9
El estanque

Al alba, nubes de un fulgor cobrizo moteaban el cielo. La luz dorada se derramaba sobre el páramo como la miel. Habían transcurrido seis días, veintiuna horas y cuarenta y cinco minutos desde el accidente. Por fin, Byron tenía un plan.

Cruzó el jardín con paso decidido en dirección al prado. Su madre y su hermana seguían durmiendo. Pertrechado con las herramientas básicas y un paquete de galletas Garibaldi por si la tarea resultaba más ardua de lo previsto, cerró la cancela de la cerca. La noche había dejado una densa capa de rocío y los goterones colgaban de las briznas de hierba como largos pendientes. Las zapatillas, el pijama y el dobladillo del albornoz de rizo americano se quedaron empapados en cuestión de minutos. Cuando se volvió un momento para echar un vistazo a la casa, alcanzó a distinguir el oscuro sendero que sus pies habían dejado, y los rayos de sol como llamaradas en las ventanas de las habitaciones. Tanto su madre como Lucy estaban dormidas. A lo lejos, el ladrido de un perro guardián resonó en las colinas.

James Lowe había dicho en cierta ocasión que un perro no era necesariamente un perro. Era tan sólo un nombre, del mismo modo que «sombrero» era sólo un nombre, o «congelador». A lo mejor, había dicho, un perro era en realidad un sombrero.

—Pero ¿cómo un perro va a ser un sombrero? —había preguntado Byron. En su mente había surgido la imagen de la gorra de cazador de su padre amarrada a una correa, y resultaba confuso.

—Sólo digo que «sombrero» y «perro» son palabras que alguien ha puesto a esas cosas. Y si no son más que palabras que alguien ha puesto, podría haberse equivocado al elegirlas. Además, quizá no todos los perros sean perros. A lo mejor son otra cosa distinta. Sólo porque les hayamos puesto el mismo nombre a todos no significa que todos los perros sean realmente perros.

—Pero siguen sin ser sombreros —replicó Byron—. Y tampoco son congeladores.

—Tus pensamientos deben llevarte más allá de tus certezas —sentenció James.

Usando la lupa del equipo de biología, la linterna y las pinzas plateadas de su madre, Byron emprendió la búsqueda. Encontró una piedra con rayas amarillas, una diminuta araña con una gran bola azul de huevos, tomillo silvestre y dos plumas blancas, pero no esa cosa importante que tanto necesitaba. A lo mejor estaba buscando en el sitio equivocado. Apoyando un pie en el travesaño más bajo de la valla que bordeaba el estanque, se izó y pasó al otro lado. Resultaba extraño volver al lado prohibido de la valla tanto tiempo después. Era como estar en el despacho de su padre, donde el aire parecía tener aristas afiladas. Las ocas bufaron y estiraron el cuello, pero no se abalanzaron en su dirección. Al poco perdieron interés y se encaminaron a la orilla con su paso altanero.

Lo que quedaba del puente todavía se elevaba sobre el estanque y se extendía, como una reluciente espina dorsal negra, desde la orilla hasta el islote central. Byron también alcanzaba a ver el punto en que la frágil estructura se alejaba de la isla y luego desaparecía a medio camino, antes de alcanzar la otra orilla. De rodillas en la hierba, intentó reanudar su búsqueda con la linterna y la lupa, pero fue en vano, no lograba concentrarse. Su mente seguía vagando y recordando cosas.

El puente había sido idea de James. Byron sólo participó en calidad de mano de obra. James lo había planeado todo durante semanas. Había dibujado los planos. En la escuela no hablaba de otra cosa. El día de la construcción, los chicos se sentaron hombro con hombro en la orilla y contemplaron la extensión de agua a través de los dedos abiertos de la mano para obtener una perspectiva profesional. Fue Byron quien acarreó las piedras hasta el estanque y arrastró las ramas más grandes de los fresnos que crecían en las lindes del prado.

—¡Muy bien, muy bien! —aprobaba James a voz en grito, sin llegar a levantarse siquiera.

Byron apiló las piedras en los bancos de arena para usarlas como soporte para las ramas más gruesas. Horas después, una estructura irregular se extendía sobre la superficie del agua.

—¿Quieres probarlo? —preguntó Byron.

James consultó su plano.

—Creo que primero deberíamos comprobar la capacidad de carga del puente.

Byron insistió en que sólo era un estanque. Salió del agua.

