Capítulo 14

Adán se aburría. El Jardín del Edén era encantador, pero quería a alguien con quien hablar.

—Querido Dios —rezó—, necesito compañía.

Dios le concedió una compañera. De la cola de Adán se creó a una mujer, Marwa, pero ésta resultó ser tan traviesa como un mono. Adán no estaba contento.

—Querido Dios, necesito una compañía mejor.

Eva salió de la decimotercera costilla derecha de Adán. Las mujeres decentes pueden tomar a Eva como su más remoto ancestro. Todas las chicas malas descienden de Marwa.

Esta leyenda tiene una contrapartida judía en la de Lilith, que fue creada al mismo tiempo que Adán, a partir del mismo polvo.

—Soy tu igual —dijo ella—. No me limitaré a yacer indefensa a tus pies. También yo busco realizarme.

Adán protestó y Dios creó entonces a Eva de su costado para que estuviera a su lado, le apoyara, se sometiera a él.

¿Y Lilith? Pues Lilith se apareó con los demonios de las orillas del mar Rojo. Dios renegó de ella.

No sabría deciros si Fátima desciende de Lilith o de Marwa, pero lo que sí puedo afirmar es que tenía poco que ver con Eva.

Fátima era celebrada en el rincón del mundo donde vivía, o más bien descelebrada aunque no en el sentido occidental de la palabra. No era una estrella de cine, su cara no salía en las revistas, su nombre no aparecía en los periódicos serios. Era celebrada al estilo árabe, en términos discretos. Ninguna historia tenía el suficiente jugo si la lengua del cotilla de turno no sacaba a colación el nombre de Fátima. Fátima no se emparejó con demonios; prefería a los árabes del golfo, bajitos, ricos hasta la náusea, y de hecho «emparejarse» tampoco sería el término más adecuado. Su reputación quedó asentada con su primer matrimonio: fijaos en la palabra, asentada, porque de hecho los primeros rasgos ya habían quedado apuntados sólo por ser la hermana pequeña de Mariella.

Esta es la historia de su primer matrimonio. Junio de 1981, yo acababa de licenciarme en la UCLA y entré a trabajar de ingeniero informático y programador en Ellisen Engineering, la única empresa en la que trabajaría. Fátima estudiaba psicología en la Universidad de Roma, aunque todavía no había terminado la carrera. No lo hizo. Al igual que mi hermana había hecho antes, contrajo matrimonio. A diferencia del de Lina, el matrimonio de Fátima duró más que la boda en sí, pero no demasiado. Él era un príncipe saudí increíblemente rico, joven, miembro de una familia numerosa, que no se hallaba en la línea de sucesión aunque tal vez llegara a ministro. La conoció en Roma y se prendó de ella. Declaró que no había conocido a nadie que pudiera comparársele y que lo más probable era que nunca volviera a hacerlo.

—No estaba mal —dijo siempre Fátima.

La familia del novio no saltó de alegría, pero tampoco mostró su desaprobación. Al fin y al cabo el chico era saudí, y le quedaban al menos otras tres oportunidades para afinar su gusto. Los problemas empezaron durante la boda, a la que yo no pude asistir por culpa del trabajo. Al parecer la madre y las hermanas del novio se metieron con la novia sin mala intención, exigiéndole que quedara embarazada.

—¿No sería mejor que esperáramos hasta que acabe la boda? —replicó Fátima.

Dos meses después, cuando la suegra volvió a interesarse por el posible embarazo de Fátima, ésta enrolló un periódico —un ejemplar del libanés Al-Nahar— y le propinó tres cachetes en la nariz. No —zas— te metas —zas— en mis asuntos —zas—. Por horroroso que fuera, ese adiestramiento de la suegra como si se tratara de un cachorro no fue la causa del divorcio. Para colmo del horror, el príncipe se puso del lado de su esposa. Cuando por fin el padre del príncipe preguntó a su hijo si Fátima le había puesto alguna vez la mano encima, el joven enrojeció hasta la médula, y la auténtica naturaleza de su relación sexual quedó al descubierto. Incluso eso podría haberse silenciado —al fin y al cabo estábamos en el mundo árabe— si el príncipe, profundamente humillado, no hubiera reconocido que, a pesar de que habían estado manteniendo relaciones sexuales desde que se conocieron, él aún no se había ganado el derecho al coito. Aquí el hambre, aquí las ganas de comer.

¿Cuál era la reputación de la hermana de Fátima? ¿Quién era Mariella, la gran Mariella?

Retrocedamos hasta enero de 1975, unos meses antes del estallido de la guerra civil. Mi clase y la de los mayores fueron a esquiar a The Cedars. Con el fin de romper la monotonía de las tres horas de viaje desde Beirut, el autocar se detuvo en Hilmi’s, un bar de la ciudad de Batroun donde servían limonada. Eran las seis de la tarde de un domingo y el local estaba abarrotado, repleto de esquiadores que volvían a la ciudad. Con la llegada de nuestros autocares apenas había un hueco libre.

