra de la historia.

Los rumores sobre los poderes curativos de Shams se extendieron por todo el territorio, de este a oeste, del desierto a las montañas, y creyentes esperanzados caminaron leguas y leguas para presenciar esos milagros. Después de su segundo cumpleaños, el niño empezó a satisfacer muchas quejas de los suplicantes, pero su especialidad siguió siendo el cabello. Su capacidad de dotar de cabello a las cabezas calvas devino legendaria. Sin embargo, sus poderes tenían ciertas restricciones logísticas. Su eterno compañero, Layl, y al menos un loro tenían que estar presentes. Se obtenían mejores resultados —un cabello suave, liso y sin enredos— cuando los dos loros rojos andaban por ahí.

El horario también resultaba esencial: Shams sólo podía curar durante una hora, antes de la siesta.

La esposa del emir deseaba que su hijo fuera más maleable. Si sólo pudiera hacerle entender la magnitud y trascendencia de su talento. Si sólo pudiera separarlo de su oscuro ayudante. Las limitaciones en el tiempo también resultaban un problema para los que acudían a palacio. La cola de personas que esperaban a ser tocadas por el Elegido era interminable… y se hallaba sometida a constantes cambios, ya que los devotos con título nobiliario pasaban delante del pueblo llano. Después de dedicar una hora a tocarlos, Shams cerraba los ojos para dormir la siesta y los loros al instante lo sacaban en volandas del salón.

Al cumplir los tres años los poderes de Shams seguían reducidos a la simple cosmética. A lo largo de aquel año el niño desarrolló la habilidad de ajustar el peso de la gente: su tacto aumentaba el volumen de un hombre delgado y reducía el de un gordo. Los sastres estaban extasiados: aquellos milagros facilitaban mucho su tarea, porque en poco tiempo todos los residentes de las tierras del emir tenían las mismas medidas, y todos, siguiendo la tendencia impuesta por la madre de Shams, empezaron a usar sólo telas de color crudo.

—Mi hijo me inspira la búsqueda de la simplicidad —decía la esposa del emir—. Ya no me hacen falta las especias de la vida.

A partir de su cuarto cumpleaños Shams pudo curar los resfriados y la impotencia sexual, lo cual incrementó el número de sus devotos seguidores de forma espectacular.

—Mi hijo, el especialista en perfeccionar cuerpos —farfulló Afreet-Yehanam a su amante mientras ella contemplaba cómo los dos niños jugaban con viscosas y resbalosas serpientes—. Sus devotos son un hatajo de imbéciles y esa mujer vestida de color crudo está loca de atar. —Rodeó el hombro de Fátima con el brazo y la atrajo hacia él—. Y no es bueno para él que le consideren un profeta.

Layl se incorporó, cubierto de áspides, y fue hacia los cuervos que volaban juguetones sobre su cabeza.

—Siempre he tenido problemas con los profetas —prosiguió Afreet-Yehanam—. No entienden de matices ni de sutilezas. No captarían la ironía ni aunque les diera en la cara.

A los cinco años Shams ya curaba dos enfermedades graves: locura y lepra. Los nombres de Shams y Guruyi —el apodo que dio a Shams un reducido grupo que había ido a verlo desde Calcuta— estaban en boca de todos los habitantes del mundo conocido, desde los páramos de Irlanda hasta los pantanos de China, pasando por las estepas siberianas.

Y una riada de personas vestidas en tonos crudos se dirigía hacia el profeta.

Al-Awwar observaba la escena que se desarrollaba ante sus ojos mientras decidía el mejor punto de ataque. Levantó la cabeza, la sacudió y resopló. Relinchó con fuerza, anunció sus intenciones a sus atónitos enemigos y los embistió. Los infieles se apresuraron a ponerse a cubierto y se originó una inmensa refriega. Antes de que al-Awwar alcanzara la primera y confusa fila, un millar de flechas surcaron el aire y fueron a clavarse en los corazones de mil infieles. Y cuando al-Awwar derribó al primer soldado, otras mil flechas cayeron sobre otros tantos. De las gargantas de los soldados de Halawoon asomaban las puntas metálicas de las flechas y los penachos de plumas temblaban en sus cogotes. El ejército de esclavos entró en combate con sus filas dispuestas en forma de enorme cuña.

—Dejad a algunos para nosotros —gritó Louai, a la cabeza de la segunda fila.

