El patriarca de Indias bendijo la boda, que se celebró en la antecámara de los aposentos de la princesa. Tuvo el acto toda la solemnidad compatible con una fiesta de familia. Una banda de gasa con ribete de plata fue puesta sobre los hombros de los novios y enlazada delante. La duquesa de Terranova sostenía el vestido de la novia. El rey se sonaba constantemente las narices y los franceses creían que lloraba de emoción y no les extrañaba, ya que ellos suelen conmoverse también en esas solemnidades. Así, pues, los franceses se sonaban también sin estar resfriados.
Miraba Villars como un gerifalte desde un extremo al lado de la ventana. Y lo que pensaba habría sido intraducible para la corte española. Pensaba que Carlos II no merecía físicamente a la novia francesa. Sobre aquella base inadecuada nada podía prosperar políticamente en el futuro.
Cuando acabó la ceremonia el rey y la reina se retiraron a una habitación inmediata donde estuvieron tres horas solos. Nadie se atrevía a hacer comentarios. Después comieron en público —cosa rara— y partieron para Burgos. El rey estaba visiblemente nervioso y balbuceaba al hablar. No había nadie con ellos en el coche y como no se entendían no podía tener gran importancia lo que se dijeran. Él se mostraba efusivo y enamorado, pero vacilante y confuso. Algunos grandes de España se adelantaron a Burgos y dispusieron un espectáculo de comedias y otro de fuegos artificiales, los dos vistosos y ricos. La reina miraba a un lado y a otro y decía:
—Comment c’est beau!
Un fabricante de medias de Zamora envió en una caja trescientos pares de fina seda a su majestad y la duquesa de Terranova se negó a recibirlas y dijo airada:
—¡La reina de España no tiene piernas!
Por el gesto y por algo que entendió pensó la reina que el sombrío protocolo español exigía que le cortaran las piernas, lo que la redujo a una gran confusión. El rey la tranquilizó con promesas y palabras de amor. Y entre una y otra frase de consuelo reía con un extraño trémolo que no le habían oído nunca los cortesanos y que recordaba a veces el arrullo de las palomas en la época del celo.
Después don Carlos la amenazaba de vez en cuando con cortarle las piernas y reía doblándose por la cintura. Atribuía el rey aquella pusilanimidad de María Luisa a la influencia de la terrible duquesa de Terranova y en el fondo no le disgustaba ni la dureza de la duquesa ni la timidez de la novia.
En la corte castellana la mujer debía oír, callar y temblar.
Fueron el próximo día el rey y la reina a una abadía muy suntuosa que se llamaba Las Huelgas y que no está muy apartada de los suburbios de la ciudad. Comieron allí atendidos por la misma abadesa-prelada y luego regresaron bajo palio montados en hermosos caballos. La reina arrebataba los corazones de la gente por el camino. Tres duques iban delante a caballo y detrás otros del servicio de la casa real. El rey le decía a la reina que montaba como una mejicana bravía y no perdía ocasión de acercar el caballo y tomarle una mano o tocarle una rodilla.
En el aire estallaban cohetes y volteaban campanas.
Hubo en Burgos otra corrida de toros que resultó lucida aunque la época del año no era adecuada para la bravura de los animales. Los lidiadores mostraron valor y acabada la fiesta se corrieron parejas y sesenta caballeros vestidos de brocado de plata probaron su destreza. En los días siguientes hubo otros regocijos. El rey Carlos ya no llevaba el catalejo de oro en la mano. Se lo regaló al príncipe d’Harcourt, quien lo hizo pesar en la primera ocasión y no se mostró especialmente agradecido. Al darse cuenta el rey se inclinó hacia él y le dijo:
—La imagen de la reina está dentro. Ayer lejana y hoy presente.
El discreto embajador francés fingió que traducía:
—Su majestad explica que el catalejo se lo da como un recuerdo de esta fecha gloriosa sin otro valor que el de su amistad.
Se inclinó el príncipe francés poniendo el catalejo sobre su corazón.
