V - El sonido escarlata

La tarde del 3 de marzo el Ministro de la Guerra nos llamó a Freddie y a mí. En su despacho provisional nos presentó a una docena de altos funcionarios, de aspecto grave, que estaban sentados alrededor de una gran mesa, en una habitación fría y mal iluminada. Se hallaban convencidos de que había estado en Puerto Rico, con mi padre, hacía poco tiempo, y querían más detalles, que yo, como testigo presencial, podía darles para completar la sumaria información que se les había enviado sobre la cautiva de Xenephrene.

Yo no había estado en Puerto Rico, de manera que no pude decirles nada; pero permanecí en la reunión junto con Freddie. Deseaban que este último les hiciese una demostración de su invento; el Ministro de la Guerra se rió con una risa hueca y nada alegre.

—¿Ves, jovencito? Estamos en tal situación que casi podría decirse que nos estamos agarrando a un clavo ardiendo.

El funcionamiento interno de un Gobierno no es conocido por la gente en general; gente que oye hablar de conferencias militares y graves decisiones oficiales, que se hacen públicas con calma y dignidad en épocas de crisis nacional. Por lo tanto, la gente se imagina que son hombres de gran inteligencia, que discuten juiciosa y tranquilamente problemas de procedimiento y que toman sus decisiones con la precisión de una máquina insensible, incapaz de cometer errores.

No es así; o por lo menos yo puedo asegurar que no fue así esa oscura tarde del 3 de marzo, en el Ministerio de la Guerra de los Estados Unidos, en Miami.

Estos hombres eran muy humanos. La mayoría de ellos estaba sin afeitar, con el pelo alborotado y los ojos rojos; aturdidos, fatigados y dudando de toda posible acción; intentaban hacer lo mejor posible, sabiendo que se jugaban el bienestar de millones de personas. Durante semanas se habían visto acosados por una situación de desastre sin precedentes. Ante este último embate, de que invasores de otros mundos aterrizasen en la Tierra para atacar lo que en otro tiempo fuera la mayor de nuestras ciudades, estaban materialmente destrozados.

¡Muy humano, desde luego! El Ministro de Marina mascaba furiosamente la colilla de un puro y se soplaba las manos, maldiciendo el frío de vez en cuando. El Ministro del Aire servía café al otro lado de la mesa, empujando un montón de papeles para que cupiesen las tazas. Un señor de mediana edad, cargado de espaldas, macilento, que recorría la habitación, era el Presidente.

—¡Como para agarrarnos a un clavo ardiendo! —insistió el Ministro de la Guerra.

En un momento de silencio pude percibir, a través de la puerta abierta que comunicaba con la habitación contigua, el ruido del timbre de los teléfonos y el sonido de los aparatos de radio y televisión.

—¡Cerrad esa puerta! —dijo el Ministro agriamente, añadiendo más tarde—: ¿Ha traído usted el modelo, Smith? Póngalo aquí sobre la mesa y háblenos de él.

Freddie abrió el aparato y dio una breve explicación de lo que denominaba su principio termodinámico. Aunque había pensado adaptarlo a un motor de diseño revolucionario, su modelo no era sino un pequeño proyector.

—¿Proyector de qué? —preguntó el Presidente irritado. Freddie contestó:

—De calor, señor. Se lo probaré. Se trata de un modelo a pequeña escala, pero capaz de demostrar mi idea.

No querían que Freddie les diese detalles técnicos, por lo que se limitó a explicar que el aparato convertía una pequeña chispa eléctrica en una nueva forma de calor irradiado.

—Se trata —dijo Freddie— de un calor de propiedades completamente distintas a las del común. Se mueve; irradia, por la difusión de sus electrones, de una manera más parecida a la luz que al calor. A gran velocidad, posiblemente a más de cien mil millas por segundo.

Abrió el aparato. Se trataba de un caja metálica plana y pequeña, curvada, como para ser adaptada al pecho de un hombre, provista de un disco semejante a un pequeño electrodo, que se colocaba sobre la piel. Freddie puso su pecho al descubierto y lo sujetó con unas correas.

