Era la situación internacional entonces tan crítica que el embajador inglés fue llamado urgentemente a Londres por su monarca. Al saberlo don Carlos, que estimaba al diplomático inglés, le envió como regalo la cadena que había rechazado el enviado de Brandenburgo.
En lugar de viajar por mar, el embajador fue por tierra para recibir informes de los agentes británicos en Francia. Y sucedió algo que merece ser notado.
Mientras las tropas francesas ocuparon Cataluña, la Inquisición dejó de funcionar en aquella región. Y las personas presas en los calabozos de la Suprema fueron liberadas y se apresuraron a escapar de España. En esa tarea les ayudaron los oficiales y jefes del ejército francés de invasión.
Hizo noche el embajador inglés en una hostería del Bearn, donde encontró un cura español desertor de la iglesia de Roma, quien dijo que había en la población dos muchachas españolas salvadas de los calabozos de la Inquisición de Barcelona. Y que aquellas muchachas contaban cosas extrañas. Una de ellas era de familia aragonesa conocida del sacerdote. Se llamaba Irene Ballabriga y el cura llevó al embajador a verla.
Ese sacerdote, padre Gavín, era de la provincia de Huesca, había colgado los hábitos y se proponía ir a Inglaterra. El embajador inglés habló con la muchacha y tomó notas de la conversación para unirlas a sus informes sobre España.
Estaba al principio la muchacha cohibida y atemorizada, pero el padre Gavín le dijo: «No tema usted porque estamos en Francia y no en España. Aquí puede usted abrir francamente su corazón a un compatriota como yo». Ella, que conocía a la familia del padre Gavín, se apresuró a decir que lo haría de la mejor gana y comenzaría por contar la ocasión y manera de su arresto por la Suprema.
«Yo fui —decía Irene— un día con mi madre a visitar a la condesa de Altamira en Barcelona y allí encontré a don Francisco Torrejón, que era un dominico segundo inquisidor del Santo Oficio. Después de tomar chocolate, el dominico me preguntó mi edad, mi parroquia y otras cosas de poca importancia al parecer. Pero luego pasó a hablarme de los problemas de la teología y del misterio de la Trinidad que yo no supe explicar a su gusto. Comencé a asustarme. El aspecto grave de aquel sacerdote me imponía y al darse cuenta el padre le dijo a la condesa que me convenciera de que no era tan severo como la gente decía».
Escuchando a la chica el embajador recordaba la procesión de los penitenciados y al duque de Medinaceli llevando la cruz blanca unas veces y otras el estandarte escarlata. El embajador era hombre alto y flaco, todo él atención y reposo; parecía haber nacido para mirar y escuchar. Encontraba a la muchacha muy hermosa y sus maneras agradables y «de clase». Podría haber sido —pensaba a veces— su hija. Irene seguía hablando:
«Después el inquisidor me acarició el cabello y me dio a besar su mano, lo que yo hice con el mayor respeto. Cuando se fue me dijo: "Querida niña, no te olvidaré hasta la próxima vez que nos veamos. Yo no di importancia a aquellas palabras"».
Oyendo estas cosas el embajador inglés pensaba en el rey Carlos y la reina María Luisa, cuyas interioridades conocía. Todos eran ricos entre los nobles españoles menos el rey, aunque en todo caso el rey, pobre y todo, no moriría de hambre en la calle como algunos desventurados a quienes el embajador había socorrido a veces desde su coche.
Acercaba Irene una bandeja con dulces y vino y seguía: «No hay duda de que el fraile dominico se acordó de mí porque la noche siguiente, estando en casa ya acostados, oímos llamar muy recio a la puerta. La doncella fue a la ventana y cuando preguntó quién era le respondieron: La santa Inquisición. Yo me levanté de la cama y corrí a llamar a mi padre gritando: "¡Estoy perdida!". Mi padre se levantó y preguntó de qué se trataba. Viéndome llorar pensó que tal vez había algún motivo para temer a los inquisidores.
»Mi padre mismo fue —continuó ella— a abrir la puerta de par en par como otro Abrahám para ofrecer su hija al fuego de Dios. Pero lloraba también. Estaba seguro de que yo había cometido, queriendo o sin querer, algún crimen contra la religión. Hija, no escandalices, decía, y hágase la voluntad de Dios».
Oyendo estas cosas el padre Gavín decía al embajador que Irene venía de una familia más que hidalga. Pero no tanto que pudieran hacer nada contra el Santo Oficio. En definitiva nadie, ni siquiera el rey, podía nada contra la Suprema.
