Por fin llegó Spínola con la noticia de que la novia avanzaba hacia los Pirineos y dijo al rey que estaría en la orilla del Bidasoa el día tres de noviembre.

Traía la princesa una lucida comitiva en la que figuraban el príncipe d’Harcourt y su esposa como embajadores extraordinarios. Iba también la mariscala de Clerambault como camarera de honor. Otras damas y doncellas la acompañaban y en todas las ciudades por donde pasaban se hacían fiestas y solemnidades adecuadas a la grandeza de los viajeros. Se puede decir que todo el país francés lamentaba perder a María Luisa.

Era una novia de cuento de hadas.

Los correos que llegaban al alcázar cada día con noticias encandilaban al rey, quien preguntaba a su madre:

—¿Tienes listos los regalos para vuestra augusta nuera? Hay que enviarle regalos escalonadamente a lo largo del camino.

Cerca ya de la frontera española, el jesuita padre Vintimiglia, nacido en Sicilia, se atrevió a acercarse a María Luisa. Pertenecía a una familia noble y el gobernador de Palermo, en los días recientes en que la ciudad se sublevó, era nada menos que su hermano. El gobernador fue arrestado y estuvo a punto de perder la cabeza a manos de las autoridades españolas. Finalmente, consiguió ser enviado a Madrid a justificarse acompañado del jesuita y en esa diligencia estaban.

Pero el jesuita quiso hacer su política. Había sido partidario del difunto príncipe bastardo y llevó su pasión al extremo de aludir delante de María Luisa al partido contrario y a la misma reina madre de un modo poco respetuoso. Era también aquel jesuita muy amigo del duque de Osuna, y los dos, pugnaces y palabreros.

Trató Vintimiglia de prevenir a la princesa también contra el propio embajador francés en Madrid, marqués de Villars, de quien decía que era un fatuo rendido a la vieja austriaca. Quiso persuadir a la princesa de que debía formar un gobierno con personas que le fueran incondicionales, entre ellas el duque de Osuna, que era, según decía, un hombre de consumada habilidad y de gran celo por sus majestades. De paso se ofrecía él humildemente como confesor.

Llevó su atrevimiento al extremo de escribir una lista con los nombres que le parecían mejores para los cargos de ministros. Esta lista se la dio al príncipe d’Harcourt, quien la rompió sin leerla. Si la princesa escuchó al jesuita fue porque el religioso que llegaba de la frontera hablando un francés perfecto le pareció que podía decirle algo interesante.

Desapareció el fraile, muy satisfecho de sí, en la dirección de la frontera española.

Estaba la comitiva ya en San Juan de Luz y salió de allí a la una de la tarde del tres de noviembre en medio de aclamaciones, vítores y también lágrimas, porque muchas personas creían que llevar a la princesa a España era como enterrarla viva. España era para muchos franceses El Escorial, es decir, un monasterio y una sepultura.

Llegó María Luisa al Bidasoa y entró en una especie de alcázar pintado de oro que habían construido en la orilla del lado francés. En aquel alcázar la princesa vistió un suntuoso hábito y fue al patio donde se había dispuesto el almuerzo. Después de comer subió a un estrado y se instaló en un trono cubierto con rico baldaquín y en aquel momento volvió el rostro hacia Francia y dio señales de una gran melancolía pensando que llegaba el momento de abandonar la patria.

La corta edad de María Luisa justificaba aquella debilidad y ternura, pero por otra parte los príncipes d’Harcourt le habían aconsejado que mostrara alguna clase de tristeza para hacerse valer y hacer valer la patria que dejaba. La princesita no lo olvidó.

El príncipe d’Harcourt se puso a su derecha, la princesa d’Harcourt a su izquierda y las damas de honor detrás del trono.

Las trompetas heráldicas dieron la señal y los españoles que estaban esperando en la pequeña isla del Bidasoa que los tratados de paz habían hecho famosa, avanzaron. Estaba la isla unida al alcázar por un puente alfombrado. El marqués de Astorga, mayordomo mayor de la reina, se dirigió al alcázar acompañado de unas ochenta personas del séquito español. Los caballeros, los nobles, los pajes marchaban delante. El marqués se arrojó a los pies de la princesa, luego se alzó, besó su mano, dijo unas frases de cortesía y sin esperar su autorización se cubrió. Por no ser menos y por la usanza del protocolo, el príncip e d’Harcourt se cubrió también.