Othman cabalgaba junto a su esposa con el fin de protegerla, pero ella le alejó. Del cinturón, Layla desprendió un látigo de cuero de múltiples colas, cuyos extremos iban provistos de un afilado gancho metálico, y desató su furia contra el enemigo, dejando un rastro de piel y sangre a su paso.

—Me das miedo —exclamó Othman.

—No me gustaría estar en tu piel —gritó Harhash.

Cuando al-Awwar llegó a las murallas, las puertas se abrieron para dejarle entrar, pero él no lo hizo. Dio media vuelta y volvió a la batalla. Cual torrente de agua que choca contra un muro, la cuña se dividió en dos direcciones y reemprendió el combate. Y en menos tiempo del que tarda un maestro arquero en disparar una flecha al cielo y esperar a que caiga, el ejército de esclavos había masacrado una de las divisiones de Halawoon y entrado en la ciudad de Alepo como héroes gloriosos. Los habitantes de la ciudad salieron de sus casas, agasajaron a los guerreros con una lluvia de pétalos de jazmines y rosas, y se postraron ante su salvador, el príncipe Baybars.

Desde el parapeto este de la ciudad, el alcalde de Alepo mostró a Baybars y a sus compañeros las posiciones y filas del enemigo.

—Allí está Halawoon —dijo Othman—. No se le ve muy contento.

—La visión de su bandera de fuego me hace arder la sangre —dijo Baybars.

Uno de los arqueros colocó una flecha en el arco y disparó; la bandera quedó partida en dos. El atónito alcalde aplaudió al arquero y preguntó cómo podía disparar a más distancia que cualquiera de los suyos.

—Usamos los arcos de Sitt Latifah —dijo el arquero—. No los hay mejores.

La esposa de Othman subió la escalera que conducía a lo alto del parapeto con un hatillo envuelto en los brazos.

—Si tu flecha puede acertar en la bandera —dijo ella—, ¿no podríais apuntar a unos cuantos de esos adoradores del fuego antes de que se den cuenta?

—Subid a los arqueros —ordenó Baybars—. Disparad antes de que se retiren.

Los arqueros se apresuraron a subir y una primera lluvia de flechas descendió sobre las tropas de Halawoon. Se ordenó una retirada rápida y los soldados de Halawoon se dispersaron sin orden ni concierto. Pudo verse a Halawoon usando a uno de sus oficiales como escudo. Los esclavos apuntaron a la roja tienda del rey y éste corrió a refugiarse en ella, huyendo de la línea de fuego. El arquero disparó la flecha y partió el palo principal. La tienda se desplomó sobre su ocupante y Halawoon salió a rastras, como un fantasma escarlata. La gente de Alepo gritaba de contento.

—Esa dio en el blanco —exclamó el príncipe Baybars.

Hablando de arcos y arqueros, he aquí una hermosa historia que contaba Saadi, el gran poeta persa: No hace mucho tiempo, un rey de la divina ciudad de Shiraz celebró un torneo de tiro al arco para divertir a sus amigos. Hizo que un joyero forjara el anillo más bello y puro del mundo, sobre el que se encastó una esmeralda de inestimable valor. El rey ordenó que el anillo fuera colocado en el extremo de la bóveda de Asad. Un voceador anunció que cualquiera que atravesara el anillo con una flecha podría reclamarlo para sí como recompensa por su impecable puntería. Un millar de los mejores arqueros de la zona intentaron la gesta sin éxito. Sucedió también que, entretanto, un niño pequeño se entretenía con un arco de juguete en una azotea. Una de sus flechas, disparada al azar, ensartó el anillo. Un grito de entusiasmo se levantó entre la extasiada multitud. El rey, exaltado, regaló el anillo al niño, quien, tras recoger el gran premio, tomó la sabia decisión de volver a casa y quemar el arco, para que la reputación de su hazaña se mantuviera incólume.

Layla destapó el hatillo, que contenía una pequeña jaula dorada donde una paloma roja zureó al ver a su dueña. Abrió la portezuela y la paloma se le posó en el dedo.

—¿Has traído una paloma desde El Cairo? —preguntó su marido.

—Dos —contestó ella.

—¿Dónde está la otra? —preguntó Othman.

—Ahora la llamamos. No tardará en llegar.

Baybars dijo a sus compañeros:

—Tenemos que decidir cuándo atacar al enemigo. Es cierto que nos superan en número, pero nuestros corazones rebosan coraje. Sumadas a las tropas de la ciudad ahora contamos con cinco mil hombres.