«Los guardias de la Inquisición —siguió ella— me dieron tiempo para vestirme y luego me metieron en un coche negro y me llevaron a la casa de la Suprema, que era un enorme palacio. Yo decía a los corchetes: "Que avisen al conde de Altamira, amigo de mi padre, que conoce al rey". Pero nadie me oía. Estaba segura de que me matarían aquella misma noche y por eso cuando vi que me llevaban a una habitación bien amueblada, cómoda y sin carceleros, me quedé bastante extrañada.
»Los guardias me dejaron allí y poco después apareció una doncella con una bandeja de pasteles, golosinas y una jarra con agua de canela. Me dijo que debía tomar algo antes de acostarme. Yo no podía comer nada y le pregunté cuándo me matarían. "¿Morir? —dijo ella riendo—. ¡Qué bobada! Usted no viene aquí a morir sino a vivir como una princesa. Y ahora no piense en tonterías. Acuéstese y duerma tranquila, porque mañana verá usted maravillas en esta casa, y como a mí me han ordenado que la sirva, espero que usted se mostrará bondadosa y benigna conmigo"».
El embajador inglés conocía a algunos inquisidores de Madrid y recordándolos con su apariencia de varones bien cuidados y con sus rostros sanguíneos pensaba: «Esos tipos físicos de los inquisidores no son producto de la castidad, ni mucho menos». Pensándolo bebía un sorbo de vino de Jurançon y escuchaba a la muchacha, quien seguía: «Yo quería hacer más preguntas, pero mi doncella me dijo: "Señora, esta noche no le diré más y lo único que puedo asegurarle es que no vendrá nadie a molestarla. Duerma en paz y no sea bobita". Luego me dijo que era hermosa y otras tonterías y halagos. Añadió que le diera permiso para retirarse y hacer algunas diligencias y que no tardaría en volver porque su cama estaba en el cuarto próximo y al lado de la puerta.
»Yo no podía darme cuenta de mi situación y en aquella suspensión de ánimo la doncella volvió, cerró la puerta y me dijo: "Señora, vamos a dormir como lironcitos y dígame antes a qué hora quiere mañana el desayuno". Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba María. "Por Dios, María —le rogué—, dime de una vez si van a matarme o no". Ella me respondió: "Ya le he dicho que usted ha venido aquí a vivir como una de las criaturas más felices y venturosas de la creación. Nadie piensa en matarla y menos con esa gracia y buen talle de vuesa merced"».
Mientras Irene hablaba el embajador miraba al padre Gavín, quien por haber servido a la Inquisición en Zaragoza conocía, según dijo, secretos parecidos. Irene continuaba: «Como vi que María me respondía a disgusto y era tarde me encomendé a Dios y a la virgen de Montserrat y me fui a la cama. Pero no pude dormir en toda la noche, atenta a los rumores y ruidos de fuera. Rezaba constantemente preparándome a lo peor».
El embajador anotó algo en un cuadernito que tenía conteras de plata.
Irene a veces vacilaba en medio de una frase, pero el rostro amistoso del embajador y la expresión atenta del cura la tranquilizaban y seguía: «Me levanté al día siguiente con las primeras luces y María siguió durmiendo hasta las seis, ya que era verano. Entonces, viniendo a mi lado, me preguntó si quería el desayuno y si acostumbraba a tomar chocolate. Le dije que hiciera lo que quisiera y media hora después vino con una bandeja, dos tazas y algunas galletas. Desayunamos juntas. "María —le dije—, ¿puedes decirme por qué me han traído aquí?" "Todavía no, señora —dijo ella—. Pero tenga un poco de paciencia y sobre todo no llore, que eso le marchita los ojos". Después de esto se marchó.
»Una hora después volvió con dos canastillas llenas de ropa de Holanda, encajes y cintas. Sacó de ellas enaguas, medias de seda, un vestido rojo y otro azul. Había más cosas, todas para adorno de una dama de calidad. Entre ellas apareció de pronto una polvera que tenía pintada en la tapa una miniatura de laca con la figura de don Francisco Antonio de Torrejón. Yo creí comprender entonces lo que sucedía. Y pensé que rehusar aquel objeto sería lo mismo que condenarme a muerte estando como estaba en manos de la Inquisición y que si lo aceptaba le daría a don Francisco buenas noticias contra mi honor.