Después de tres días de fiestas en Burgos, los reyes decidieron marchar a Madrid. La mayor parte de los franceses que acompañaban a la reina se despidieron de ella y volvieron rumbo a Francia, pero no sin algún derramamiento de lágrimas «por separarse de su señora». Tenía la reina atribuciones para conservar sus doncellas francesas así como dos pajes y un caballero, espolique de seis caballos ingleses que le habían regalado. Dio a los nobles franceses pequeñas miniaturas con su retrato rodeado de diamantes de distinto precio según la calidad de cada persona. Y acompañando la dádiva de palabras dulces.
Por su parte, el rey rescató el catalejo que había dado a d’Harcourt, lo extendió y lo recogió dos veces, dijo que se quedaba con él y en cambio le dio al francés un retrato suyo engastado en brillantes y rubíes que valía dos millones de coronas. El príncipe d’Harcourt, que entendía de joyas, cayó arrodillado a sus pies y el rey explicó:
—La reina pequeñita que hay dentro del catalejo vale más, príncipe d’Harcourt. Por eso hago buen negocio recuperando el catalejo. El embajador fingió que traducía:
—Acepte este regalo como una prueba de gratitud de España a Francia.
Y Villars miraba, él mismo, el regalo con una disimulada envidia.
Pero de vez en cuando el rey mostrábase melancólico y sombrío. El cardenal patriarca de Indias, que no estaba lejos de él, parecía compartir aquella melancolía. Miraba al rey, después extendía su mirada por el cielo, los árboles, los prados, el camino.
Se retiraron casi todos los franceses y la comitiva real siguió su jornada hacia Madrid. Cuando el rey caminaba a caballo —para descansar del coche— el patriarca solía acercársele y el rey, en uno de esos momentos, le dijo algo en voz tan baja que el cardenal no lo entendió y el monarca tuvo que repetirlo. El cardenal respondió, visiblemente confuso:
—Es un verso de Horacio, señor. Un verso famoso.
Le decía el rey que veía aquel verso escrito en los cielos. Decía: «Foenum habet in cornu». Es decir: «Lleva heno en los cuernos».
El cardenal no entendía y el rey añadió otro verso de Horacio. Toda la cultura del rey estaba en los versos de la preceptiva latina que había aprendido de memoria cuando era niño:
—Splendens mendax et in omne virgo… nobile aevum.
Aunque tampoco estaba claro, el cardenal creyó entender y respondió:
—Tal vez la reina es inocente, señor.
—¡Qué quiere que le diga, eminencia! Inocente o no, ese es el hecho.
—En todo caso la pureza del corazón consagrada por la santidad del sacramento es lo que importa, señor. Su majestad debe sentirse feliz.
Los dos iban a caballo y el rey acercaba el suyo lo más posible para no tener que alzar la voz:
—Pero yo digo que alguno ha tenido que ser el culpable y pierdo doblado por el rey de Francia.
—¿El rey?
—Luis XIV, su tío. Lástima, cardenal.
—¿Lástima de qué, señor?
—De haberlo sabido se podría haber hecho algo.
—No entiendo, señor.
—Los preceptos me enseñaron que en buena política cuando el rey aceptaba pérdidas por algún lado había que sacar ventajas nacionales por otro, si era posible. Mi tatarabuelo Felipe II habría exigido el principado de Brandenburgo. ¿No cree que la cosa vale ese principado?
Al referirse a «la cosa» pensaba el rey en su desdicha personal.
—La pureza del alma es lo único que cuenta, señor —repetía el cardenal.
—¿Habrá sido el príncipe d’Harcourt? Siento haberle regalado dos millones de coronas en rubíes. Pero ahora, ¿dónde estará ese príncipe? Aunque fuera posible intentar detenerlo, ¿dónde estará, ya?
—Un monarca como el señor debe estar por encima de todas esas peque ñeces.
—Pero soy un hombre, eminencia. Un hombre como los demás en lo que concierne a mi vida privada y dos millones de coronas son mucho dinero en moneda gabacha. No es que la culpe a ella, no. A ella, no. Ella es virgen aquí —y se tocaba la frente.
