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Un desenlace
James no volvió a clase tras conocerse la muerte de Diana. El funeral se celebró un lunes a principios de octubre. Era el mismo día de la semana en que se había producido el accidente de Digby Road, y sólo habían transcurrido cuatro meses, pero tantas cosas importantes habían sucedido entre medio que la naturaleza del tiempo había vuelto a cambiar. Ya no era una progresión lineal entre un momento y el siguiente. Carecía de toda constancia, de toda lógica. Era un voraz y tosco agujero al que las cosas se precipitaban indiscriminadamente y en cuyo interior cambiaban de forma.
Por encima del páramo, violáceas nubes algodonosas guateaban el cielo de octubre, hendido aquí y allá por un rayo de sol o el vertiginoso vuelo de un pájaro. Era la clase de cielo que le habría encantado a su madre, y contemplarlo le resultaba doloroso porque podía imaginarla señalándolo para que él se acercase a mirarlo. A veces Byron tenía la sensación de que le estaba ofreciendo excusas perfectas para regresar, y el hecho de que ella no las aprovechara hacía que su ausencia resultara más desconcertante aún. Seguramente no tardaría en volver. Él sólo tenía que encontrar el estímulo adecuado.
Así que continuaba buscando. Al fin y al cabo, el abrigo de ella seguía en el perchero y sus zapatos junto a la puerta. Su desaparición había sido tan súbita que resultaba inverosímil. Byron esperaba todas las mañanas frente al estanque. Hasta había llevado el sillón de su madre hasta allí, pasándolo por encima de la cerca. Se sentaba donde ella lo había hecho, junto a la orilla, sobre el cojín que aún retenía su forma, su olor. No comprendía cómo era posible que, en los escasos segundos que tardaba un chico en sonarse la nariz, algo tan sustancial como la vida de una madre pudiera extinguirse.
Todas las madres acudieron al funeral, así como la mayoría de los padres. Algunos llevaron a sus hijos varones consigo, pero las niñas quedaron excluidas de la ceremonia. Las mujeres habían adornado la iglesia con calas y asado un jamón de York para la reunión que se celebraría después. Al parecer, sería todo un festín. Se había puesto tanto afán en organizar el funeral que más parecía una boda, con la salvedad de que no había ningún fotógrafo y los invitados vestían todos de negro. Se serviría té y naranjada, aunque Andrea Lowe llevaba encima una petaca con coñac para las emergencias. Nadie podía aspirar a sobrevivir a la mañana sin un poco de ayuda.
Fue por la bebida, oyó decir Byron. En sus últimos días, la pobre Diana apenas estaba sobria. Nadie mencionaba abiertamente el recital de Beverley, pero era evidente que estaba en la mente de todos. Comoquiera que fuese, era una tragedia que muriera tan joven, dejando dos hijos y un esposo. Más tarde llegó la autopsia, y con ella una nueva conmoción. El estómago de Diana contenía agua y restos de manzana. En su torrente sanguíneo se hallaron antidepresivos. Sus pulmones estaban encharcados de agua y soledad, al igual que el hígado, el bazo, la vejiga y las diminutas oquedades de sus huesos. Pero no había en su cuerpo una sola gota de alcohol.
—Yo sólo la vi beber una vez —había dicho Byron al policía que fue a entrevistar a la familia—. Pidió una copa de champán en un restaurante, pero le dio unos sorbitos y dejó el resto. Lo que más le gustaba era el agua. La bebía a todas horas, con cubitos de hielo. Y si puede interesarles, ese día yo pedí sopa de tomate en el restaurante. Mi madre también me dejó comer un cóctel de gambas. Y eso que aún faltaba bastante para la hora de almorzar.
Era lo más que había dicho acerca de Diana desde su muerte. Había un silencio sepulcral en la habitación, como si hasta el aire contuviera la respiración. Byron vislumbró los rostros adultos y el bloc de notas del policía, y de repente el vacío que ocupaba su madre se abrió a sus pies. Entonces se echó a llorar con tanto desconsuelo que se olvidó de parar. Su padre se aclaró la garganta. El policía indicó por señas a Andrea Lowe que hiciera algo, y ésta fue por galletas. Fue un accidente, le dijo el agente a Andrea. Ni siquiera bajó la voz, como si el sufrimiento volviera sordos a quienes pierden a un ser querido. Un terrible accidente.
