Capítulo 23

Sana y salva llegó la comitiva a la propiedad de los Ilincheta cuyas cercas estaban completamente cubiertas de campanillas blancas, diminutas y perfumadas flores tropicales que sólo aparecen durante la navidad. Miles de abejas poblaban de oro y música aquella blancura.

El primero en bajarse de la volanta fue Leonardo quien quiso ayudar a Isabel ya que —por orden expresa de don Cándido— debía cortejarla.

Pero Isabel no dio tiempo para tal galantería. Saltando rápidamente del caballo, corrió hacia el centro del batey, hizo repicar fuertemente la gran campana que allí se encontraba y congregó al momento a todos los esclavos, contándolos uno por uno.

El mayoral, un hombre de aspecto temible llamado Blas, recibía e impartía las órdenes de Isabel.

—¡A trabajar! —dijo la joven.

Y el mayoral, látigo en mano, puso a todos los esclavos en movimiento.

—Isabel —le dijo a sus oídos Leonardo con voz melosa—, eres verdaderamente la mujer de mis sueños…

—¡Blas! —dijo impasible y autoritaria Isabel—, ¿ya bañaste el caballo?

Al momento corrió hasta donde estaba la bestia recién bañada por el mayoral y levantándole una de las patas pudo comprobar que se habían gastado demasiado las herraduras.

El mayoral, temeroso, se inclinaba detrás de la señorita, en tanto que Leonardo persistía en sus galanteos.

—Isabel, Isabel, nunca imaginé una mujer tan perfecta…

—¡Blas! —llamó otra vez Isabel al mayoral que por otra parte era su sombra—, recuérdale a los esclavos que el tambor sólo se podrá tocar el día de Pascuas y después de las seis de la tarde.

—Sí, mi niña —respondió temeroso el temible mayoral.

Leonardo fue a tomar a la joven del brazo, pero en ese momento ella corrió hacia el brocal del pozo donde varios esclavos sacaban agua tirando de un barril con una cuerda.

—¡Blas! ¿Tiene mucha agua el pozo?

—¡Mucha, muchísima! Señorita —afirmó optimista el mayoral.

—Veamos —dijo Isabel.

Y tomando ella misma la soga con la que los esclavos trabajaban, midió el nivel de las aguas y la profundidad total del pozo, haciendo luego un gesto de disgusto. Evidentemente el pozo no tenía la cantidad de agua que ella esperaba.

—¡Blas! —gritó impertérrita—. De hoy en adelante das menos agua a los negros y a las bestias… Por cierto, que sólo veo allá abajo a dos jicoteas de las tres que tiré allí la pasada semana para que purifiquen el pozo.

—Debe estar nadando en el fondo —dijo Blas temblando.

—Es posible —meditó brevemente Isabel—. Pero de todos modos mejor es comprobarlo. Tráeme la escalera.

De inmediato, el mayoral y varios esclavos se movilizaron y trajeron una larga escalera de cañamazo por la cual, sujetándose a las plantas parasitarias del brocal, comenzó Isabel su descenso profundo.

Los esclavos y el mayoral, todos temerosos, se asomaban al pozo, no preocupados por la vida de Isabel sino por las suyas: de faltar la jicotea la perderían.

Llegó la joven al nivel de las aguas, se zambulló y comprobando que el animal descansaba en el fondo salió rápidamente a la superficie prosiguiendo su escrutinio.

Con velocidad y disciplina realmente admirables y siempre seguida por Blas y Leonardo contó una por una las matas de café y todos sus granos; también, los granos arrancados que se oreaban en los secaderos, haciendo luego el cómputo general; así mismo contó también los jazmines del Cabo, que se abrían nacarados y olorosos, y cada planta del jardín y los frutos de esas plantas. Luego, con una cesta, recogió los huevos que habían puesto las gallinas durante su ausencia; inventarió cerdos, aves, carneros y demás animales domésticos, y metiéndose entre las colmenas contó uno por uno los panales de miel así como las abejas útiles destripando con los dedos a las inútiles. Finalmente, al mediodía, la cesta llena de huevos, se tiró bocarriba sobre el mullido césped para tomar su breve y programado descanso. Ésa fue la oportunidad que aprovechó Leonardo para hacer su confesión amorosa.

De lejos se escuchaban los gritos o cantos de los esclavos. Por el cielo cruzaban numerosas gallinas de Guinea.

—Isabel —dijo el joven Gamboa—, desde hace mucho tiempo quería confesarte que te amo. Quisiera que fueras mi esposa. Realmente reúnes todas las virtudes…

—¡Me falta una! —gritó entonces Isabel verdaderamente desesperada.

—¿Cuál? —dijo Leonardo intrigado, y sorprendido por la franqueza de la muchacha.

—¡La pinta! ¡La guinea pinta! —exclamó Isabel poniéndose inmediatamente de pie—. ¡Las he contado a todas mientras pasaban volando por sobre nosotros! ¡Tiene que haber mil seiscientas seis gallinas de Guinea y sólo he contado mil seiscientas cinco! ¡Sí, la pinta es la que falta! ¡Algún negro debe habérsela comido! ¡Pero que se preparen! ¡Que se preparen! ¡Blas! ¡Blas!…

En menos de un minuto numerosas cuadrillas de negros y jaurías de perros amaestrados partieron hacia todas las direcciones del extenso cafetal con el fin de capturar —vivo o muerto— al ladrón de la gallina de Guinea pinta, la mejor ponedora, según decía Isabel, de cuantas gallinas de Guinea había en la finca.

Tan gran alboroto causó la búsqueda del ave y de su ladrón que Leonardo Gamboa desistió por ese día de hacerle su declaración formal a Isabel.

—Déjalo para cuando estén en el ingenio —le dijo don Cándido en el corredor—. Allí no habrá estos inconvenientes —y contemplando las cuadrillas de perros y negros que capitaneados por Isabel y armados hasta los dientes revolvían todos los arbustos, exclamó: ¡Realmente es una mujer extraordinaria!