Había recuperado el catalejo y lo llevaba de tal forma que parecía un canuto de órdenes de los que suelen tener dentro pergaminos y decretos, como Felipe IV en los retratos de Velázquez. Y ahora el rey se hablaba a sí mismo: «De saberlo, Pastrana podría haber regateado con el rey Luis. O Spínola, aunque para regatear es mejor Pastrana».
Parecía el patriarca también pensativo cuando dijo:
—No hay que llamarse a engaño, señor, porque se dan casos. Digo casos de una completa y absoluta inocencia.
Bajando más la voz añadió que algunas doncellas montaban a caballo demasiado y que la silla de las damas tenía una eminencia por un lado para que pudieran ir seguras al trote o al galope. Hizo también otra cita de Horacio que venía al caso. Mil incidentes y movimientos imprevistos se producen montando a caballo. Una silla de gineta con el entusiasmo de la cacería o con la simple carrera ordinaria podía producir una ruptura o un desgarro. El rey decía en voz muy baja:
—Aceptado, eminencia, y no hay más que hablar.
Pero el patriarca, un poco turbado, repetía:
—La pureza del alma es lo que importa y lo demás es exigencia de patanes y de villanos.
—Es posible que tenga usted razón, pero el rey de Francia no es San Luis ni mucho menos. Y si el monarca francés sigue confiando en las paces firmadas es porque no sabe una cosa. ¿Oiga, cardenal? No sabe una cosa, Luis de Orleáns. No sabe que yo no juré la paz perpetua. A mí con ésas, no. Puedo ser tortuoso como mi tatarabuelo. Es decir, juré la paz, pero lo hice sub conditione, digo con la condición de que la reina vendría intacta a mis brazos. Presté juramento aquel día de esta manera: Juro sostener la paz eterna con Francia y con la casa de Orleáns. Eso juré en voz alta, pero para mi coleto añadí algunas palabras que nadie escuchó más que yo y de las que mi tatarabuelo estaría orgulloso. Yo dije, y fíjese bien, Portocarrero: Sub conditione virginitatis reginae. Ésas fueron exactamente mis palabras. ¿Cree vuestra paternidad que ese juramento es correcto? Dígame a secas sí o no y déjese de subterfugios.
—Sin duda, pero los sacramentos de nuestra santa madre Iglesia lo purifican todo. La esposa, después del santo matrimonio, es pura a los ojos de Dios.
—Yo lo creo también, pero ¿quién será el culpable? No me he fiado nunca de las relaciones entre tíos y sobrinas y menos en las cabezas coronadas y en tierra de gabachos. Ya dije antes que Luis XIV no es precisamente San Luis.
—¿Quién podría ser equiparado con San Luis?
—Menos que nadie los reyes que violan a sus sobrinas. Luis XIV no es un rey serio. ¿Sabe, eminencia? Luis XIV es un bailarín. Baila en la escena para divertir a la corte; muy puesto de sedas y puntillas, bailó el día de los esponsales cubierto de espejitos y bordados, tan maricón como su abuela.
—Eso he oído, digo, que baila.
—Sale al escenario disfrazado de sol todo relumbres y menea las caderas, que me lo ha dicho Spínola.
El rey estaba nervioso, por el abuso venéreo, y ligero y locuaz. En algunos momentos ágil de entendimiento, cosa rara en él. La palabra maricón se usaba entonces en sociedad para referirse a un hombre galán y acicalado, pero no necesariamente con el sentido que tiene hoy. El rey seguía resentido contra Luis XIV:
—Spínola me lo ha dicho, eminencia. Me ha dicho que baila.
Avanzaban al trote. Los movimientos que hacía el rey sobre la silla le parecían un poco lascivos y pensaba: «Yo monto no a la española, ni a la inglesa, que son los estilos de moda. Yo monto a la francesa». Y la francesa no era una escuela hípica, sino que era la joven reina. Montaba a la francesa y, pensándolo, reía jocundo y satírico. La hembra real —la real hembra— la llevaba delante, en el coche, en la carroza que marchaba casi al paso. El cardenal sonreía beatíficamente por acompañar al rey, cuyo regocijo no comprendía en aquel momento. «Pero yo monto a la francesa» —repetía Carlos guiñando horriblemente el ojo.
