I - La llegada del mundo

El nuevo planeta se observó por vez primera en la noche del 4 de octubre de 1966, según informó el Observatorio de Clarkson, situado cerca de Londres. Unas horas después los observadores de Washington lo vieron también; y aún más adelante fue encontrado e identificado como desconocido por una de las placas fotográficas del gran telescopio refractario de Flagstaff, Arizona. No fue visto por observadores de Table Mountain, Cape Town, ni por el observatorio cercano a Buenos Aires, puesto que el planeta se hallaba en los cielos del Norte.

Se hizo una breve reseña del hecho en los informes de los Reporteros Reunidos al día siguiente, y los diarios insertaron unas cuantas líneas en sus páginas sobre ello. Nada más.

Yo dirigí el asunto. Mi nombre es Peter Vanderstuyft. Tenía veintitrés años en aquel otoño de 1966 y era un reportero de los servicios de radio, adjunto a las oficinas centrales de la ciudad de Nueva York. El asunto no significaba nada para mí. Era el principio —el significativo y diminuto principio— del más terrible período de la historia de la Tierra; pero yo lo ignoraba. Se lo pasé a Freddie Smith, que se encontraba conmigo en la oficina aquella noche.

—La plana mayor de papá ha encontrado una nueva estrella... ¡Maravilloso! —dije.

Pero la pecosa cara de Freddie no contestó a mi sonrisa. Por primera vez sus pálidos ojos azules se mostraron solemnes.

—El profesor Vanderstuyft me telefoneó desde Washington hace un rato. Parece algo extraño.

—¿Qué es lo extraño?

Sonrió ante mi curiosidad periodística.

—No. Tu padre dice que venderías el alma por una noticia. Cuando tengamos algo importante que anunciar al mundo, ya te lo diremos.

—¡Anda y vete a envolver una chispa eléctrica! —le respondí.

Sonrió de nuevo y volvió a estudiar sus interminables pruebas —lo llamaba su «principio termodinámico»— para un nuevo motor de rayos calóricos. Mi padre lo apoyaba económicamente en lo referente a las patentes y el modelo de trabajo. Freddie era el ayudante de mi padre en el observatorio de Washington, pero ahora se encontraba en Nueva York de permiso trabajando en los preliminares de la fabricación de su modelo.

Esto ocurría en octubre. Yo estaba terriblemente ocupado. Había surgido un caso de asesinato muy sensacional y me enviaron a Indiana para hacer el reportaje. Una mujer había matado a su marido y a un par de niños, pero existía la impresión de que iba a ser absuelta.

Era una hermosa mujer y buena oradora. Estaba sacando todo el partido posible de la nueva ley sobre la libertad de expresión y, desde la cárcel, radiaba pequeñas charlas al público todas las noches.

Pasó octubre y luego noviembre, y yo aún no había podido volver a Nueva York. Freddie vivía allí, en mis habitaciones, muy ocupado con su invento; mi padre estaba ocupado en Washington y mi hermana Hulda se hallaba en Puerto Rico, de visita en casa de nuestros amigos los Cain. Nuestro plan —o sea, el de mi padre y mío— era reunimos con Hulda y los Cain en Puerto Rico para las Navidades.

Mi padre dejaba su puesto en Washington para hacerse cargo de la Real Oficina Holandesa de Astronomía, que acababa de terminar un observatorio en el extremo sur de Chile, donde se iba a instalar el mayor telescopio del mundo. Freddie Smith iba con él de ayudante y la Asociación de Reporteros Reunidos me había nombrado su representante, para residir allí también.

Sin embargo, ninguno de estos planes salió bien. Las Navidades se aproximaban y yo todavía estaba en Indiana ocupado con aquella maldita asesina locutora. Mi padre me envió un telegrama diciendo que estaba demasiado ocupado en Washington para marcharse.

