Capítulo 2
Loca, claro. Rosario tenía que estar completamente loca para pensar que yo, Don Cándido de Gamboa y Lanza, futuro Conde de la Casa Gamboa —título que ya tengo bien pagado a los mismísimos Reyes de España—, iba a reconocer públicamente a una hija expósita, tenida a contrapelo con una mulata casi negra, como es ella, la Rosario.
Pero es que con los negros nunca se queda bien; si les das una paliza eres un déspota, si no se la das eres un imbécil y te roban hasta las brasas del fogón… En verdad yo he sido demasiado bueno. ¿Quién en este mundo se ocupa de una hija natural tenida con una negra por puro placer? Nadie. Sólo Cándido Gamboa. ¿Quién ha hecho posible que nuestra hija, Cecilia, mulata y todo haya tenido una educación en esa casa de beneficencia y que nada le haya faltado, ni a ella ni a su abuela, ni a su madre? A todas las he mantenido yo, con mi trabajo, con mi fortuna. ¡Y todavía hablan mal de mí! ¿Qué querían? ¿Que acogiera a Cecilia como una hija más? ¿Que la trajese a vivir a mi casa con mis hijos reconocidos? ¿Que la hija de una negra viviera con mis hijas blancas y con mi hijo Leonardito? ¿Que mi propia esposa, la señora Doña Rosa de Gamboa, futura condesa, saliese a pasear en volanta con la mulatica como si fuera su propia hija? ¡Qué diría la gente…! ¡Lo menos que Cecilia no era siquiera hija mía, sino de Rosa con algún negro del barracón! ¡Ya eso sería el colmo!
Pero en un país de negros y mulatos hay que esperar lo peor. El ejemplo, desgraciadamente, lo tenemos en la mismísima Cecilia que ya tiene doce años —sí, doce años hace que se atarantó la Rosario—, casi una mujer, y lo único que hace es vagabundear por las calles y plazas, chancletear día y noche, jugar, tanto con los negros como con los mulatos y blancos. De seguro que su fin no será bueno… Claro, si se enteran de que yo soy su padre dirán que soy un verdugo por no haberla reconocido como hija legal. Pero lo cierto es que todas las semanas visito a su abuela y le doy una onza de oro para los cuidados de la niña. ¡Una onza de oro! Y trato de que no se junte con los negros ni con los mulatos y que se recoja temprano en su casa. Pero a su abuela, como buena negra, las palabras le entran por un oído y le salen por el otro.
Ayer mismo estuvo aquí Cecilia ¡En mi propia casa! Mis hijas la vieron pasar por la calle y la convidaron a jugar. Le hicieron mil preguntas y estaban encantadas con los cabellos rizos de la mulatica. Yo la miraba con recelo, diciéndome: es el mismo retrato de mi hija Adela… Y creo que hasta mi esposa, que se le escapó al diablo, notó el parecido y se puso seria. Si ella se entera de que esa mulatica es hija mía se arruinaría la familia y los títulos de la Casa Gamboa… Aunque aquí el que no tiene de congo tiene de carabalí ¡Y cómo no ha de ser así, con esas negras semidesnudas que para ir de la cocina al comedor hacen mil meneos! Y esos cuerpos, y esas caderas… Pero yo sí que no tengo nada de negro, ni siquiera soy, por fortuna, criollo. Español de pura cepa, he hecho mi fortuna sudando la gota gorda.
He sido albañil y carpintero, he vendido maderas y tejas, y sobre todo, he arriesgado mi fortuna, y a veces hasta el pellejo, trayendo sacos de carbón —esto es, negros del África— y vendiéndolos aquí a los señores de los ingenios, con lo que he contribuido al desarrollo de esta isla y gente malagradecida. Es cierto que mi matrimonio con Rosa también me ayudó mucho, ella tenía su fortuna. Pero yo la he triplicado con mi trabajo… Yo tengo un ingenio, un cafetal, un barracón lleno de negros bozales. Yo tengo una mansión en el centro de La Habana, con zaguán y volantas. Yo tengo a mi hijo estudiando en el Seminario de San Carlos. Y todo eso que yo tengo lo he hecho yo, trabajando duro. ¡Y todavía dicen que soy malo y hasta que le tiro en la cabeza a mis esclavos lo primero que tengo a mano! Falso. Sólo rompo en sus cabezas platos de barro, fanales de vidrio, objetos de cobre o sillas rústicas. Cosas de poco valor.