Un trío de estudiantes del curso superior, los más populares del colegio, se colaron justo delante de donde estábamos Fátima y yo. Uno de los chicos era el capitán del equipo de rugby de la universidad. Fátima decidió que abrirse paso entre tanta gente para un simple vaso de limonada era excesivo y salió a la calle. Fue una salida afortunada porque le evitó encontrarse con su hermana. Oí la risa de Mariella antes de verla a ella. Sostenía un vaso transparente de limonada con una pajita manchada de lápiz de labios.

—Si este lugar era tan secreto —dijo en voz alta—, ¿cómo puede haber tanta gente?

Su acompañante no pareció divertido. Alto y moreno, gastaba gesto agrio y uniforme de soldado, aunque no era el del ejército regular.

—Tal vez no sea tan secreto, pero es la mejor limonada.

—Está claro que no has estado en Roma. —Mariella se encaminó hacia la salida. No tuvo que abrirse paso entre el gentío, ya que éste se abrió como el mar de Moisés para dejarla pasar. Su vestido de lana de color rojo le habría quedado corto a una niña de diez años. Me distinguió entre la multitud y una sonrisa le bailó en los ojos por un instante antes de que sus labios formaran una mueca inequívoca—. Osama —chilló—. Mi cielo.

Me alborotó el cabello y besó mis labios atónitos. Esmeralda acariciaba a Quasimodo. Me guiñó un ojo para invitarme a seguirle el juego.

—¿Dónde te habías escondido, monada? —preguntó. Yo dudaba de que alguien se tragara esa charada, pero supuse que lo haría por algo—. ¿Vendrás pronto a verme? —Su voz era coqueta y habría desarmado a cualquiera—. Te he echado mucho de menos.

Se alejó, sin dejar de mirarme, y me lanzó un beso desde la puerta.

—Llámame —gritó ella.

Su compañero me miró de reojo. Me sacaba una cabeza y media de estatura.

El capitán del equipo de rugby se colocó rápidamente a mi lado.

—¿Conoces a Mariella Farouk? —Tenía los ojos de un tono castaño claro, casi garzos, con tres motas sueltas de color granate dispuestas en distintos sitios según el ojo—. ¿La conoces bien? —preguntó—. Er…, ¿sois buenos amigos? ¿Hace mucho que os conocéis? Se presentará al concurso de Miss Líbano y estoy seguro de que ganará.

—Dicen que hace las mejores mamadas —intervino un compañero—, lo que en cierto sentido es toda una sorpresa. Se diría que una chica con esa pinta no tendría por qué hacerlo. Ya se sabe, a las chicas feas no les queda más remedio que esforzarse, pero en su caso no es así: está buena y encima le gusta. No hay nada mejor.

Me estremecí y sentí que mis mejillas enrojecían.

—Es la hermana de Fátima —exclamé.

El capitán del equipo propinó un codazo a su amigo.

—No le hagas caso. No sabe lo que dice. Vayamos a por un vaso de limonada.

Mientras el autocar seguía subiendo por la montaña en dirección a las pistas de esquí, una desconcertada Fátima, sentada a mi lado en el asiento que daba al pasillo, intentaba entender por qué el capitán del equipo de rugby se había apresurado a ocupar el asiento más cercano al suyo por el otro lado e intentaba entablar conversación con ella. Fátima tardó menos de dos minutos en aburrirse y fingir que dormía, con la cabeza apoyada en mi hombro.

Unos meses después, cuando la guerra llegó al Líbano, el señor Farouk propuso a su esposa que se llevara a las dos hijas a Roma, su ciudad natal, hasta que se volviera a estabilizar la situación en Beirut. Mariella se negó a irse. Se lo estaba pasando demasiado bien. A los diecinueve años ya era una adulta. Tenía una vida y no iba a consentir que unas triviales escaramuzas interfirieran en sus planes.

El señor Farouk fue el primero en caer muerto, en 1976. Fue secuestrado por una de las milicias, torturado y asesinado. Su cuerpo destrozado apareció en una zanja de la calle Mazra. Era la primera persona que yo conocía muerta por culpa de la guerra civil. Su muerte destrozó a Fátima, pero no a Mariella. El señor Farouk era un hombre querido y respetado, lo que significó que un buen número de personas, entre ellas mi padre, hizo lo que pudo durante un día y una noche para lograr su liberación. Sus esfuerzos cayeron en saco roto, ya que nadie consiguió averiguar qué milicia lo había secuestrado ni por qué razón. Se trataba de un conocido apolítico, cristiano iraquí, sin enemigos conocidos. El pánico a lo irracional, al azar, hizo que surgieran explicaciones de la nada. El señor Farouk era en realidad agente de la CIA. Era un espía israelí. Un espía sirio. Era un periodista que escribía la auténtica historia de los hechos y exponía la conspiración de las grandes naciones en contra del Líbano. Era miembro de la realeza iraquí. Había sido un famoso actor lituano que huyó de la maquinaria de propaganda soviética. Su muerte tenía sentido.