Durante todas estas semanas habían aparecido noticias sobre el nuevo planeta, despachadas por el equipo de mi padre en Washington y por la mayoría de los observatorios del Hemisferio Norte. Mi padre tiene un carácter extraño. Nuestra sangre holandesa nos hace flemáticos, callados y prudentes. Estas características se aplican mejor a él que a mí. Es un auténtico científico, juicioso, de modales tranquilos y nada propenso a juzgar nada o a emitir una opinión decisiva, sin tener ante sí todos los datos pertinentes.

Por eso, durante todas esas semanas, ni Hulda en Puerto Rico ni yo en Indiana recibimos comunicación alguna con respecto a las cosas tan sorprendentes que estaba descubriendo. Como él mismo dijo al final, ¿para qué nos iba a preocupar antes de estar seguro? Como el público en general, yo me fui enterando de las cosas gradualmente. Una noticia aquí y otra allá, cada vez más insistentes, a medida que pasaban las semanas, pero refugiadas aún en las páginas interiores, dejando sitio al apasionante juicio por asesinato.

Me acuerdo de alguna de estas noticias. El planeta se acercaba a la región de nuestro sistema solar con extraordinaria velocidad. Un planeta de la magnitud cuarenta. Luego se dijo que de la treinta. Pronto el planeta se hizo perceptible a simple vista. Recuerdo haber leído un informe, no mucho después del descubrimiento, en el que se decía que su espectro estaba formado por luz solar (es decir, de la misma naturaleza que nuestro propio espectro). ¡Luz solar reflejada! No se trataba de una estrella gigante, distante e incandescente, que brillaba con luz propia. No estaba lejos ni era grande, sino que estaba cerca y era pequeño. Tan pequeño como la propia Tierra, y ya se encontraba dentro de los límites de nuestro sistema solar. Un globo oscuro, como la Tierra, o la Luna, o Venus, o Marte. Oscuro y sólido, brillando solamente por el reflejo del sol.

A mediados de diciembre, en un Congreso de Astrónomos celebrado en Londres, este nuevo mundo fue bautizado con el nombre de «Xenephrene». Mi padre viajó a Londres en un avión correo y allí leyó el trabajo, que luego se haría famoso, en que sugería el nombre y daba sus cálculos de la órbita del nuevo cuerpo celeste. Se trataba de la declaración más importante que se había hecho y, en una de las ediciones del periódico, salió en primera página. A mí me ordenaron que le dedicara nueve minutos de emisión.

Xenephrene había venido girando como un cometa desde las regiones llenas de estrellas del espacio exterior. Se presumía que, como otros cometas, daría una vuelta alrededor de nuestro sol y se alejaría luego de nosotros para siempre, debido a su órbita hiperbólica.

Se había podido observar en el espacio del Hemisferio Norte y había cruzado la órbita de la Tierra por el lado opuesto al Sol. Le dio la vuelta al Sol —en diciembre—, pasó entre las órbitas de Mercurio y de Venus y se suponía que luego partiría.

Pero, de acuerdo con los cálculos hechos por mi padre acerca de los elementos de su órbita, ¡no parecía que fuese a partir! Su órbita se había convertido en una elipse —una elipse casi circular, como las de Venus y la Tierra—. Un nuevo planeta. ¡Un mundo absolutamente nuevo se unía a nuestra familia solar! Un mundo solamente un poco más pequeño que Venus y la Tierra y mayor que Marte y que Mercurio. Un planeta interior, cuya órbita se encontraría entre las de la Tierra y Venus.

Con esta fecha, 20 de diciembre —siguiendo el informe de mi padre—, Xenephrene entraba en su órbita elíptica y la Tierra le precedía. Xenephrene podía verse ahora en el cielo —cualquiera que se molestase en mirar podía verlo—. No estaba a más de treinta millones de millas de nosotros. Una nueva estrella matutina y vespertina, que muchas veces brillaba más que Venus.

