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La niña ciega de Panamá

En el firmamento visible, que (de acuerdo con mis eruditos amigos sevillanos) no es sino el séptimo de una prolongada serie —los otros seis tienen como fin la recepción de los santos, los mártires y sus ángeles guardianes—, Dios emplazó muchos millares de estrellas. Algunas son grandes, otras de tamaño mediano y otras, en fin, tan pequeñas que sólo el ojo más agudo puede distinguirlas en la más clara de las noches. No obstante, como me aseguró una vez fray Junípero de Cádiz, que me enseñó doctrina católica en mi niñez, cada una de ellas está enumerada y registrada y titila con cierto destino divino.

—Si aun la menor de ellas se apagara, hijo mío —dijo—, pronto se observaría en la tierra una pérdida equivalente.

—Padre ¿qué moraleja debemos extraer de esto? —pregunté.

—Andresito, hijo mío —me contestó—, la moraleja es tan evidente como la nariz que tienes en medio de la cara. Aun el acontecimiento más insignificante que pueda parecer del todo acabado y terminado, proceda de una buena intención o de una intención aviesa, debe necesariamente, en el momento oportuno dispuesto por Dios, tener consecuencias para las personas que en él intervinieron: consecuencias en armonía con la cualidad de la intención; de la misma manera que las uvas son el fruto de la vid benéfica y el vilano levanta vuelo del cardo, alimento de borricos.

La doctrina filosófica de fray Junípero era tan memorable como severa su disciplina, y con esta particular conclusión suya yo he estado siempre en perfecto acuerdo. Puede decirse, por ejemplo, que todos los infortunios que ocurrieron durante el famoso y terrible viaje por los Mares del Sur, tema de esta historia, tuvieron su fuente y se dispersaron como el vilano del cardo al viento, en el cuento de la Niña Ciega de Panamá. Por tanto, narraré este cuento de manera cabal tal como lo oí, a pesar de la grosería e indelicadeza de su asunto, no para vuestro deleite (¡no lo quieran los santos!), sino —por una de esas paradojas amadas y utilizadas por los doctos— para vuestra edificación moral.

La mañana del cuarto día de abril del año de gracia de Nuestro Señor de 1595, en El Callao, el puerto de Lima en que residen los virreyes del Perú, me encontraba con dos compañeros en el combés de nuestra nave capitana, el San Gerónimo, un magnífico galeón de ciento cincuenta toneladas; y desde los topes de los mástiles que se alzaban sobre nosotros, dos pabellones reales de España y el pendón del general don Álvaro de Mendaña y Castro flameaban intrépidos a la brisa que soplaba desde tierra. Este celebrado explorador, noble de Galicia y sobrino de un ex señor presidente del Perú, había sido designado para comandar nuestra expedición por decreto real firmado de mano del rey Felipe II mismo. Nuestro destino eran las islas Salomón, que el mismo don Álvaro había descubierto hacía veintisiete años, pero que nadie había visitado desde entonces; nuestra misión, colonizarlas. Mis compañeros eran el valiente alférez Juan de Buitrago, veterano de muchas batallas, de pelo cano y cubierto de cicatrices, y Marcos Marín, viejo contramaestre aragonés, alto, de nariz aquilina y humilde actitud.

—Eso es muy cierto, don Marcos —estaba diciendo el alférez—. De algunas mujeres es imposible desembarazarse por más que uno lo intente. Recuerdo una ocasión en que era un joven soldado acantonado en Panamá en casa de un ebanista de Santander, hombre muy respetado cuyo nombre no he podido retener... Poco después de mi llegada, mientras estábamos sentados bebiendo, de jubón y camisa, me dijo gravemente: «Don Juan ¿puedo pediros un favor?»

»—Estoy por entero a vuestra disposición —dije.

»—Pues esto es. En un ático de esta casa vive una hermosa niña, una huérfana, que se pasa los días cardando e hilando lana. Es muy industriosa y eficaz en su trabajo; pero no puede hacer otra cosa, porque la pobre criatura es ciega. Esta niña anhela profundamente palpar vuestras armas y platicar con vos, porque su abuelo, que hace mucho la crió, estuvo al servicio del gran Pizarro y, aunque es un modelo de piedad, está siempre deseosa de escuchar historias de soldados y de la vida en los campamentos.

»—Negar a una huérfana ciega unos pocos minutos de mi largo día no sería caritativo por cierto —respondí—. Estoy dispuesto a complacerla en este mismo instante si os parece bien.

»Con esas palabras me puse en pie y, cogiendo en brazos todos mis pertrechos, dije:

»—Guiadme.

»Subimos a un recinto en el ático donde la niña estaba sentada hilando junto a la ventana abierta; y era sin duda hermosa, por las once mil vírgenes de santa Úrsula, con su pálida piel y su frente amplia como la de una Madona, sus cabellos resplandecientes, su cintura delgada y sus pechos redondeados. Mi anfitrión hizo las presentaciones y después de intercambiar unos pocos cumplidos y naderías, fue llamado a entender cierto negocio, y quedamos ella y yo solos.

»Pues bien, pidió primero autorización para examinar mi armadura; le di el yelmo, el peto y el faldar, que ella hizo resonar con las uñas y acarició con los dedos, admirando grandemente su ligereza y su resistencia. Luego cogió mi vaina veneciana y la palpó desde un extremo al otro; lanzó una exclamación de deleite ante la cinceladura de plata que, por cierto, es curiosamente complicada y graciosa —como podéis verlo por vosotros mismos, pues aquí está la vaina en cuestión—. Luego desenvainó la espada el ancho de una mano o dos y probó su filo con su pequeño pulgar —«¡Cortante como una navaja!», exclamó— y con los dedos siguió el curso de las finas incrustaciones toledanas en su canto. Examinó después mi daga mejicana y su vaina de cobre con tachones de turquesa. Luego, mi fiel arcabuz con su compañero; mi cuerno de pólvora y mi saco de balas. Todo gustó a esta pobre niña ciega más de lo que decirse pueda. Pero luego, luego...

Don Juan hizo una pausa y su cara, que hasta ese momento se había mantenido seria, asumió una expresión burlona en la que se mezclaban el triunfo y la vergüenza.

—¿Pero luego...? —lo animó el contramaestre.

«—Esto es en realidad todo, hija —le dije—. Aunque siento mucho desilusionarte, no tengo más que mostrar.» Pero, por más que se lo intente, no hay cómo desembarazarse de ciertas mujeres. Se me acercó y sus manos ansiosas me recorrieron todo, hábiles como las de un ratero napolitano, implacables como las de un capitán veneciano que registra a su cautivo turco en busca de joyas ocultas; y no tardó en asir algo con firmeza.

»—¡Ajá! —exclamó—. Mi valiente compañero ¿qué arma escondida es esta?

»—Quita tus manecitas de la despensa —dije yo—. Esa no es arma ofensiva: no es sino una morcilla escogida de Bolonia que cuelga de un gancho en previsión de tiempos de penuria.

»—¿Que cuelga? —preguntó ella sorprendida—. Pero ¡cuelga cabeza abajo! —Y agregó luego con el más profundo reproche—: Oh, noble don Juan, ¿mentiríais a una pobre niña ciega y huérfana por añadidura?

La intención del cuento de ningún modo puede considerarse edificante y su efecto fue del todo lamentable. En el preciso momento en que el alférez llegaba a la culminación, bajando la voz porque el padre Antonio de Serpa, el perspicaz capellán del vicario, se aproximaba, un bote bordeaba la embarcación y el coronel don Pedro Merino de Manrique ascendía trabajosamente a bordo. El contramaestre y yo estábamos tan absortos en el cuento, que no nos volvimos y, con los cantos y los gritos de los marineros acompañados del dueto de martillazos de los carpinteros, era excusable que la llegada del coronel escapara a nuestra atención; supusimos que se trataba de un bote de avituallamiento que había llegado cargado de fruta o quizá que el esquife habría sido enviado en busca de la ropa sucia.

El coronel llegó tambaleante a bordo, tres cuartas partes ebrio de chicha, el licor de maíz del Perú —porque era la festividad de Nuestra Señora de los Gozos—, resbaló en un charco de aceite, la vaina se le metió entre las piernas y salió disparado de cabeza a los imbornales; ni un segundo antes el contramaestre, aunque era un muy respetable anciano, prorrumpió en una sonora y ronca carcajada provocada por el cuento del alférez. También yo reí hasta que me saltaron las lágrimas, pues era joven y alegre y no ya tan devoto como cuando era acólito de fray Junípero.

—¡Por la sangre de Cristo! —gritó el coronel mientras trataba de ponerse nuevamente en pie apoyándose en el malecón y en un bastón que tenía todavía en la mano—. ¡Por la sangre y los clavos de Cristo!

El contramaestre exclamó medio ahogado:

—¡Cabeza abajo, por la milagrosa Virgen del Pilar, cabeza abajo! ¡Qué gracioso! ¡Jo, jo, jo!

Yo traté de alejarme en silencio. A decir verdad, no tenía derecho a estarme parloteando en cubierta en una mañana en que había tanto que hacer como aquella, pues sólo faltaban tres días para hacernos a la mar. Mi lugar estaba abajo, para vigilar la carga a medida que iba apilándose en la bodega: al mediodía debían llegar a bordo quinientas tinas de carne en salazón y cuatro toneladas de galletas, además de una tonelada de garbanzos, cincuenta jarras de vinagre y una tonelada y media de judías secas. Pero el coronel me ordenó volver con un bramido.

—¡Vos, señor, el de las mejillas hinchadas! ¡También vos os reísteis cuando resbalé y caí! —gritó—. Escabullirse y dejar que vuestros compañeros reciban todo el peso de mi cólera es por cierto la acción de un cobarde. ¿Sois una rata, señor, o sois un hombre?

Me quité el sombrero emplumado y le hice una profunda reverencia:

—Mi señor —dije—, no soy ninguna rata: soy el secretario asistente del general y vuestro muy humilde servidor. Pero me temo que habéis tomado erradamente al toro por las astas. Me reía de una historia graciosa que me contó el alférez y, dado que no vi la caída de vuestra señoría, no tuve ocasión, como tampoco habría tenido el atrevimiento, de reírme de vuestra señoría.

El alférez me prestó su apoyo con audacia:

—Lo que Andrés Serrano os ha dicho, señoría, es la entera verdad; si hubiera sido de otro modo, yo no habría vacilado en defender el honor de vuestra señoría.

El coronel nos dirigió a ambos una colérica mirada y lanzó luego una atronadora andanada contra el contramaestre, cuya cara todavía estaba surcada de sonrisas.

—En cuanto a vos, borracho aragonés, alta escalera vacilante y podrida ¿negaréis también que os reíais de mí? «¡Cabeza abajo, por la Virgen del Pilar, cabeza abajo!» ¿Negaréis que ésas fueron vuestras mismísimas palabras, perro embreado, hideputa?

El contramaestre no estaba acostumbrado a ser tratado de modo tan injurioso. Sus capitanes siempre habían confiado en él, sus tripulaciones le habían tenido aprecio y había envejecido al servicio del rey. Le era difícil soportar en silencio que el coronel lo vilipendiara delante de los marineros, a decir verdad, delante de todo el puerto de El Callao, porque don Pedro Merino tenía la más poderosa voz para convocar a una revista militar que haya yo nunca escuchado en mi vida. Mantuvo la calma, pero se acercó al coronel, hombre pequeño como un presumido pavo macho, y lo miró desde su altura con la cabeza gravemente inclinada. Luego dijo en su pésimo castellano, pues su lengua materna era una especie de francés de Languedoc:

—Con el mayor de los respetos a vuestra señoría, no me estaba refiriendo a vuestra desafortunada postura, sino a la de una magnífica morcilla de Bolonia que figuraba en el cuento del alférez; y me agradaría pensar que oí mal a vuestra señoría hace un momento y que los denuestos que pronunciasteis se referían a la misma morcilla en cuestión y no al contramaestre del San Gerónimo.