Añadía que la reina María Luisa desde niña había sido un gran jinete, casi una amazona, y que aceptaba la sugestión de que a veces la silla de los caballos… Tuvo un arrebato de ternura, plegó el catalejo y volvió al lado del coche real. Se asomó al interior, vio que la reina dormitaba y entonces mandó a los caballeros que sacaran sus monturas al borde de la carretera de modo que por la tierra blanda las herraduras no hicieran ruido.
Los caballeros obedecieron y el rey mandó también a los postillones que fueran más despacio para que los movimientos del coche no despertaran a su dulce amor. Así se hizo. Quedaba el rey al lado de la ventanilla de la carroza y en su mente cantaba una canción de cuna dedicada a la princesa, la misma que le habían cantado a él siendo un bebé. Y se decía interiormente: «No es sólo una novia real, sino una real novia».
Eso le parecía tan ingenioso que fue a decírselo al cardenal. Luego, bajando la voz, añadió:
—Tiene sueño, la reina. Un sueño virginal, porque lo que importa es la pureza del corazón, como usted ha dicho.
Añadió, torciendo su rostro con una sonrisa:
—Dormimos poco la reina y yo estos días y vuestra paternidad puede suponer por qué.
Reía y se cubría la boca con la mano escandalizado de sí mismo y del atrevimiento no de sus palabras sino de sus risas.
Seguían su camino y, para cambiar de tema, el cardenal le recordó los lugares donde se detendrían. Eran todos castillos-palacios: Lerma, Aranda, San Esteban de Gormaz y Guadalajara, donde algunos días después los recibió la familia del duque del Infantado. Allí llegaron desde Madrid el embajador de Venecia, decano del cuerpo diplomático, y el nuncio a cumplimentar a sus majestades. El rey dijo también al delegado apostólico:
—Mi juramento sobre las paces con Francia fue sub conditione. Puede decírselo a su santidad si cree que vale la pena.
Añadió que un monarca, especialmente si estaba casado, necesitaba un auxiliar espiritual, una especie de conciencia cirinea. Así lo llamaba él.
El próximo día salieron de Guadalajara y fueron a Torrejón, que está a tres leguas de Madrid. Por el camino la duquesa de Terranova se acercaba al rey y le hablaba entre dientes de las malas consecuencias que solía traer la libertad que las mujeres disfrutaban en Francia. Era necesario que la reina viviera a la manera que viven en España las mujeres honestas. El modo francés no podía menos de chocar en la virtuosa corte de España.
Finalmente la duquesa dijo, torciendo el gesto, que las costumbres que parecen inocentes en un país en otro resultan escandalosas y culpables. Si el rey le concedía su confianza, la duquesa se encargaría de que no hubiera equívocos y menos desaguisado alguno, ni aparente ni real. Aquello correría de su cuenta si el rey la autorizaba.
Tardaba el rey en responder y por fin dijo:
—Tienes mi confianza, pero no es necesario excederse en el cumplimiento del deber y tengo miedo de que vayas demasiado lejos.
Como a la duquesa no le bastaba con oír las cosas importantes una sola vez, preguntó de nuevo:
—¿Puedo pensar realmente que el señor me otorga carta blanca?
—Mi palabra es mi palabra, duquesa, y no volvamos a hablar más del asunto. Pero sé clemente y cuidadosa y no esclavices demasiado a mi gabachita.
Lo miraba ella con sus ojos fijos de mochuelo. Después miró meditabunda los faroles dorados de la carroza real. El rey añadió:
—Si te nombré camarera mayor de la reina es porque conozco a los Terranovas. Y puedes ladrarle todo lo que quieras a la señora pero sin morder, ¿eh? Los terranovas tienen dientes y son leales a su señor, pero no hay que usarlos, ¿oyes?
Soltó a reír él mismo de su ocurrencia y mirando a la duquesa de reojo le dijo aún:
—¿Tiene chispa, eh?