Habló el marqués a la princesa en español y le entregó dos cartas, una del rey y otra de la reina madre, después de llevárselas a la frente, a los labios y al pecho (vieja reminiscencia de la Edad Media musulmana). La reina le dijo que se alegraba de que el rey su señor le hubiera encomendado a él la tarea de conducirla a Madrid.

El marqués de Astorga, aunque ya entrado en años y con la cabeza cana, tenía el aspecto más galán de todos los allí presentes y era el más decorativo de los grandes de España.

Se dirigió al príncipe d’Harcourt, le dijo algunas frases de cortesía y añadió que tenía órdenes del rey de recibir a la reina María Luisa de España. Monsieur de Chateauneuf, consejero del parlamento de París cuya mejilla izquierda temblaba con un tic frecuente, leyó el acta de entrega en francés y don Alonso Carnero, secretario de Estado español, el acta de recepción en este idioma.

Ninguno de los dos entendía al otro.

Entonces el marqués español presentó a algunas personas de calidad, quienes cuando eran nombradas avanzaban, ponían una rodilla en tierra y besaban la mano de la novia. El obispo de Pamplona, al llegarle su vez, besó también la mano de la princesa, pero no se arrodilló.

La princesa de Orleáns no parecía tener prisa por reanudar la marcha, pero cuando el marqués de Astorga dijo que era hora de partir se levantó en seguida, y llevándolo a él a la derecha y un pajecito de honor a su izquierda, en cuyo hombro se apoyaba, avanzó por el puente despacio y con tranquilo continente.

Las trompetas españolas sonaban en la orilla.

Con su agrio continente la duquesa de Terranova encontró a la reina exactamente en la mitad del puente de madera que comunicaba con la isla. Iban con ella otras damas españolas del servicio. Todas fueron besando la mano de María Luisa y después monsieur Repaire, teniente de la guardia real francesa, entregó su puesto al comandante de la guardia militar española.

Sonaban las trompetas francesas en el lado norte del río despidiendo a la princesa. Como no era aún la reina, las trompetas españolas tocaban la «marcha de infantes», la misma que el rey hizo tocar a la muerte del príncipe don Juan.

Avanzó la comitiva por una alfombra de terciopelo rojo cubierta de flores hasta el barco que estaba al pie del embarcadero de la isla. En el momento en que la reina entraba en España los escuadrones de mosqueteros y caballería dispararon sus armas, los cañones de Fuenterrabía comenzaron a hacer las salvas de reglamento desde el monte que se perfilaba a la derecha contra el cielo cántabro y la joven reina todavía volvía la cabeza hacia la dulce Francia haciendo más ostensible la pena con que dejaba su tierra natal.

Algunos nobles españoles se cambiaban miradas con las que querían decirse: «Hace bien su papel, la princesa». El marqués de Astorga, viéndola sollozar, sonreía y se atrevió a decirle:

—Una lágrima por Francia, señora, y una sonrisa por España.

Ella sonrió entonces.

El rey español y su comitiva habían salido de Madrid para encontrar a la reina en Burgos. Carlos, ya en camino, estiraba y encogía el catalejo, miraba por la ventanilla y se sonaba las narices. Tenía un resfriado maligno a pesar de las precauciones de los médicos.

—¿Dónde estará mi vellocinita, ahora? —se preguntaba a sí mismo tratando de calcular.

En el lado español del río Bidasoa la princesa de Orleáns encontró los carruajes dispuestos, ocupó el suyo y como la tarde comenzaba a caer se pusieron delante, en dos filas, veinte lacayos iluminando el camino con antorchas de cera blanca perfumada.

María Luisa se sintió, de pronto, reina de España.

La comitiva era impresionante y los nobles franceses pensaban: ya estamos en España, donde todas las cosas tienen fama de ser fabulosas.

Las antorchas llenaban el aire de raros aromas.