¡Vedlo! ¡Xenephrene, el magnífico! Durante semanas se había hecho visible en su errática carrera cuando, desde las grandes e ignotas regiones del espacio exterior, se acercaba a nuestro campo visual. En los meses de octubre y noviembre aparecía demasiado cerca del Sol —y aún demasiado lejos— como para constituir un espectáculo. Yo vi, a principios de diciembre, justo antes del amanecer, una especie de estrella matutina que se alzaba en el cielo por el Este; un punto de luz púrpura y brillante, que lucía como un gran rubí oriental en el pálido gris-azulado del amanecer.

¡Xenephrene, el nuevo mundo! Me quedé mirándolo y una ola de romanticismo me envolvió. Un nuevo, extraño, misterioso y hermoso mundo. En varias ocasiones, durante aquellos terribles y angustiosos días, que pronto alcanzarían a todos los habitantes de la Tierra, pude recordar mi fugaz sentimiento romántico de la primera vez que vi a Xenephrene. ¡Misterioso globo romántico! También podía haber añadido... ¡siniestro!

No supe hasta más tarde lo que los científicos pensaban y hacían en aquellas semanas de diciembre de 1966 y enero de 1967. Ocultaron a la gente sus temores, sus vacilaciones y sus incesantes esfuerzos para verificar las incipientes sospechas de la verdad, hasta que se hizo público —el 10 de febrero de 1967— el descubrimiento culminante de mi padre.

Aquellas Navidades fueron muy deprimentes para todos nosotros. Me parece que por todo el mundo se iba extendiendo un sentimiento de ominosa depresión. Cualquier catástrofe inminente, a pesar de no haber sido anunciada, tiene que extender, inevitablemente, su sombra premonitora. Sé que me encontraba deprimido, lejos de mi padre y de Hulda, solo en Indiana, trabajando; y mi padre estaba demasiado ocupado como para permitir el que me reuniera con él.

La carta de Hulda desde Puerto Rico también fue deprimente.

«Hace un invierno espantoso, Peter. Hace mucho frío. ¡Imagínate, ayer tuvimos 12° en Puerto Rico! La señora Cain dice que ya podíais guardar vuestras heladas ráfagas del Norte para vosotros.»

Trataba de ser chistosa, pero también Hulda se hallaba deprimida durante esas Navidades.

Fue un invierno espantoso. Extraordinariamente frío en todas partes. Los periódicos lo venían comentando desde hacía un par de semanas. Bajo cero alrededor de Nueva York y a través de Indiana hasta Chicago. Toda una sucesión de días grises, de nevadas, de tardes oscuras, en las que el crepúsculo parecía adelantarse increíblemente. Después de las ocho de la mañana todavía estaba amaneciendo.

En realidad, el tiempo era tan anormal que la prensa debió ocuparse cada vez más de él. Incluso en Navidad, Canadá sufría constantes temperaturas por debajo de cero, las cuales llegaban a veces hasta Virginia, con intensas nevadas. Florida padeció en diciembre la mayor helada desde 1888. El daño causado en los cultivos de fruta fue enorme. Sobre las Indias Occidentales pasó una ola de frío sin precedentes.

En toda la zona templada del Norte sucedía lo mismo. En cambio, desde Sudamérica nos llegaban noticias totalmente distintas. El verano en Río y Buenos Aires era inusitadamente caluroso. Ciudad del Cabo nos informaba de una ola de calor anormal; Australia y Nueva Zelanda sufrían una temperatura sofocante.

Había, además, otros efectos extraños. Por ejemplo, nuestros días invernales eran insólitamente cortos. No se podía calificar de fantasía; eran hechos reales. Del Hemisferio Sur nos llegaban noticias opuestas: los días se hacían interminablemente largos; el ocaso y la puesta del sol se extendían hasta muy tarde.

