Capítulo Primero
Una aventura intelectual
En el año 1818, Joseph Jacotot,
lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, tuvo
una aventura intelectual.
Una carrera larga y accidentada le
tendría que haber puesto, a pesar de todo, lejos de las sorpresas:
celebró sus diecinueve años en 1789. Por entonces, enseñaba
retórica en Dijon y se preparaba para el oficio de abogado. En 1792
sirvió como artillero en el ejército de la República. Después, la
Convención* lo nombró
sucesivamente instructor militar en la Oficina de las Pólvoras,
secretario del ministro de la Guerra y sustituto del director de la
Escuela Politécnica. De regreso a Dijon, enseñó análisis, ideología
y lenguas antiguas, matemáticas puras y transcendentes y derecho.
En marzo de 1815, el aprecio de sus compatriotas lo convirtió, a su
pesar, en diputado. El regreso de los Borbones le obligó al exilio
y así obtuvo, de la generosidad del rey de los Países Bajos, ese
puesto de profesor a medio sueldo. Joseph Jacotot conocía las leyes
de la hospitalidad y esperaba pasar días tranquilos en
Lovaina.
El azar decidió de otra manera. Las lecciones del modesto
lector fueron rápidamente apreciadas por los estudiantes. Entre
aquellos que quisieron sacar provecho, un buen número ignoraba el
francés. Joseph Jacotot, por su parte, ignoraba totalmente el
holandés. No existía pues un punto de referencia lingüístico
mediante el cual pudiera instruirles en lo que le pedían. Sin
embargo, él quería responder a los deseos de ellos. Por eso hacía
falta establecer, entre ellos y él, el lazo mínimo de una cosa
común. En ese momento, se publicó en Bruselas una edición bilingüe
de Telémaco. La cosa en común estaba
encontrada y, de este modo, Telémaco entró en la vida de Joseph
Jacotot. Hizo enviar el libro a los estudiantes a través de un
intérprete y les pidió que aprendieran el texto francés ayudándose
de la traducción. A medida que fueron llegando a la mitad del
primer libro, les hizo repetir una y otra vez lo que habían
aprendido y les dijo que se contentasen con leer el resto al menos
para poderlo contar. Había ahí una solución afortunada, pero
también, a pequeña escala, una experiencia filosófica al estilo de
las que se apreciaban en el siglo de la Ilustración. Y Joseph
Jacotot, en 1818, era todavía un hombre del siglo
pasado.
La experiencia sobrepasó sus
expectativas. Pidió a los estudiantes así preparados que
escribiesen en francés lo que pensaban de todo lo que habían leído.
«Se esperaba horrorosos barbarismos, con impotencia absoluta quizá.
¿Cómo todos esos jóvenes privados de explicaciones podrían
comprender y resolver de forma efectiva las dificultades de una
lengua nueva para ellos? ¡No importa!. Era necesario ver dónde les
había conducido este trayecto abierto al azar, cuáles eran los
resultados de este empirismo desesperado. Cuál no fue su sorpresa
al descubrir que sus alumnos, entregados a sí mismos, habían
realizado este difícil paso tan bien como lo habrían hecho muchos
franceses. Entonces, ¿no hace falta más que querer para poder?
¿Eran pues todos los hombres virtualmente capaces de comprender lo
que otros habían hecho y comprendido?»[1]
Tal fue la revolución que esta
experiencia azarosa provocó en su interior. Hasta ese momento,
había creído lo que creían todos los profesores concienzudos: que
gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a sus
discípulos para elevarlos gradualmente hacia su propia ciencia.
Sabía como ellos que no se trataba de atiborrar a los alumnos de
conocimientos, ni de hacérselos repetir como loros, pero sabía
también que es necesario evitar esos caminos del azar donde se
pierden los espíritus todavía incapaces de distinguir lo esencial
de lo accesorio y el principio de la consecuencia. En definitiva,
sabía que el acto esencial del maestro era explicar, poner en evidencia los elementos simples
de los conocimientos y hacer concordar su simplicidad de principio
con la simplicidad de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes
e ignorantes. Enseñar era, al mismo tiempo, transmitir
conocimientos y formar los espíritus, conduciéndolos, según un
orden progresivo, de lo más simple a lo más complejo. De este modo
el discípulo se educaba, mediante la apropiación razonada del saber
y a través de la formación del juicio y del gusto, en tan alto
grado como su destinación social lo requería y se le preparaba para
funcionar según este destino: enseñar, pleitear o gobernar para las
elites letradas; concebir, diseñar o fabricar instrumentos y
máquinas para las vanguardias nuevas que se buscaba ahora descubrir
entre la elite del pueblo; hacer, en la carrera científica,
descubrimientos nuevos para los espíritus dotados de ese genio
particular. Sin duda, los procedimientos de esos hombres de ciencia
divergían sensiblemente del orden razonado de los pedagogos. Pero
no se extraía de eso ningún argumento contra ese orden. Al
contrario, inicialmente es necesario haber adquirido una formación
sólida y metódica para dar vía libre a las singularidades del
genio. Post hoc, ergo propter hoc.*
Así razonaban todos los profesores concienzudos. Y así razonó
y actuó Joseph Jacotot, en los treinta años de profesión. Pero
ahora el grano de arena ya se había introducido por azar en la
maquinaria. No había dado a sus «alumnos» ninguna explicación sobre
los primeros elementos de la lengua. No les había explicado ni la
ortografía ni las conjugaciones. Ellos solos buscaron las palabras
francesas que correspondían a las palabras que conocían y las
justificaciones de sus desinencias. Ellos solos aprendieron cómo
combinarlas para hacer, en su momento, oraciones francesas: frases
cuya ortografía y gramática eran cada vez más exactas a medida que
avanzaban en el libro; pero sobretodo eran frases de escritores y
no de escolares. Entonces, ¿eran superfluas las explicaciones del
maestro? O, si no lo eran, ¿a quiénes y para qué eran entonces
útiles esas explicaciones?