También entrevistaron a un médico privado que tenía consulta en Digby Road. Éste confirmó que llevaba años recetando Tryptizol a la señora Diana Hemmings. Era una mujer sensible, dijo. Había ido a verle cuando se sintió incapaz de adaptarse a su nuevo entorno. Dijo lamentarlo y ofreció su pésame a la familia.
Huelga decir que circulaban rumores acerca de su muerte. El más repetido era que se había ahogado voluntariamente. ¿Qué otra explicación podían tener las piedras halladas en sus bolsillos, unas grises, otras azules, otras estriadas como caramelos? Byron oía retazos de esas conversaciones. Sabía que estaban hablando de su madre por cómo enmudecían y se alisaban imaginarias arrugas en las mangas al advertir su presencia. Pero no tenían ni idea. No habían estado allí. No habían visto lo que él había visto esa noche junto al estanque, mientras la luz se extinguía y la lluvia caía sin cesar. No la habían visto flotando en el estanque, meciéndose como si la música llenase el aire, hasta que había levantado los brazos y se había hundido. Había regresado no a la tierra, sino al agua.
La iglesia estaba tan atestada de gente que los últimos en llegar tuvieron que quedarse de pie. Pese al sol otoñal, muchos de los asistentes al funeral lucían abrigos de invierno, guantes, sombreros. Un olor impregnaba el aire, tan persistente y empalagoso que Byron no sabía si le inspiraba tristeza o alegría. Se sentó en la primera fila, junto a Andrea Lowe. Fue consciente de que todos lo observaban y se apartaban a su paso. Lamentaban mucho su pérdida, decían con voz rota, y a juzgar por cómo clavaban los ojos en sus propios pies, Byron dedujo que las circunstancias lo habían convertido en alguien importante, y aunque era extraño, no podía evitar sentirse orgulloso. James se había sentado más atrás con el señor Lowe, y aunque Byron se había vuelto varias veces para sonreírle y demostrarle lo valiente que era, James no había despegado los ojos de su propio regazo. Los chicos no se habían visto desde antes de la muerte de Diana.
Cuando los portadores del ataúd ocuparon sus puestos, algunos de los presentes no pudieron resistirlo. Beverley dio un grito ahogado y Walt tuvo que acompañarla hasta fuera. La pareja enfiló el pasillo a trompicones, como un cangrejo mutilado, tropezando por el camino con un ramo de azucenas que les mancharon de polen las mangas negras. Los dolientes permanecían inmóviles, mirando el ataúd, entonando un cántico a media voz mientras allá fuera, bajo el sol otoñal, Beverley se desgañitaba. Byron se preguntó si también debería chillar, porque al fin y al cabo era su madre, no la de Beverley, y tal vez le sirviera para desahogarse, pero luego miró de reojo a su padre, que permanecía de pie junto al ataúd con gesto rígido, y enderezó la espalda. Se oyó a sí mismo cantando más alto y claro que nadie, como si enseñara a los demás el camino a seguir.
El sol brilló durante la reunión posterior al funeral en Cranham House. Beverley y Walt se excusaron y se fueron a casa. Era exactamente la clase de fiesta que le hubiese gustado a Diana. Habían bajado el ataúd al fondo de un hoyo tan profundo que Byron sentía vértigo cada vez que lo miraba. Habían arrojado a su interior puñados de tierra y las rosas preferidas de Diana, como si ésta pudiera apreciar el gesto, y se habían marchado apresuradamente.
—Tienes que comer —le dijo Andrea Lowe. La nueva madre le ofreció una rebanada de pastel de fruta y una servilleta.
Byron no lo quería. Tuvo la sensación de que no podría volver a probar bocado, como si se le hubiese encogido el estómago, pero hubiese sido de mala educación rechazar el bizcocho, así que se lo comió sin rechistar. Cuando la nueva madre dijo «¿A que te sientes mejor?», él contestó que sí por no hacerle un feo. Hasta preguntó si podía comer otro trozo.
—Pobres niños, pobres niños… —se lamentó Deirdre Watkins entre sollozos. Se aferraba a Andrea Lowe y temblaba como un arbusto zarandeado por el viento.