A pesar de que la muerte de su padre podría haber servido para proporcionarle una pista sobre lo que podía pasarle, Mariella estaba demasiado absorta para captarla. Ella nunca se había visto como víctima; era una jugadora. Cual triste recuerdo de Evita, fue ascendiendo por el escalafón militar (Elie había sido un ensayo en la carrera, una piedra de paso). Pudo cambiar de bando y volver al anterior varias veces. La insignia del uniforme no importaba, el tamaño de la pistola sí. Cualquier otra mujer habría caído en el intento, pero su talento la hizo intocable, al menos durante un tiempo.

La señora Farouk llamaba a mi madre por teléfono todos los días. Suplicaba, rogaba y la exhortaba a que ayudara a Mariella: la convenciera de que llamara a casa, detuviera esa locura. Mariella no quería ni necesitaba la ayuda de mi madre. De hecho, fue ella la que nos ayudó. En una ocasión en que nuestra familia quedó atrapada en Beirut, Mariella envió un jeep para que nos recogiera y nos trasladara a las seguras montañas: seguras para nosotros, pero todo un riesgo para el chófer y el guardaespaldas que lo acompañaba. Fátima llamaba a su hermana a todas horas, pero Mariella había dejado de escuchar.

El capitán del equipo de rugby acertó: fue coronada Miss Líbano, pero murió de un disparo antes de que pudiera presentarse al concurso de Miss Universo. Cuando participó en la competición para el título de Miss Líbano, su reputación era tal que un voto en su contra implicaba un triste final para la vida del juez. Ganó a pesar de que no era ciudadana libanesa. Y lo más asombroso, ganó a pesar de no haber superado la prueba de talento.

Se dice que conservó su carácter y sus rabietas. La historia de su muerte devino infame. Había sobrevivido al abandono de líderes de la milicia ávidos de poder; había sobrevivido a los viajes de este a oeste, y viceversa; había sobrevivido al hecho de que un amante la descubriera en la cama con un subordinado. (El subordinado se ganó el respeto de repente y poco después reemplazó a su predecesor. ¿Era Mariella una maestra del coaching, o fue el simple hecho de acostarse con ella, la novia de un superior, lo que granjeó ese inmediato respeto al subordinado? La pregunta sigue en pie.) Pero lo que resultó fatal fue acusar a su último amante de tener la polla pequeña delante de otros soldados.

A lo largo de los años Fátima fue invirtiendo una gran cantidad de energía en desmontar la teoría de que ella era como era para oponerse a su hermana mayor. Afirmaba que toda esa charla no era más que basura psicoanalítica, irrelevante hasta el tuétano.

Pero una vez, cuando éramos niños, Mariella me mostró un colgante que le habían regalado por su cumpleaños.

—Es una esmeralda auténtica. Es mi piedra de nacimiento, y hace juego con mis ojos.

Fátima, a pesar de sus ojos castaños, sentía una indecente afición por las esmeraldas.

Después de cumplir los once años, Shams y Layl empezaron a salir más al mundo. Jugaban en el gran jardín, acompañados y vigilados por los coloridos loros. La esposa del emir los veía tirar piedras contra el tronco de un viejo olmo. Llamó a Shams desde el balcón, pero él fingió no oírla. Ella, en cambio, oía muy bien sus gritos de alegría. Volvió a llamarlo, pero su hijo se limitó a levantar la vista y a seguir jugando. Lanzó una piedra contra el tronco, pero una devota salió de repente y se puso frente al objetivo; la piedra le dio en la frente. Se cubrió la herida con ambas manos, se postró ante su profeta y repitió: «Gracias, gracias». Luego huyó con la pérfida piedra en su poder.

El loro verde emitió un graznido de advertencia, y los chicos se apresuraron a abandonar el jardín. Tres devotos vestidos de blanco salieron de detrás de los setos, demasiado tarde para disfrutar de una visión de su adorado.

Y, por séptima vez a lo largo de aquella mañana, la esposa del emir deseó que el oscuro esclavo de su hijo sufriera una muerte ignominiosa. Cortarlo en mil pedazos, asar a los loros y comerlos a todos. El carraspeo de una de las doncellas interrumpió la suntuosa ensoñación; en cuanto la dama se apercibió de su presencia, la criada le entregó una carta.

—¿De quién es esto? —preguntó la esposa del emir.

—No lo sé, señora —contestó la criada—. Apareció en una bandeja de plata colocada sobre su cama.

La esposa del emir palideció al leer la nota anónima.

«Sus deseos pueden hacerse realidad a base de paciencia y con mi ayuda. Si anheláis la exterminación del oscuro, sentaros debajo del tercer álamo a las doce en punto de la séptima noche de embarazo de la luna.»