—Utilizo el pequeñísimo impulso eléctrico que proporciona el cuerpo humano y lo amplío, desarrollo y almaceno en una pila.

Los cables del generador llevaban una cajita, que Freddie abrió para mostrarla a los presentes. Era una caja de bobinas con una fila de tubos amplificadores. La introdujo en su bolsillo, dejando libres los cables que conducían a la pila y al proyector. Estos formaban parte de la misma pieza. El proyector era una especie de pequeño embudo metálico, con un gatillo; ante la boca de éste había una red de alambres. Estaba provisto de un mango metálico muy largo dentro del cual estaba la pila en que se concentraba la carga.

—Son electrones de calor a presión —dijo Freddie. Alguien contestó:

—¡Demuéstranoslo!

Freddie instaló una pantalla al otro lado de la habitación. Se trataba de una pantalla aislante que detenía el rayo calórico de manera que no estropease la pared. Los hombres se hicieron a un lado. Freddie, al cabo de un instante, que pasó dedicado a generar y concentrar la carga, levantó el cañón. El aparato silbó ligeramente. Del proyector salió, en forma de luz, un rayo opaco de color violeta, que se estrelló contra la pantalla, situada a unos veinte pies de distancia, formando una especie de círculo amplio y fluorescente. En la oscuridad de la habitación parecía agua fosforescente que se estrellase al alcanzar su objetivo y se disipase después, como una niebla que se desintegra. Freddie gritó:

—¡Peter, pon algo en medio!

Yo cogí una hoja de papel y la puse con cuidado al alcance del rayo. Se encogió, ennegreció y comenzó a arder. Después puse un lápiz y éste se derritió hasta la mitad al levantarlo.

Freddie apagó el aparato y dijo:

—Esto es todo, señores. Con un modelo a gran escala emplearíamos una corriente de alto voltaje para el impulso original en lugar de la corriente eléctrica del cuerpo humano.

El Presidente preguntó:

—¿Hasta dónde llega ese rayo?

—¿Este o el de un proyector a máxima escala? —preguntó Freddie.

—¡Este! ¿Por qué habla de lo que no tiene?

—Unos diez metros, señor; tal vez más, si lo concentro y consigo que no se disperse. Digamos unos trece metros. Pero, a esa distancia, no alcanzaría gran temperatura.

—¿Como cuánta?

—Doscientos grados Fahrenheit.

—¿Y en el cañón?

—Unos mil doscientos.

—¿Sólo un radio de acción de diez a trece metros?

Todos estaban desilusionados. El hombre que estaba a mi lado dijo:

—Este aparato no nos vale en la presente situación, señores. Pero, en el futuro... Saben ustedes, yo no diría sino que este muchacho ha encontrado algo parecido a lo que deben usar nuestros enemigos.

La puerta de la habitación contigua se abrió y un hombre dijo:

—Davies ha comenzado ya su vuelo. Casi los tiene a la vista. ¿Quieren ustedes que traiga la pantalla? Está sucia y estropeada, pero...

—Tráigala —dijo el Presidente—. Apaguen la luz, y usted, señor Smith. retire su invento. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. Ha sido muy interesante.

Freddie recogió el aparato apresuradamente. Las luces de la sala de conferencias se apagaron. Sólo el reflejo azul que penetraba a través de la puerta la iluminaba. Unos hombres trajeron el televisor, provisto de una pantalla de medio metro cuadrado, y la colocaron sobre la mesa. Todos nos agrupamos ante ella; la puerta de la habitación donde estaban los instrumentos se cerró. Estábamos en la oscuridad, excepto por la radiación plateada que, mezclada con golpes de vivida luz, venía de la pantalla.