—Todo esto está siendo muy duro para James —dijo Andrea bajando la voz—. Las noches son un suplicio. Mi marido y yo hemos decidido… —Miró de refilón a ambos lados antes de proseguir, y cuando su mirada se cruzó con la de Byron, éste tuvo la sensación de que no debería estar allí—. Hemos decidido que ha llegado el momento de tomar medidas.
Byron dejó el plato con el bizcocho y se escabulló de la habitación.
Encontró a James junto al estanque, que habían drenado por orden de Seymour. Un granjero local se había llevado las ocas, y los patos se habían ido con éstas o habían echado a volar por su cuenta. Byron seguía sin explicarse que el lecho del estanque pareciera tan poco profundo, tan llano, sin el agua ni las aves. La verde maraña de ortigas, hierbabuena y perifollo se interrumpía de forma súbita allí donde antes empezaba la superficie del agua. La extensión de barro negro y desnudo refulgía al sol, sólo rota por las escasas ramas y piedras que asomaban allí donde Byron las había alineado con tanta precisión para construir un puente. El islote asilvestrado que se alzaba en medio del estanque no era más que una loma de tierra seca. Resultaba difícil creer que su madre pudiera caer y ahogarse en algo tan insignificante.
James debió de saltar por encima de la valla y deslizarse por la pendiente del estanque. Se había puesto los pantalones de vestir perdidos de barro. Se encontraba en el centro del lecho enfangado, tirando de una de las ramas más largas con todas sus fuerzas. Se había inclinado hacia delante y sujetaba con ambas manos el extremo de la rama, pero ésta era casi tan larga como él y no podía moverla. Tenía los zapatos cubiertos de barro, al igual que las mangas de su chaqueta de adulto. Un enjambre de mosquitos revoloteaba a su alrededor.
—¿Qué haces? —preguntó Byron.
James no miró en su dirección. Siguió tirando de la rama con empecinado esfuerzo, en vano.
Byron se encaramó a la valla, saltó al otro lado y se desplazó con cuidado por la orilla del estanque. No se adentró más porque no quería estropear los zapatos del funeral. Llamó a James de nuevo, y esta vez el chico se detuvo. Intentó ocultar el rostro en el ángulo del codo, pero no podía disimular que había estado llorando. Tenía la cara tan roja e hinchada que parecía haber recibido una tunda.
—¡Es demasiado grande para ti! —gritó Byron.
Un sonido áspero brotó del pecho de James, como si albergara un dolor superior a sus fuerzas.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué? No puedo parar de darle vueltas…
James empezó a tirar otra vez de la rama, gruñendo a causa del esfuerzo, pero sus manos estaban tan enfangadas que resbalaban sin remedio, y dos veces estuvo a punto de dejarla caer.
Byron no acababa de entenderlo.
—No quería caerse. Fue un accidente.
James lloraba a moco tendido, incapaz de controlarse.
—¿Por qué… por qué intentaba cruzar el estanque? —chilló.
—Había ido a coger un huevo. No le gustaba que los cuervos se los comieran. Resbaló.
James negó con la cabeza, con tanta vehemencia que todo su cuerpo se estremeció y el peso de la rama lo hizo tambalearse. Estuvo a punto de perder el equilibrio.
—Fue por mi culpa.
—¿Qué dices? ¿Cómo iba a ser culpa tuya?
—¿No sabía que nuestro puente era peligroso?
Byron volvió a ver a su madre saludando desde el estanque. Enseñándole el huevo de oca. No flotaba sobre el agua, por supuesto que no. Pese al calor, un escalofrío le erizó la piel.
—Debería haber comprobado la capacidad de carga —se lamentó James, sollozando—. Dije que la ayudaría pero lo hice todo mal. Fue culpa mía.
—No fue culpa tuya. Fue culpa de los dos segundos de más. Eso fue lo que desencadenó todo esto.
Para estupefacción de Byron, sus palabras hicieron que James volviera a soltar un alarido. Nunca había visto a su amigo así, tan expuesto, tan desesperado, tan furibundo. Seguía tirando de la rama pero con movimientos débiles e inútiles, parecía haberse dado por vencido.