Debajo del tercer álamo, la esposa del emir se removía, inquieta, con la cabeza embozada bajo la capa. Por enésima vez miró hacia la luna para asegurarse de que se trataba de la noche indicada. ¿Por qué siempre tenía la costumbre de llegar pronto? La realeza debía hacerse esperar. Hacía una noche tranquila, sin atisbo de viento, y sin embargo las hojas del álamo susurraban como por voluntad propia. Respiró hondo y se sintió desfallecer. El mundo centelleó, y una mujer del tamaño de un hombre, envuelta en una capa, se sentó frente a ella debajo del segundo álamo. Aunque la luna iluminaba la noche, las sombras de la capa ocultaban los rasgos de la recién llegada.

—La realeza no se digna hablar con mendigos que ocultan su rostro —dijo la esposa del emir.

La mujer se rio y apartó la capa, revelando una cabeza y una cara envueltas en una neblina sobrenatural.

—¿Qué eres? —preguntó la esposa del emir—. No me impresionan tus trucos. Te exijo que me muestres la cara.

—¿Qué cara le gustaría ver?

La mujer tenía una voz tan profunda como su risa, áspera y ronca. Chasqueó los dedos y la neblina se disipó. Su cara, deformada, era de una fealdad atroz.

—¿Acaso puedo elegir?

—Por supuesto que sí. —La mujer volvió a chasquear los dedos y su cara se transformó en la de la esposa del emir.

—Eres una bruja. —Aterrada, la esposa del emir se cubrió su rostro—. Despójate de esas facciones ahora mismo.

—Como deseéis. —La mujer cambió su rostro y adoptó el semblante de una campesina vulgar, sin rasgos destacables.

—¿Eres una bruja?

—En cierto sentido. ¿Os interesa lo que soy o lo que tengo que ofreceros? Puedo ayudaros a que os libréis de vuestro enemigo, y el mío, cuando llegue el momento.

—No veo cómo. Lo he intentado todo. He probado a envenenarlo, al menos cien veces. He usado todos los venenos conocidos, pero el chico sólo sufre un dolor de estómago. He contratado a asesinos para que me libren de él y a cazadores de aves para que den buena cuenta de los loros. Se burlan de mí. El mes pasado ordené a diez arqueros que dispararan contra Fátima, y las flechas cayeron al suelo antes de impactar en el objetivo, que se limitó a echarse a reír.

—Ella es inmune a los planes de asesinato, y no hay arma que pueda herir al chico porque es un demonio.

—Oh, no exageres —masculló la esposa del emir—. Es un crío feo, pero ¿un demonio?

—No es un simple demonio; gobernará su mundo. Es el rey de los yinns. Matarle no será tarea fácil, pero puede lograrse. ¿Es eso lo que deseáis?

—Claro que sí. Mátalo y te recompensaré con lo que desees. Mi hijo debe quedar libre de su sombra.

—No puedo matar al oscuro sin vuestra ayuda. Así ha sido, por los siglos de los siglos. Para terminar con la vida de un rey de los demonios, su madre debe destruir sus órganos vitales.

—Fátima nunca le haría daño.

La mujer miró a la esposa del emir y titubeó.

—Pero vos podéis hacerlo. Planteároslo así: ya que él y vuestro profeta son inseparables, el destino lo considera vuestro hijo. Cuando llegue el momento, ¿tendréis el valor para seguir adelante?

—Sí. Destruiré su corazón.

—No me refiero al corazón. Es un yinni. Para matarlo, su madre debe destruir sus testículos.

—¡Por Dios! —La esposa del emir se quedó lívida—. Sólo tiene once años. Ni siquiera les saca provecho aún.

—Entonces debemos esperar a que lo haga.

Más cosas sobre Fátima. Avancemos a octubre de 1990. Yo tenía veintinueve años y ya trabajaba, era un miembro productivo de la sociedad; Fátima había cumplido los treinta y andaba por el tercer matrimonio, era una ciudadana del mundo. Comparémosla de nuevo con mi hermana: después de Elie, Lina renunció a volver a casarse, o, mejor dicho, no pensó más en ello. En realidad tampoco pensó más en Elie, ni lo vio de nuevo después de la boda que, según ella, sirvió para abrirle los ojos. Por otro lado, tras su primer matrimonio, Fátima escogió un camino distinto. Ascendió y fue cambiando de marido, siempre por un modelo mejor.

Ese mes de octubre Fátima y mi hermana decidieron venir a verme a Los Ángeles en un momento de lo más inoportuno. La empresa había escogido a cuatro de los empleados, entre ellos yo, para asistir a un taller de autosuperación que se impartía en el Asilomar Conference, cerca de Carmel. Nuestro jefe, devoto seguidor del director del seminario, opinaba que nuestra asistencia mejoraría el trabajo en equipo. Sólo debía ausentarme de Los Ángeles durante cuatro días, pero ni Lina ni Fátima quisieron quedarse en la ciudad sin mí.