Pronto me enteré, por los murmullos que a mi alrededor se producían, de lo que pasaba. Los invasores habían aterrizado en la orilla oriental del congelado río Hudson, cerca del suburbio de Tary Town. Xenephrene se encontraba en el punto más cercano a la Tierra, lo que había originado, sin duda, la invasión. Xenephrene nos estaba pasando. A partir de hoy la distancia entre ambos mundos se agrandaría.

Podía deducirse que los invasores habían aterrizado la noche del 28 de febrero. Había estado nevando sobre Nueva York toda la semana, pero aquella, había sido una noche clara. Los informes señalaban que se había visto descender del cielo una gran bola plateada; más tarde se observaron desde la Tierra extraños rayos de luces de colores, moviéndose lentamente hacia el Sur, y se oyeron ruidos extraños.

Las informaciones eran confusas. Esa última ventisca había cortado las comunicaciones de Nueva York con el resto del Mundo, por completo. No había prácticamente transportes; ningún cable quedaba en pie; las estaciones de radio y televisión del área no funcionaban.

No podía saberse cuánta gente quedaba en la isla de Manhattan; con toda probabilidad muy poca. Era una ciudad desierta, congelada, enterrada bajo la nieve; sus grandes edificios, convertidos en monumentos de pasada grandeza. Hacía más frío del que los científicos habían previsto; no se podía llegar a Nueva York más que en trineo tirado por perros o en los nuevos aviones árticos que se estaban construyendo. Y, de éstos, había muy pocos.

¡Guerra contra los invasores de Xenephrene!

Los boletines informativos del Gobierno habían asegurado al público que se mantendría a estos invasores bajo control; se les atacaría; se les impediría que avanzasen hacia el Sur y pronto serían exterminados. No se sabía cuántas bajas nos habían causado; pero era evidente que sus intenciones eran hostiles. Un avión de refugiados había pasado cerca de sus extrañas luces y se contaban confusas historias acerca de cómo se fundía y desaparecía la nieve bajo la luz roja, acompañada de extraños ruidos. ¡Eran noticias carentes de sentido, pero espantosas!

Lo que quedaba del Imperio británico nos ofreció ayuda desde su capital, situada al norte de África. Estaban construyendo los aviones árticos; el Gobierno francés, desde su cuartel general en Túnez, se preparaba para emprender de nuevo la marcha hacía el Sur, hacia el Sahara, y nos ofreció ayuda en mensajes radiados; Chile y Argentina, aunque estaban agobiados con los nuevos problemas que el calor tropical les presentaba, querían ayudar si les era posible.

Se trataba de magníficos gestos; pero que en realidad significaban poco. Hasta el momento no se había hecho nada. Un puñado de nuestros aviones se había aventurado a acercarse a Nueva York y no se había vuelto a saber de ellos, desde entonces. Ahora, un inmenso avión ártico, bajo el mando de un tal Davies, hacía un vuelo experimental, equipado con la artillería aérea más moderna, con muchas de las armas científicas; otro avión, mandado por el famoso Robinson, le acompañaba. Robinson llevaba el misil de más largo alcance de todas las épocas. Su objetivo consistía en tratar de situarse sobre el enemigo, mientras Davies, con su sistema de retransmisión, informaría de la mejor manera posible de la situación.

Era esta intentona lo que íbamos a presenciar. Nunca he estado presente en una escena tan dramática como la que tenía lugar en la pantalla o en la habitación, a mi alrededor. En la oscuridad, la luz plateada de la pantalla apenas si iluminaba las figuras tensas y agrupadas de los más altos funcionarios de nuestro Gobierno.

¡Nada de reposadas y juiciosas conferencias! Solamente hombres cansados, anhelantes, helados de frío, que escuchaban y miraban conteniendo la respiración, mientras el corazón les latía apresuradamente.

La imagen de la pantalla se nubló por un momento; al cabo de un instante se aclaró de nuevo. Pude ver las estrellas frías, heladas, en un campo azul negruzco. Más abajo, el panorama de la nieve blanco-grisácea, que brillaba a la luz de las estrellas. Una vista del campo cubierto por la nieve. El buscador de imágenes estaba en el morro del avión de Davies, apuntando hacia abajo diagonalmente. Era una escena movida, con puntos de luz brillante. Alguien dijo:

—¿Qué es eso? ¡No conozco el paisaje!