El príncipe d’Harcourt y su esposa ponían la mayor atención en evitar a toda costa el sentirse impresionados por lo que vieran y también en disimular el recelo que todo francés solía tener en España, su enemiga natural.

Se dirigieron a la iglesia de Irún, donde se cantó un Tedéum y el obispo repitió sus bendiciones. Después se sirvió a la novia la comida en privado a la manera española. Era la primera vez que la princesa comía al estilo español y mostró su disgusto y su sorpresa por la frugalidad y la calidad del servicio. Lo mismo su tristeza al dejar Francia que sus protestas por la calidad de la comida eran manifestaciones previstas, porque se sabía que María Luisa había sido aconsejada en Fontainebleau para que se condujera de aquel modo. Era sabido —como decía el padre Baltasar Gracián— que los franceses perdían la gloria por la vanagloria. En todo caso, ni María Luisa disimuló su desagrado ni los nobles españoles se extrañaron.

El protocolo español no permitía a la princesa comer en público. María Luisa había tenido en Francia todas las libertades: montar a caballo, bailar, recibir o hacer visitas, salir a pasear con sus amigos, comer en público, ir a las cacerías y al teatro. Ahora se encontraba prisionera de la etiqueta más severa entre personas desconocidas y rígidas a quienes no podía comunicar sus sentimientos. El ceremonial de la corte era tan diferente del de Francia que la reina se confundía a cada paso. Desde el primer momento los españoles esperaban que sabría conducirse y suponían que había sido educada en las maneras de Castilla.

El duque de Osuna, que apareció en Irún como caballerizo de la novia, dijo dos o tres impertinencias y pasó con su caballo por un charco cuando al lado estaba el príncipe d’Harcourt, que había bajado de la carroza. El agua y el barro salpicaron al príncipe y Osuna se disculpó apenas tocándose el ala del sombrero a medio moguete, como solían decir los pícaros, a los cuales Osuna era muy aficionado.

Calculando los españoles que el rey se tomaría la molestia de educar a su esposa, dejaron a María Luisa durante el viaje cierta libertad de maneras, aunque la camarera mayor, duquesa de Terranova, se obstinaba en imponer las formas castellanas repitiendo: «La reina de España no hace eso». O bien: «La reina de España se conduce de otro modo».

Al fin la dulzura de la princesa y su buena gracia parecieron vencer, por lo menos en parte. La duquesa de Terranova no la dejaba un momento sola y de vez en cuando volvía a lo mismo: «Señora, la reina de España…», y le daba órdenes como a una niña. Ella protestaba a veces dirigiéndose a su embajador:

Mais voyons, je ne suis pas encore la reine d’Espagne.

Los príncipes d’Harcourt sonreían, hieráticos. De buena o mala gana María Luisa obedecía a la vieja duquesa. Esta podía haber sido un poco más amable con la novia para ganar su buena gracia, ya que había tantas damas ilustres en Madrid que envidiaban y deseaban su puesto; pero se conducía más como espía del rey enamorado que como azafata de la reina. Estudiaba las inclinaciones de la princesa, sus gustos, su humor. Se interponía en las conversaciones de la reina con las damas francesas y, aunque sabía muy bien francés, fingía ignorarlo para oír lo que hablaban y archivarlo en su memoria esperando la hora de decírselo al rey, cuya confianza era lo único que le importaba.

Tenía fama la Terranova de ser la viuda más lagarta de la corte.

No tardó en comenzar a hacer su política personal de enemiga de la reina madre. Creyó que debía prevenir a la joven reina contra su augusta suegra —de ese modo pensaba servir los intereses del rey Carlos— ya que sospechaba que lo primero que la momia austriaca le aconsejaría sería que cambiara de camarera mayor. (La duquesa de Terranova había tenido tiempos atrás alguna parte en el destierro de la reina a Toledo). Así, pues, a la primera ocasión la duquesa hizo saber a la novia —haciendo traducir sus palabras— que la reina madre, aunque trataría de mostrarse amable, en el fondo sería como todas las suegras, es decir, su enemigo natural.