Lina dijo que me acompañaría y se alojaría cerca. La costa estaba preciosa. Podía pasear por los jardines de Asilomar, montar en bicicleta por las suaves colinas, comprar en Carmel. Fátima… Fátima decidió que debía asistir al taller. Se alojaría en el mismo hotel que Lina, pero dedicaría los días a observar los extraños rituales de las almas perdidas.

Fátima se soltó el cabello, que se desparramó como un pozo de petróleo burbujeante, antes de caer en mechones por su espalda. Se repantigó en la silla Adirondack, se puso las gafas de sol y se recolocó el collar, asegurándose de paso de que cualquier transeúnte se percatara tanto del collar como de su busto.

—¿Por qué estamos aquí? —dijo ella—. Me aburro. ¿Has visto a la gente de ese taller? Están todos sanos como mulos y no paran de quejarse. Oh, ayúdame, gran gurú de los cojones: tengo un uñero y las noches de luna llena me provocan insomnio.

—Tú sigue sacando pecho de ese modo —dije— y todos se enterarán de que eres una zorra.

Mi hermana, que no sabía muy bien cómo tomarse el clima del otoño californiano, se dirigió hacia nosotros vestida con un fino traje de algodón y una chaqueta de lana. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza con un gorrito infantil. Se la veía absolutamente contenida, sin problemas ni necesidades, y su paso era ligero y alegre.

Estaba yo entre las dos mujeres, una posición a la que ya me había acostumbrado.

—Tu hermano cree que soy una zorra —anunció Fátima.

—Eso no es del todo exacto —dijo Lina—. Eres una puta.

—No es verdad —dijo ella, distraída y divertida—. Tal vez no sea la más virtuosa de las doncellas, pero las putas lo hacen por dinero.

—Oh, Dios —resopló Lina—. Te has hecho cien veces más rica con cada matrimonio. ¿Te has follado alguna vez a un tío que no tuviera dinero?

—¿Follar? —Fátima irguió la espalda y miró a su alrededor con fingida sorpresa—. Moi? —Sus dedos rozaron el pecho—. De verdad crees que soy una puta barata. Yo no me follo a mis hombres.

—Y desde luego barata no eres. ¿Le has contado al chico lo de tu collar de esmeraldas?

—Aún no. No me ha dado tiempo, con tanta meditación y tanta curación.

—No me lo ha contado —dije—, pero se ha pasado el día entero exhibiendo esa cosa.

—Este no es, bobo —dijo Fátima—. ¿Acaso no puedes distinguir un collar de esmeraldas de otro? Aquél es exquisito.

—Ostentoso —añadió Lina.

—Alucinante —dijo Fátima—. ¿Le cuento la historia?

—Sí —dijo Lina.

—De acuerdo. Escucha. Así es como descubrí que me gustaba mi marido. ¡Es un cielo! Sucedió en abril. Llevábamos unos meses casados, instalados en Riad porque él no puede irse ni tampoco puede estar sin mí. Yo estoy aburrida, nerviosa. Recibo una llamada de mi exmarido, que está en Doha. Me echa de menos. Tranquilo, le digo. Tiene que verme. ¡Pesado! No puede vivir sin mí. Pues acostúmbrate, le digo.

—La sensibilidad es parte de su encanto —interrumpió Lina.

—Cállate —prosiguió Fátima—. Así que él dice que lamenta haberme abandonado.

—Y sobre todo haberse dejado unos cuantos millones en el proceso —añadió Lina.

—Es mi historia. Deja que la cuente yo. En fin, no me impresiona. Pero empieza a gimotear, y ya sabes cómo me pongo cuando oigo llorar a un hombre. Dice que ha estado en Nueva York, en Londres, en Berlín, que incluso ha ido a Tailandia, pero nadie ha comprendido sus necesidades tan bien como yo.

—Eso también me habría conmovido mucho a mí —dijo Lina.

—Pienso: ¿por qué no? Le dije que se subiera a un avión y viniera a verme a Roma.

—Pero no es una puta, ¿eh? Te lo recuerdo.

—Le digo a mi marido que necesito un respiro y que vuelvo a casa. Él dice que es una idea maravillosa, y que también se viene. ¿Qué podía hacer? Le recuerdo las reglas: nadie se aloja en mi casa de Roma. Es mi santuario en este mundo horrible. Dice que reservará una suite en el hotel. Supongo que podré dejarlo en el hotel de vez en cuando con la excusa de que necesito pasar un rato en casa. Nos vamos a Roma. Quedo con mi ex en la Escalera Española. No por mi culpa, es un turista. Empieza a gimotear otra vez: llévame a mi cuarto, llévame a mi cuarto. Decido llevarlo de paseo. Hacerme de rogar un poco más. Bajamos por Via Condotti, y hace un espléndido día de primavera.

—Ah, y de paso te ofrece un informe completo del tiempo.

—Calla. Me estoy divirtiendo. Paseamos…, y no es culpa mía que Bulgari tenga una tienda allí, con el escaparate más imponente que te puedas imaginar. Me paro. ¿Qué mujer no lo haría?