—¿Por qué me hiciste caso, Byron? Me equivoqué, ¿no lo ves? Me equivoqué incluso con los segundos de más.
A Byron de pronto le costaba respirar.
—Lo leíste en el diario, ¿no?
—Después de que tu madre… —James no era capaz de pronunciar la palabra. Lo intentó de nuevo—. Después de que se… —Pero eso tampoco podía decirlo. Tiró con más fuerza de la rama. Parecía descargar su ira en ella—. Estuve investigando. Los dos segundos de más no se añadieron en junio. Uno se añadió a principios de año. El otro se añadirá al final. —Sollozaba convulsivamente—. Los dos segundos de más que tú creíste ver nunca han existido.
Fue como si le hubiesen asestado un golpe. Byron se llevó las manos al vientre. Se tambaleó. La escena acudió a su mente como un fogonazo: su propia mano agitándose delante del rostro de su madre para que se fijara en el segundero de su reloj de pulsera. El coche virando bruscamente a la izquierda.
Un griterío rasgó el silencio. Varias siluetas negras se movían por el jardín, llamando a James, no a Byron. Al oírlas, éste se percató de que por primera vez se había abierto una brecha entre él y su amigo, una distancia insalvable.
—Tu madre te está buscando —dijo con voz queda—. Será mejor que sueltes eso y vuelvas arriba.
James soltó la rama con delicadeza, como si fuera un cuerpo inerte. Se frotó la cara con la manga de la chaqueta y se encaminó a la orilla, donde Byron lo esperaba, pero cuando éste le ofreció su pañuelo James no lo cogió. Ni siquiera lo miró a los ojos cuando dijo:
—No volveremos a vernos. Mi salud es lo primero. Tengo que cambiar de escuela. —Y tragó saliva con esfuerzo.
—¿Y qué pasará el año que viene?
—Tenemos que pensar en mi futuro —repuso James, sonando cada vez más como un perfecto desconocido.
Antes de que Byron pudiera replicar, su amigo le metió algo en el bolsillo izquierdo.
—Esto es para ti —le dijo.
Byron tocó algo duro y suave en el bolsillo, pero antes de comprobar qué era, James ya había echado a correr. Lo vio trepar por la ribera casi a cuatro patas, aferrándose a las largas hierbas para impulsarse. Se le rompían entre los dedos y casi lo hicieron caer de espaldas, pero siguió izándose con fuerza. Prácticamente se lanzó por encima de la valla.
James siguió corriendo por el prado. La chaqueta le colgaba del hombro y tropezó varias veces, como si la hierba se empeñara en quitarle los zapatos. La distancia entre ambos se fue ampliando, hasta que finalmente James franqueó la cancela de la cerca y se dirigió hacia el grupo de adultos reunidos frente a la casa. Su madre cruzó el césped para recibirlo mientras su padre acercaba el coche. Andrea Lowe ayudó a James a acomodarse en el asiento de atrás como si el chico fuera a romperse de un momento a otro y cerró la puerta de golpe. Byron sabía que lo estaban dejando atrás.
En un último esfuerzo por detener lo que sin duda iba a ocurrir, se precipitó, salvó la pendiente del estanque y corrió hasta la valla. Se agachó para pasar entre los travesaños, pero debió de golpearse la frente al hacerlo, o quizá se restregó contra las ortigas, porque de pronto le escocían las piernas y sentía punzadas en la cabeza. Echó a correr por la espesa hierba del prado en pos del coche de los Lowe, que se alejaba por el camino de entrada.
—¡James, James! —gritaba, y cada bocanada de aire, cada palabra, le quemaba en el pecho como una herida, pero no se detuvo. Abrió la cancela de la cerca de un tirón y corrió entre los parterres de esquejes. Sus pasos resonaron en el empedrado del sendero. Pasó entre los setos de haya, tambaleándose aturdido, y finalmente cruzó a la carrera la extensión de césped que conducía al camino de entrada. El coche estaba casi en la carretera.
—¡James, James!
Alcanzó a ver a su amigo en el asiento de atrás, y la alta silueta de Andrea Lowe recortada a su lado. Pero el coche no aminoró la marcha y James no volvió la vista atrás. El vehículo salió a la carretera y desapareció.