Memorias del Marqués de Bradomín

MARIA ISABEL y María Fernanda anunciáronse primero llamando en la puerta con sus manos infantiles. Después alzaron sus voces frescas y cristalinas, que tenían el encanto de las fontanas cuando hablan con las yerbas y con los pájaros:

—¿Podemos pasar, Xavier?

—Adelante, hijas mías.

Era ya muy entrada la mañana, y llegaban en nombre de Isabel a preguntarme cómo había pasado la noche. ¡Gentil pregunta, que levantó en mi alma un remordimiento! Las niñas me rodearon en el hueco del balcón que daba sobre el jardín. Las ramas verdes y foscas de un abeto rozaban los cristales llorosos y tristes. Bajo el viento de la sierra, el abeto sentía estremecimientos de frío, y sus ramas verdes rozaban los cristales como un llamamiento del jardín viejo y umbrío que suspiraba por los juegos de las niñas. Casi al ras de la tierra, en el fondo del laberinto, revoloteaba un bando de palomas, y del cielo azul y frío descendía avizorado un milano de luengas alas negras:

—¡Mátalo, Xavier!… ¡Mátalo!…

Fui por la escopeta, que dormía cubierta de polvo en un ángulo de la estancia, y volví al balcón. Las niñas palmotearon:

—¡Mátalo! ¡Mátalo!

En aquel momento el milano caía sobre el bando de palomas que volaba azorado. Echéme la escopeta a la cara, y cuando se abrió un claro, tiré. Algunos perros ladraron en los agros cercanos. Las palomas arremolináronse entre el humo de la pólvora. El milano caía volinando, y las niñas bajaron presurosas y le trajeron cogido por las alas. Entre el plumaje del pecho brotaba viva la sangre… Con el milano en triunfo se alejaron. Yo las llamé sintiendo nacer una nueva angustia:

—¿Adónde vais?

Ellas desde la puerta se volvieron sonrientes y felices:

—¡Verás qué susto le damos a mamá cuando se despierte!…

—¡No! ¡No!

—¡Un susto de risa!

No osé detenerlas, y quedé solo con el alma cubierta de tristeza. ¡Qué amarga espera! ¡Y qué mortal instante aquel de la mañana alegre, vestida de luz, cuando en el fondo del Palacio se levantaron gemidos inocentes, ayes desgarrados y lloros violentos!… Yo sentía una angustia desesperada y sorda enfrente de aquel mudo y frío fantasma de la muerte que segaba los sueños en los jardines de mi alma. ¡Los hermosos sueños que encanta el amor! Yo sentía una extraña tristeza como si el crepúsculo cayese sobre mi vida y mi vida, semejante a un triste día de Invierno, se acabase para volver a empezar con un amanecer sin sol. ¡La pobre Concha había muerto! ¡Había muerto aquella flor de ensueño a quien todas mis palabras le parecían bellas! ¡Aquella flor de ensueño a quien todos mis gestos le parecían soberanos!… ¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. Lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto.