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La buena gente de Manila

Cuando el magistrado costeño hizo una visita de cortesía a doña Ysabel, ésta se quejó de que todos los oficiales del barco eran culpables de traición: el piloto principal y el contramaestre habían desobedecido sus órdenes en Cobos, y el segundo contramaestre había insultado públicamente al capitán general Barreto en Galbán. Tan severos fueron los términos de sus acusaciones, que él consintió en celebrar un juicio en la gran cabina sin la menor dilación con ella como testigo principal; luego, en el último momento, ella se retiró y él sólo pudo examinarlos de manera informal.

Don Marcos Marín se declaró inocente, alegando que las órdenes en cuestión no habían sido impartidas de la manera adecuada. Damián replicó con una contraacusación: se había disparado contra él por haber dicho la verdad; negó además que don Diego hubiera tenido nunca el rango de capitán general. Pedro Fernández se negó a apelar y pidió ser arrestado hasta que se presentara contra él un cargo formal.

Con imponente aspecto y dando golpes de puño sobre la mesa, el magistrado dijo en tonos violentos que se asombraba de que nadie pudiera desobedecer las órdenes de señora tan piadosa, hermosa y doliente como doña Ysabel.

—Vuestra señoría —respondió con osadía el contramaestre—, Dios sea juez de su piedad; ella misma fue causante de la mayor parte de sus dolores; y cuando los pocos que sobrevivimos hemos sido reducidos por el hambre a tan espantable fealdad, su belleza precisamente la acusa de vil avaricia y codicia sin freno.

Fue severamente censurado y se le ordenó que no siguiera calumniando a la gobernadora, a no ser que quisiera ser encerrado en un manicomio por el resto de su vida.

—Vosotros, bribones peruanos —dijo el magistrado a modo de conclusión—, sois bien conocidos por vuestra vivacidad, pero os pido que recordéis que no estáis ya en las islas Salomón, donde cada cual puede hacer lo que le venga en gana. Habéis venido a las Filipinas y estáis sometidos a nuestro derecho penal, con el que no podréis jugar sin incurrir en locura.

Sin embargo, Damián fue quien tuvo la última palabra.

—Su señoría —dijo—, aun una persona que habite en tierra puede advertir que somos súbditos leales del rey Felipe: el estado laboriosamente remendado en que se encuentra nuestro barco habla con elocuencia de la diligencia con que cumplimos nuestro deber; y esto, a pesar de la negligencia y la crueldad de nuestros superiores del castillo de popa.

Por falta de pruebas, él y el contramaestre fueron dejados en libertad con solo una reprimenda. Pero Pedro Fernández fue conducido a la cárcel de Cavite, donde el guardia, al oír del oficial de servicio, con quien trababa conocimiento, que su prisionero era el más meritorio de los hombres, lo hizo comer en su propia mesa y le procuró ropas, calzado y otras cosas de las que había menester, con toda prodigalidad.

Cuando doña Ysabel desembarcó, andando majestuosa entre dos dignatarios eclesiásticos, otra salva de cañones le dio la bienvenida. Fue invitada a un banquete que se ofreció en el Ayuntamiento y, por la noche, llevada en una regia barcaza a Manila, espléndidamente iluminada en su honor; allí el achacoso gobernador general y su señora la recibieron en su mansión como si fuera de sangre real.

Ahora que su posición estaba asegurada y su reputación enaltecida por la fabulosa historia inventada por don Diego, de cómo ella había llevado a buen puerto el barco a pesar de un piloto desobediente y una tripulación amotinada, sólo tenía un motivo de ansiedad: temía que la carta de doña Mariana pudiera ser entregada al gobernador general y fuera causa de su ruina. Con pretendida magnanimidad, por tanto, obtuvo la orden de liberación de Pedro Fernández; pero el mismo guardia lo escoltó hasta el convento de Santo Domingo de Manila, por miedo de que pudiera sufrir un accidente en el camino, como le ocurrió al infortunado capitán López en el camino de Galbán.

Sólo yo sabía el paradero de la carta y, después de haber recuperado algo las fuerzas, me fui andando a casa de mi generoso primo, el abogado don Esteban Serrano, en cuya casa me alojaba, y dispuse un encuentro entre doña Ysabel y Pedro Fernández en los claustros de Santo Domingo. Podía contar con la presencia de Myn: la acompañaba a todas partes con el hacha al hombro, como una sombra negra y contraste de su belleza.

Se acordó la reunión para el mediodía y, cuando llegué, Pedro Fernández me aguardaba con gran aplomo. Fray Diego de Soria, el prior y un viejo conocido* se encontraban a su lado; pero doña Ysabel llegó casi con media hora de demora, que era privilegio suyo en tanto mujer perteneciente a la nobleza.

Una vez que se hubieron intercambiado cortesías, sin pérdida alguna de tiempo, hablé con claridad:

—Señora mía —dije—, el sargento Dimas antes de morir de hambre entre los barbudos, me hizo prometer que le haría un servicio en el momento oportuno después de desembarcar con felicidad en estas costas. Por favor, Myn, préstame tu hacha.