—Long Island. Va hacia Nueva York. ¡Silencio! Vamos a conectar la radio —era la voz del Ministro de la Guerra—. Grant, nos había dicho usted que había establecido conexión...

Un hombre movía el minúsculo audífono al lado del espejo. Oímos el ronquido del motor y, más tarde, la voz de Davies, sin llegar a distinguir sus palabras, debido a la electricidad estática que dirigía el artillero, que estaba a su lado.

El Presidente dijo nervioso:

—¿Habéis establecido comunicación? Si precisamos dar órdenes, ¿dónde se hallan los otros aviones? ¿No está cerca el de Robinson?

Grant dijo:

—Sí, hace un momento se le podía ver. Davies va a volar sobre Nueva York. El cree que el enemigo está aún sobre Tarry Toón, o en el distrito de Yonker.

Me senté mirando al televisor, ¿media hora? ¿dos horas? No podría precisarlo.

Estrellas oscilantes; un bamboleante y mortecino paisaje blanco. Entonces el horizonte se hundió; las estrellas lo cubrieron todo. Davies continuaba ascendiendo. Por fin se niveló. Borrosamente, algo más abajo, pude ver la blanca configuración del estrecho de Long Island. helado, convertido en un bloque sólido, blanqueado por montones de nieve apilada; negro, a pequeños parches, donde el viento le había dejado desnudo. Una escena confusa, mareante, vertiginosa, pero a veces quieta y sorprendentemente clara, que entoldó toda la Tierra por un momento.

De repente, mientras el avión descendía, vi los grandes puentes sobre el río desde Long Island hasta Manhattan, del tamaño de un juguete. Puentes de juguete rotos, con montañas de hielo apiladas sobre ellos y cables colgantes. El viejo puente de Brooklyn estaba sesgado. Un bloque de hielo del río lo había hecho resquebrajarse en uno de sus extremos.

Era un mundo inmóvil. El río cubierto de enmarañados y quietos témpanos de hielo; hielo sobre la bahía inmóvil, con pesados barcos abandonados y prisioneros en él. Y la gran ciudad... toda ella congelada, carente de movimiento alguno.

Más tarde nos hallábamos sobre el bajo Nueva York. Los parques estaban oscuros, con blancas burbujas; las calles, como blancos desfiladeros; los grandes edificios, en el populoso distrito financiero, permanecían como piedras heladas. Davies descendió... Vi un gran edificio comercial en el que el sistema de cañerías debía haber estallado e inundado el edificio cuando aún guardaba algo de calor; la fachada era una enorme masa de hielo. El avión siguió descendiendo y sólo se hicieron visibles las estrellas.

Sobre el ronquido del motor y por el audífono, la voz del Presidente dijo:

—Pregúntale por Robinson. ¿Dónde está?

Entonces vimos el gran cuadruplano de Robinson con sus helicópteros plegados y la cabina colgando como una bala de plata bajo el ala más baja. Vino a situarse a un lado de nuestro campo visual y se dirigió al Norte, hacia la luz de las estrellas.

De repente oímos la voz de Davies: —Sobre Central Park, que está cubierto como un campo de nieve. En la ciudad baja parecía no haber luces... no se percibía señal alguna de que hubiese alguien. El enemigo está en campo abierto más arriba del distrito de Yonker, al Noroeste. ¡Miren! ¡Allí se ve la luz del enemigo ahora!

En el distante horizonte Norte, al fondo de la imagen, una apagada radiación roja se hacía visible... parecía un destello escarlata situado en el cielo. No el tono amarillo de una coloración refleja, sino un rojo puro... un rojo escarlata.

—Sangre —murmuró el hombre sentado a mi lado—. Es una mancha roja. La voz de Davies dijo:

—Seguiré observando a Robinson. Está ascendiendo.