»Pero encontré un término medio y así le dije: "Por favor, María, dile a don Francisco que no habiendo podido traer conmigo mis vestidos anoche es forzoso aceptar los que me ofrece para ir decentemente cubierta, pero que esa caja de aseo y tocador no la necesito porque no uso afeites y así le ruego que me excuse si la devuelvo".
»María se fue con esa comisión y poco después volvió trayendo un pequeño retrato con marco de oro y diamantes en las esquinas. Y María me dijo que estaba equivocada y que don Antonio me rogaba que aceptara aquel obsequio en prueba de amistad. Mientras yo calculaba qué era lo que podía hacer, María me dijo: "Por favor, señora, siga mi pobre consejo y acepte todo lo que le envíen porque si no se arrepentirá y no tendrá bastantes lágrimas para llorarlo en toda su vida, ¡mire usted que yo sé bien lo que pasa aquí!".
»"Oh, Dios mío —pensé comprendiendo de qué se trataba—. ¿Tendré que desgraciar mi juventud y arruinar mi vida?" Entonces, después de grandes reflexiones y lágrimas y pasear el cuarto en todas direcciones, le dije a la doncella que le contestara a don Francisco lo que le pareciera, pero que no olvidara que era doncella de casa noble y que tenía padres honrados y otros deudos que pensaban en mí.
»Pareció María contenta con mis palabras y corrió a llevárselas a don Francisco. Volvió minutos después y me dijo que su señoría me honraría con su presencia a la hora de la cena y que no podía venir antes porque tenía negocios que le obligaban a salir de casa. Entretanto me rogaba que le permitiera tomarme medida para una serie de vestidos a mi gusto. Podía pedir también lo que quisiera, segura de ser servida a mi placer porque en aquella casa, que era un gran palacio, había de todo.
»La doncella María añadió: "Señora, desde ahora puedo llamarla mi dueña y le aseguro que habiendo estado en este menester y oficio los últimos catorce años sé muy bien lo que pasa aquí a cualquier hora del día y de la noche. No me pregunte más, porque por ahora no podría responderle, pero permítame que le dé algunos consejos: en primer lugar, no resista a los deseos de su señoría. Entre hombres y mujeres eso es natural y nadie ha decretado nunca nada contra los gozos del amor. Después, si ve usted a otras señoras por ahí no les pregunte por qué las han traído, que tampoco ellas le preguntarán. Usted jugará y reirá con ellas y gozará de los placeres de este noble encierro, pero no se atreva ni a quejarse ni a hablar de cómo ni de quién la trajo. Tendrá a sus horas música y otros recreos. De aquí a tres días comerá con ellas. Todas son damas de calidad, jóvenes y alegres, y como verá usted ésta es la vida más feliz y descuidada del mundo. Nunca se le ocurrirá buscar alegrías fuera ni añorar las que dejó. Y cuando llegue el día, si ha de llegar, como suele suceder, los padres dominicos la enviarán a usted fuera del reino y la casarán con un hidalgo. No mencione a las otras damas el nombre de don Francisco ni el suyo tampoco. Si encuentra aquí alguna amiga a quien conoció usted antes en la ciudad, no se dé por enterada ni les diga una palabra de su propia familia ni pregunte por la de ellas. No hable sino de materias indiferentes e impersonales y no olvide nada de lo que estoy diciéndole porque el olvido podría costarle caro".
»Estas palabras me dejaron confusa y cuanto más pensaba, más me parecían cosas de encantamiento, como en las novelas. Estaba segura de que a pesar de todo y por una razón u otra me matarían. Después de repetirme aquellos consejos María me dejó sola diciendo que iba a preparar mi almuerzo. Cada vez que salía cerraba la puerta por fuera, con llave. En mi habitación había sólo dos ventanas desde las cuales —que estaban bastante altas— no podía ver nada. Buscando por el cuarto, abrí un armarito que estaba lleno de libros de materias profanas y me entretuve hasta la hora de comer leyendo narraciones de amor. Eran lindas aunque muy licenciosas.
»Cuando volvió María y comenzó a poner la mesa le dije que tenía sueño más que hambre y que prefería acostarme y dormir. Pero antes le pregunté si estaba entre nosotras, en aquella casa, alguna persona mágica como Urganda la Desconocida. Yo había leído Amadís y a veces pensaba que Urganda podría ser ella, digo, mi doncella. Aquello le dio una gran risa y luego me preguntó a qué hora debía despertarme. Le dije que en dos horas y dormí, lo que fue un cierto alivio en mi situación.
