
OMÉ ASIENTO cerca del fuego, y me
distraje removiendo los leños con aquellas tenazas tradicionales,
de bronce antiguo y prolija labor. Las dos niñas habíanse dormido:
La mayor con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, la pequeña
en brazos de mi prima Isabel. Fuera se oía la lluvia azotando los
cristales, y el viento que pasaba en ráfagas sobre el jardín
misterioso y oscuro. En el fondo de la chimenea brillaban los
rubíes de la brasa, y de tiempo en tiempo una llama alegre y ligera
pasaba corriendo sobre ellos.
Concha e Isabel, para no despertar a las niñas, continuaban hablando en voz baja. Al verse después de tanto tiempo, las dos volvían los ojos al pasado y recordaban cosas lejanas. Era un largo y susurrador comento acerca de la olvidada y luenga parentela. Hablaban de las tías devotas, viejas y achacosas, de las primas pálidas y sin novio, de aquella pobre Condesa de Cela, enamorada locamente de un estudiante, de Amelia Camarasa, que se moría tísica, del Marqués de Tor, que tenía reconocidos veintisiete bastardos. Hablaban de nuestro noble y venerable tío, el Obispo de Mondoñedo. ¡Aquel santo, lleno de caridad, que había recogido en su palacio a la viuda de un general carlista, ayudante del Rey! Yo apenas atendía a lo que Isabel y Concha susurraban. Ellas de tiempo en tiempo me dirigían alguna pregunta, siempre con grandes intervalos.
—Tú quizá lo sepas. ¿Qué edad tiene el tío Obispo?
—Tendrá setenta años.
—¡Lo que te decía!
—¡Pues yo le hacía de más!
Y otra vez comenzaba el cálido y fácil murmullo de la conversación femenina, hasta que tornaban a dirigirme otra pregunta:
—¿Tú recuerdas cuándo profesaron mis hermanas?
Concha e Isabel me tomaban por el cronicón de la familia. Así pasamos la velada. Cerca de media noche, la conversación se fue amortiguando como el fuego de la chimenea. En medio de un largo silencio, Concha se incorporó suspirando con fatiga, y quiso despertar a María Fernanda, que dormía sobre su hombro:
—¡Ay!… ¡Hija de mi alma, mira que no puedo contigo!…
María Fernanda abrió los ojos cargados con ese sueño cándido y adorable de los niños. Su madre se inclinó para alcanzar el reloj que tenía en un joyero, con las sortijas y el rosario:
—Las doce, y estas niñas todavía en pie. No te duermas, hija mía.
Y procuraba incorporar a María Fernanda, que ahora reclinaba la cabeza en un brazo del canapé:
—En seguida os acuestan.
Y con la sonrisa desvaneciéndose en la rosa marchita de su boca, quedóse contemplando a la más pequeña de sus hijas, que dormía en brazos de Isabel, con el cabello suelto como un angelote sepultado en ondas de oro:
—¡Pobrecilla, me da pena despertarla!
Y volviéndose a mí, añadió:
—¿Quieres llamar, Xavier?
Al mismo tiempo Isabel trató de levantarse con la niña:
—No puedo: Pesa demasiado.
Y sonrió dándose por vencida, con los ojos fijos en los míos. Yo me acerqué, y cuidadosamente cogí en brazos a la pequeña sin despertarla: La onda de oro desbordó sobre mi hombro. En aquel momento oímos en el corredor los pasos lentos de Candelaria que venía en busca de las niñas para acostarlas. Al verme con María Isabel en brazos, acercóse llena de familiar respeto:
—Yo la tendré, Señor Marqués. No se moleste más.
Y sonreía, con esa sonrisa apacible y bondadosa que suele verse en la boca desdentada de las abuelas. Silencioso por no despertar a la niña, la detuve con un gesto. Levantóse mi prima Isabel y tomó de la mano a María Fernanda, que lloraba porque su madre la acostase. Su madre le decía besándola:
—¿Quieres que se ofenda Isabel?
Y Concha nos miraba vacilante, deseosa por complacer a su hija:
—¡Dime, quieres que se ofenda?…
La niña volvióse a Isabel, suplicantes los ojos todavía adormecidos:
—¿Tú te ofendes?
—¡Me ofendo tanto, que no dormiría aquí! La pequeña sintió una gran curiosidad:
—¿Adónde irías a dormir?
—¿Adónde había de ir? ¡A casa del cura!
La niña comprendió que una dama de la casa de Bendaña sólo debía hospedarse en el Palacio de Brandeso, y con los ojos muy tristes se despidió de su madre. Concha quedó sola en el tocador. Cuando volvimos de la alcoba donde dormían las niñas, la encontramos llorando. Isabel me dijo en voz baja:
—¡Cada día está más loca por ti!
Concha sospechó que era otra cosa lo que me decía y a través de las lágrimas nos miró con ojos de celosa. Isabel aparentó no advertirlo: Sonriendo entró delante de mí y fue a sentarse en el canapé al lado de Concha.
—¿Qué te pasa, primacha?
Concha, en vez de responder, se llevó el pañuelo a los ojos y después lo desgarró con los dientes. Yo la miré con una sonrisa de sutil inteligencia, y vi florecer las rosas en sus mejillas.