Ella no se reía nunca. La gente había olvidado la última vez que vio reír a la duquesa de Terranova.
Corrió el rey una vez más al lado del coche, miró hacia adentro y viendo que la reina iba despierta desmontó y entró en la carroza dejando las riendas al marqués de Astorga:
—¿Duermes, querida?
—Mais non!
—¿No quieres salir a montar a caballo? ¿Has montado mucho a caballo, reina mía? ¡Dime que sí!
Ella sonreía sin entender, decía que sí —era lo que solía hacer cuando no entendía— y se dejaba besar una vez más. Como estaba también resfriada se sonaban los dos constantemente. Él lo atribuía a haberse bañado, cosa que no había hecho desde su infancia. Ella reía.
Luego lloraba un poco —todavía— por su expatriación. Ah, la douce France. Al llegar a Torrejón encontraron a la reina madre, quien con su séquito oficial había salido a recibir a la nuera. Cuando vio al rey lo miró a los ojos fijamente por un momento y él pensó: «Mi madre adivina lo de la virginidad porque ella lo adivina todo. Es una bruja».
Pensaba todavía, dándose cuenta al mismo tiempo de la irreverencia que aquella idea representaba, que las brujas tudescas eran más astutas y tortuosas que las de Castilla.
Detrás del rey llegaba María Luisa, quien quiso inclinarse a besar la mano de su suegra, pero ésta no se lo permitió y la estrechó en sus brazos mientras la llamaba majestad. La reina le pidió como un favor que la llamara hija y que la tuviera por tal, ya que la amaba bastante para merecer aquel honor. Cambiándose cortesías volvieron hacia los aposentos que habían sido dispuestos en Torrejón, llevando el rey a su derecha a la reina joven y a la izquierda a su madre. Esta repetía una serie de preguntas en francés:
—¿Bien los caminos? ¿Suave la suspensión de la carroza?
Y el augusto marido advertía, para adelantarse a la sagaz imaginación de la madre, que la joven reina se había pasado la vida a caballo y era mejor jinete que todos ellos juntos. Una amazonita.
Suponiendo la reina madre que la doncella de Orleáns no había tenido nunca un manguito porque no se usaban en Francia, le dio el suyo, sobre el cual había un lazo de diamantes de gran valor. Más tarde le entregó también un broche y un brazalete muy valiosos y fue entonces cuando llamó por vez primera hija mía a su nuera.
Pero la reina madre no reía y si reía era sólo por el lado izquierdo, ya que tenía una tendencia hemipléjica. Estuvo la reina madre algunas horas con sus hijos, abandonados los tres a dulce plática, y después volvió a Madrid porque no había en Torrejón acomodo para ella y su séquito. La despedida fue tan tierna como lo había sido el encuentro y María Luisa repetía después:
—Oh, mon Dieu, comment sa majesté impériale est elle gentille!
Reía el rey: «Si la llamáis sa majesté impériale es como llamarla suegra. Llamadla desde ahora madre a secas». Ella no entendía y decía que sí.
El próximo día, que era el dos de diciembre, el rey y la reina llegaron a Madrid y fueron, directamente a la iglesia de Atocha, donde se cantó el consabido Tedéum. La gente del pueblo no estaba prevenida y no sabía de qué se trataba viendo aquel brillante séquito por las calles.
Por la noche los reyes fueron a dormir al palacio del Buen Retiro, que estaba fuera de las puertas de la ciudad. Porque la entrada en la ciudad tenía que ser hecha un día con toda la formalidad de la tradición en una especie de procesión cívica.
Hubo al día siguiente comedia de gala en el Retiro y algunos músicos franceses llegados para la ocasión representaron una ópera.
Usando la autoridad que le concedía el rey, la duquesa de Terranova dispuso que nadie vería a la reina hasta que ésta fuera presentada espectacularmente a corte. Entretanto la camarera mayor le permitía oír comedias en español, de las cuales poco o nada entendía la princesa.
Pero reía cuando lo hacían los demás y aplaudía con todos.