»Al despertar encontré puesta y servida la mesa con todas las cosas que más podía yo desear y apetecer. Después de la comida, María me dijo que si quería algo debía llamar tirando de un cordón que hacía sonar una campanilla lejana, y se fue. Creía yo de veras que todo aquello era cosa de magia porque tenía el ánimo suspendido y vacía la mente, no pensaba siquiera en mis padres y comenzaba a acostumbrarme a mi situación, no sé explicar cómo. Algo más tarde vino la doncella y me dijo que don Francisco no tardaría en volver a casa y que entonces vendría a visitarme.
»A las siete de la tarde don Francisco llegó bastante galán y adornado y no como un inquisidor sino como un alegre amante. Me saludó con respeto y halago y me dijo que había decidido venir a cenar conmigo y que lo deseaba más que nada en el mundo, pero debía disculparse porque aquella noche tenía asuntos muy graves e inesperados de los que dependía la vida de dos personas. En todo caso no podía menos de venir a saludarme por respeto para mí y mi familia y para advertirme que el motivo de mi prisión era que algunos hombres que me habían pretendido y requerido de amores, al parecer sin éxito, me habían denunciado a la Inquisición en materias de hechicería buscando seguramente mi ruina. Uno de ellos había firmado una acusación legal. Estaba informándose o, por mejor decir, se había informado ya y las circunstancias eran de veras delicadas. El que me acusaba era nada menos un religioso de la orden de San Francisco. Podría ser condenada a la hoguera si la acusación prosperaba, pero él había intervenido por amor a mi familia y a mí. La ejecución había sido aplazada. Así dijo ni más ni menos. La ejecución. Cada una de sus palabras era un golpe terrible, como se puede imaginar, y sin saber lo que hacía me arrojé a sus pies llorando y le pregunté: ¿Hasta cuándo han aplazado la ejecución?
»Él tardaba en contestar y por fin dijo: "Esto te lo puedes contestar tú misma, hija mía, porque depende de ti. Hay una acusación concreta de hechicería firmada por un religioso, que, como te digo, ha perdido la razón y que te conoció hace tiempo. Aunque ese religioso es amigo de S. M. el rey, ya digo que todo lo que sucede dependerá de ti". Después de decir estas palabras me deseó una noche feliz y se fue. Yo me quedé sola llorando y llamando a mi padre y a Dios pero quien acudió fue la doncella. Le dije: "Amiga mía, estoy perdida. Dime cuándo será mi fin". "Vamos, vamos —me dijo ella—, deja para otro día las hogueras de los relapsos, que eso es solamente para las niñas que se oponen a los deseos de los santos padres, y no para usted, que está dispuesta a obedecer al padre Torrejón, ¿verdad?".
»"Yo no sé qué pensar —le dije temerosa—, porque lo que su señoría me ha dicho me ha puesto fuera de mí. Entró aquí con dulzura y amistad, pero después de decir lo de la hoguera se marchó como enfadado". La doncella me dijo: "Usted no conoce a don Francisco. Es el hombre más dulce del mundo para los que lo quieren bien. Ahora tranquilícese y venga a comer, que todo está dispuesto. Después se acostará y ojalá sueñe con don Antonio".
»No pude ya dormir pensando en el aplazamiento conseguido por don Antonio Torrejón y en el tiempo que los reos tardaban en ser liberados de sus sufrimientos por la muerte. Recordaba haber oído que sólo duele la primera quemadura de la piel y que después no se siente el fuego. Es decir, que los sufrimientos no son tan terribles como parecen.
»Al día siguiente María dijo que las personas que eran condenadas a la hoguera solían pasar antes por otros suplicios y que si le prometía no decirlo a nadie ella me mostraría cuáles eran aquellos suplicios porque lo sabía muy bien. Ella sabía todo lo que sucedía en la casa. Curiosa y espantada, yo me dejé llevar a un cuarto oscuro que tenía una puerta de hierro. En el centro había un gran brasero y sobre él un enrejado caliente al rojo. Pregunté para qué era aquello y María, sin decir nada, suspiró y me llevó de la mano a otro cuarto donde había una rueda grande con cuchillos y navajas y cuerdas y ganchos. Luego abrió la tapadera de una tinaja y me mostró dentro algunas culebras que levantaban la cabeza soplando. Volvió a cerrar y saliendo a un pasillo me dijo: "Ahora, querida, yo te diré el uso de esas cosas que acabas de ver y otras que hay en los cuartos próximos. Pero no tengas miedo, bobita. El brasero y la parrilla al rojo son para hacer sentar en ellos a los que desobedecen a los santos padres. La rueda, para los que hablan contra la Iglesia. A esos los tienden ahí y dan vueltas despacio hasta que mueren. Las culebras, para los que faltan al respeto y a la veneración debida a las imágenes y a las personas eclesiásticas. Y, sobre todo, para los que hablan de lo que sucede en esta casa. Pero no tengas miedo, rosita de mayo".