—Yo —replicó Lina.

—¿Qué mujer inteligente no lo haría? Y en el escaparate, llamándome a gritos una y otra vez, está ese precioso collar de esmeraldas. Se me cae la baba. Mi ex me pregunta si me gusta. Claro que sí. Entra en la tienda. Me veo obligada a seguirlo; no me puedo quedar en la calle sola. Pide que le saquen el collar, me lo pone al cuello: era una joya caída del cielo.

—También conocido en las Sagradas Escrituras como Bulgari de Roma.

—Me lo compra. Ciento setenta y cinco mil dólares. Y, claro, me lo llevo a su cuarto.

—Seguro que aún está en el hospital, recuperándose.

—Se divirtió. En fin, vuelvo a la suite de mi marido y se me olvida que llevo el collar puesto. Él pregunta. Le digo que estaba dando un paseo, lo vi en un escaparate, y no pude resistir la tentación. Me pregunta cuánto me ha costado y se lo digo. Y entonces afirma que ninguna esposa suya se comprará nunca sus propias joyas. Saca el talonario y me extiende un cheque por valor de ciento setenta y cinco mil dólares. No me digas que no es un amor…

—¿Sabes que tienes razón? —dijo Lina—. Puta no es la palabra adecuada. No la describe bien.

—Cierto —convino Fátima—. No da la menor pista de mi talento.

—Cortesana —propuse.

—¡Sí! —exclamó Fátima—. Suena mucho más completo. Me he encontrado a mí misma. Y yo que creía que este taller no era más que un ejemplo pueril de masturbación psicológica. Ni siquiera he tenido que soportar una oscura noche del alma. Es una ganga. He mirado fijamente hacia mi interior y he descubierto mi auténtico ser. Esto es lo que soy: una cortesana.

Apareció una liebre, y luego otras dos. Sus pasos eran lentos, vacilantes.

Mi hermana bostezó y se desperezó.

—No me has contado qué ha hecho Fátima hoy.

—Que te lo cuente ella —dije—. Seguro que disfruta alardeando.

Fátima se limitó a sonreír. Suspiré.

—Bueno, una de las mujeres del taller apareció con una colección de cristales distintos, y aquí nuestra amiga preguntó para qué servían. La mujer dijo que uno era para curar, otro para soñar, etcétera. Y la gran dama replicó: «Oh, qué maravilla. Mi pueblo tiene muchas cosas en común con el tuyo. Tú coleccionas cristales, yo esmeraldas».

Lina se echó a reír, y las liebres, asustadas y astutas, emprendieron la huida.

—¿Estás aprendiendo algo en ese seminario? —me preguntó mi hermana—. No parece estar relacionado con el trabajo, así que no consigo imaginar por qué tu jefe os ha pedido que participéis.

—No está mal —dije—. Hay algún fallo de planteamiento. Pero, en cualquier caso, es una reunión social, algo que podemos hacer fuera del trabajo. Habría sido más sencillo sin tener a Fátima dando la lata.

Fátima se incorporó y se encaró con mi hermana.

—¿Te imaginas si les pidieras a tus empleados que hicieran algo así? Eres la presidenta de al-Jarrat. Envía una orden a todos los concesionarios. Yo, Lina al-Jarrat, capo di capi, os pido que asistáis a un seminario de crecimiento personal y meditación. Llevaros la baraja del tarot.

—Cierra el pico. —Mi hermana me sonrió—. ¿Hay algo que pueda hacer para compensar el comportamiento de nuestra querida amiga?

Me senté muy tieso.

—Puedes decir a la gran puta que deje de intentar seducir al líder del taller. Todo el mundo se ha quedado de piedra.

—¿Yo? —dijo Fátima—. Si no he hecho nada. ¿Acaso es culpa mía que ese tío no me haya quitado la vista de encima en toda la mañana sin poder ocultar su excitación? No, no, no, enano. Eso no me lo puedes atribuir.

—¿Excitación, dices? —preguntó Lina.

—Durante toda la sesión de la mañana —dije—. Ya la conoces. Tres horas de estiramientos lánguidos, de recolocar el culo cada pocos minutos. Interrumpió la sesión a la mitad para comentar que el suelo no era muy cómodo y pedir una colchoneta. El tipo estaba como una moto. El grupo sólo podía concentrarse en el bulto de su entrepierna.

—¿Estaba bien dotado el gurú? —preguntó Lina.

—Por favor —cortó Fátima—. Dios, ¿cuándo nos vamos?