Le advirtió que la reina madre había sido partidaria de que su hijo el rey se casara con una archiduquesa de Austria y no perdonaría a la de Terranova que hubiera aconsejado al rey que se casara con una Orleáns. Ella y el príncipe muerto, don Juan, habían organizado aquella boda. Le dijo también que la reina madre no tenía la confianza de su hijo el rey y se había propuesto sujetar a su nuera con maneras y severidades más adecuadas a una burguesa ordinaria que a la esposa de un monarca como el de España, que era el más poderoso del mundo. En fin, la reina debía estar prevenida contra su suegra, quien no pensaba sino en hacerle daño.

Al mismo tiempo la duquesa se decía que todas aquellas diligencias por un hombre como Carlos II, corto de razón, mezquino de cuerpo y sin atractivo, no dejaban de parecer exageradas. Pero en todo caso —añadía para sí misma— era rey por la gracia de Dios. ¿Qué más se puede ser en el mundo? Y añadía ante los ojos asustados de la princesa de Orleáns: «De todo sería capaz la reina madre».

La duquesa trabajaba pro domo sua. Para que las palabras de la duquesa produjeran más efecto en aquella muchacha de diecisiete años, la vieja camarera mayor había preparado a otras damas que iban a entrar en la intimidad de la reina y algunas de ellas le decían: «Oh, señora, cuánto ha perdido vuestra majestad con la muerte del infante don Juan. ¡Qué no habría hecho él por complacer a vuestra majestad! Si no hubiera sido por él y por la duquesa de Terranova, el rey se habría casado con la tudesca. La señora madre del rey odia a la casa de Orleáns».

Y la duquesa remachaba el clavo: «Si vuestra majestad pudiera contar con la lealtad del embajador francés, marqués de Villars, sería un consuelo, pero en las presentes condiciones yo me permito aconsejar a la señora que tenga cuidado. El cielo la preserve de tomar su consejo porque es carne y uña con la reina madre, de quien toma órdenes mejor y antes que del rey de Francia. Así, pues, la señora tenga cuidado con el embajador, que tratará de entrar en sus sentimientos y afectos y confianzas sólo para hacer uso personal de ellos. Es hombre galante y sabe cuidar de sus propios intereses, pero ya digo que cada día traiciona tres veces a su rey Luis XIV para servir a la vieja austriaca».

La joven reina estaba alarmada con unas cosas y otras y no teniendo experiencia de la política española y no habiendo tenido ocasión ni edad para entrar en las intrigas de la corte francesa, no sabía qué pensar. Es verdad que por naturaleza se inclinaba a recelar de la suegra como todas las novias. No sería raro que se hubiera arrepentido de su decisión matrimonial aquel primer día de su entrada en España. Al menos se conducía de tal modo que los demás pensaran que se arrepentía. Era difícil penetrar en el ánimo de la novia real, y las instrucciones de Francia habían insistido siempre en que nadie más que el rey conociera su pensamiento, lo mismo sobre las cosas importantes que sobre las triviales.

Pero la comitiva seguía su marcha.

Salieron de Irún y no tardaron en llegar a Hernani, donde durmieron. El día próximo la reina montó a caballo seguida de la duquesa de Terranova, que hacía a su lado una figura impresionante en su mula con gualdrapas negras. La novia, que había leído el Quijote, pensaba en las dueñas a quienes el buen Sancho odiaba y a veces sonreía, disimulando. La sonrisa no duraba mucho porque las objeciones de la de Terranova le cortaban el aliento.

El marqués de Astorga, mayordomo, y el duque de Osuna, caballerizo mayor, cada cual con su par de gafas como era obligado en los grandes de España, aunque no las necesitaran, caracoleaban alrededor de la novia en sus caballos. El marqués de Astorga se puso a su derecha, pero Osuna pretendía el privilegio de estar en aquel lugar y sobre esa cuestión tuvieron palabras y se cruzaron amenazas. Decía el duque de Osuna que siendo caballerizo le correspondía la derecha; el marqués replicaba que la reina estaba a su cargo hasta que la entregara en manos del rey y que él era más importante en el séquito de la princesa. Esta oía la trifulca y dejando el caballo se metió en el coche, asustada.