Me pareció extraño que nuestra Asociación de Reporteros Reunidos nunca lanzase a las ondas mención alguna de esta situación; que nunca hubiera informes científicos autorizados sobre ello. Desde luego, los científicos podían determinar con exactitud si nuestro Sol se levantaba o se ponía a su debido tiempo. ¡Claro que podían! Podían y lo estaban haciendo con exactitud rigurosa; pero, como supe más tarde, existía una censura gubernativa a escala mundial sobre todo este asunto.

La censura se levantó aquel memorable 10 de febrero de 1967, en que mi padre hizo su asombrosa declaración al mundo.

El 9 de febrero terminó mi trabajo en Indiana. La asesina resultó absuelta entre aplausos y contento general. Pero el veredicto únicamente compartió los honores de la primera página con el nuevo planeta Xenephrene. El nuevo mundo se había estado acercando a la Tierra constantemente; ahora se encontraba sólo a unos veinte millones de millas de nosotros. Un magnífico espectáculo. Un punto de luz purpúrea que brillaba cercano al Sol. A simple vista tenía un tamaño doble al de cualquier estrella.

Aquella tarde del 9 de febrero Freddie me llamó desde Nueva York. Jamás había oído en su voz tal tono de extraña solemnidad.

—Peter, tu padre quiere que vengas a Washington inmediatamente.

—¿Qué pasa? —pregunté yo.

—Nada. Quiere vernos a ti y a mí. Ven a Nueva York a reunirte conmigo; sal hoy mismo. ¿Lo harás?

—Sí —contesté—. Afortunadamente ya he terminado aquí.

—Te esperaré en tu casa. Si estuviera en tu lugar no vendría en avión, con tormentas como las que hay. Vendría en tren, que es más seguro.

¡Lo encontré tan solemne! No estaba en el carácter de Freddie Smith el preocuparse por la seguridad. Era más temerario que nadie. Pero tenía razón en lo de los aviones. La mejor manera de llegar a Nueva York entonces era tomándoselo con calma.

Durante una semana entera todo el Oeste de los Estados Unidos se había visto atrapado por una formidable ventisca. Los trenes estaban detenidos: la intensidad del tráfico y el espantoso tiempo habían sido demasiado para los aviones de pasajeros. Todos estaban llenos y algunos no habían podido pasar, quedándose atrapados por la tormenta a la mitad del camino. Pero ya estaban limpiando las vías del tren y el servicio mejoraba.

—Te veré mañana —le prometí a Freddie.

—Sí —me dijo—. Tengo sitio para ti en el «Congressional». Ven, si puedes.

Conseguí llegar y tomamos el «Congressional» de Washington. Nueva York tenía un aspecto inusitado esa tarde gris y oscura en que nos marchamos. Podía haberse dicho que era una ciudad canadiense bloqueada por la nieve. Caía una tuerte nevada de manera silenciosa: copos blancos, puros, blandos y espesos.

El viento norte de los días pasados había cesado. La nieve caía casi verticalmente entre los desfiladeros formados por los edificios. Como no había viento la tarde parecía menos fría. Freddie y yo pasamos ante un termómetro de la calle, en la esquina donde fuimos a esperar el taxi que habíamos llamado. La temperatura era de 35° bajo cero.

Freddie se apercibió de mi expresión y me dijo:

—Este no es el frío de Nueva York. Este es el frío del Norte. ¿Aprecias la diferencia?

Nuestro taxi, con sus cadenas tintineando, bajó por Broadway y cruzó hasta la estación. Una blanca sábana, hecha de nieve apelmazada, cubría las familiares facciones de Broadway enterrando las cunetas, nivelando las calles y las aceras hasta crear una sola superficie blanca.

En los escaparates, casi tapados por enormes pilas de nieve, residuo de la tormenta de la semana anterior, los propietarios desconsolados miraban bajo la sombra producida por los pasos elevados para peatones. Las tres de la tarde. Las luces empezaban a encenderse, transformando con sus reflejos la blanca pureza de la nieve en un color verde pálido espeluznante.