Estaba siempre la duquesa delante de ella con su continente severo, repitiendo en voz baja si había otra gente cerca: «Señora, la reina de España no mira diagonalmente sino sólo de frente. Y menos a los hombres». Seguía la duquesa tratando a la reina como a una niña de pocos años y la joven princesa de Orleáns no acababa de acostumbrarse. Comenzaba a llamarla Mme. Cauchemar.
El embajador marqués de Villars preguntó a la duquesa de Terranova cuándo tendría el honor de visitar a su majestad y la duquesa le respondió que no pensaba hacer excepciones con nadie y que no podría verla hasta que la reina hubiera hecho su entrada oficial en Madrid. Entonces habría una agenda y un calendario regular de visitas.
No se atrevió el embajador a insistir. Era sabida la discreción de Villars, pero además comenzaba a tener miedo de la duquesa de Terranova. Al saber la reina lo sucedido pidió a su marido permiso especial para recibir al embajador francés.
Se quedó un momento don Carlos dudando y por fin dijo:
—Bien, bien, ¿cómo voy a rehusar nada a mi reina? Que venga el embajador aunque por razones de etiqueta sólo puedas verlo en presencia de la camarera mayor. ¿Oyes? Las regulaciones de la corte lo exigen así antes de tu entrada oficial en Madrid.
Acudió el embajador, pero sólo había permiso para él y no para la marquesa de Villars, que lo acompañaba. Como ella insistiera, la duquesa repitió que sólo tenía permiso su marido y no como embajador sino como particular, y que mientras ella tuviera el cargo de camarera mayor de la reina no sé harían usos nuevos dentro de los muros de la corte de España. Acompañaba sus palabras con aquel gesto de hurañía que era peculiar en las mujeres de su familia.
La marquesa no pudo entrar y se quedó en la antesala con las damas de honor, quienes reían a hurtadillas.
La reina madre, que cada día iba al palacio del Buen Retiro, observó una sombra de tristeza en los ojos de la novia y comprendió que una persona de tan corta edad no podía ser tratada con la severidad y la dureza de la camarera mayor. Decidió hablarle al rey y convencerlo de que la reina merecía una atmósfera menos severa.
—Madre —dijo el rey con los ojos un poco extraviados—, accedo porque tú no puedes querer sino lo que me convenga a mí. Pero el protocolo exige que la camarera mayor la acompañe en esas visitas.
—Hijo, los celos no están bien en un rey.
—Ni las intrigas en la madre de un rey —respondió él orgulloso de su propia firmeza.
Luego pensaba que la duquesa de Terranova tenía tal vez razón cuando decía que la reina madre sería capaz de todo por desavenirlos. En ese todo podían sobreentenderse las cosas más objecionables. El rey, con objeto de suavizar su rechazo, dio permiso a la marquesa de Villars para que pudiera entrar en las habitaciones privadas de la joven reina y ella se apresuró a hacer uso de aquella franquicia. Se presentó al día siguiente con el deseo de ser recibida por María Luisa. Según los usos españoles, al entrar la embajadora el rey debía estar sentado en un sillón de estrados y las dos reinas, madre y esposa, en taburetes más bajos. Al llegar la marquesa el enano negro don Guillén, que andaba por allí, acercó su tercer taburete, olió el aire y dijo:
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien?
—Que no hay Pepos.
—Cállate, zopenco —dijo el rey, riendo.
Cambiadas las cortesías de ocasión el rey y la reina madre salieron dejando a la de Orleáns con la embajadora. La reina joven comenzó a contar a la Villars la vigilancia a que la sometía la camarera mayor. La marquesa la dejó desahogarse y al final le hizo ver que aquellas prohibiciones no representaban novedad alguna y que todas las reinas y las infantas de España habían pasado por ellas. Eran cosas que iban con la costumbre del país desde tiempo inmemorial.
—Desde el tiempo de los árabes, supongo —dijo la novia.
—Tal vez desde mucho antes. Cada país tiene sus usos.
Era la marquesa de Villars, como su esposo, un dechado de buen sentido diplomático.
