Memorias del Marqués de Bradomín

QUÉ TRISTE es para mí el recuerdo de aquel día. María Rosario estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla. Cuando yo entré quedóse un momento indecisa: Sus ojos miraron medrosos hacia la puerta, y luego se volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente. Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa. Yo entonces la dije, sonriendo:

—¡Hasta las rosas se mueren por besar vuestras manos!

Ella también sonrió contemplando las hojas que había entre sus dedos, y después con leve soplo las hizo volar. Quedamos silenciosos: Era la caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos: Los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la vidriera iluminada. Dentro apenas si se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de María Rosario con el empeño de aprisionarlos en la sombra. Ella suspiró angustiada como si el aire le faltase, y apartándose el cabello de la frente con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo le dije después de un largo silencio:

—¿No me daréis una rosa?

Volvióse lentamente y repuso con voz tenue:

—Si la queréis…

Dudó un instante, y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero yo veía temblar sus manos sobre los floreros al elegir la rosa. Con una sonrisa llena de angustia me dijo:

—Os daré la mejor.

Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré romántico:

—La mejor está en vuestros labios.

Me miró apartándose pálida y angustiada:

—No sois bueno… ¿Por qué me decís esas cosas?

—Por veros enojada.

—¡Algunas veces me parecéis el Demonio!…

—El Demonio no sabe querer.

Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus sollozos. Me acerqué queriendo consolarla:

—¡Oh!… Perdonadme.

Y mi voz fué tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oirla, sentí su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón se estremecía con el ansia de la espera cuando está próxima una gran ventura. María Rosario cerraba los ojos con espanto, como al borde de un abismo. Su boca descolorida parecía sentir una voluptuosidad angustiosa. Yo cogí sus manos que estaban yertas: Ella me las abandonó sollozando, con un frenesí doloroso:

—¿Por qué os gozáis en hacerme sufrir?… ¡Si sabéis que todo es imposible!…

—¡Imposible!… Yo nunca esperé conseguir vuestro amor… ¡Ya sé que no lo merezco!… Solamente quiero pediros perdón y oír de vuestros labios que rezaréis por mí cuando esté lejos.

—¡Callad!… ¡Callad!…

—Os contemplo tan alta, tan lejos de mí, tan ideal, que juzgo vuestras oraciones como las de una Santa.

—¡Callad!… ¡Callad!…

—Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidaros, pero este amor habrá sido para mí como un fuego purificador.

—¡Callad!… ¡Callad!…

Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora, las manos pueden arriesgarse a ser audaces. ¡Pobre María Rosario, quedóse pálida como una muerta, y pensé que iba a desmayarse en mis brazos! Aquella niña era una Santa, y viéndome a tal extremo desgraciado, no tenía valor para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos, y gemía agoniada:

—¡Dejadme!… ¡Dejadme!…

Yo murmuré:

—¿Por qué me aborrecéis tanto?

Me miró despavorida, como si al sonido de mi voz se despertase, y arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana que doraban todavía los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó a sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor, que evocaba en la sombra azul de la tarde, un recuerdo ingenuo de santidad.

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