Memorias del Marqués de Bradomín

MARIA ROSARIO llamó a la más niña de sus hermanas, que con una muñeca en brazos, acababa de asomar en la puerta del salón: La llamaba con un afán angustioso y pudoroso que encendía su carne con divinas rosas:

—¡Entra!… ¡Entra!…

La llamaba tendiéndole los brazos desde el fondo de la ventana. La niña, sin moverse, le mostró la muñeca:

—Me la hizo Polonio.

—Ven a enseñármela.

—¿No la ves así?…

—No, no la veo.

María Nieves acabó por decidirse, y entró corriendo: Los cabellos flotaban sobre su espalda como una nube de oro. Era llena de gentileza, con movimientos de pájaro, alegres y ligeros: María Rosario, viéndola llegar, sonreía, cubierto el rostro de rubor y sin secar las lágrimas. Inclinóse para besarla, y la niña se le colgó al cuello, hablándole con agasajo al oído:

—¡Si le hicieses un vestido a mi muñeca!…

—¿Cómo lo quieres?…

María Rosario le acariciaba los cabellos, reteniéndola a su lado. Yo veía cómo sus dedos trémulos desaparecían bajo la infantil y olorosa crencha. En voz baja le dije:

—¿Qué temíais de mí?

Sus mejillas llamearon:

—Nada…

Y aquellos ojos, como no he visto otros hasta ahora, ni los espero ver ya, tuvieron para mí una mirada tímida y amante. Callábamos conmovidos, y la niña empezó a referirnos la historia de su muñeca: Se llamaba Yolanda, y era una reina. Cuando le hiciesen aquel vestido de tisú, le pondrían también una corona. María Nieves hablaba sin descanso: Sonaba su voz con murmullo alegre, continuo, como el borboteo de una fuente. Recordaba cuántas muñecas había tenido, y quería contar la historia de todas: Unas habían sido reinas, otras pastoras. Eran largas historias confusas, donde se repetían continuamente las mismas cosas. La niña extraviábase en aquellos relatos como en el jardín encantado del ogro las tres niñas hermanas, Andara, Magalona y Aladina… De pronto huyó de nuestro lado. María Rosario la llamó sobresaltada:

—¡Ven!… ¡No te vayas!

—No me voy.

Corría por el salón, y la cabellera de oro le revoloteaba sobre los hombros. Como cautivos, la seguían a todas partes los ojos de María Rosario: Volvió a suplicarle:

—¡No te vayas!…

—Si no me voy.

La niña hablaba desde el fondo oscuro del salón. María Rosario, aprovechando el instante, murmuró con apagado acento:

—Marqués, salid de Ligura…

—¡Sería renunciar a veros!

—¿Y acaso no es hoy la última vez? Mañana entraré en el convento. ¡Marqués, oid mi ruego!…

—Quiero sufrir aquí… Quiero que mis ojos, que no lloran nunca, lloren cuando os vistan el hábito, cuando os corten los cabellos, cuando las rejas se cierren ante vos. ¡Quién sabe, si al veros sagrada por los votos, mi amor terreno no se convertirá en una devoción! ¡Vos sois una Santa!…

—¡Marqués, no digáis impiedades!

Y me clavó los ojos tristes, suplicantes, guarnecidos de lágrimas como de oraciones purísimas. Entonces ya parecía olvidada de la niña, que sentada en un canapé, adormecía a su muñeca con viejas tonadillas del tiempo de las abuelas. En la sombra de aquel vasto salón donde las rosas esparcían su aroma, la canción de la niña tenía el encanto de esas rancias galanterías que parece se hayan desvanecido con los últimos sones de un minué.

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