Llegaron aquella noche a Tolosa, donde el duque de Osuna arrestó a un guardia de corps porque había maltratado a su cochero cuando éste, por orden del duque, quiso pasar delante del coche del marqués. Se reanudó la disputa, se cambiaron insultos, Osuna llamó hijo de puta al espolique de Astorga —era un insulto indirecto a su señor— y cuando llevaban trazas de venir a las manos, acordó la duquesa de Terranova interrumpir el viaje y enviar una noticia escrita al rey pidiéndole su parecer.

El rey, que estaba ya en Burgos —había hecho la jornada desde Cercedilla sin parar—, contestó dando la razón al marqués de Astorga. Pero el duque de Osuna no quiso resignarse, envió nuevos mensajes al rey y éste le ordenó que abandonara su puesto y se dirigiera inmediatamente a Madrid sin pasar por Burgos, porque no quería verlo bajo ningún pretexto.

Había perdido Osuna, pero no se resignaba. Osuna no se resignaba nunca y mirando al camino de Burgos mascullaba palabras confusas, más contra Felipe III y Felipe IV, padre y abuelo de Carlos II, que contra este mismo.

Astorga había perdido las gafas y los criados de Osuna (que compartían siempre las pasiones de su amo) las pisotearon e hicieron añicos como por azar, diciendo después que las habían aplastado las ruedas del coche.

Estaba el rey nervioso e impaciente en Burgos y sólo dejaba de sonarse las narices para secarse las lágrimas o para atalayar los horizontes con el catalejo. Iba acompañado por algunos nobles: el duque de Medinaceli, don José de Silva, de la casa de Pastrana, y el condestable de Castilla, los tres en el coche real. Detrás iba una pequeña comitiva y la guardia de coraceros. El resfriado del rey empeoraba y el monarca, defraudado, amenazaba a los médicos con fieros males.

Medinaceli le decía:

—Señor, un resfriado si no lo cura nadie dura quince días, pero si lo curan los mejores médicos de la corte dura sólo dos semanas.

Y reía. El rey decía, malhumorado:

—No es para reír, Medinaceli, que estoy casi a la vista de la doncellica de Orleáns.

Avanzaba María Luisa hacia Burgos en cortas jornadas. En Burgos, por dos veces, el rey se perdió y sus acompañantes lo hallaron en la botica de una bruja herbolaria respirando el vapor de una cocción de hierbas para curarse el resfriado. La bruja no sabía quién era y todos los remedios resultaron vanos.

—¡Ni que lo hubieran hecho a propósito! —repetía el rey refiriéndose a sus médicos.

Angustiada, la novia escribió varias cartas a Carlos suplicándole algún alivio en la etiqueta. Cada vez que quería montar a caballo para aliviarse de la fatiga y entumecimiento del coche o comer en público, la duquesa decía que por nada del mundo lo consentiría sin la autorización del rey.

Éste concedió el permiso con una carta llena de cortesías y amores. La reina le dio las gracias y envió con la carta un reloj orlado de diamantes y una corbata con un nudo color de fuego. El rey se puso la corbata inmediatamente sobre la cadena de la que colgaba el retrato de la novia y ordenó que dieran quinientas pistolas al caballero que llevó el regalo. Después exigió noticias exactas del lugar del camino donde se encontraba la novia y miró el mapa, como siempre.

El conde de Altamira, que iba con el séquito del rey en una yegua negra muy briosa, se adelantó a Oñate para recibir a la reina y cumplimentarla en nombre de S. M. y le entregó un brazalete de diamantes y rubíes. Ella y su comitiva llegaron a Vitoria el día once. En la ciudad habían preparado una función de teatro con una comedia mala e inadecuada a la ocasión. En ella se hablaba de gabachos y de esposas infieles y de la tolerancia de los maridos franceses. Por fortuna la princesa no entendió casi nada.

Allí se vistió por vez primera a la manera española, en cuyos atavíos estaba tan hermosa como antes o más. Fue a la catedral, donde el obispo de Calahorra la recibió bajo palio e hizo una pequeña plática recordando que España era la perla más preciada de la tiara pontificia y que la madre Iglesia era la soberana de los soberanos y la única que daba la salvación en este mundo y en el otro.