Recordó la sensación de doble zozobra, de su corazón y de la estructura bajo sus pies. La madera se veía oscura y grasienta. Sus pies no hacían más que resbalar. Esperaba caer a cada paso, y cuanto más temía el fracaso, más inevitable parecía. Recordó también que James no paraba de recitar cifras, aunque le aseguró que no lo hacía porque estuviera nervioso, sino porque debía realizar unos cálculos.

Guardaba un recuerdo tan nítido de aquel día que era como observar los fantasmas de dos niños en la orilla. Entonces, algo más empezó a suceder.

Cuanto más contemplaba el agua, más veía no sólo el puente sino también el reflejo del cielo, como si bajo la superficie del estanque se ocultara otro mundo, más refractado, en el que también hubiese nubes cobrizas y rayos de sol que bailaban como llamas. Un chico que no fuera a Winston House podría haberse convencido de que esa mañana había dos cielos, uno por encima de su cabeza y otro por debajo del agua. ¿Y si al final resultaba que los científicos estaban equivocados? Saltaba a la vista que habían hecho una chapuza con el tiempo. ¿Y si existían realmente dos cielos? Hasta el accidente, Byron había dado por sentado que todas las cosas eran lo que parecían ser. Ahora, mientras contemplaba el estanque y la porción de cielo que cabía en su reluciente circunferencia, se le ocurrió que la gente creía saber determinadas cosas sólo porque les habían dicho que eran ciertas. James tenía razón. No parecía una base demasiado sólida para creer en nada.

El tema daba tanto de sí que Byron decidió seguir pensando mientras comía una galleta. Una ráfaga de viento agitó la superficie del agua y roció la hierba con una lluvia de pequeñísimos diamantes. Eran ya las seis y cuarto. Byron se sacudió las migas del albornoz y regresó a su tarea. La lupa y la linterna ya no le eran de mucha utilidad; el sol se elevaba rápidamente sobre el horizonte. Esos objetos sólo servían para que se metiera más en la piel de un chico que buscaba cosas. No las habría necesitado, ni la lupa ni la linterna, si James hubiese estado a su lado.

—Santo cielo, estás empapado —dijo su madre cuando el despertador sonó y ella abrió los ojos con un parpadeo. Alargó la mano hacia el comprimido y el vaso de agua—. No habrás estado en el estanque, ¿verdad?

—Hoy volverá a hacer calor —repuso él—. ¿Tengo que ir a clase?

Diana tiró de él y lo rodeó con los brazos. Byron no veía la hora de enseñarle lo que había encontrado.

—Estudiar es muy importante. Si no adquieres una buena base, acabarás como yo.

—Prefiero ser como tú que como nadie más.

—No sabes lo que dices. La gente como yo no hace más que meter la pata. —Apoyó la barbilla en el hombro de Byron, de tal modo que su voz parecía resonar en los huesos del niño—. Además, tu padre quiere lo mejor para ti. Quiere que alcances el éxito en la vida. Lo tiene clarísimo.

Durante un rato permanecieron así, enlazados por los brazos de ella, que pegó su rostro al del chico. Luego lo besó en la cabeza y retiró las sábanas.

—Voy a prepararte un baño, tesoro. No sea que pesques un catarro.

Byron no la había entendido. ¿Por qué no iba a querer ser como su madre? ¿A qué se refería con eso de que no hacía más que meter la pata? Ella no podía haber previsto lo ocurrido en Digby Road. Así pues, sacó el trébol del bolsillo del albornoz tirando suavemente del delicado tallo. Estaba un poco maltrecho, algo mustio, y en realidad no tenía cuatro hojas, sino más bien tres, pero él sabía que la salvaría, James había dicho que los tréboles eran talismanes. Lo escondió debajo de la almohada de su madre para que la protegiese aunque ella no lo supiera.

Tarareando por lo bajo, siguió a Diana hasta el cuarto de baño. La luz que entraba por las ventanas parecía dibujar pasaderas blancas sobre la moqueta del pasillo, y él avanzó saltando de una a otra. Se imaginó «pescando un catarro», como había dicho su madre. No recordaba haberle oído esa expresión hasta entonces. A veces decía cosas así, o como eso de no querer que Byron se pareciese a ella, pero siempre lo hacía de un modo enrevesado, como si ocultase otra persona en su interior, tal como su padre ocultaba un niño y el estanque un mundo paralelo.

Deseó no haberse comido todas las galletas del paquete. James no lo habría hecho.