8
Una salida
Al otro lado de la ventana del supermercado, el nubarrón de nieve parece tan pesado que es increíble que siga suspendido en el cielo. Jim lo imagina desplomándose sobre el páramo con un ruido sordo. Lo ve despanzurrarse al caer, derramar su blanca carga sobre las colinas, y sonríe. No bien lo piensa, otra idea acude a su mente, y no sabe por qué pero esta última duele como si le hubiesen asestado un golpe en el plexo solar. Apenas puede respirar.
Pese a los años que ha dado por perdidos, a veces hay algún recuerdo que vuelve fugazmente. Puede ser algo nimio, un detalle que despierta una parte de su pasado. En la misma situación, otra persona no le concedería importancia. Sin embargo, ese detalle insignificante puede trascender su anodino escenario y abrir el plano como si alguien hiciera retroceder un teleobjetivo, suscitándole una pena tan grande como si le retorcieran las entrañas.
Fue en una tarde de invierno como ésa, hace mucho tiempo, cuando le dieron el alta de Besley Hill por primera vez. Tenía diecinueve años. Una fina capa de nieve espolvoreaba el páramo. Jim lo miraba desde la ventana mientras la enfermera de turno cogía su maleta y luego su gabardina azul. Jim se las vio y deseó para ponerse la gabardina. Cuando introdujo los brazos en las mangas se le quedaron inmovilizados en la espalda, como si estuviera esposado, y las sisas se le hincaron en las axilas.
—Creo que vas a necesitar una talla más grande —comentó la enfermera, a la que sobrepasaba en estatura.
Fue entonces cuando Jim se detuvo a pensar en el tiempo que había pasado allí. La enfermera le indicó que fuera a la sala de espera. Se sentó a solas con la gabardina sobre el regazo. La dobló de tal modo que parecía una pequeña mascota y acarició el suave forro. No había estado en la sala de espera desde que lo habían metido a rastras en Besley Hill, y se sentía confuso al volver allí porque ya no sabía qué era. Había dejado de ser un paciente; había hecho tratamiento y estaba mejor. Pero aún no sabía qué significaba eso exactamente. Cuando la enfermera regresó, pareció sorprenderse de verlo.
—¿Cómo es que sigues aquí? —preguntó.
—Estoy esperando a que venga alguien a recogerme.
La enfermera le dijo que sus padres no tardarían en llegar y le ofreció una taza de té.
Jim tenía sed y le habría gustado aceptarlo, pero estaba pensando en sus padres y no podía hablar. Oía a la enfermera canturreando en la cocina mientras ponía el agua a hervir. Eran sonidos que brotaban sin esfuerzo, como si no hubiese en su vida un solo motivo de inquietud. Jim oyó incluso el leve tintineo de la cucharilla en la taza. Intentó pensar en temas que le permitieran entablar conversación con otras personas. La pesca, por ejemplo. Había oído a los médicos hablar de eso, tal como había oído a las enfermeras contando que se iban a bailar o que tenían un nuevo novio. Deseó saber de todas esas cosas. Bien, podría aprender. Ahora que ya estaba mejor, podría hacer esas cosas. Pescar, tener novia y salir a bailar. No era demasiado tarde. Se disponía a empezar de nuevo.
La luz empezaba a menguar en la ventana. La delgada capa de nieve que cubría el páramo refulgía como un frágil baño de peltre. Cuando la enfermera regresó, dio un respingo al verlo.
—¿Aún sigues aquí? —preguntó—. Creía que te habrías marchado hace siglos. —Le preguntó si tenía frío, y lo tenía, la habitación estaba helada, pero él le aseguró que estaba cómodo—. Por lo menos deja que te prepare una taza de té. Estoy segura de que llegarán de un momento a otro.
