Responso para el pobrecito

Tengo el honor de comunicarles que ha fallecido nuestro común compañero Juancito el Cascador que, como yo, andaba padeciendo persecución de justicia por las sierras de Córdoba. Siempre consecuente con sus altos principios democráticos, antes de fallecer le encajó una pateadura a su mujer, y me encargó que lo saludara a usted y que le pidiera que no lo olvidara en alguna de sus notas, porque él siempre lo leía y estimaba y tenía a mucha honra decir en el cuadro quinto que era amigo suyo. De manera que, esperando que no nos falle, reciba un saludo de su viuda llorosa y de su amigo que no lo conoce, pero que lo almira. Suyo de usted, Leiva, alias El Goruta.

Responso

Yo no procederé como procedió San Pedro, que lo negó tres veces a Jesús antes de que el gallo cantara. No. Yo no negaré mi amistad con Juancito el Cascador, hombre de pro, de copetín, de asalto y emboscada.

¡Cuánto padeció el pobrecito en su vida terrestre! ¡Cuánto! Sólo le queda a uno el consuelo de pensar que en el cielo le serán recompensadas sus virtudes y sus magnanimidades. Nunca conocí tan gran ladrón como él. No, nunca.

Salió una vez a la calle llevando a cuestas un colchón. Hurto en una colchonería. Iba el cuitado que se veía y se deseaba, porque el grandísimo bulto era de aquellos que se denominan de cama camera.

Un vigilante lo filió y lo detuvo, inquiriéndole el origen de la montaña que llevaba a cuestas. Y entonces, el grandiosísimo bellaco contestó, haciéndose el ingenuo:

¡Dios y la Virgen me valgan! ¡Con razón que yo sentía un peso en la espalda! Y no sabía lo que era. ¿Se da cuenta agente qué personas mal intencionadas hay por allí, que la cuelgan estas cosas en el lomo, sin que uno se dé cuenta?

El vigilante no sabía si matarlo o levantarle una estatua.

Además de ortivador de mercadería, era cuentero, furquista, carterista, estafador, descuidista, campana, reducidor en los tiempos de ocio, y para distraerse, circulador de moneda falsa.

Decía el bendito:

Yo no soy como esos pretenciosos enemigos del trabajo que creen que pierden el honor o la dignidad porque abandonan la especialidad. No. Un hombre honrado se aviene a todo.

Salvo estos detalles, era el mejor hombre del mundo. Pavoneaba una performance de setenta entradas; y cuando penetraba al cuadro nadie se atrevía a negar que no fuera un caballero.

Muy redicho y escogido para hablar. Contrariamente a esos groseros que utilizan el lunfardo en la conversación o en su mala literatura, hablaba utilizando términos pulidos, gastaba sus citas y me decía:

Roberto Arlt, un escritor jamás debe deshonrarse escribiendo en populachero. Deja eso para la chusma del Cuadro Quinto. Toma ejemplo en mi persona y serás respetado e irás muy lejos.

Él lo llamaba ir muy lejos llegar hasta Ushuaia, y yo no me atrevía a contradecirle, porque según él, todo hombre que no había invernado en el presidio era indigno de llevar tal nombre.

Salvo sus pretensiones académicas era un tigre para el escabio, la biaba, el asalto y el raje.

Tenía un puñetazo perforante. No condice semejante violencia con la dulzura de su tactilidad. Tocaba una llave y luego dibujaba las guardas de memoria. Aunque fuera Yale. A propósito de dicha virtud, él siempre decía:

Siempre me llamaron a su regazo las artes plásticas.

Disparaba como un gamo y bebía como un hipopótamo. Después del séptimo copetín, argüía antes de pedir la octava vuelta:

Es necesario preparar el estómago para merendar.

Pedido

Pasó así la mitad de su vida, tratando de esquivar el lugar donde se pasaba la otra mitad. Padeció porque es de cristiano y de bueno padecer. Ya lo dicen las Sagradas Escrituras, que al hombre bueno, el Altísimo le depara rigurosas pruebas. No las rehuyó jamás. Conmovía y ejemplarizaba verle con cadenas ser conducido a la comisaría. No parecía un ladro, sino un apóstol en manos de sayones.

Cuando entraba por el portal de la seccional, se quitaba como un devoto el sombrero y poco faltaba para que se persignara.

Era bellaco, hipócrita, taimado y sutil. Él decía que era su patrona Nuestra Señora de la Merced, y barajaba teorías criminológicas y lombrosianas. Se decía predestinado para el crimen, y el día que no cometía una truhanería, citaba un pensamiento de Marco Aurelio.

Murió en su ley. Me recordó, y su evocación me honra tanto como un prólogo de Leopoldo Lugones o un estudio crítico de Manuel Gálvez.

Creo, y como yo deben creerlo todos los que tienen un cristiano corazón, que San Pedro no se atreverá a negarle la entrada en el paraíso.

Mi espíritu elevado anhela una vida mejor, decía después de darle el golpe de furca a un lonyi, que por la noche se le cruzaba en la vereda.

Que el Señor lo tenga en su santa paz, que es de varones el equivocarse.

(El Mundo, 26 de enero de 1932)