»Me dijo que otro día me enseñaría los tormentos que sufrían los pecadores públicos y los transgresores de los mandamientos de la santa madre Iglesia. Yo le rogué por Dios que no me enseñara ninguna otra cosa porque las que había visto me ponían el corazón apretado y me sentía enferma. Así volvimos a mi cuarto.
»Allí María me llamó ramito de albahaca y me aconsejó que no discutiera nunca las opiniones ni resistiera a los deseos de don Francisco. En ese caso nada tendría que temer del brasero, de la parrilla calentada al rojo ni de las culebras. Y volvía a llamarme con palabras halagüeñas como bobita y azucena de amores. Yo estaba tan fuera de mí y tan horrorizada que prometí a la doncella seguir su consejo y le di las gracias por sus bondades y sus advertencias.
»"Si eso es verdad —me dijo ella alegremente—, ¿por qué tantos suspiros y lágrimas? Tranquilízate y alégrate porque no conocerás sino placeres, alegrías y toda clase de recreos y contentos. Desde hoy mismo, tal vez. Se puede decir que tienes suerte, criatura. Ahora déjame que te ayude a vestirte y a engalanarte porque pronto tendrás que ir a desayunar con don Francisco". Yo pensé que aquella invitación era un gran honor para mí y un alivio para las turbaciones de mi alma. Tal vez habría todavía alguna clase de esperanza. Preguntándolo a María, ella volvió a reír y me besó de nuevo.
»Me vestí y fuimos a las habitaciones de don Francisco, que estaba todavía en la cama. Don Francisco pidió a María que me desnudara y entonces me ordenó que entrara en la cama con él y me sentara a su lado.
»Obedecí temblando y el inquisidor mandó a María que se fuera y volviera dos horas más tarde con el desayuno.
»Pueden ustedes suponer lo que sucedió. Aproximadamente a las diez llegó la doncella y me sirvió a mí arrodillada en el suelo como si yo fuera una gran dama o una reina. Primero me rogó que sirviera a su señoría y así lo hice. Luego me serví a mí misma. Y ella, es decir María, me llamaba con un acento reverente rosita de abril y otras cosas parecidas.
»Terminado el desayuno María me pidió que saliera de la cama y me dejara vestir. Ya vestida y bajo la mirada amistosa de don Francisco, que seguía en su cama, la doncella me llevó a otra habitación más suntuosa aún que la primera. Las ventanas eran bajas y daban a un ameno jardín cerrado con verjas sobre el río. María me dijo: "Ayer eras un capullito y ahora te has convertido en una rosa temprana. Las señoras jóvenes de esta casa van a venir antes del almuerzo a saludarte y después te irás al refectorio a comer con ellas. (María unas veces me tuteaba y otras me trataba de vuesa merced o de usarced o usted). No olvide los consejos que le di el otro día sobre la manera de conducirse. No cometa la imprudencia de contarle a nadie sus cuitas. No hable de la manera de venir aquí ni de lo que ha sucedido, no hable de sus temores ni de sus esperanzas, porque cualquier palabra en ese sentido podría agravar terriblemente su situación estando como está acusada de hechicería por un santo religioso que se llama fray Ramírez o algo parecido".
»Por si aquello no bastaba me recordó la tinaja de las culebras, que era el lugar donde metían a las jóvenes damas que hablaban más de lo permitido.
»Luego me besó otra vez, me dijo que era una mujer cumplida y no una bobita como antes y no había terminado de hablar cuando vi un alegre tropel de muchachas que entraba en mis habitaciones. Todas comenzaron a besarme, a abrazarme y a alegrarse con mi compañía. Nadie presentaba a nadie. Mis habitaciones consistían en una ancha antesala, un dormitorio mayor aún y dos cuartitos roperos. Yo no sabía lo que me pasaba viendo mis aposentos llenos de tanta y tan ruidosa compañía, pero todo eran palabras amables a mi alrededor. Pensé que estaba en un internado de doncellas nobles y tan hermosas que de nuevo me decía si no sería obra de Urganda la Desconocida. Todavía miraba a María con recelo sospechando que la encantadora pudiera ser ella misma.