Después de la función religiosa asistió la reina a una corrida de toros en la plaza del mercado. La fiesta no tuvo brillantez porque los toreros eran sólo aficionados y no de los mejores. Algunos salieron volteados y corneados aunque sin heridas graves. Estaba la reina en su balcón —evitando mirar a la plaza— cuando llegó otro mensajero, esta vez de la reina madre, con una carta llena de amistades y un regalo: un par de pendientes con perlas raras en forma de pera rodeadas de labores exquisitas. Las joyas estaban valoradas en cuatrocientas mil libras esterlinas según los expertos que no faltaban en el séquito francés. La duquesa de Terranova, al ver la calidad del presente, torció el gesto y dijo un proverbio:

—Amores de suegra recíbelos con reserva.

Sonreía María Luisa aceptando a medias la complicidad de la severa dueña en el refranero matrimonial. A veces trataba de tomarla a broma, a la duquesa, pero no era fácil.

El marqués de Villars, embajador de Francia en Madrid, salió a esperar a la reina a Briviescas, a una jornada de Burgos, y al saludarla y a poco de hablar pudo observar en ella cierta desconfianza.

—Señora, veo que llego tarde —dijo inclinándose.

—Le agradezco —dijo la princesa fríamente— que haya podido abandonar sus tareas para venir a recibirme.

El embajador le dijo que tal vez no debía abandonarse a las primeras confianzas de las damas de su corte ni escuchar todo lo que le dijeran. La gente que la rodeaba pensaba sólo en su provecho personal y lo único que debía importarle a ella era amar al rey y por ese medio invitarlo a él a amarla a ella. Debía unirse a la reina madre y tratar sus asuntos con ella, segura de que encontraría en Mariana de Austria una afección maternal. El regalo que acababa de recibir era una pequeña muestra de su gran estima.

Oyéndolo ella se acordaba de la terrible camarera mayor a quien consideraba abrupta y poco agradable, pero de cuya veracidad no dudaba. La violencia de algunas personas va unida a una especie de secreta y primitiva honestidad y la princesa creía en la de su camarera mayor.

Como estaba ya María Luisa preparada para el discurso del embajador, lo oyó con alguna indiferencia y respondió con vagas cortesías.

El marqués de Villars pensó que la novia estaba firmemente prevenida contra él. Y le dijo:

—Señora, malo sería que tuviera prejuicios en favor mío, pero no es tampoco bueno que los tenga en contra. En el alto lugar que su alteza ocupa cualquier idea preconcebida puede hacerle daño.

Ella con gusto habría consultado al príncipe d’Harcourt, pero éste se había adelantado hasta Burgos con objeto de cumplimentar al rey. Como la novia se dirigía ahora no a Burgos sino a Quintanapalla, que estaba a tres leguas de la ciudad, suponían que sería allí donde se solemnizaría la boda. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Habiendo encontrado Villars en su camino al patriarca de Indias que iba apresuradamente al encuentro de la reina, calculó que tal vez la boda iba a celebrarse sin invitarlo a él. Anduvo indagando de un lado y otro y sólo recibió informes confusos, por lo cual decidió quedarse al lado de la reina y no separarse de ella para estar presente en la ceremonia.

Sospechaba Villars que querían evitarlo a él y no sabía qué sentido dar a todos aquellos misterios. Era aquella gente como un grupo de andantes caballeros extraviados por las llanuras de Castilla animados por sus propios rencores y pasiones. ¿Evitar al embajador francés? ¿No era aquello un contrasentido absurdo?

Pero, además, en aquellas confusiones había algún secreto y el marqués de Villars no acababa de descubrirlo. Sin embargo, era un secreto fácil. Los españoles preferían que la boda se celebrara sin la presencia de los franceses. La duquesa de Terranova, que estaba en el secreto, dijo a Villars que el rey quería los menos testigos posibles y que sólo estarían presentes el maestro de ceremonias y las personas del servicio personal de la reina. El embajador respondió que el rey de Francia su señor le había ordenado asistir a la boda en su nombre y la duquesa respondió con altivez que el rey de Francia no tenía que dar órdenes de ninguna clase en España. El embajador alegó que el rey Luis XIV estaba acostumbrado a dar órdenes a sus embajadores dentro y fuera de Francia y que si el rey de España no quería que asistiera a la boda debía significarlo por escrito.