Mientras ella canturreaba en la cocina, Jim comprendió al fin la verdad: nadie iría a recogerlo. Por supuesto que no. Nadie iba a enseñarle a pescar, ni a invitar a una chica a bailar. No supo si había empezado a temblar a causa del frío o de esa súbita revelación. Se levantó y salió por la puerta de la calle. No quería que la enfermera se tomara su repentina desaparición como un desplante, así que le dejó la gabardina perfectamente doblada sobre la silla, para que supiera que no le había preparado una taza de té en vano. Tenía la sensación de que en cualquier momento alguien saldría corriendo del edificio, lo cogería del brazo y lo conduciría de nuevo adentro, pero eso no ocurrió. Recorrió todo el camino de acceso, y como los portones estaban cerrados y no quería volver a molestar a la enfermera, decidió saltar por encima del muro. Después echó a andar hacia el páramo porque tampoco sabía adónde ir. Pasó varios días allá arriba, sin saber qué sentía, excepto que era un ser anormal, un inadaptado, que no estaba curado ni mucho menos, que le pesaba la conciencia, que no era como todos los demás, hasta que la policía lo encontró en calzoncillos y lo llevó directamente de vuelta a Besley Hill.
—Te gustan esas colinas —dice su oreja derecha.
Jim se vuelve rápidamente y ve a Eileen a su espalda. Da un brinco como si fuera contagiosa. Lleva el sombrero naranja ladeado sobre la cabeza en una posición tan precaria que parece a punto de echar a volar. Sostiene un plato con un sándwich de jamón.
Eileen lo mira con una sonrisa amplia y franca que ilumina su rostro.
—No era mi intención asustarte —añade—. Es algo que me pasa a menudo. Incluso cuando creo que no puedo dar ningún miedo, sigo asustando a la gente. —Y se echa a reír.
Tras su experiencia previa con las sonrisas, Jim piensa que a lo mejor debería probar algo distinto. Quizá reír, aunque tampoco quiere dar a entender que se burla de Eileen o que está de acuerdo con ella en que su mera presencia causa temor. Quiere reírse tal como hace ella, con una sonora y cálida carcajada. Esboza algo parecido a una sonrisa y luego emite un ruido.
—¿Te traigo un vaso de agua? —pregunta Eileen.
Jim intenta reírse de una forma más evidente, pero lo único que consigue es que le duelan las amígdalas de tanto esforzarse. Esta vez suena incluso peor. Deja de reír y se mira los pies.
—Las chicas dicen que eres jardinero —comenta ella.
Jardinero. Nadie le ha llamado eso nunca. Le han llamado otras cosas. Tartaja, chiflado, bicho raro, pirado, pero jamás «jardinero». Siente que lo embarga la emoción, pero teme equivocarse si intenta reírse de nuevo, así que trata de aparentar naturalidad. Prueba a meter las manos en los bolsillos de los pantalones con estudiada indiferencia, pero tiene el delantal delante y se le enredan las manos.
—Una vez me regalaron un bonsái —dice Eileen—. Fue el gran error de mi vida, aceptar ese regalo. Y lo más curioso es que hasta me hacía ilusión cuidarlo. Leí el folleto. Lo puse en el lugar adecuado, junto a la ventana. Lo regaba con un dedal. Hasta me compré un par de podaderas minúsculas. ¿Y sabes qué? El muy cabrón va y se marchita, y luego se me muere. Un buen día, al bajar por la mañana, vi sus ridículas hojitas esparcidas por todo el suelo. Estaba así, medio torcido.
Eileen intenta imitar al arbolito muerto. Jim siente ganas de reír.
—A lo mejor lo regaste demasiado… —aventura.
—Lo cuidé demasiado. Ése fue mi error.
Jim no está seguro de cómo reaccionar a la anécdota del bonsái. Asiente, como si estuviera absorto en otra cosa. No sin esfuerzo, saca las manos de los bolsillos.
—Tienes unas manos bonitas —comenta ella—. Manos de artista. Supongo que por eso se te da bien la jardinería.
Eileen se vuelve para echar un vistazo alrededor, y Jim supone que debe de estar buscando una excusa para marcharse.
Le gustaría decirle algo más. Le gustaría pasar un poco más de tiempo con esa mujer que se planta en el suelo con los pies bien separados. Cuyo pelo es del color de las llamas. Pero no tiene ni idea de cómo mantener una conversación informal. Es fácil, le dijo en cierta ocasión una enfermera de Besley Hill. Sólo tienes que decir lo que estés pensando. Un cumplido nunca está de más, le había explicado.
—Me… me… me gusta tu sándwich —barbotea.
