La sociedad pedagogizada


Todos conspiraban para eso, y tanto más cuanto con más ardor deseaban la República y la felicidad del pueblo. Los republicanos toman como principio la soberanía del pueblo, pero saben muy bien que el pueblo soberano no puede identificarse con la muchedumbre ignorante y dedicada a la simple defensa de sus intereses materiales. También saben muy bien que la república significa la igualdad de los derechos y de los deberes, pero que ella no puede decretar la igualdad de las inteligencias. Está claro, en efecto, que la inteligencia de un campesino atrasado no es la de un jefe republicano. Los unos piensan que esta desigualdad inevitable contribuye a la diferencia social tal como la variedad infinita de las hojas a la inagotable riqueza de la naturaleza. Tan solo hace falta que ella no impida a la inteligencia inferior comprender sus derechos y, sobre todo, sus deberes. Los otros piensan que el tiempo, poco a poco, progresivamente, atenuará esta deficiencia causada por siglos de opresión y oscuridad. En los dos casos, la causa de la igualdad -de la buena igualdad, de la igualdad no funesta- tiene el mismo requisito, la instrucción del pueblo: la instrucción de los ignorantes por los sabios, de los hombres hundidos en las preocupaciones materiales egoístas por los hombres altruistas, de los individuos encerrados en su particularismo por el orden universal de la razón y de los poderes públicos. Eso se llama la instrucción pública, es decir, la instrucción del pueblo empírico programada por los representantes del concepto soberano del pueblo.


De esta forma, la Instrucción Pública es el brazo secular del progreso, el medio de igualar progresivamente la desigualdad, es decir, de desigualar indefinidamente la igualdad. Todo se juega siempre sobre un único principio, la desigualdad de las inteligencias. Admitido este principio, en buena lógica, sólo se puede deducir una consecuencia: el gobierno de la multitud estúpida por la casta inteligente. Los republicanos y todos los hombres de progresó sinceros sienten que su corazón se subleva ante esta consecuencia. Todo su esfuerzo consiste en acordar el principio rechazando la consecuencia. Así lo hace el elocuente autor del Libro del pueblo, el Señor de Lamennais. «Sin duda, reconoce honestamente, los hombres no tienen facultades iguales.»[112] ¿Pero el hombre del pueblo debe, como consecuencia, ser condenado a la obediencia pasiva, rebajado al rango del animal? No puede ser así: «Sublime atributo de la inteligencia, la soberanía de sí distingue al hombre de la bestia».[113] Sin duda la repartición desigual de este sublime atributo pone en peligro la «ciudad de Dios» que el predicador invita al pueblo a edificar. Pero ésta sigue siendo posible si el pueblo sabe «usar con sabiduría» su derecho reconquistado. El medio al que no se le quita valor, el medio que usa con sabiduría su derecho, el medio de hacer la igualdad con la desigualdad, es la instrucción del pueblo, es decir, la recuperación interminable de su retraso.


Tal es la lógica que entra en juego, la de la «reducción» de las desigualdades. Quien ha aceptado la ficción de la desigualdad de las inteligencias, quien ha rechazado la única igualdad que puede implicar el orden social, sólo puede correr de ficción en ficción y de ontología en corporación para conciliar pueblo soberano y pueblo atrasado, desigualdad de las inteligencias y reciprocidad de los derechos y de los deberes. La Instrucción Pública, la ficción social instituida de la desigualdad como retraso, es la hechicera que reconciliará a todos esos seres de razón. Lo hará extendiendo hasta el infinito el campo de sus explicaciones y el dejos exámenes que las controlarán. Con esta cuenta el Viejo ganará siempre, con las nuevas cátedras de los industriales y con la fe luminosa de los progresivos.

Contra eso no hay nada más que hacer que repetirles siempre a estos hombres supuestamente sinceros que deben poner más atención: «Cambien esta forma, corten la brida, rompan, rompan todo pacto con el Viejo. Consideren que no es más estúpido que ustedes. Sueñen y díganme lo que piensan.»[114] Pero ¿cómo podrían entender la consecuencia? ¿Cómo entender que la misión de los luminosos no es iluminar a los oscurantistas? ¿Qué hombre de ciencia y de vocación aceptaría abandonar su luz y dejar la sal de la tierra sin sabor? Y ¿cómo las jóvenes plantas frágiles, los espíritus infantiles del pueblo, podrían crecer sin el beneficioso rocío de las explicaciones? ¿Quién podría comprender que el medio para que ellos se educasen en el orden intelectual no es aprender de los sabios lo que ignoran, sino enseñárselo a otros ignorantes? Un hombre puede con mucha dificultad entender este discurso, pero ninguna capacidad lo entenderá nunca. El mismo Joseph Jacotot no lo habría entendido nunca sin el azar que le hizo maestro ignorante. Sólo el azar es lo suficientemente fuerte para invertir la creencia instituida, encarnada, en la desigualdad.