—A nuestro enemigo le quedan veinticinco mil hombres —añadió Aydmur—. Nuestro arrojo y un adecuado plan de combate compensarán la desigualdad numérica.

Layla alzó las manos en el aire y la paloma agitó las alas, satisfecha.

—Ya viene —dijo Layla.

Un espléndido macho rojo apareció en el aire, voló en círculos y aterrizó sobre el brazo extendido de Layla.

—¿De dónde viene? —preguntó Othman.

—Espero que no de muy lejos. —Depositó a ambas palomas en la jaula y retiró un mensaje que llevaba el macho prendido a la pata. Luego, dirigiéndose a Baybars y a los guerreros, dijo—: Renunciad a vuestros planes. El ejército de los hijos de Ismael se acerca con la intención de redimir el honor del reino. Son cinco mil hombres más, y anhelan probar la carne de esos infieles. Si deseáis saborear la sangre de vuestro enemigo, no os demoréis, porque el ejército de Halawoon no durará mucho tiempo.

En el horizonte floreció un gran torbellino de arena.

—A los caballos —ordenó el príncipe Baybars.

Poseída por la ira, la esposa del emir recorría sus aposentos.

—Son demasiados. Llegan de todas partes y la fila se hace más larga cada día. Ya no puedo ni salir al jardín sin pasar junto a ese hatajo de apestosos. Y para colmo algunos amigos nuestros han renunciado a ser curados porque no quieren mezclarse con esa chusma.

—Si no quieres que la gente vea a nuestro hijo, podemos negarles el acceso —dijo el emir—. Haremos una proclama y esos peregrinos volverán a sus casas enseguida. Si te soy sincero, tampoco a mí me complace esta situación. Al principio ayudar a los necesitados fue algo grande y entretenido, pero llevamos años de colas incesantes. Ya basta. Tanta súplica, tanto ruego, no son buenos para el alma. Pensaba que te hacía feliz, pero ahora sé que no es así. Pondremos punto final a esta locura.

—No, ni hablar. Lo que haremos será alejar a esa gente de nuestra casa. Construiremos una capilla, un edificio glorioso provisto de columnas del grosor de veinte hombres, arcos elevados y al menos dos minaretes que toquen el cielo. Shams recibirá a sus visitantes en el templo y las masas se dedicarán a rezar mientras le esperan. ¿No os parece una idea maravillosa?

El ejército de esclavos salió por la puerta oeste con Baybars a la cabeza y llegó a las líneas enemigas antes de que lo hicieran las filas de los hijos de Ismael. El campo de batalla se llenó del fragor de las espadas y de heroicos gritos de guerra. Los adoradores del fuego cayeron y fueron derribados. Al-Awwar no les prestó la menor atención; buscaba al espectro rojo del rey del fuego. El muy cobarde se escudaba detrás de sus esclavos. Al-Awwar proseguía, implacable, aplastando a un soldado tras otro.

Los hijos de Ismael se unieron al combate. Al oír sus gritos de guerra, el vil Halawoon se subió a un caballo y ordenó a sus soldados que le protegieran. Huyó al galope, con su séquito y un escuadrón de la guardia. Los esclavos guerreros triunfaron. Sus enemigos terminaron muertos o encadenados. Los victoriosos soldados se reunieron en el campo, entre los muertos y los vencidos. El príncipe Baybars felicitó a sus tropas por la victoria.

—Ha sido un triunfo valiente —dijo el líder de los hijos de Ismael—. Me llamo Maarouf ben Yamr. Soy el jefe del rey de fortalezas y batallones. Mi gente y yo nos ponemos a vuestro servicio.

—Gracias, amigo. Vuestra llegada ha sido de lo más oportuna. ¿Cómo os animó el destino a cruzaros con nuestros enemigos en una ocasión tan apropiada?

—Nos inspiró una elocuente carta escrita por uno de vuestros súbditos, un parte leal que nos pedía que tomáramos las armas para apoyar al fiel príncipe Baybars, el defensor de la fe.

—¿Dónde vives? —gritó Othman—. Por favor, dime que no es en el Fuerte de Marqab.

—Pues precisamente allí —respondió Maarouf.

—¿Por dónde anda mi desleal esposa? —exigió Othman.

—¿Desleal? —preguntó Layla, mientras se abría paso en el círculo de hombres—. ¿Te atreves a calificar de desleal al autor de esa misiva? No critiques lo que no entiendes.

—Me pediste permiso para visitar a unas damas amigas que vivían en el fuerte, no para ir a ver a su jefe.

