Memorias del Marqués de Bradomín

POBRE CONCHA… Tan demacrada y tan pálida, tenía la noble resistencia de una diosa para el placer. Aquella noche la llama de la pasión nos envolvió mucho tiempo, ya moribunda, ya frenética, en su lengua dorada. Oyendo el canto de los pájaros en el jardín, quedéme dormido en brazos de Concha. Cuando me desperté, ella estaba incorporada en las almohadas, con tal expresión de dolor y sufrimiento, que sentí frío. ¡Pobre Concha! Al verme abrir los ojos, todavía sonrió. Acariciándole las manos, le pregunté:

—¿Qué tienes?

—No sé. Creo que estoy muy mal.

—¿Pero qué tienes?

—No sé… ¡Qué vergüenza si me hallasen muerta aquí!

Al oírla sentí el deseo de retenerla a mi lado:

—¡Estás temblando, pobre amor!

Y la estreché entre mis brazos. Ella entornó los ojos: ¡Era el dulce desmayo de sus párpados cuando quería que yo se los besase! Como temblaba tanto, quise dar calor a todo su cuerpo con mis labios, y mi boca recorrió celosa sus brazos hasta el hombro, y puse un collar de rosas en su cuello. Después alcé los ojos para mirarla. Ella cruzó sus manos pálidas y las contempló melancólica. ¡Pobres manos delicadas, exangües, casi frágiles! Yo le dije:

—Tienes manos de Dolorosa.

Se sonrió:

—Tengo manos de muerta.

—Para mí eres más bella cuanto más pálida.

Pasó por sus ojos una claridad feliz:

—Sí, sí. Todavía te gusto mucho y te hago sentir.

Rodeó mi cuello, y con una mano levantó los senos, rosas de nieve que consumía la fiebre. Yo entonces la enlacé con fuerza, y en medio del deseo, sentí como una mordedura el terror de verla morir. Al oírla suspirar, creí que agonizaba. La besé temblando como si fuese a comulgar su vida. Con voluptuosidad dolorosa y no gustada hasta entonces, mi alma se embriagó en aquel perfume de flor enferma que mis dedos deshojaban consagrados e impíos. Sus ojos se abrieron amorosos bajo mis ojos. ¡Ay! Sin embargo, yo adiviné en ellos un gran sufrimiento. Al día siguiente Concha no pudo levantarse.