El coronel, aunque comprendía que se había puesto en ridículo, estaba demasiado bebido como para beneficiarse de la oportunidad de la honorable retirada que el contramaestre le ofrecía. Irguiéndose en todo su metro y medio de dignidad, rugió:

—¡El diablo se lleve a vuestra magnífica morcilla de Bolonia! ¿Esperáis que crea tan barata mentira? Os reísteis de mí, basura del establo de un asno, camello de cabeza casposa; en lugar de tocar el silbato para anunciar mi llegada a bordo con el respeto debido a mi rango y mis honores, os reísteis de mí, ¡de mí, don Pedro Merino de Manrique y Castellón, el coronel designado por el mismo virrey para mandar las tropas de esta expedición! Lo que es todavía más, mi caída, en la que me habría podido quebrar las dos piernas, fue consecuencia de vuestra poco marinera desidia. Mis pies resbalaron en el aceite derramado en cubierta por vuestros marineros bellacos.

—Creed lo que a vuestro humor plazca creer, pero séame permitido recordar a vuestra señoría que no es costumbre en navío real alguno que un oficial militar, por exaltada que esté su posición, insulte a un contramaestre, salvo con autorización y en la presencia del capitán del barco; y aun en ese caso, no en presencia de la tripulación. Humildemente pido perdón por no haber señalado con silbato la llegada de vuestra señoría a bordo, pero al llegar en un momento inoportuno y sin anuncio de tambores, como lo hicisteis, estuvisteis a bordo en un instante. Además, aunque profundamente lamento la caída de vuestra señoría, no me es posible disculparme como la persona responsable de ella, pues mis hombres no han manipulado vasijas de aceite. Si buscáis satisfacción, vuestra queja debe dirigirse con mayor oportunidad a doña Ysabel, señora del general, cuyos sirvientes han estado llevando aceite a popa, donde se encuentra su despensa privada.

—¡Oh, dulce santa Bárbara y toda la clamorosa artillería del cielo! —explotó el coronel—. ¡Si no es esta una insolencia a la que sólo la muerte puede poner remedio!

Llevó la mano al pomo de su espada y por cierto habría partido al contramaestre como a un cochinillo mamón, si no me hubiera abalanzado junto con Miguel Llano, secretario del general, y no le hubiera sujetado la muñeca, mientras el padre Antonio y el alférez se llevaban apresuradamente al contramaestre.

No podíamos retener mucho tiempo a este enfurecido oficial, que se debatía y juraba y nos escupía a la cara como una llama, pero el contramaestre había escapado bajo cubierta antes de que el coronel pudiera desembarazar su espada y se lanzara al ataque tras él vociferando tan fuerte como un moro en un día festivo.

Doña Ysabel se encontraba en el alcázar observando la escena que se desarrollaba abajo con cara impasible, pero sus ojos azules brillaban como estrellas bajo la corona de sus cabellos de color del trigo. Al aproximarse al castillo de proa dirigiéndole el respetuoso saludo al que la hacían acreedora su belleza y su alcurnia, el piloto principal, don Pedro Fernández de Quirós, que se encontraba a su lado, me hizo señas de que aguardara; supongo que deseaba interrogarme sobre el origen de la pendencia. Yo obedecí y no pude evitar oír lo que doña Ysabel le decía:

—Nuestro coronel es hombre de severidad más que corriente. Si este es el modo en que piensa afirmar su posición en el curso de todo el viaje, puede que quizá, por supuesto, llegue a buen término, aunque me parece sumamente improbable.

Pedro Fernández sacudió la cabeza apenado.

—No puedo sino estar de acuerdo con vuestra señoría —dijo—. Sólo deseo que pueda recibir una advertencia antes de que sea demasiado tarde.

—Y ¿por qué no? —contestó ella con ligereza—. Cuanto antes mejor.

El coronel, al descubrir que su presa había desaparecido bajo tierra, envainó la espada y se dirigió hacia el castillo de proa, todavía echando fuego y humo. Doña Ysabel lo llamó desde lo alto.