»Una de las niñas viéndome un poco triste me dijo: "Señora, la soledad de estos lugares le dará alguna zozobra al principio, pero cuando se acostumbre a nuestros juegos y diversiones se acabarán sus melancolías. Ahora le pedimos que nos haga el favor de venir a comer con nosotras". Les di las gracias y fuimos al refectorio, donde nos sirvieron toda clase de pescados y carnes y después frutas y dulces. El cuarto era grande, con dos mesas a cada lado y otra en el frente, y pude contar cincuenta y tres muchachas, la más vieja de veinticuatro años. Seis doncellas nos servían, pero María me servía aquel día sólo a mí. Yo la miraba de reojo pensando aún en Urganda.
»Después de comer fuimos a una galería que circundaba una torre muy ancha. Estaba la galería cerrada con cristales y celosías. Unas muchachas tocaban instrumentos de música, otras jugaban a las cartas, otras bailaban y así pasamos unas tres horas de recreo. Cerca de mí un grupo de niñas bailaba la pavana y querían hacerme bailar, pero yo estaba aún llena de confusión. Luego jugaron a la silleta de la reina y todo era risa y alborozo.
»Al final María llegó haciendo sonar una pequeña campana. Era la señal para retirarnos, pero María les dijo a todas: "Señoras, hoy es un día de recreo y fiesta y pueden hacer lo que quieran e ir al cuarto que más les agrade hasta las ocho. A las ocho en punto se retirarán a sus habitaciones".
»Todas decidieron venir conmigo y yo, la verdad, me sentí favorecida por aquella preferencia. Entramos en mi antecámara, donde había una gran mesa servida con pasteles, viandas y bebidas refrescantes. Aunque hablaban todas mucho, nadie decía nada que estuviera relacionado con la Inquisición ni con materia religiosa, ni mucho menos con la extraña experiencia por la que pasábamos.
»Transcurrió el tiempo hasta las ocho y entonces se oyó otra vez la campana de María y cada cual se fue a su dormitorio. María me dijo que don Francisco me esperaba y allí fuimos las dos.
»Como se puede suponer, don Francisco volvió a ofrecerme la cama y al levantarme al día siguiente la doncella me llevó a mis aposentos, donde encontré dos vestidos de fino brocado y de seda que no habría desdeñado la dama más exigente. Me puso uno de ellos y cuando acababa de vestirme acudieron las amigas a darme los buenos días. Todas iban vestidas espléndidamente. Hicieron elogios de mis aderezos y pasamos juntas el día. Lo mismo sucedió más o menos durante los tres o cuatro días siguientes.
»Pero una mañana, al venir María a traerme el desayuno, me dijo con una expresión un poco rara y una mirada que me pareció desdeñosa, que me diera prisa a vestirme porque una señora me esperaba en otro cuarto. "¿Qué sucede? —preguntaba yo—. ¿Y por qué me hablas así, María? ¿Es que me he conducido mal? ¿Es que van a matarme, ahora?". Ella repetía con acento impaciente que la siguiera y que no dijera estupideces.
»Aquella vez Urganda ni me besaba ni me llamaba bobita ni tenía amistad ni respeto.
»Todavía pensaba yo, sin embargo, que iban a ofrecerme alguna clase de halago y agasajo cuando la doncella me llevó a un cuarto no mayor de ocho pies en cuadro donde había una cama y una joven acostada en ella. "Ésta es ahora su habitación —dijo la doncella— y esta señora su compañera de cama y de vivienda. Mucho cuidado con lo que se habla, ¿eh?".
»Se marchó dando un fuerte golpe con la puerta.
