
A PRINCESA, durante la tertulia, no
me habló ni me miró una sola vez. Yo, temiendo que aquel desdén
fuese advertido, decidí re-retirarme. Con la sonrisa en los labios
llegué hasta donde la noble señora hablaba suspirando. Cogí
audazmente su mano, y la besé, haciéndole sentir la presión
decidida y fuerte de mis labios. Vi palidecer intensamente sus
mejillas y brillar el odio en sus ojos, sin embargo, supe
inclinarme con galante rendimiento y solicitar su venia para
retirarme. Ella repuso fríamente:
—Eres dueño de hacer tu voluntad.
—¡Gracias, Princesa!
Salí del salón en medio de un profundo silencio. Sentíame humillado, y comprendía que acababa de hacerse imposible mi estancia en el Palacio. Pasé la noche en el retiro de la biblioteca, preocupado con este pensamiento, oyendo batir monótonamente el agua en los cristales de las ventanas. Sentíame presa de un afán doloroso y contenido, algo que era insensata impaciencia de mí mismo, y de las horas, y de todo cuanto me rodeaba. Veíame como prisionero en aquella biblioteca oscura, y buscaba entrar en mi verdadera conciencia, para juzgar todo lo acaecido durante aquel día con serena y firme reflexión. Quería resolver, quería decidir, y extraviábase mi pensamiento, y mi voluntad desaparecía, y todo esfuerzo era vano.
¡Fueron horas de tortura indefinible! Ráfagas de una insensata violencia agitaban mi alma. Con el vértigo de los abismos me atraían aquellas asechanzas misteriosas, urdidas contra mí en la sombra perfumada de los grandes salones. Luchaba inútilmente por dominar mi orgullo y convencerme que era más altivo y más gallardo abandonar aquella misma noche, en medio de la tormenta, el Palacio Gaetani. Advertíame presa de una desusada agitación, y al mismo tiempo comprendía que no era dueño de vencerla, y que todas aquellas larvas que entonces empezaban a removerse dentro de mí, habían de ser fatalmente furias y sierpes. Con un presentimiento sombrío, sentía que mi mal era incurable y que mi voluntad era impotente para vencer la tentación de hacer alguna cosa audaz, irreparable. ¡Era aquello el vértigo de la perdición!…
A pesar de la lluvia, abrí la ventana. Necesitaba respirar el aire fresco de la noche. El cielo estaba negro. Una ráfaga aborrascada pasó sobre mi cabeza: Algunos pájaros sin nido habían buscado albergue bajo el alar, y con estremecimientos llenos de frío sacudían el plumaje mojado, piando tristemente. En la plaza resonaba la canturía de una procesión lejana. La iglesia del convento tenía las puertas abiertas, y en el fondo brillaba el altar iluminado. Oíase la voz senil de una carraca. Las devotas salían de la iglesia y se cobijaban bajo el arco de la plaza para ver llegar la procesión. Entre dos hileras de cirios, bamboleaban las andas, allá en el confín de una calle estrecha y alta. En la plaza esperaban muchos curiosos cantando una oración rimada. La lluvia redoblando en los paraguas, y el chapoteo de los pies en los charcas contrastaba con la nota tibia y sensual de las enaguas blancas que asomaban bordeando los vestidos negros, como espumas que bordean sombrío oleaje de tempestad. Las dos señoras de los negros y crujientes vestidos de seda, salieron de la iglesia, y pisando en la punta de los pies, atravesaron corriendo la plaza, para ver la procesión desde las ventanas del Palacio. Una ráfaga agitaba sus mantos.
Caían gruesas gotas de agua que dejaban un lamparón oscuro en las losas de la plaza. Yo tenía las mejillas mojadas, y sentía como una vaga efusión de lágrimas. De pronto se iluminaron los balcones, y las Princesas, con otras damas, asomaron en ellos. Cuando la procesión llegaba bajo el arco, llovía a torrentes. Yo la vi desfilar desde el balcón de la biblioteca, sintiendo a cada instante en la cara el salpicar de la lluvia arremolinada por el viento. Pasaron primero los Hermanos del Calvario, silenciosos y encapuchados. Después los Hermanos de la Pasión, con hopas amarillas y cirios en las manos. Luego seguían los Pasos: Jesús en el Huerto de las Olivas, Jesús ante Pilatos, Jesús ante Herodes, Jesús atado a la Columna. Bajo aquella lluvia fría y cenicienta tenían una austeridad triste y desolada. El último en aparecer fué el Paso de las Caídas. Sin cuidarse del agua, las damas se arrastraron de rodillas hasta la balaustrada del balcón. Oyóse la voz trémula del mayordomo:
—¡Ya llega! ¡Ya llega!
Llegaba, sí, pero cuán diferente de como lo habíamos visto la primera vez en una sala del Palacio. Los cuatro judíos habían depuesto su fiereza bajo la lluvia. Sus cabezas de cartón se despintaban: Ablandábanse los cuerpos, y flaqueaban las piernas como si fuesen a hincarse de rodillas. Parecían arrepentidos. Las dos hermanas de los rancios vestidos de gro, viendo en ello un milagro, repetían llenas de unción:
—¡Edificante, Antonina!
—¡Edificante, Lorencina!
La lluvia caía sin tregua como un castigo, y desde un balcón vecino llegaban con vaguedad de poesía y de misterio, los arrullos de dos tórtolas que cuidaba una vieja enlutada y consumida que rezaba entre dos cirios encendidos en altos candeleros, tras los cristales. Busqué con los ojos al Señor Polonio: Había desaparecido.