Un maravilloso día de primavera; los ruiseñores cantaban entre los arbustos y los pinzones dorados competían con ellos desde los árboles. Las gardenias arrojaban al aire su fragancia y los narcisos se pavoneaban. Y, desde el balcón, la esposa del emir contemplaba atónita la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Su hijo de doce años estaba tumbado boca abajo completamente desnudo, con el trasero blanco saludando al cielo y la cabeza apoyada entre los muslos abiertos de su oscuro gemelo. El moreno, desnudo e imberbe, estaba tumbado de espaldas; apoyaba la cabeza en una mano y con la otra acariciaba los rizos rubios del profeta mientras éste le lamía los testículos, en actitud dulce y desenfadada. Los chicos formaban una imagen entrelazada, serena y vigorosa, de alabastro y ónix. Cuando Layl abrió los ojos y se percató del asombro de la esposa del emir, una sonrisa diabólica le cruzó la cara.

La última historia de Fátima. Avancemos de nuevo hasta marzo de 1996. Yo estaba deprimido. Mi madre había fallecido hacía dos años. Fátima me llevó de vacaciones para animarme.

Un calor líquido se elevaba del asfalto en forma de olas. Era primavera, pero la temperatura en Riad alcanzaba cotas infernales. Los edificios brillaban y oscilaban al paso de nuestro vehículo. El cristal ahumado les confería un aspecto enfermizo y sometido, a punto de desplomarse por la fatiga. Sentí en la cara el bofetón del aire acondicionado y me estremecí. Fátima se dispuso a colocarse el abayeb negro, que cubría una obscena cantidad de carne. No le costó mucho: ocultó su cuerpo con la experiencia de una profesional. Su cabeza y su rostro siguieron visibles.

—Estás jodida —dije.

—Bla-bla-bla. Has venido, así que deja de quejarte. —Cogió un disco compacto del bolso, se pintó los labios de escarlata y me guiñó un ojo—. ¿Acaso puedo evitar que aún confíes en mí?

Yo flotaba en el asiento trasero del Mercedes, cuyo interior negro era lujoso y lóbrego a la vez.

—Estás jodida —repetí.

—Vigila esa boca. —Dejó el disco compacto, sacó un cepillo y se lo pasó por el cabello—. Él no habla inglés, pero seguro que entiende la palabra joder.

El chófer iba con el uniforme saudí al completo, rematado con un turbante y gafas de sol Gucci. De vez en cuando nos echaba un vistazo a través del espejo retrovisor, pero al parecer no le resultábamos demasiado interesantes.

—Júrame que no vas a volver a casarte —dije—. Por favor.

—Oh, no. A la mierda con eso. Ya he tenido bastante.

—Entonces, ¿por qué has vuelto?

—Para embaucar —dijo ella.

—Y yo voy contigo en plan Sancho Panza.

—¡Ja, ja! No te hagas el listo. —Se inclinó y me plantó un húmedo beso en la mejilla. Moví la mano para secar su rastro pero ella me agarró de la muñeca—. No. Déjalo. —Volvió a guardarlo todo en el bolso y cerró la cremallera—. No seas tan arrogante. ¿Te he fallado alguna vez? Te has pasado un montón de tiempo solo en ese país de pacotilla olvidado de Dios, llorando tus penas y arrastrándote como un gusano. Sé que cuesta, pero llevas demasiado tiempo metido en esto. Allí no me veía capaz de animarte. Pensé que un auténtico cambio de escenario te sentaría bien. Éste es un lugar genial para pasar las vacaciones. Tal vez por fuera te parezca soso, pero cielo, corren unas historias…, joder, no te creerías las historias que esconde este sitio. Mira, escucha y aprende. Confía en mí.

El coche se detuvo a la entrada de un gran centro comercial. Cogí la manecilla para abrir la puerta, pero ella me detuvo. Se cubrió la cabeza y el velo le cayó por la cara. Ante mis ojos acababa de nacer una mujer misteriosa. El chófer abrió la puerta y salí. Fátima se deslizó en el asiento y extendió la mano, el único fragmento de piel que seguía visible. Dos anillos de esmeraldas embrujaron mis ojos. Ella me cogió de la mano con suavidad, se apeó del coche y caminó por delante de mí, cual cimbreante fantasma negro hinchado por el viento. El ruido de sus tacones altos contra el suelo y la cabeza erguida en gesto altivo la hacían parecer una princesa que viajaba de incógnito.

Un grupo de tres mujeres con velo volvió la cabeza a su paso. Dos hombres se apresuraron a comprobar el número de la matrícula del coche y uno de ellos marcó un número en su teléfono móvil. Fátima cruzó las puertas de cristal del centro comercial aparentemente ajena a todo, pero a mí no me engañaba. Corrí tras ella.

No aminoró el paso al entrar, ni volvió la cabeza en sentido alguno. El abayeh negro no era tan informe como parecía a primera vista: sus líneas y pliegues, exquisitamente cosidos, acentuaban su busto y su cuerpo indolente. Los tenderos susurraron en voz baja al verla pasar. Los hombres parecían desconcertados; sus rostros expresaban una mezcla de pura lujuria y miedo. No tenían forma de acercarse a ella. Se limitaban a mirarla de arriba abajo, babeantes y torpes. Ella se subió a las escaleras mecánicas.