—Y de hecho las visité. Lo que pasa es que residen en el harén.

—Te has burlado de mí —dijo Othman—. Me has desposeído del honor, no soy más que la cáscara de un hombre.

—No juzgues a tu esposa, ni a ti mismo, con excesiva severidad —intervino Maarouf—. Conocí tiempo ha a tu encantadora paloma. El reino se hallaba en un brete y las acciones de tu esposa fueron heroicas. El valor de una mujer nunca desmerece el honor de su marido.

—No sé cómo podré vivir con tal vergüenza —se lamentó Othman.

—Pues ve acostumbrándote —replicó Layla.

El ejército emprendió el camino de regreso a El Cairo.

—Cabalga con nosotros hasta Damasco —dijo Baybars a Maarouf—. Serás mi invitado. Permite que mi madre disfrute de la gloriosa visión de tu ejército. Le complacerá sobremanera que se haga realidad su sueño.

Y así el gran ejército llegó a Damasco entre grandes celebraciones. Sitt Latifah estaba encantada. La fiesta se prolongó durante tres días, y luego llegó el momento de la separación. Los hijos de Ismael regresaron a sus respectivos hogares y el ejército de esclavos partió hacia El Cairo, donde fueron homenajeados de nuevo por haber liberado Alepo y haberse alzado como los grandes defensores del reino. El rey regaló nuevas túnicas a Baybars.

Así fue como Baybars se convirtió en el comandante del ejército real.

El primer beso en público acaeció el día del séptimo cumpleaños de los gemelos, durante la ceremonia celebrada en el templo del sol de los dos minaretes. La esposa del emir llevaba meses planeando el evento, y los devotos habían empezado a congregarse, cargados de presentes, casi desde el inicio de los preparativos. La esposa del emir había esperado que Shams, el profeta del sol, adoptara un aire más místico en el día de su cumpleaños. Los ocho loros habían estado metiendo más ruido del habitual y la esposa del emir había acabado con una jaqueca atroz.

Los gemelos de la luz y la oscuridad se sentaban hombro con hombro sobre el cojín relleno de plumas de avestruz, y Shams tocaba las cabezas de los devotos que se arrodillaban ante él. Cuando el devoto en cuestión le entregaba el regalo, Shams se lo ofrecía a Layl, que se dedicaba a quitarle el envoltorio. En una ocasión Layl encontró una preciosa talla de madera, un caballo en miniatura, y se lo mostró a un emocionado Shams, que lo besó. No fue un beso de amistad, ni un beso fraternal, sino un beso apasionado de una duración indecente.

Y la cara de la esposa del emir se tornó tan roja como las plumas de los dos loros ruidosos, Ismael e Isaac, que estaban apoyados en el trono.

—Lo besó —dijo la esposa del emir—. Delante de todo el mundo, un beso aberrante. No me habría sorprendido si se hubieran arrancado la ropa el uno al otro allí mismo.

—Sólo tienen siete años, querida —dijo el emir—. Los chicos son muy expresivos a esa edad. No es nada. Como príncipe, puede hacer lo que le plazca. Muchos hacen cosas peores con sus esclavos.

—Pero no los besan. No entiendo por qué ese niño oscuro tiene que estar rondándolo a todas horas. No consigo ver a mi hijo a solas. ¿Y qué me dices de esos malditos pajarracos? Vuelan a su alrededor constantemente, como si nuestra guardia no fuera suficiente. Esa Fátima ha arruinado a mi hijo. ¿Por qué sólo se me permite verlo durante una hora al día? Solicito verlo, pero si lo hago fuera del horario dispuesto, mi hijo se niega y patalea hasta que no me queda más remedio que ceder y le permito volver a sus aposentos. Contraté a un tutor, pero me dijo que no podía enseñar nada a Shams. Me dijo que mi hijo había nacido sabio.

—¿Te quejas de que nuestro hijo ya sepa leer y escribir?

—Por supuesto que no. Ha heredado nuestras mejores cualidades. Lo que no puedo soportar son sus compañías. Esa mujer dirige su feudo dentro del mío. No lo aguanto.

—Entonces líbrate de ella.

—Lo intenté. Le comuniqué que prescindía de sus servicios y se rio en mi cara. Y cuando envié a la guardia a que la echara a patadas, Shams se puso histérico. Cree que su madre es ella, no yo. Oh marido mío, estoy desesperada…

—¿Qué puedo hacer para aliviar tu sufrimiento? ¿Quieres que te cuente un nuevo episodio de la historia de Baybars?