Los reos y el fantasma

TODOS LOS REOS en La Paternal están en la gloria. Tienen ya un motivo para no acostarse antes de las cinco de la madrugada, con el grave pretexto de vicharlo al fantasma que apareció en la calle Maturín y San Blas y que le pegó un susto de órdago a un chanchero que todavía sigue enfermo de la impresión.

¡Qué barrios, mi madre!

Un callejón de barro con zanjas de dos metros. Fango negro. Charcos lívidos de agua. Cielo plomizo. Puentes de madera. Casas que se recortan como siluetas de alquitrán. Cacareos de gallos. En las esquinas, grupos de vagos, masas de sombras. Un patio con un farol encendido bajo los descarnados brazos de un parral. Allí pernocta el fantasma, según rumores.

Al lado, un potrero, con bardal de madreselva. En el bardal un buraco. Por ese agujero el fantasma sacó un cuchillo. Y, al ver el cuchillo, el chanchero, que pasaba pensando en los perros que faenaría, para confeccionar sus morcillas, recibió tal jabón que casi se muere de la «paura».

Frente a la propiedad donde la trabaja de espectral algún vivo ensabanado, se pasea melancólico el dueño de la casa. Chiquito y con gorrita. No sé quién me pasa el chisme:

—El trompa quiere que se le muera la mujer para quedarse solo con la casa.

Otro, con una preciosa fragancia de vino (treinta y cinco el litro) se deschava:

—Mi hermano casi se quedó tartamudo del canguelo.

El que suscribe:

—Y ¿sale o no sale el fantasma?

El fragancioso:

—Y, si ustedes están aquí, no sale. ¿Por qué no rajan para la esquina? La otra noche quiso descrismarlo al vigilante con una botella. Y el botón salió vendiendo almanaques.

¡Qué barrios, qué nenes, mi madre! El que menos, aquí trabaja de quinielero.

Se me acerca un tipo. Dice con el mismo énfasis que se hubiera anunciado Luis Catorce:

—Soy Roberto Terragno, el Pibe San Martín. Se aproxima otro, deschavándose por el estilo:

—Soy Juan Casanova, el Pibe Chacarita.

Los dos a un tiempo:

—Nosotros lo vamos a informar. ¿Pone nuestro nombre en el diario?

—Si no les dan la cana… lo pongo…

—Bueno… aquí los vigilantes están asustados con el fantasma. La otra noche el fantasma le tiró con una botella al payuca.

Salta un vigilante más flaco y espiritado que un doble astral y que, por lo visto, es amigo de estos fiacas. Dice, medio retobado:

—Che… no todos los vigilantes somos «cartones» como ese payuca ¿sabes?

Abrazos de conciliación entre los cofrades.

El Pibe Chacarita agrega a la información, señalando la casa iluminada donde aparece el fantasma:

—A mí no me vengan con grupos. ¿Saben lo que hacen en esa casa? Le dan de tomar agua al perro con una manguera.

Me muerdo para no largar la carcajada:

—¿Y qué tienen que ver el perro y la manguera con el fantasma?

—¡Cómo qué tienen que ver! ¿Dónde ha visto Ud. que le den de tomar agua al perro con una manguera?

El Pibe San Martín agrega, terminante como si hubiera formado parte de un concilio ecuménico contra la brujería:

—En esa casa hay una que la labura de «espiritista». A mí no me engrupen. Fíjese que el otro día, sale un tipo que vive ahí y dice: Yo soy medio «sicólogo» o algo por el estilo. Eso quiere decir que él está medio coló ¿no?

Yo no puedo menos de exclamar:

—Esto es un plato, muchachos.

El Pibe San Martín:

—Nosotros queríamos entrar en la casa y darle un pesto a todos. O subir a la azotea, porque el fantasma se corre de un lado para otro y con una fariñera así. (A modo ilustrativo, el susodicho Pibe San Martín abre los brazos, y no parece que tratara de representar las dimensiones de un fariñera sino las de un sable de abordaje).

—Y ¿hace muchos días que el fantasma yira por aquí?

—Ocho días. Si le digo… el chanchero casi se muere del susto. Está enfermo. Ni cuando la señora tuvo familia salió rajando como la noche que el «coso» se asomó por el buraco con la cuchilla.

—Y ¿no se le conocen medios de vida al fantasma?

—Eso es lo que hay que averiguar ¿ve? A nadie se le ocurrió.

Relámpagos en el horizonte. La voz de una menor que grita: Josesito… vení a dormir, Josesito.

Caen algunas gotas de agua. Los esquenunes permanecen impávidos en las esquinas. Parecen brigadas de asaltantes. Los charcos refulgen lúgubres en sus platos de fango. Las casas parecen siluetas de alquitrán sobre el achocolatado plomo del cielo. El fantasma no aparece por ningún recodo. El Pibe San Martín y Chacarita, en un aparte, me dicen:

—Oiga… no se vaya a olvidar de poner nuestro nombre en la crónica ¿eh?…

Hasta los orres apetecen de inmortalidad.

(El Mundo, 29 de julio de 1932)