Eileen frunce el ceño. Mira al sándwich y luego vuelve a mirarlo a él.
Jim se nota la boca reseca como papel de lija. Lo del sándwich tal vez no ha sido un buen punto de partida.
—Me gusta cómo has servido las patatas fritas —añade Jim—. A un lado.
—Ah.
—Y la… y la… lechuga. Y que hayas cortado el tomate en forma de es… es… estrella.
Eileen asiente como si nunca se hubiese parado a pensar en ello.
—Te haré uno, si quieres.
Jim contesta que le encantaría, y se queda mirándola mientras va a servir el sándwich. Le dice algo al cliente y éste se ríe. Jim se pregunta qué habrá sido. Cuando Eileen vuelve a la cocina con paso decidido, el sombrero naranja va dando tumbos sobre su cabeza y ella alza una mano para recolocarlo sin inmutarse, tal como otras personas espantarían a una mosca. Jim siente algo, como si un diminuto interruptor eléctrico se encendiera. No quiere seguir pensando en el día que nadie fue a recogerlo.
Aunque a la edad de veintiún años volvía a estar curado y le dieron el alta, no tardó más de seis meses en regresar a Besley Hill. En ese tiempo intentó hacer las cosas bien, ser como los demás. Se inscribió en la escuela nocturna para acabar sus estudios. Se esforzó en entablar conversación con la casera y los demás inquilinos. Pero le costaba concentrarse. Desde que se había sometido a una segunda tanda de sesiones de electrochoque se le olvidaban cosas, no sólo los hechos de ese mismo día, sino también las cosas más elementales, como su nombre de pila o la calle en que vivía. Un día no acudió a sellar el paro porque no recordaba en qué parada del autobús debía apearse. Intentó trabajar como basurero, pero los demás empleados se reían de él porque se empeñaba en ordenar los contenedores por tamaño. Cuando decía que no tenía novia, lo llamaban marica. Sin embargo nunca le hicieron daño y, para cuando perdió su puesto, tenía la sensación de que empezaban a aceptarlo. A veces observaba a los basureros desde la ventana de su habitación alquilada, cargando los cubos a la espalda, y se preguntaba si sería su brigada u otra. Al trabajar con aquellos hombres, había empezado a comprender un poco mejor qué era ser fuerte y formar parte de un grupo. Era como asomarse a la ventana de otra persona y ver la vida desde una perspectiva diferente.
Aquella experiencia también había tenido sus inconvenientes. Meses después de haber dejado de trabajar como basurero, aún notaba el hedor en la ropa. Se acostumbró a acudir a la lavandería todos los días. La mujer que atendía el mostrador fumaba sin parar; con la colilla de un cigarrillo encendía el siguiente. Al cabo de un tiempo, Jim no sabía si lo que olía en su ropa era tufo a basura o a tabaco, pero volvía a la lavandería una y otra vez porque nunca acababa de estar limpia del todo. Hasta que un día ella le dijo:
—Tú estás un poco mal de la azotea…
Así que tampoco podía volver allí.
Lo que más le molestaba era tener que usar ropa sucia. Algunos días ni siquiera podía vestirse. Eso, a su vez, daba pie a pensamientos que no deseaba albergar. Y cuando intentaba hacer otras cosas para deshacerse de esos pensamientos, como decirles que no o salir a dar un paseo, los demás inquilinos se daban cuenta y empezaban a rehuirlo. Luego, un buen día, al abrir la puerta de su habitación, se le ocurrió dar los buenos días a la cocina eléctrica. No lo hizo con ninguna intención, sólo por mostrarse amable, ya que el pequeño electrodoméstico le parecía solitario. Pero algo ocurrió a partir de ese momento, o mejor dicho, nada ocurrió. Ni una sola vez en todo el día. No tuvo ningún pensamiento malo. Poco después, la casera se enteró de su paso por Besley Hill y lo puso de patitas en la calle.
Tras pasar varias noches en la calle, Jim se entregó a la policía. Era un peligro para los demás, dijo. Y aunque sabía que nunca haría daño a nadie a propósito, empezó a chillar y dar patadas a los objetos como si fuera capaz de hacerlo. Lo llevaron derecho a Besley Hill. Hasta conectaron las sirenas, aunque Jim ya no gritaba ni pataleaba, sino que iba sentado sin mover un solo músculo.