»"Cielos —pensé yo—, ¿qué sucede?". Cuanto más fuera de peligro me consideraba, volvía a las tribulaciones de los primeros días. Miré a aquella mujer y conseguí balbucear: "¿Qué es esto? ¿Cuándo nos llevarán al suplicio? ¿O sólo me llevarán a mí? He perdido a mi padre y a mi madre, he perdido mi libertad y, lo que es peor, he perdido mi honor y mi alma". Mi nueva compañera, viéndome tan turbada y confusa, me cogió las manos y me dijo: "No llores, deja tu pena y no te quejes, porque no conseguirás sino aumentar tu mal, y si ahora te consumes de dolor podría ser que te consumieras un día en el brasero o en la hoguera. Calla y tranquilízate. Tus desgracias y las nuestras son las mismas. Estás pasando por lo mismo que hemos pasado nosotras antes, pero ten cuidado porque cuando alguna de nosotras protesta, los curas se sienten en peligro y la procesan, juzgan y sentencian como endemoniada. Todos tienen algún cargo contra nosotras guardado en sus cartapacios verdes. Si hablamos en privado o en público contra los inquisidores es más evidente que son los demonios quienes hablan en nosotras. Y no nos vale ya nadie. ¿Comprendes? Hay que andar con cuidado, pero ten ánimo, querida, y confía en Dios. Él encontrará manera de sacarnos de este lugar. Por encima de todo no te quejes delante de María, porque ella es el único instrumento de nuestra desgracia. Ten calma y más tarde te diré lo que te sucede, porque estoy viendo que no lo entiendes aun".
»Me senté en la cama y ella me dijo: "Hoy no comemos con las otras y tal vez tendremos ocasión de hablar antes de la noche. Si es así, estoy segura de que encontrarás alguna luz en mis palabras".
»Tantas cosas me dijo Leonor —ése era su nombre— que, cuando algún tiempo después vino María con la comida, yo me sentía una persona bastante diferente y después de comer (la comida era muy inferior a la que me habían dado antes) otra doncella vino a llevarse los cubiertos y nos riñó porque habíamos derramado un poco de jarabe de frutas en la bandeja.
»"Ahora —me dijo Leonor— no tengas miedo, que todo el tiempo será nuestro y yo te diré las cosas que te conviene saber. Hermanita, todas hemos pasado por lo mismo y con el tiempo irás conociendo la historia de cada una, como ellas esperan conocer la tuya aunque no lo demuestren. Supongo que María te ha enseñado lugares horribles, aunque no todos, y al pensar en ellos tu confusión era tan grande que te dejaste llevar adonde todas fuimos un día también. Por lo que nos ha sucedido a nosotras vemos que don Francisco ha sido tu Nerón. Es un hombre brutal y mal educado y creo que viene de villanos de la baja ribera del Llobregat. Por los colores de nuestros trajes sabemos a cuál de los santos padres pertenece cada una: la seda roja es de don Francisco, la azul de Guerrero y la verde de Aliaga. Ellos acostumbran a dar por galantería esos colores los primeros días a sus mujeres. A nosotras nos mandan mostrarnos alegres y hacer todo extremo de contento cuando llega una muchacha nueva a esta casa, pero después vivimos como prisioneras sin ver a otras personas que las doncellas que nos sirven y a María, que es la esbirra mayor. Comemos tres días cada semana en el refectorio y el resto del tiempo en nuestros cuartos, como hoy. Cuando uno de los santos padres tiene el antojo de alguna de nosotras viene a buscarla y se la lleva. Como somos tantas mujeres la cosa sucede una vez al mes más o menos, a no ser que alguna les dé tanta satisfacción que los santos padres quieran repetir con frecuencia. Algunas noches María deja la puerta de nuestro cuarto abierta y eso puede ser un indicio de que van a venir a buscarnos. Cuando alguna de nosotras está embarazada es trasladada a una sala aparte donde está sola y no ve a nadie más que a María hasta que da a luz. El niño es llevado fuera y nosotras no sabemos dónde está. No hay que protestar porque María no lo permite y si alguna levanta escándalo María la castiga severamente para evitar que los padres la castiguen a ella. Ella tiene sus látigos, no creas, y a veces ha pegado a alguna y desde luego a todas nos dice palabras feas de vez en cuando, las más feas que se pueden decir a una mujer. Tú comprendes. Así estamos siempre bajo un miedo que no nos deja tranquilas. Miedo a la Suprema, a los santos padres, al látigo o a la lengua de María. Yo entré en esta casa a los catorce años y sólo he dado a luz una vez. Somos actualmente cincuenta y dos mujeres jóvenes y se van cada año doce o trece no sabemos adónde. Sé que algunas fueron a la hoguera y por el camino las amordazaban para que no hablaran. En el lugar del suplicio gritaban la verdad de lo que les había ocurrido con todas sus fuerzas y el público las escuchaba y se persignaba diciendo: "Endemoniada, la pobre". Creían que al acusar a los santos padres eran los demonios que hablaban por ella. Como ves, ni la mentira ni la verdad nos vale. Pero, como te decía, de vez en cuando llegan muchachas nuevas y en una ocasión he visto reunidas hasta setenta y tres mujeres aquí.