—Así son las cosas —añadió con firmeza— y siento tener que recordarle que vuestra excelencia en estos momentos es la azafata de la princesa de Orleáns y no es aún, ni mucho menos, la camarera mayor de la reina de España.

Respondió la duquesa con palabras de una gran dureza para Francia y los franceses, y el marqués de Astorga dijo que enviaría un mensajero para preguntar al rey si podían asistir a la boda o no d’Harcourt y Villars.

Se iba a celebrar la boda en una pequeña aldea sin pompa ni magnificencia y el marqués de Astorga, al comunicar esta decisión a los franceses, les dijo que el rey estaba tan enamorado de su novia que cualquier circunstancia que lo mantuviera separado de ella era intolerable y así prefería olvidar las magnificencias de su rango y casarse lo antes posible. Añadió que en una boda sólo el amor importaba.

—Así lo entendemos los españoles —dijo la de Terranova, para añadir que en otros países y en casos parecidos la gente pensaba sólo en el matrimonio y no en el amor.

Discreto como siempre, el embajador callaba y cambiaba miradas de entendimiento y de contrariedad con d’Harcourt. Villars parecía pensar: «La boda de la princesa de Orleáns complica y dificulta el entendimiento entre Francia y España en lugar de facilitarlo».

Habiendo pasado la princesa la noche en Quintanapalla, el día siguiente a las diez de la mañana fue advertida de que el rey había llegado. Salió a recibirlo con su vestido español y en la antecámara se arrojó a sus pies y besó su mano, pero el rey la levantó y la saludó oprimiendo suavemente sus brazos y diciendo varias veces: «Mi reina, oh mi reina». Charlaron un rato sin conseguir entenderse el uno al otro, lo que era bastante incómodo para los dos. El embajador francés Villars se ofreció como intérprete.

Era el marqués hombre de letras y de sociedad, y aceptado por el rey como traductor no tradujo exactamente lo que decían el uno y el otro sino que alteró y recompuso como mejor le pareció las expresiones de los novios. El rey iba vestido de campaña lo mismo que los hombres de su séquito, lo que les daba una apariencia afrancesada, porque los trajes de campaña de los españoles se parecían a los que se usaban entonces en Francia. Los de corte eran en cambio distintos. Los de los españoles, severos y oscuros, y los galos, alegres y coloristas como pavos reales.

Se abstuvo el embajador de traducir las expresiones de impaciencia del rey acentuadas por el uso del catalejo que abría y cerraba. Tampoco tradujo la palabra vellocina, ni su diminutivo, que carecía de sentido.

Y mucho menos gabachita, que aunque dicho cariñosamente implicaba una falta de respeto.

Habiendo observado el marqués de Villars que los grandes de España tomaban el lado derecho de la reina se permitió hacer observar a su majestad, como el que dice algo trivial, pero necesario, que en la boda celebrada en Fontainebleau el marqués de Spínola, representante del rey de España, había estado a la derecha de la princesa. El rey ordenó que se tratara a los nobles franceses con la misma deferencia. El condestable de Castilla no abandonó su puesto sin alguna resistencia y el rey lo disculpó diciendo:

—El condestable viene de una línea de hombres acostumbrados al combate con vuestros soldados, embajador.

—Tanto mejor —replicó Villars— para mostrarse liberal ahora.

El condestable lo miró de un modo encarnizado y nadie dijo nada por algunos minutos. La civilidad y cortesía se restableció y los grandes de España se instalaron por fin detrás del rey dejando la derecha de la reina a los franceses.

Viendo aquellas violencias se decía el marqués de Astorga:

—Menos mal que Osuna se fue. De otro modo se habría armado aquí la de San Quintín.

Los nervios de la mayor parte de los presentes estaban tensos. Los del rey y los de la novia también, aunque por razones diferentes. El rey olía bien porque se había bañado y perfumado.

De alguna parte traían cirios rizados y engalanados con cintas y espejitos.