Ahora corto mi conexión con ustedes, excepto la imagen y la onda continua del sonido. Lo verán y oirán todo mejor. Miren y oigan cuanto hacemos. Adiós a todos.

Su voz se quebró con un chasquido que denotó el corte de la conexión. El Ministro de la Guerra gritó:

—¡Grant, detenle! Tenemos que seguir hablando con él. Dale órdenes, adviértele. Este loco y temerario es capaz de hacer cualquier cosa para que veamos y oigamos.

Pero la conexión se rompió. Davies, con aquel ominoso y significativo «Adiós a todos», la había cortado.

La pantalla aparecía más luminosa y clara debido a su mayor potencia; el ronquido del avión se hizo más fuerte y, de repente, más débil. Fue cuando Davies lanzó sus amortiguadores.

En medio de este silencio percibimos un nuevo sonido. ¡El sonido del enemigo! ¡El sonido de aquella irradiación escarlata que estaba sobre nosotros en el cielo! Un quejido débil y lastimoso, que no parecía ser eléctrico. Era, más bien, el lamento de un animal gigantesco en peligro.

Lo escuché y me estremecí. Sé que todos los que estaban en la habitación tuvieron una sensación parecida. Una extraña sacudida espeluznante, como si el sonido en sí me afectase físicamente con sus vibraciones. Al principio era muy suave y lo percibía solamente a través del débil eco de la radio. A pesar de ello, sobre mis sentidos se manifestó como un sobrenatural y misterioso sentimiento de lo diabólico.

Los minutos transcurrieron. Mientras el avión volaba hacia el Norte, la mancha escarlata se extendía por el cielo. El quejido aumentó; se hizo más fuerte, convirtiéndose ahora en una miríada de suaves matices. Gritos, ruidos sordos, débiles, aéreos, aunque claramente perceptibles. Los quejidos cesaron; luego empezaron de nuevo. Una suave, pequeña palpitación... miríadas de sonidos extraterrestres, extrañamente anormales, mezclados a manera de contrapunto al quejido pavoroso.

Era la irradiación escarlata, que gritaba en la noche. La luz y el sonido se entremezclaban; ¿se trataba, acaso, de algún arma procedente de unas ciencias desconocidas, que los invasores de Xenephrene empleaban contra nosotros? Había algo mortal en el aspecto de aquel rayo escarlata y algo igualmente letal en el pavoroso sonido que partía la noche a su alrededor.

De esta manera pensaba yo cuando oí las tenues palabras del hombre que se sentaba a mi lado y susurraba hacia otro:

—¡Qué extraño! ¡Vanderstuyft dice que la chica de Xenephrene ve y oye las cosas que a los humanos se nos escapan! Esto es... los rayos infrarrojos son visibles y sus sonidos llegan hasta los oídos humanos. Misterioso...

Otro preguntaba:

—¿Son esas luces y sonidos sus armas? ¿Dónde está el avión de Robinson? El Ministro de la Guerra dijo:

—Silencio, está allí, ascendiendo... De nuevo se veía únicamente el cielo nocturno de color rojo sangre. Las estrellas brillaban como joyas rojizas, a través de la radiación. Entonces el avión de Davies volvió a ponerse horizontal de nuevo; vimos que los invasores estaban acampados en una franja nevada de algo que antes había sido campo abierto. Se trataba de un paisaje vacío, ondulado; las carreteras y las vallas se hallaban cubiertas por la misma inmensa capa de nieve. Solamente los árboles quedaban en pie, como palos desnudos agrupados.

En un espacio de forma oval, de una milla de diámetro, y en su parte más amplia, se levantaba el rayo rojo, como una barrera escarlata. Latía, pulsaba y aullaba desafiante.