Con mi daga quité un tapadero de madera de su extremo, luego abundante cera y finalmente, sacudiéndola, hice caer un delgado rollo de pergamino, dirigido al piloto principal, que le entregué.

El asombro agrandó los ojos del negro, que gritó:

—¡Por la Virgen de Guadalupe! ¡Pensar que la propia hacha de Myn podía hacerle semejante broma! ¿Tienes algo más todavía en el vientre, hacha?

Doña Ysabel arrebató el pergamino y lo leyó furtivamente. Luego, entregándoselo al prior con un suspiro de profundo alivio, murmuró:

—Éste es el último mensaje de mi hermana Mariana, que murió sin confesión.

Era muy breve: «¡La clemencia de Dios nunca falla! Arrepiéntete antes de que sea demasiado tarde y ruega por el alma de tu amante Mariana.»

El buen prior se quedó mirando fijamente la carta.

—Estas son dulces palabras. Pero ¿por qué pudo haberlas ocultado en el mango de un hacha?

—Mi pobre hermana padeció extrañas alucinaciones antes de morir —dijo doña Ysabel. Conmovida por la inesperada bondad del mensaje, llamó a un aparte al piloto principal y le dijo sin poder contenerse—: El diablo habitaba en mi corazón, amigo, pero Dios me ha castigado. En Cobos perdí a vuestro hijo y todas mis altas esperanzas. ¿Cómo puedo ganarme el perdón por todas las crueldades que os he inferido?

Le ofreció su mano sin mirarlo como si temiera un rechazo, pero él se la cogió y la llevó a sus labios.

—¡Quiera Dios perdonarnos a todos! —dijo—. Señora mía, soy todavía vuestro honesto servidor; pero nuestros caminos ahora deben separarse: no sea que nos atormente el recuerdo de cosas que es mejor olvidar.

—¿Goza este venerable prior de vuestra confianza? —preguntó ella—. Estoy muy necesitada de un confesor.

* * *

Al día siguiente busqué a don Fernando de Castro, a quien doña Mariana había designado ejecutor de su testamento y heredero. Me encontré con un guapo joven que había sido cinco años antes paje real de su tío, don Gómez Pérez de las Marinas, gobernador electo de las Filipinas. Cuando don Gómez navegó a través del Pacífico desde Nueva España para asumir su cargo, el alférez De Castro comandaba las tropas de un galeón de la misma flota, que tuvo la triste ventura de chocar contra un arrecife cerca de la isla de Marinduque; pero él saltó a las olas con la bandera envuelta en torno a la cintura y una cuerda en la mano y alcanzó la costa a nado. Aunque el barco se perdió, todos sus tripulantes fueron remolcados a tierra y se salvaron; como recompensa por esta heroica hazaña, se le concedió un alto rango. Desde entonces don Fernando prestó otros servicios meritorios a la Corona y era ahora general honorario y caballero de la orden de Santiago aunque sólo contaba con veinticinco años; volvió más tarde de Cochinchina, donde se vengó de los asesinos de su tío que se habían refugiado allí.

Cuando le llevé al joven general la nueva de que era el solo beneficiario del testamento de doña Mariana, manifestó un gran asombro. Se convenció a sí mismo de que, dotada en su lecho de muerte de un don profético, lo había considerado por entonces como su cuñado, pues su legado de joyas debería haber ido a parar con justicia a manos de su amante hermana. Doña Ysabel no intentó quitarle de la cabeza tan extravagante idea. Ya se habían enamorado profundamente, y ese mismo otoño, el día mismo en que llegó a término el duelo exigido por su viudez, se casaron en la catedral de Manila. Todas las propiedades de la novia, por tanto, le fueron transferidas a él, con inclusión de los derechos en las islas Salomón, que ella había heredado de don Álvaro. Las propiedades de él, a su vez, no eran escasas, pues su primo, el gobernador general don Luis Pérez, entretanto había muerto y le había dejado una considerable suma de dinero; y las buenas gentes de Manila, que bailaron y comieron en la celebración de sus bodas, estuvieron de acuerdo en que jamás en su ciudad se había visto una pareja de tan guapos mozos.

No mucho después de nuestra llegada, tuvimos noticias de la galeota. Había llegado a las Filipinas, pero allí perdió su orientación. Al pasar cerca de un islote llamado Camiguin, al norte de la costa de Mindanao, la tripulación había visto un perro en la orilla; tan extrema era la situación a que estaban reducidos, que un marinero saltó por la borda, clamando que lo mataría y se lo comería crudo, como fiel súbdito del rey Felipe. Algunos nativos se le aproximaron mientras le estaba absorbiendo sangre del cuello y, plenos de asombro, lo llevaron a la galeota en una baranguay cargada de alimento; y luego guiaron al capitán Corzo a la misión jesuita de Layaván. Los buenos padres, después de haberlos recibido con extremada amabilidad, los llevaron ante el magistrado provincial quien, a petición del capitán, hizo arrestar a cinco soldados y los envió a Manila bajo escolta. El secretario del doctor Antonio Morga, nuestro vicegobernador, tuvo la amabilidad de mostrarme la carta del magistrado referida a los prisioneros. Decía:

«Vuestra excelencia:

La galeota de San Felipe, que enarbola el pabellón real, acaba de entrar en nuestro puerto, a mando de un tal capitán Corzo, de lengua y conducta igualmente imprudentes, pero a quien he recibido con el respeto que se le debe a su rango. Alega que la galeota quedó separada por una tormenta de la flotilla del general Álvaro de Mendaña, que partió del Perú un año atrás en busca de las míticas islas Salomón. Si los otros barcos llegaron a Manila, vuestra excelencia debe de estar más al corriente que yo acerca del asunto. Los cinco soldados que os envío están acusados de amotinamiento por su capitán; no obstante, no he adoptado medidas disciplinarias en su contra, pues pretenden que su sola ofensa fue protestar contra la deliberada deserción de la nave capitana.»

El capitán Corzo llegó finalmente a Manila con la San Felipe, la hizo reparar y la vendió a muy alto precio.

También la fragata Santa Catalina llegó misteriosamente a las Filipinas cuando Dios lo consideró oportuno: fue encontrada encallada en la costa de Leyte con las velas desplegadas, pero casi anegada, y toda la tripulación estaba muerta y en estado de putrefacción. Pero desde aquel día hasta el de hoy, nada se supo del galeón Santa Ysabel.

* * *

La mayor parte de los sobrevivientes de nuestra expedición se asentaron en las islas y todas las viudas volvieron a casarse por la gran escasez que hay allí de mujeres españolas. Doña Luisa se convirtió en esposa de un comerciante en marfil; soy invitado con frecuencia a su casa a orillas del río Pasig, y la hija que tuvo de Juan de Buitrago me llama tío. Damián escogió a Pancha como novia, pero ella putañeaba de manera tan descarada, que terminó por echarla. Jaume se casó con Elvira, que le resultó una buena esposa aunque su lengua nunca descansa. Juárez murió en el lazareto de Cavite, y Matías, muy afligido por su muerte, decidió entrar en una orden religiosa; lo mismo hizo el sargento Andrada, el artillero y Federico. Después de un período de preparación fueron enviados a una u otra de las remotas misiones de estas islas, donde el fraile es el único español en muchas leguas a la redonda y actúa como déspota benevolente entre los indómitos nativos.

Yo soy ahora un magistrado provincial con una casa cómoda y no pocas monedas de plata que hacer sonar en mis bolsillos. Este país me agrada más que el Perú o Nueva España, pues su pacificación se logró más por obra de sacerdotes que de soldados y sus habitantes son paternalmente, gobernados. No tenemos aquí minas de plata, tumbas de muertos vivientes, y los frailes cumplen su tarea con diligencia, aunque existan muchos celos entre las diversas órdenes. El peligro de invasión por el Japón parece haber pasado al olvido.

Al año siguiente, Pedro Fernández condujo a doña Ysabel y a su marido a través del Pacífico a Nueva España. Indudablemente ella habría preferido a otro piloto en la cabina del capitán, él a otra señora de general en la gran cabina y ambos otro barco que el San Gerónimo en que embarcarse, pero la necesidad los obligó. Porque el tráfico entre las Filipinas y Nueva España, por razones de economía, había quedado reducido últimamente por decreto real a dos naves al año en ambas direcciones; por tanto, no era fácil obtener pasaje, aun con gran gasto, y como las cartas de privilegio de doña Ysabel le daban derecho a despachar una nave al año al Nuevo Mundo desde su prefectura, don Fernando había decidido hacer reparar al San Gerónimo, cargarlo de especias y artículos de la China, y navegar con él; y Pedro Fernández era el único piloto experimentado dispuesto a emprender el viaje estando ya tan avanzada la temporada, pues quedó demorado hasta agosto. Al cabo de nuevas dificultades y adversidades casi increíbles, los llevó con buen término al puerto de Acapulco, donde pisaron tierra el 11 de diciembre de 1597; allí se despidió de don Fernando y doña Ysabel, que obtuvieron una ganancia de casi quince mil pesos. Don Marcos navegaba con ellos como contramaestre, pero casi hacia el final del viaje fue barrido de a bordo por las olas. ¡Dios tenga consigo su alma honrada!

Cuando Pedro Fernández llegó a Lima en mayo de 1598, encontró a su mujer y a su hijo en buen estado de salud, y también a una hija, nacida poco después de su partida, que ya andaba y hablaba; pero pronto volvió a dejarlos y navegó a Roma como peregrino. Oí el rumor de que doña Ana le había puesto los cuernos para vengar su larga ausencia y su pronta partida, igualmente descontenta de su pobreza y de las excusas religiosas que él ofrecía.

Nunca volví a verlo. De su subsiguiente expedición a los Mares del Sur, existen muchas versiones contradictorias. No me es posible en este caso escribir con autoridad. Parece que intentó evitar los errores del viaje anterior; pero no bastó llevar varios frailes franciscanos y ninguna mujer a bordo de sus dos pequeñas y bien aprovisionadas naves, ni instalar una ingeniosa máquina de su propia invención para destilar agua potable a partir del agua salada, ni haber obtenido una exención del Santo Padre,