Lloró un poco la princesa, aunque se tranquilizó, después, conservando, sin embargo, algunos minutos un hipo de niña pequeña. La embajadora le dijo que cuando el rey la conociera mejor y estuviera seguro de su amor se complacería en darle algunas libertades, ya que siendo francesa y habiendo conocido costumbres más desenfadadas en su país el rey no podría menos de comprenderlo.
Lo importante por el momento era cultivar la amistad de la reina madre, que le sería necesaria y ventajosa. La felicidad —repetía la marquesa— no puede menos de ir acompañada de alguna molestia y debía pensar que había sido elevada a la más importante posición que el cielo podía dar a un ser humano en la tierra y eso tenía que llevar consigo alguna incomodidad. Estaba segura de que la complacencia del rey y de la reina madre una vez obtenida su confianza sería la consecuencia natural de la buena y dulce conducta de la reina joven y produciría la felicidad y el contento de todos. De eso saldría favorecida, antes que nadie, ella, y luego Francia y también la paz y la armonía de los pueblos.
Era cuestión de tiempo y de un poco de paciencia. Ella debía tener, en nombre de Francia, aquella paciencia.
Prometió la marquesa asistirla en sus primeros contactos con la corte, que podrían ser delicados ya que al fin era una extranjera. De aquellos contactos dependía la amistad de la aristocracia y un futuro más amable, fácil y propicio para ella. La reina no lloraba. Oír hablar francés le calentaba el corazón, según decía.
—¡Estoy tan lejos de Fontainebleau! —repetía—. ¡Oh, si mi tío supiera!
—Él sabe, señora.
—Espero que sí.
—Claro que sí.
Quería decir Mme. Villars que el embajador le informaba. Hablaba la embajadora en favor de la reina madre, pero la novia, influida aún por las primeras advertencias de sus damas y acostumbrada a la complacencia de las gentes adictas, no acertaba a distinguir lo bueno de lo malo.
Y además era muy joven para tener criterio propio. No confiaba, pues, del todo en los marqueses de Villars a pesar del halago y de la dulzura de sus palabras.
Sin embargo, todo lo que veía parecía dar la razón a los embajadores. Seguía la reina madre tratando tiernamente a su nuera. Le pidió un día que se vistiera a la francesa y tanto le gustó que la invitó a hacerlo con frecuencia y organizó una partida de caza con trajes franceses. Era la primera vez que la reina joven montaba a caballo desde que llegó a Madrid. Pareció divertirse mucho. El rey mató delante de ella un jabalí y todos hicieron grandes extremos elogiando su destreza.
Cuando a causa de los incidentes de la caza ella se separaba del rey, éste se sentaba en una roca y sacando su catalejo seguía a su esposa con una sonrisa voluptuosa en los labios. Ella se conducía realmente como una amazona de la selva virgen.
El rey volvía a montar a caballo y si la alcanzaba en un lugar fragoroso mandaba poner monteros cerca para que no les molestaran. Solía luego decir, dando a sus palabras el sentido equívoco de otras veces:
—El montero mayor del reino soy yo. Durante la luna de miel, claro.
—¿Qué quieres decir? —preguntaba la reina un poco asustada.
El rey callaba y se reía a solas de aquella broma con unas muecas que daban a su rostro extrañas asimetrías.
Los jóvenes monarcas salieron a cazar con frecuencia y se perdían en los lugares oscuros a propósito. Nadie tenía prisa por hallarlos suponiendo que se entregaban a los placeres del amor. Y el marido decía a su real esposa mil extravagancias que por fortuna ella no podía entender. Sólo entendía aquella asiduidad mecánica, obstinada y feroz, de sus caricias, que comenzaban a parecerle excesivas a veces. Bien estaba el amor, pero aquello no podía ser exactamente o solamente el amor.
Por fortuna el resfriado nupcial se les había curado a los dos. Él se propuso no bañarse nunca más.
Y comenzaba el rey a sentirse feliz de veras. La luna de miel no es la felicidad sino la embriaguez, le había dicho el cardenal Portocarrero. Pero la embriaguez de Carlos II duraba mucho y en realidad no conocía pausas ni atenuantes.