No fue la depresión clínica en sí lo que lo llevó de vuelta la tercera vez. No fue la esquizofrenia ni el trastorno de personalidad múltiple, ni la psicosis, ni ninguno de los otros nombres que daban a su estado. Se trataba más bien de un hábito. Según comprobó, resultaba más fácil vivir en la piel de su yo trastornado que en la del yo reformado. Y aunque para entonces había empezado a hacer los rituales, volver a Besley Hill fue como ponerse ropa vieja y comprobar que la gente lo reconocía. Se sentía seguro.
Alguien está armando escándalo en la cocina de la cafetería, una mujer. Un hombre intenta tranquilizarla. La puerta se abre de par en par y Eileen sale hecha un basilisco con su roja melena alborotada. No lleva el sombrero naranja y se ha echado el abrigo al hombro como si fuera una pieza cobrada. La puerta se cierra de golpe tras ella y se oye un aullido de dolor. Cuando el señor Meade sale segundos después, se lleva la mano a la nariz.
—¡Señora Hill! —chilla sin apartar la mano—. ¡Eileen! —Sale en su persecución mientras la mujer avanza con paso decidido entre las mesas.
Los clientes apartan sus bebidas calientes.
—¡O ese puto sombrero o yo! —sentencia Eileen, volviéndose a medias.
El señor Meade niega con la cabeza sin soltarse la nariz, como si temiera que un gesto brusco pudiera hacerla caer de cuajo. Los clientes que hacen cola para pedir un especial navideño («con cada bebida caliente, una ración de mince pie gratis; flapjacks y magdalenas no incluidas en la oferta») observan la escena boquiabiertos.
Eileen se detiene tan bruscamente que el señor Meade se da de bruces con un carrito de comestibles navideños.
—Miradnos —dice ella, dirigiéndose a todo el local: a los clientes, a los empleados con sus sombreros naranja, incluso a las mesas y sillas de plástico—. Mirad nuestras vidas.
Nadie se mueve. Nadie replica. Toda acción queda suspendida por unos instantes, como si el mundo se hubiese detenido o desconectado, como si nada ni nadie supiera qué vendrá a continuación. Sólo el árbol de Navidad parece recordarlo y prosigue con su feliz transformación de verde a rojo y de rojo a azul. Entonces Eileen mira alrededor con una mueca de incredulidad y emite ese sonido estrepitoso y salvaje que en realidad es su risa. Sin embargo, una vez más, no da la impresión de reírse de los presentes, sino con ellos. Como si contemplara la escena desde arriba, incluida su persona, y de pronto comprendiera que todo se reduce a una broma cruel.
Eileen se da media vuelta.
—A la mierda todo… —farfulla mientras se coge al pasamanos y baja el primer peldaño de la escalera reservada a los clientes.
En el local se produce un extraño silencio. Algo indeterminado ha ocurrido y nadie está dispuesto a moverse hasta haber comprendido el alcance de los daños. Alguien habla en susurros y otra persona, al comprobar que nada ocurre, que nada se resquebraja ni se viene abajo, rompe a reír. Poco a poco, tímidamente, las voces se van enhebrando en medio del denso silencio hasta que la cafetería vuelve en sí.
—Esa mujer está despedida —anuncia el señor Meade, aunque cabe decir que Eileen se ha despedido a sí misma—. Volved al trabajo, chicos. —Y añade—: Jim… ¿sombrero?
Jim se endereza el sombrero. Seguramente será mejor que no vuelva a ver a Eileen. Allá por donde pasa deja una estela de caos. Sin embargo, sus palabras de despedida resuenan en la mente de Jim, al igual que su risa generosa. No puede evitar preguntarse qué clase de sándwich le habría preparado. Si se lo habría servido con patatas fritas y lechuga y un tomate en forma de estrella. Recuerda una ocasión, mucho tiempo atrás, en que tomó té y sándwiches sobre el césped. Tiene que sujetarse la cabeza para que el sombrero naranja no caiga al suelo mientras todo su cuerpo tiembla.
Empiezan a caer los primeros copos de nieve en silencio, girando como plumas en el aire, pero Jim no los ve.