La gente parecía tomárselo con aire de fiesta: pasaba entre los ventisqueros contenta, profiriendo gritos de alegría y corriendo entre ellos. Pero en mí no había alegría alguna. «El frío del Norte», había dicho Freddie. Sus palabras me produjeron un vago escalofrío.

—¡Mira allí!

Freddie señaló al segundo nivel de la calle 42. A la puerta de unos grandes almacenes donde la gente entraba y salía, había un enorme anuncio de luces eléctricas movibles que informaba de que allí se podía adquirir el equipo invernal canadiense. Mientras observaba, un hombre vestido con chillonas ropas de franela salió por la puerta de los almacenes. Portaba —según pensé— algún anuncio publicitario. Llegó con sus esquíes hasta el nivel de los peatones, se colocó en la postura adecuada y bajó esquiando con gracia hasta el nivel principal de la calle, entre los gritos y aplausos del público.

Los humanos nos acomodamos rápidamente a las nuevas circunstancias y, digan lo que digan los pesimistas, el instinto humano es el de reírse.

Sobre una pequeña tienda situada en una bocacalle, ahora intransitable debido a los montones de nieve, vi un anuncio en lienzo con la antigua broma escrita: «Sea el tiempo frío o caliente, hemos de soportarlo, queramos o no. Compre aquí sus polainas para el Ártico.»

Aquel 10 de febrero, la ciudad de Nueva York pensaba que todo aquello era un chiste muy gracioso.

Freddie y yo teníamos un compartimento en el «Congressional». Sabíamos que sería casi la medianoche cuando llegásemos a Washington. Freddie se tiró sombríamente sobre el sofá, como si estuviera dispuesto a dormir todo el trayecto, a no ser que pidiésemos la cena.

Freddie tenía en aquel momento veintisiete años. Siempre me había caído bien, a pesar de que, tanto física como temperamentalmente. éramos tipos bastante opuestos. Yo soy típicamente holandés: bajo y ancho, de complexión fuerte y rechoncho, pero no gordo. Mi tipo es —según dijo Freddie en una ocasión— parecido, en líneas generales, al de un joven percherón. Y —como también observó en una ocasión— tengo la flemática parquedad de palabras de los holandeses, lo que a veces me hace parecer hosco.

Freddie, no mucho más alto que yo, resultaba esbelto por su delgadez: pero era fuerte. He luchado con él y recuerdo que se retorcía y escurría como una anguila, con un vigor sorprendente. Era un muchacho de pelo rubio-arena, con los ojos azul pálido y la cara pecosa; casi siempre sonriente, solía hablar con rapidez, de manera ágil.

Su mente no era solamente despierta, sino también incisiva. Tenía inclinaciones científicas y era un excelente matemático. Había descollado en el trabajo astronómico desde el principio. Según mi padre, no tenía competidor en la medición de las delicadas variaciones de las estrellas y, además, era capaz de estar sentado todo el día con esos tediosos problemas matemáticos, de carácter rutinario, sin cansarse.

Lo observé mientras estaba tumbado en el sofá de nuestro departamento. Era absolutamente anormal, dado el modo de ser de Freddie, el que estuviese tan parco en sus palabras.

—Sea lo que fuere eso que va a decirme mi padre, veo que te pesa muchísimo — comenté.

—Sí —replicó bruscamente, y añadió—. Me ordenó que no dijera nada y así lo hago.

Encontré en mi padre la misma solemnidad. Eran las once cuando, después de cruzar las nevadas calles de Washington, llegarnos a nuestra casa. Mi padre nos saludó en la puerta, intentando vanamente sonreír.

—Entrad, chicos. Habéis tenido suerte de llegar. Hola. Frederick. ¿te has traído el modelo? Bien, ahora le echaremos una ojeada... Hola, hijo; tengo entendido que estuviste ocupado con una asesina.

Cuando entramos en el despacho y, después de quitarnos los abrigos, cambió rápidamente de actitud. Nos sentamos y él permaneció de pie, frente a nosotros, empezando a dar vueltas, inquieto, por la pequeña habitación circular, como indeciso en cuanto a la manera de comenzar lo que había de decirme.