Bastaría con nada sin embargo. Bastaría que los amigos del pueblo, por un instante, detuvieran su atención sobre este punto de partida, sobre este primer principio que se resume en un axioma metafísico muy simple y muy antiguo: la naturaleza del todo no puede ser la misma que la de las partes. Lo que se le da de racionalidad a la sociedad, se le quita a los individuos que la componen. Y lo que ella niega a los individuos, la sociedad podrá tomarlo perfectamente para sí, pero nunca podrá devolvérselo a ellos. Se trata tanto de la razón como de la igualdad que le es sinónima. Es necesario elegir entre atribuirla a los individuos reales o a su reunión ficticia. Es necesario elegir entre hacer una sociedad desigual con hombres iguales o una sociedad igual con hombres desiguales. Quien tiene aprecio por la igualdad no debería vacilar: los individuos son seres reales y la sociedad una ficción. Es para los seres reales que la igualdad tiene valor, no para una ficción.

Bastaría con aprender a ser hombres iguales en una sociedad desigual. Esto es lo que quiere decir emanciparse. Pero esta cosa tan simple es la más difícil de entender sobre todo después de que la nueva explicación, el progreso, mezcló inextricablemente la una con la otra, la igualdad y su contraria. La tarea a la que se dedican las capacidades y los corazones republicanos es hacer una sociedad igual con hombres desiguales, reducir indefinidamente la desigualdad. Pero el que ha tomado este camino sólo tiene un medio para llegar hasta el final, la pedagogización íntegra de la sociedad, es decir, la infantilización general de los individuos que la componen. Más tarde se llamará a eso formación continua, es decir, coextensividad de la institución explicativa y de la sociedad. La sociedad de los inferiores superiores será igual, habrá reducido sus desigualdades, cuando se haya transformado enteramente en la sociedad de los explicadores explicados.

La singularidad, la locura de Joseph Jacotot, fue percibir esto: se estaba en el momento en el que la joven causa de la emancipación, la de la igualdad de los hombres, estaba transformándose en causa del progreso social. Y el progreso social era, en primer lugar, el progreso en la capacidad del orden social a ser reconocido como orden racional. Esta creencia no podía desarrollarse sino en detrimento del esfuerzo emancipador de los individuos razonables, al precio de la extinción de las virtualidades humanas que comportaba la idea de la igualdad. Una enorme maquinaria se ponía en marcha para promover la igualdad a través de la instrucción. Ahí estaba la igualdad representada, socializada, desigualizada, perfecta para ser perfeccionada, es decir, retrasada de comisión en comisión, de informe en informe, de reforma en reforma, hasta el final de los tiempos. Jacotot fue el único que pensó esta desaparición de la igualdad bajo el progreso, esta desaparición de la emancipación bajo la instrucción. Entendámoslo bien. Su siglo conoció un montón de declamadores antiprogresistas, y el espíritu del tiempo presente, el del progreso cansado, quiere que se le hagan homenajes por su lucidez. Quizá es demasiado honor: aquéllos simplemente aborrecían la igualdad. Aborrecían el progreso porque, como los progresistas, lo confundían con la igualdad. Jacotot fue el único igualitario que percibió la representación y la institucionalización del progreso como la renuncia a la aventura intelectual y moral de la igualdad, el único que percibió la instrucción pública como el trabajo de duelo de la emancipación. Un saber de este tipo genera una soledad espantosa. Jacotot asumió esa soledad. Rechazó toda traducción pedagógica y progresista de la igualdad emancipadora. Y dio paso a los discípulos que ocultaban su nombre bajo el letrero del «método natural»: nadie en Europa era lo bastante fuerte para llevar este nombre, el nombre de loco. El nombre Jacotot era el nombre propio de este saber a la vez desesperado e irónico de la igualdad de los seres razonables sepultada bajo la ficción del progreso.