»"Ha habido algunos casos de defunción, porque si una se pone enferma no llaman a médico alguno para que no se descubra lo que nos sucede.
»"El peor tormento nuestro es la incertidumbre. Cuando alguna mujer desaparece dicen que la han llevado fuera de Cataluña a casarla ricamente, pero yo sé que algunas han perecido en autos de fe. Nosotras nos encogemos de hombros y pedimos a Dios que nos perdone nuestros pecados y al mismo tiempo que nos permita agradar al patrón para que no hallemos la muerte en la hoguera o en el cuarto de los suplicios y en plena juventud. Es lo único que podemos hacer. Hazlo tú también y tal vez salgas un día para casarte y no para la hoguera, que es todo lo que puedes desear, querida."
»Este discurso de Leonor me hizo ver clara del todo mi situación por vez primera. Era espantoso, pero al menos sabía a qué atenerme. Desde entonces estuve un poco más tranquila porque comprender es un gran descanso. Así vivimos juntas Leonor y yo dieciocho meses, durante los cuales once muchachas salieron (para el matrimonio o para la otra vida) y diecinueve más vinieron. Yo sé todas sus historias y podría contárselas a ustedes, padre Gavín y señor embajador, pero no esta noche. Esta noche estoy demasiado fatigada».
Dijo Gavín que por el momento, y para no hacer más larga la velada, debería terminar la muchacha con su relato si lo tenía a bien. «Después de aquellos dieciocho meses —dije yo—, una noche María llegó y nos mandó que la siguiéramos Leonor y yo. Nos sacó de la casa y nos hizo entrar en un coche cerrado. Entonces sí que pensábamos que era el último día de nuestra vida y yo estaba segura de que nos llevaban a la cárcel secular de los relapsos para ir al día siguiente en la procesión de los penitenciados. Porque el coche era cerrado, negro y acolchado, esto último para que no salieran al exterior las voces, si gritábamos.
»Fuimos a otra casa menos lujosa y allí estuvimos hasta que nos liberaron los oficiales del ejército francés. Yo tuve la suerte de que abriera la puerta el capitán Falcaut, que nos trató con la mayor consideración, se hizo cargo de nosotras y después de hacernos vestir de hombres nos envió a casa de su padre en esta ciudad. Leonor conoció aquí a monsieur Bordonave, de Orleáns, y se va casar con él. Yo espero al capitán para hacer lo mismo, bendito sea el Señor. Es un hombre apuesto, honrado y noble. Todavía no acabo de creer en mi buena fortuna.
»Cuando fuimos liberadas la Inquisición dio un decreto según el cual eran reos de muerte todos aquellos que por una razón u otra hablaran o escucharan cualquier clase de difamación de los miembros del Santo Oficio. Al mismo tiempo el arzobispo fue a ver al general francés y le pidió que entregara las mujeres diciendo que eran hechiceras y brujas. El jefe militar le dijo que estaba dispuesto a prestarle al arzobispo la asistencia que necesitara, pero que en cuanto a las mujeres era inútil, porque se las habían llevado los oficiales y al parecer eran hermosas y no pensaban devolverlas. Además, las muchachas parecían felices y la mayor parte se iban a casar con sus liberadores.
»Entonces la Inquisición publicó un bando acusando una por una a todas nosotras, con nombres y apellidos (quién iba a pensarlo), de mancebía y de otros pecados y crímenes. Yo lo siento por mis pobres padres, que sufrirán una gran desazón.
»Afortunadamente era demasiado tarde y los frailes no consiguieron rescatar una sola de las mujeres. Yo espero, como he dicho antes, a mi futuro esposo y entretanto vivo con sus padres tranquila y decorosamente, gracias a Dios».
Así terminó la relación de Irene Ballabriga, conmovida y asustada todavía por la violencia inusual de los hechos y sobre todo por las amenazas de la Inquisición. Gavín prometió a la muchacha avisar a sus padres y darles la buena nueva de su salvación y del matrimonio.
Oyendo a Irene recordaba el embajador inglés a la familia real española y pensaba en la nobleza relajada y en la Iglesia presidiendo los autos de fe en la Plaza Mayor y se hacía a sí mismo preguntas que no se atrevía a responder.