—Peter —dijo finalmente—. Pensarás que es extraño no haberte dicho nada a ti de esto..., de esta catástrofe que se acerca al mundo.

Mi corazón dio un brinco. Sin embargo, eso no era para mí una sorpresa. Me había ido dando cuenta de todo progresivamente, durante semanas. Un fragmento aquí, otro allá, como las piezas de un rompecabezas que, sin añadir nada nuevo, ponían en orden sus palabras hasta hacer que mis presentimientos se convirtiesen en realidad. Hablaba rápidamente, haciéndome frente con sus cuadrados y macizos hombros, en tanto que sus oscuros ojos me envolvían en una sombría mirada...

—Era inútil preocuparte, hijo mío. o asustar a Hulda; no podríais haber hecho nada. Además, estamos todos juntos metidos en esto: todo el mundo... Han levantado la censura. Ha llegado el momento en que es mejor para todos saber este hecho inevitable. Peter, podrás darle la noticia a tu organización y al mundo esta noche. La más amplia publicidad... Aquí tienes esta declaración mía y de mi equipo...

Se calló bruscamente, pareciendo darse cuenta de la incoherencia de sus palabras, luchando por dominar sus emociones y decírmelo todo tranquilamente. Cogió una silla y se sentó frente a mí, sonriendo a Freddie. Entonces encendió un puro.

Pero sus dedos temblaban. En aquella época tenía sesenta años, un aspecto imponente y sólido; la cara bien afeitada; la mandíbula cuadrada; ojos inquietos y oscuros; cejas espesas, de un color entre negro y gris, y una mata de pelo gris-acero. Era un orador autoritario, rápido; pero no esta noche. Nunca le había visto tal aspecto de viejo, casi macilento; y el blanco de sus ojos, normalmente claro y despejado, estaba inyectado en sangre.

Lo comprendí mientras hablaba. Las pasadas semanas, llenas de ansiedad; las noches en blanco, observando por el telescopio, siguiendo a Xenephrene, el mundo nuevo; mirándolo venir a formar parte de nuestra pequeña familia solar. Noches de observación y días de incesantes cálculos de la cambiante órbita de Xenephrene, mientras éste rodeaba al Sol y se colocaba entre nosotros.

Imaginé a mi padre observando, al principio, con interés, con sorpresa, con asombro; luego, con un miedo incipiente ese fenómeno. Pensé en las apresuradas conferencias con otros científicos. Recordé que había estado tres veces en Londres y que una vez había ido a una conferencia de astrónomos celebrada en el Observatorio de Chan, en el Tíbet.

Posteriormente se produjeron las conferencias de los científicos con los Gobiernos mundiales, momento en el que se implantó la censura. Mi padre volvió a su puesto para observar y calcular los cambios diarios en la salida y puesta del sol. Hasta que, por último, la verdad se hizo demasiado patente. Podía pronosticar el futuro con certeza matemática; debía levantarse la censura e informar al mundo.

La voz de mi padre volvió a escucharse, ahora con su viejo tono dominante:

—Hemos de decírselo al mundo, Peter. No podemos, no nos atrevemos a ocultarlo por más tiempo. La verdad sobre este nuevo planeta Xenephrene... Te daré todos los detalles técnicos, los tengo aquí —agitó ante mí un paquete de papeles mecanografiados—. Tu oficina puede prepararlos en la forma que desees. La venida de Xenephrene, su masa tan cercana a la nuestra, está alterando nuestra Tierra. Tú lo sabes. Todo el mundo lo sabe instintivamente, aunque no se den cuenta o no lo entiendan.

—El clima... —comencé a decir, y el latido de mi corazón estuvo a punto de asfixiarme.

