Tal es la lógica que entra en juego, la de la «reducción» de
las desigualdades. Quien ha aceptado la ficción de la desigualdad
de las inteligencias, quien ha rechazado la única igualdad que
puede implicar el orden social, sólo puede correr de ficción en
ficción y de ontología en corporación para conciliar pueblo
soberano y pueblo atrasado, desigualdad de las inteligencias y
reciprocidad de los derechos y de los deberes. La Instrucción
Pública, la ficción social instituida de la desigualdad como
retraso, es la hechicera que reconciliará a todos esos seres de
razón. Lo hará extendiendo hasta el infinito el campo de sus
explicaciones y el dejos exámenes que las controlarán. Con esta
cuenta el Viejo ganará siempre, con las nuevas cátedras de los
industriales y con la fe luminosa de los
progresivos.
Bastaría con nada sin embargo.
Bastaría que los amigos del pueblo, por un instante, detuvieran su
atención sobre este punto de partida, sobre este primer principio
que se resume en un axioma metafísico muy simple y muy antiguo: la
naturaleza del todo no puede ser la misma que la de las partes. Lo
que se le da de racionalidad a la sociedad, se le quita a los
individuos que la componen. Y lo que ella niega a los individuos,
la sociedad podrá tomarlo perfectamente para sí, pero nunca podrá
devolvérselo a ellos. Se trata tanto de la razón como de la
igualdad que le es sinónima. Es necesario elegir entre atribuirla a
los individuos reales o a su reunión ficticia. Es necesario elegir
entre hacer una sociedad desigual con hombres iguales o una
sociedad igual con hombres desiguales. Quien tiene aprecio por la
igualdad no debería vacilar: los individuos son seres reales y la
sociedad una ficción. Es para los seres reales que la igualdad
tiene valor, no para una ficción.
Bastaría con aprender a ser hombres iguales en una sociedad
desigual. Esto es lo que quiere decir emanciparse. Pero esta cosa tan simple es la más
difícil de entender sobre todo después de que la nueva explicación,
el progreso, mezcló inextricablemente la una con la otra, la
igualdad y su contraria. La tarea a la que se dedican las
capacidades y los corazones republicanos es hacer una sociedad
igual con hombres desiguales, reducir
indefinidamente la desigualdad. Pero el que ha tomado este camino
sólo tiene un medio para llegar hasta el final, la pedagogización
íntegra de la sociedad, es decir, la infantilización general de los
individuos que la componen. Más tarde se llamará a eso formación
continua, es decir, coextensividad de la institución explicativa y
de la sociedad. La sociedad de los inferiores superiores será
igual, habrá reducido sus desigualdades, cuando se haya
transformado enteramente en la sociedad de los explicadores
explicados.
La singularidad, la locura de Joseph
Jacotot, fue percibir esto: se estaba en el momento en el que la
joven causa de la emancipación, la de la igualdad de los hombres,
estaba transformándose en causa del progreso social. Y el progreso social era, en primer lugar, el progreso en
la capacidad del orden social a ser reconocido como orden racional.
Esta creencia no podía desarrollarse sino en detrimento del
esfuerzo emancipador de los individuos razonables, al precio de la
extinción de las virtualidades humanas que comportaba la idea de la
igualdad. Una enorme maquinaria se ponía en marcha para promover la
igualdad a través de la instrucción. Ahí estaba la igualdad
representada, socializada, desigualizada,
perfecta para ser perfeccionada, es decir,
retrasada de comisión en comisión, de informe en informe, de
reforma en reforma, hasta el final de los tiempos. Jacotot fue el
único que pensó esta desaparición de la igualdad bajo el progreso,
esta desaparición de la emancipación bajo la instrucción.
Entendámoslo bien. Su siglo conoció un montón de declamadores
antiprogresistas, y el espíritu del tiempo presente, el del
progreso cansado, quiere que se le hagan homenajes por su lucidez.
Quizá es demasiado honor: aquéllos simplemente aborrecían la
igualdad. Aborrecían el progreso porque, como los progresistas, lo
confundían con la igualdad. Jacotot fue el único igualitario que percibió la representación y la
institucionalización del progreso como la renuncia a la aventura
intelectual y moral de la igualdad, el único que percibió la
instrucción pública como el trabajo de duelo de la emancipación. Un
saber de este tipo genera una soledad espantosa. Jacotot asumió esa
soledad. Rechazó toda traducción pedagógica y progresista de la
igualdad emancipadora. Y dio paso a los discípulos que ocultaban su
nombre bajo el letrero del «método natural»: nadie en Europa era lo
bastante fuerte para llevar este nombre, el nombre de loco. El
nombre Jacotot era el nombre propio de este saber a la vez
desesperado e irónico de la igualdad de los seres razonables
sepultada bajo la ficción del progreso.