—¡Vaya, coronel! ¿Qué le ha dado esta hermosa mañana? ¿Qué salvaje insecto se os ha metido bajo el jubón? Por la violencia con que os comportáis se diría que algo os ha picado en un sitio vergonzoso que no os atrevéis a rascaros. Pero escuchadme, señor: si mi marido llega a oír de lo sucedido esta mañana, entiendo que no será muy de su agrado enterarse que los oficiales de su barco son tratados con contumelia e insultados con un lenguaje más propio de la boca del amo de un burdel que de un coronel al que se le ha encomendado una misión real; especialmente cuando la ocasión que desató vuestra cólera ha sido de peso tan ligero.

El coronel se volvió a medias cuando doña Ysabel empezó a dirigírsele. Luego hizo una mueca como la de un colegial y lanzando el pulgar por sobre el hombro, preguntó en alta voz insolente al sargento que lo asistía.

—¡Vaya, válgame Dios! ¿Qué tenemos allí en la toldilla?

Esta chabacana réplica fue causa de que el piloto principal interviniera en la disputa. Estaba indignado y con buen motivo.

—Mi señor —dijo—, en ausencia del general, a mí me incumbe recibir el insulto que habéis dirigido a la virtuosa doña Ysabel, de tan alto linaje. Más os valdría pedir su perdón públicamente; porque todos nosotros la respetamos, no sólo como la señora del general, sino como la flor y nata de la femineidad de las posesiones de ultramar de Su Muy Católica Majestad.

—¡Teneos de la lengua, portugués insolente! —rugió el coronel—. No dirigí a doña Ysabel insulto alguno. Mi observación se dirigía a la fabulosa morcilla de Bolonia que colgaba cabeza abajo, aunque, por mi honor, no sabría distinguir entre ambos extremos de la morcilla, y no a mujer alguna, menos que menos a la distinguida señora del general. Pero no vacilo en insultaros a vos, como conviene a la inferioridad de vuestro rango y situación. Comprended, cabeza hueca, que yo soy el coronel y que si navegamos juntos en esta embarcación, yo soy quien la comanda en línea de batalla, y si me place ordenaros que la gobernéis al encuentro de una roca ¿qué? Contestadme, perro ¿entonces qué? ¿Obedeceréis mi orden?

El piloto principal le dirigió una réplica cortés:

—Cuando ese momento llegue, vuestra señoría, haré lo que parezca de mayor oportunidad, pero el caso es hipotético y dudoso. Tal como están las cosas, no reconozco superior alguno en asuntos navales con excepción de su excelencia el general, a cuya encumbrada señora, aunque pretendéis no haber insultado, cuando menos no habéis tenido las pleitesías que todo hombre bien nacido debe a una noble dama. El general me ha designado para el gobierno de esta nave y para que actúe como su capitán en tanto él controla los movimientos de la flotilla en su conjunto; cuando llegue a bordo, como confío que hará pronto, antes que este escándalo se vuelva más grave, debe definir el alcance de mis poderes en caso de surgir conflicto de autoridad entre vuestra señoría y yo. Pero podéis creerme cuando os digo, sin juramentos ni increpaciones, que si es vuestra meta convertiros en amo y señor de todas las tierras que esperamos descubrir, renunciaré a mi designación en seguida antes de estar a las órdenes de un oficial tan pagado de sí y con muestras de tan escasa discreción.

El coronel hizo una señal al sargento.

—Sube al púlpito, amigo —dijo—, y tráeme a ese predicador portugués tan parlanchín. Tengo intención de trazarle en el cuero el tatuaje del diablo con este mi bastón.

El sargento saludó, se llevó el arma al hombro y se puso en camino de mala gana hacia el alcázar; pero antes de que pudiera ejecutar sus órdenes, dos de los hermanos de doña Ysabel, el capitán don Lorenzo de Barreto y el alférez don Diego de Barreto, se precipitaron con las espadas desenvainadas, pues se les había advertido de lo que estaba sucediendo. Don Diego arrancó al sargento de la escalera cogiéndolo por una pierna, lo pateó en la cubierta y lo lanzó sobre el coronel, que volvió a dar por tierra. Luego subieron al encuentro de su hermana y cada cual le besó una de sus manos con deferencia antes de volverse hacia el piloto principal y palmearle las espaldas.