—Sí, el clima y nuestros días invernales, tan extrañamente cortos. Todas estas condiciones tan anormales que se nos han venido encima este invierno. Xenephrene nos ha afectado astronómicamente sólo de una manera: la inclinación del eje de la Tierra está variando. ¿Sabes lo que quiere decir eso? ¿Puedes explicárselo al público?

—Sí, puede —estalló Freddie— y lo hará.

¡El eje de la Tierra! Las estaciones; el invierno, el verano, el clima, los días y las noches cambiando... ¿Cambiando para siempre? Por un momento aquello pareció no ser nada. Pero luego me resultó demasiado sorprendente, excesivamente irreal para comprenderlo.

¿El orden básico de todas las cosas, desde tiempos remotos, habría de cambiar ahora? Mientras oía sus bruscas y rápidas explicaciones la cabeza empezó a darme vueltas.

El eje de la Tierra se estaba moviendo lentamente de manera que, en un momento dado, el Polo Sur estaría justamente frente al Sol y allí se estabilizaría. Esto ocurriría el próximo día 5 de abril. Nuestras nuevas estaciones, nuestro nuevo año astronómico comenzaría en esa fecha.

—¿Te das cuenta de lo que eso significará, Peter? Cuando el Polo Sur apunte al Sol se creará una zona tórrida en el Hemisferio Sur. El gran continente Polar Antártico brillará con inusitado esplendor tropical. La Patagonia, el estrecho de Magallanes, Australia, las provincias federadas del Cabo, el extremo sur de Chile y la Argentina, todo eso será trópico. Seis meses así, con los días largos, interminables, en los que el sol no se pondrá nunca. Y, luego, de nuevo el invierno. La nueva zona templada estará en nuestro Ecuador y no será demasiado templada. La nieve y el hielo alternarán con meses de calor asfixiante y todo el Hemisferio Norte tendrá seis meses, que comenzarán en abril, de una oscuridad total y de un frió terrible.

Su voz se alzó con una especie de poder terrorífico.

—¡Ah, ah! Estás empezando a darte cuenta de lo que eso representará para nosotros. Nuevas estaciones, con nuevos períodos de día y noche. Mediodías brillantes en el Polo Sur. En el Norte, medianoche oscura, silenciosa y helada. La oscuridad se tenderá como un frío y negro sudario sobre nuestro Hemisferio Norte. Nuestras mayores ciudades están aquí, Peter: Londres, Nueva York, París, Berlín, Tokio, Pekín: todas a 40° ó 50° de Latitud Norte. Todas estarán enterradas durante meses en la oscuridad de la noche ártica.

Su risa adquirió un tono un tanto frenético.

—Muchos piensan que es una broma este extraño invierno que se nos ha presentado. En Nueva York están empezando a tomarlo como si se tratase de un carnaval invernal canadiense. Será muy divertido mientras dure y luego vendrán la primavera y el verano, porque siempre ha ocurrido así; pero esta vez, Peter, la primavera y el verano no vendrán.

El invierno se hará cada vez más frío; por el momento no han visto nada más que su aspecto carnavalesco, pero el frío del norte tiene mandíbulas. Es un monstruo horrible, un monstruo cuyo aliento helado es la muerte. Está allí arriba, acechante, dispuesto a abalanzarse sobre nosotros. Ahora está en Canadá, en el norte de Asia y en el norte de Europa.

Muchos se ríen actualmente en Nueva York porque se hace de noche tan pronto. Es divertido jugar con la nieve en un crepúsculo tan prematuro. Pero dentro de una o dos semanas no se reirán más. La bendita luz del Sol casi se habrá acabado para Nueva York. ¡Los días se harán cortos, cada vez más cortos, hasta que llegue a no haber día en absoluto!

¡Nuestras inmensas ciudades del Norte completamente enterradas en la nieve, el hielo y la oscuridad del invierno polar! ¡Nos enfrentamos a la más grande catástrofe de la historia del mundo: ningún poder de la Tierra puede ayudarnos a eludirla, porque es inevitable!