—¿Se supone que debo seguirte? —pregunté.

—Claro, cielo, si eso te hace feliz, pero también puedes ir a mi lado. Estoy abierta a múltiples opciones.

Entró en una tienda de discos y miró a su alrededor; sus ojos fueron leyendo los rótulos de las distintas secciones y por fin se dirigió hacia los estantes que contenían los discos de música árabe.

—Ven conmigo.

Pasó sus delicados dedos por los discos compactos, algunos de solistas árabes tradicionales, otros de músicos más contemporáneos.

—No sabía que te gustara esta clase de música —comenté.

—Y no me gusta. Estoy aquí por ti, cielo. Todo esto es por ti. —Escogió un disco de Umm Kalthoum—. Mira.

Alguien había separado con sumo cuidado la parte superior del precinto de plástico con la ayuda de una navaja. Introdujo sus dedos de uñas impecables en la ranura y extrajo una nota escrita a mano. Me la leyó.

—«Si te gusta la música de Umm Kalthoum tanto como a mí, es probable que tengamos más cosas en común. Soy un buen hombre: veinticuatro años, amable, educado y muy respetuoso con las damas. Hablemos. Aquí tienes el número de mi teléfono móvil.»

—Me tomas el pelo. —Sólo podía imaginar la cara que debía de poner ella: un gesto presumido, divertido; tal vez estuviera desternillándose de risa al mirarme.

—Hay más. Mira, Kazem al-Saher. Tres discos suyos contienen notas. Estos chicos están tan desesperados. Son tantos.

Sacó otra nota: estaba escrita por un chico distinto pero la propuesta era idéntica.

—Qué triste.

—Lo es —contestó ella en voz baja. Suspiró—. Maldita sea. Tiempo atrás lo encontraba divertido. —Devolvió los discos al estante, arrugó las notas de amor y se dio la vuelta—. Vamos. —Sacó el teléfono móvil y habló con el chófer—. Estoy lista.

La seguí en su descenso por las escaleras mecánicas.

—Siempre que estoy triste —dijo ella—, que por cierto no es muy a menudo, intento venir a Riad. Me hace sentir deseada. —Hizo una pausa—. Los valientes me inspiran.

Se encaminó hacia la salida. Las puertas automáticas nos despidieron hacia el infame calor con un eructo. No menos de veinte hombres, saudíes ataviados con caros ropajes del desierto, aguardaban bajo aquel sol de justicia. En cuanto el pomposo Mercedes dobló la curva, los individuos se pusieron nerviosos; ella era como el timbre de los perros de Pavlov.

Un hombre alto y apuesto caminó veloz hacia ella. Se deslizó entre nosotros y su mano rozó la túnica de ébano, dejando en su espalda un papelito adhesivo de color amarillo donde figuraba su número de teléfono. Entrecerré los ojos para intentar leerlo, pero otro hombre me tapó la vista al dejar otra nota. Sólo hubo dos valientes.

Las notas amarillas brillaban bajo el sol mientras ella se dirigía hacia la puerta abierta del Mercedes. Dos solitarias islas doradas en un mar de petróleo.

La esposa del emir tuvo la ominosa premonición de que la celebración del decimotercer cumpleaños del profeta resultaría un desastre. No se trataba de una premonición gratuita, ya que llevaba un mes presenciando los horrendos cambios que se producían en su hijo. Este se había vuelto más temperamental, más excéntrico. Sus poderes curativos parecían desvanecerse, o tal vez haberse esfumado por completo. Su corazón rebelde ya no se preocupaba de nada. Tocaba a los peregrinos sin provocar milagro alguno. Sólo podía fingir que curaba durante unos diez minutos antes de renunciar, enfurecido, y volver a su cuarto.

La esposa del emir ya no podía engañarse acerca de lo que hacían los gemelos en ese cuarto. Los había pillado retozando en el jardín en más de una ocasión. Y cuando intentaba razonar con él, Shams la mandaba de malas maneras a que se buscara ella solita consuelo sexual.

En un intento desesperado, la mujer abordó a Fátima, quien se limitó a decirle:

—Todos los chicos pasan por esta etapa. Déjalo en paz. Ya no es la misma persona que era de niño. Los poderes que poseía antaño se han transformado. Ninguno de nosotros se mantiene idéntico a lo largo de las distintas etapas de la vida.

Y la esposa del emir odió a Fátima más que nunca y se prometió que erradicaría a aquella mujer de la faz de la tierra aunque eso le costara la vida entera.

La mayor multitud apareció en la mañana del decimotercer cumpleaños para presenciar cómo Shams se convertía en hombre. El profeta y su compañero comparecieron frente a ellos, borrachos de vino, y se rieron.

—Comed mi mierda, cabrones retrasados —gritó el profeta—. ¿Acaso no tenéis nada mejor que hacer? Idos a casa.

El eco de las palabras de la vieja arpía resonó en la cabeza de la horrorizada esposa del emir.

—Ha llegado la hora.