El amor visto desde una cornisa

UN GUARDIACÁRCEL, que firma Soy su admirador desde mi cornisa (leyendo mis notas no se percibió de que los malandrines abrían un túnel para rajar), me escribe:

Hay que ser guardiacárcel para ver lo que yo veo desde mi cornisa, entre las dos luces de la tarde. ¡Altro que el Muro de los lamentos, de Jerusalén! A todo lo largo del murallón de la Penitenciaría Nacional, los reos de afuera, comienzan a llegar sigilosos y despreocupados. Desde el primer momento ya muestran una invencible tendencia a la sombra, porque buscan el amparo de los grandes árboles. Al rato viene ella, y en voz baja comienza el idilio. ¡Éstas sí que son aguafuertes porteñas! Dese un yiro por estos barrios y tendrá para su pluma motivos magníficos. Porque media hora después que se ha puesto el sol la primera pareja se ha multiplicado, y bajo cada árbol, ella y él se toman las manos, y las voces de casorio llegan hasta mi cornisa. Es una platea.

Ahí tiene un tema para sus aguardientes. Los reos de adentro y los reos de afuera. Los que están entre las cuatro paredes ansían la libertad, y los que están afuera buscan de meterse entre las cuatro paredes del matrimonio. ¡Qué humanidad!

¿Se dan cuenta?

Ahora me explico cómo en la Penitenciaría Nacional los enjaulados pueden abrir un subterráneo y tener pistolas Malincher y, casi, casi, tiempo para instalar un tercer subterráneo entre el calabozo y la ciudad. ¡Qué diablos! Si los guardiacárceles se pasan el tiempo oyendo los suspiros de abajo, y aguzando los ojos en mirar lo que no debían mirar, es claro que le minan el subsuelo.

Pero, ante todo, una pregunta: ¿Cómo es que lo han admitido a usted de guardiacárcel sabiendo escribir? Yo me había formado al respecto una idea rara. Creía que los guardiacárceles eran una especie de brutos fenomenales que no tenían otra misión que pasarse el día abriendo los ojos como platos. Recuerdo que cuando estuve en la cárcel (de visita, entendámonos, no preso), cada guardiacárcel me examinaba de pies a cabeza como si trajera en los bolsillos un bastimento de limas o de explosivos. Yo andaba allí como perro en cancha de bochas. Perdido y amedrentado. La mirada de cada guardiacárcel me hurgaba, no los bolsillos, sin también la conciencia. Me sentía revisado y desnudado muchas veces en un minuto. Los mismos presos me examinaban curiosamente, como diciendo: vos sos un candidato para este palacio. ¡Diablo! Cuando salí de allí el aire me parecía más limpio y puro, y el sol más lindo. Y eso que el director de la cárcel había tratado de convencerme de que él era como un padre para los presos, y éstos como unos hijos, un poco diablones, a los que había que tratar severamente, pero con cariño. Se lo regalo.

La muralla

Amor a la sombra de una muralla. Yo creo que son dos personas las que perciben una gran emoción frente a una muralla; las primeras son los abogados y escribanos. La idea le pertenece a Anatole France. Si no me equivoco, Anatole en El anillo de Amatistas hace que un procurador, que había permanecido impasible frente a todas las bellezas que encerraba un castillo, se emocionara midiendo el espesor de una muralla. La seca alma curialesca del individuo, alma pasada por todas las cribas de la ley y exprimida por todas las prensas de los superiores tribunales, se enternece y dulcifica frente a la muralla, cuyo grosor helado garantiza el poder de la ley.

Y los segundos que aman las murallas, son los enamorados. Aquellos que no tienen una moneda para meterse en una confitería o en otra parte. Porque los barrios que tienen esas franjas de murallas son solitarios, se prestan a todo los concurrentes de esa soledad necesitan.

Claro está que es más poético un árbol. Pero a falta de pan, buenas son tortas. Y la ventaja de los paredones de la Penitenciaría consiste en que están arbolados al frente. ¿Qué más pueden pedir los que sienten el horror de la luz y de las miradas indiscretas?

Además es, quizá, la única utilidad que prestan las murallas. Si no sirvieran para eso, habría que demolerlas por antiestéticas, por todos los horribles pensamientos que sugieren, por toda la tristeza que infiltran en el alma de los desdichados que caminan a su lado en las horas calurosas. Es, quizá, para lo único que sirven. Para proteger el amor de pobre gente, el amor que no tiene salas ni pianos y que se alimenta de una única realidad: el momento presente.

Salir y entrar

Me gusta el pensamiento de este guardiacárcel, que debe ser casado:

Los que están entre cuatro paredes ansían la libertad, los que están afuera buscan de meterse entre las cuatro paredes. (Amigo, usted no merecía ser guardiacárcel.) ¡Qué humanidad! El que está adentro quiere salir, el que está afuera quiere entrar. Así es el hombre. Y fíjese qué cosa curiosa ocurre con el gato. El gato, cuando una puerta está abierta, coloca medio cuerpo afuera y medio adentro. Y no se sabe si quiere entrar o salir. El hombre, mucho menos prudente que el gato, toma siempre una actitud determinada. Y tomada quiere anularla. En realidad, filosóficamente conversando, el hombre es un animalito que nunca sabe lo que quiere o lo que no quiere. Si le dan lo que pide, lo desprecia; si se lo niegan, llora; y, en realidad, se pasa la vida entre estos dos tormentos, queriendo entrar, si está afuera, queriendo salir, si está adentro, y desesperándose siempre que ha conseguido lo que se proponía con su voluntad.

Y aunque el problema parezca simple, no lo es. Tan graves enigmas encierra, que un señor escritor, el conde de Tolstoy, escribió a este propósito qué debe hacerse. Si usted me pide que le conteste a la anotada pregunta le contestaré: Cierre los ojos y tírese al foso.

(El Mundo, 4 de diciembre de 1929)