—Señor —dijo don Diego—, quizá no seáis sino un portugués, pero por el modo audaz y honorable en que habéis defendido a nuestra hermana contra la grosería de ese pedante adobado, merecéis ser español. Nuestras espadas estarán siempre a vuestra disposición si en el curso de este viaje tenéis alguna vez necesidad de ellas.

Pedro Fernández les agradeció con suma seriedad y les aseguró que valoraba su buena voluntad más allá de toda medida.

—No obstante, señores míos, jamás consentiría adherir a una facción en una empresa que sólo obtendrá un buen éxito si una perfecta unanimidad existe entre los que la sirven.

Doña Ysabel sonrió con agrado al piloto principal, que era un hombre apuesto, de altura más que corriente, esbelto aunque musculoso, de claros ojos grises y una barba corta y rizada; estaba por entonces en el trigésimo sexto año de su vida. Cuando se excusó alegando el apremio de sus tareas y le besó con ceremonia la mano, ella dijo en una voz en la que no estaba ausente cierto intencionado filo:

—En cuanto a lo que os dije hace unos minutos, amigo mío: estoy ahora convencida de que es contra la voluntad de Dios y enteramente imposible que los fines del coronel tengan la menor fortuna.

Doña Ysabel era una gallega hecha y derecha y, dado que había tenido ya antes un íntimo trato con ese pueblo audaz, empecinado, exclusivista, firme y reservado, cuyo linaje es tres cuartas partes suevo y una demoníacamente aborigen, me hice involuntariamente la señal de la cruz y pensé: «La vida de ese borracho no vale un maravedí si viaja en compañía de doña Ysabel.»

El piloto principal descendió desde el alcázar y, cogiéndome con afecto del brazo, me dijo en tono apremiante:

—Andresito, por amor de los santos, ayúdame a reparar este daño. Lleva al coronel abajo a sus aposentos y trata de que recupere la sobriedad por cualesquiera medios que te plazcan, pero procura seguirle la corriente como si fuera una duquesa con ictericia; y asegúrate de que se recobre antes de que el general llegue a bordo.

Al caer contra la borda de babor, el coronel había perdido el conocimiento. El sargento lo había apoyado contra un rollo de cuerdas que estaba a popa del palo mayor y le sostenía la cabeza magullada con ambas manos. Entre la multitud que miraba boquiabierta, divisé a nuestro barbero y lo llamé; juntos llevamos abajo al coronel, quien vomitó un buen cuarto de bebida. Luego el barbero le practicó una sangría, de modo que pronto pudo sentarse en su litera lo bastante sobrio, pero débil y en estado sumamente confuso. Cómo en el fondo no era mal intencionado, oímos que exclamaba repetidamente:

—¡Ay, ay! ¡Si sólo todo esto no hubiera ocurrido! —Y en una ocasión dijo con un gruñido—: Pero, en nombre del cielo ¿qué podía hacer? Esos cerdos no me dejaron una retirada honrosa de la posición a la que me habían obligado. Debieron haber tenido en cuenta que me había bebido un pellejo de chicha y que no había que contradecirme; debieron haberme tratado con mayor consideración. De los oficiales no se me da un rábano, pero haberle faltado el respeto a una señora de alta alcurnia, que es además joven y bella, y la mujer del jefe de la expedición... ¡Dios, eso es una catástrofe!

En su alma caballeresca sentía profunda vergüenza y, después de aliviar sus magulladuras con un emplasto y fortalecer su sobriedad con unas copas de una bebida turca muy caliente, se vistió con sus mejores ropas —pues las que tenía puestas se le habían manchado de aceite y alquitrán en la caída— y se dirigió a la cabina principal para ofrecer sus disculpas a doña Ysabel, pero comprobó que ésta había bajado a tierra.

La Fatalidad, como el Amor, dicen los poetas, es ciega; pero, por lo mismo, sus dedos son tanto más sutiles, como los de la Niña Ciega de Panamá.