A unos tres mil metros de altura los aviones rodeaban la radiación, a varias millas de distancia. El avión de Davies disparó un obús. Oímos el estampido seco y sordo; vimos cómo explotaba en un penacho amarillo cuando alcanzó el rayo escarlata, pero lo alcanzó en la parte inferior, donde las vibraciones sonoras eran aún demasiado intensas.

Los aviones subieron a mayor altura. Pudimos ver el de Robinson por delante y más cerca de la barrera escarlata. Probablemente trataba de volar sobre ella para lanzar una bomba y alcanzarla de lleno.

Desde tan gran altura se vieron otras luces sobre la nieve, dentro del espacio oval; eran pequeños puntos móviles, de un color vivido. El campamento del enemigo.

Davies se encontraba ahora a unos ocho mil metros y Robinson aún más. Con aquel frío mortal parecía imposible, pero seguían subiendo.

A esta altura la barrera escarlata era más fina. Me pareció, de momento, ver dónde terminaba; su quejido era más tenue, pero los pavorosos tonos sonaban todavía claramente.

—Está intentándolo —exclamó el hombre que se hallaba a mi lado.

La habitación se llenó de sonidos apresurados. Una silla fue echada hacia atrás, rechinando. El avión de Robinson se lanzó hacia la barrera.

Hubo un momento en que pensé que la había superado sano y salvo. Pude verlo claramente, corno la negra silueta de un pájaro manchado de escarlata. Pareció quedarse suspendido en el aire, sin movimiento, y entonces comenzó a caer; mientras caía, se expandió una especie de niebla de vapor negro, como una nave fantasmal negra que se distendía y desintegraba. No creo que haya llegado a tierra. Desaparecido, se desintegró hasta hacerse invisible y el monstruo escarlata no produjo sino una especie de aullido horripilante que daba cuenta de su destrucción.

Me estremecí; tenía frío, temblaba. Oí que alguien, cerca de mí, gritaba horrorizado:

—¡Davies se ha...! —y luego se contuvo.

La pantalla era una inmensa mancha escarlata, a través de la cual se veían puntos de luz en la Tierra. Davies se lanzaba hacia abajo a través del rayo rojo, que se extendió hasta que toda la imagen recogida en la pantalla no fue sino una mancha carmesí.

Las luces de la Tierra parecieron saltar, creciendo en tamaño al lanzarse el avión sobre ellas. La habitación se llenó de pavorosos y caóticos gritos. Estábamos en medio de la luz escarlata, que se rompió en millares de chispas, aullando, gritando, chillando. Tan sólo fue un instante, pero nos pareció toda una eternidad. Entonces la mancha roja se desvaneció; la habíamos cruzado. ¡Sí. cruzado, cielos, lanzándonos hacia la Tierra!

Vi que uno de los puntos de luz se había ensanchado hasta aparecer como un espantoso brillo verde sobre la superficie nevada. Allí había figuras humanas acortadas por la perspectiva en picado, hasta parecer enormes cabezas y pequeñísimos cuerpos. Formas humanas, hombres con el cuerpo semidesnudo sobre la nieve, reflejando el brillo verdoso. Había máquinas de guerra. También se divisaba un punto en que la nieve se había licuado y dejaba ver la tierra, las rocas desnudas y algo que brillaba como un charco de agua con hielo a su alrededor.

Sólo tuvimos tiempo de echar una ojeada, durante uno o dos segundos. Más tarde la escena se desvaneció, mientras el avión subía. La confusión de luces y sonidos se hizo más débil: se disolvió en la oscuridad y el silencio.

La pantalla quedó vacía, con la superficie plateada y lisa, mirándonos como si se tratase de un cadáver. Los altavoces se callaron.

El avión de Davies también se había desintegrado antes de llegar al suelo.

Esto ocurrió la tarde del 3 de marzo. Por la noche, mientras Freddie y yo estábamos en nuestras habitaciones, nos llegaron noticias de que una bola plateada de invasores de Xenephrene había aterrizado durante el crepúsculo en la costa venezolana: corazón de la región que nuestro Hemisferio occidental consideraba más apreciada.