Un extraterrestre a otro, al acercarse a la Tierra, en Micromegas: una historia filosófica (1752), de VOLTAIRE
Te exploran el cuerpo con instrumentos y máquinas, especialmente las partes sexuales. Si eres un hombre, puede que te saquen muestras de esperma; si eres mujer, pueden extraerte óvulos o fetos, o implantarte semen. Te pueden obligar a mantener relaciones sexuales. Después te pueden llevar a una habitación diferente donde unos bebés o fetos híbridos, en parte humanos y en parte como esas criaturas, te devuelven la mirada. Puede ser que te amonesten por la mala conducta humana, especialmente por la expoliación del medio ambiente o por permitir la pandemia del sida; se te ofrecen cuadros de devastación futura. Finalmente, esos emisarios grises y melancólicos te conducen fuera de la nave espacial y atraviesan la pared para depositarte en tu cama. Cuando recuperas la capacidad de moverte y hablar... ya no están.
Puede ser que no recuerdes el incidente de inmediato. Quizá simplemente eches en falta un período de tiempo inexplicablemente perdido y te devanes los sesos pensando en él. Como todo eso parece tan raro, te preocupa un poco tu salud mental. Naturalmente, no sientes ninguna inclinación a hablar de ello. Por otro lado, la experiencia es tan perturbadora que es difícil mantenerla callada. Todo sale a la luz cuando oyes relatos similares, o cuando un terapeuta simpático te hipnotiza, o incluso cuando ves una fotografía de un «extraterrestre» en uno de los muchos libros, revistas populares o «documentales especiales» de televisión sobre los ovnis. Hay gente que dice poder recordar experiencias así desde la más tierna infancia. Piensan que sus propios hijos están siendo abducidos por extraterrestres. Ocurre por familias. Es un programa eugenésico, dicen, para mejorar la raza humana. Quizá los extraterrestres han hecho eso siempre. Quizá, dicen algunos, ése es el origen de los humanos.
Según se revela en repetidas encuestas a lo largo de los años, la mayoría de los americanos creen que nos visitan seres extraterrestres en ovnis. En una encuesta Roper de 1992 —especialmente encargada por los que aceptan la historia de la abducción extraterrestre a pies juntillas— el dieciocho por ciento de casi seis mil adultos americanos dijeron que a veces se despertaban paralizados, conscientes de la presencia de uno o más seres extraños en su habitación. Un trece por ciento declara extraños episodios de tiempo perdido (detención del tiempo), y el diez por ciento declara haber volado por el aire sin asistencia mecánica. Sólo con esos resultados, los promotores de la encuesta concluyen que el dos por ciento de los americanos han sido abducidos, muchos de ellos repetidas veces, por seres de otros mundos. La cuestión de si los encuestados habían sido secuestrados realmente por extraterrestres no se planteó nunca.
Si creyésemos la conclusión alcanzada por los que financiaron e interpretaron los resultados de esta encuesta, y si los extraterrestres no son parciales con los americanos, el número de abducidos en todo el planeta sería superior a cien millones de personas. Eso significa una abducción cada pocos segundos durante las últimas décadas. Es sorprendente que no lo hayan notado más vecinos.
¿Qué ocurre aquí? Cuando uno habla con los que se autodescriben como abducidos, la mayoría parecen muy sinceros, aunque sometidos a fuertes emociones. Algunos psiquiatras que los han examinado dicen que no encuentran más pruebas de psicopatología en ellos que en el resto de la gente. ¿Por qué una persona declararía haber sido abducida por criaturas extraterrestres si no fue así? ¿Podrían equivocarse todas estas personas, o mentir, o alucinar la misma historia (o similar)? ¿O es arrogante y despreciable cuestionar siquiera el sentido común de tantas personas?
Por otro lado, ¿sería posible que hubiera realmente una invasión extraterrestre masiva, que se realizaran procedimientos médicos repugnantes sobre millones de hombres, mujeres y niños inocentes, que se utilizara a los humanos como reproductores durante muchas décadas y que todo eso no fuera conocido en general y comentado por medios de comunicación, médicos y científicos responsables y por los gobiernos que han jurado proteger la vida y el bienestar de sus ciudadanos? O, como han sugerido muchos, ¿hay una conspiración del gobierno para mantener a los ciudadanos alejados de la verdad?
¿Por qué unos seres tan avanzados en física e ingeniería —que cruzan grandes distancias interestelares y atraviesan paredes como fantasmas— son tan atrasados en lo que respecta a la biología? ¿Por qué, si los extraterrestres intentan llevar sus asuntos en secreto, no eliminan perfectamente todos los recuerdos de las abducciones? ¿Demasiado difícil para ellos? ¿Por qué los instrumentos de examen son macroscópicos y recuerdan tanto lo que podemos encontrar en el ambulatorio del barrio? ¿Por qué tomarse la molestia de repetidos encuentros sexuales entre extraterrestres y humanos? ¿Por qué no robar unos cuantos óvulos y esperma, leer todo el código genético entero y fabricar luego tantas copias como se quiera con las variaciones genéticas que se quiera? Hasta nosotros, los humanos, que todavía no podemos cruzar rápidamente el espacio interestelar ni atravesar las paredes, podemos clonar células. ¿Cómo podríamos ser resultado los humanos de un programa de cría extraterrestre cuando compartimos el 99,6% de genes activos con los chimpancés? Nuestra relación con los chimpancés es más estrecha que la que hay entre ratas y ratones. La preocupación por la reproducción en estos relatos alza una bandera de advertencia, especialmente teniendo en cuenta el inestable equilibrio entre el impulso sexual y la represión social que ha caracterizado siempre a la condición humana, y el hecho de que vivimos en una época repleta de espantosos relatos, verdaderos y falsos, de abuso sexual de niños.
A diferencia de muchos medios de comunicación,9 los encuestadores de Roper y los que escribieron el informe «oficial» no preguntaron nunca a los encuestados si habían sido abducidos por extraterrestres. Lo dedujeron: los que alguna vez se han despertado con presencias extrañas alrededor, que alguna vez inexplicablemente creían volar por el aire, etc., han sido abducidos. Los encuestadores ni siquiera comprobaron si notar presencias, volar, etc., formaba parte de un mismo incidente o de otro distinto. Su conclusión —que millones de americanos han sido abducidos— es espuria, basada en un planteamiento poco acertado del experimento.
Con todo, al menos cientos de personas, quizá miles, que afirman haber sido abducidas han acudido a terapeutas simpatizantes o se han unido a grupos de apoyo de abducidos. Quizá haya otros con problemas similares
pero, temerosos del ridículo o del estigma de enfermedad mental, se han abstenido de hablar o de pedir ayuda.
La expresión «platillo volante» fue acuñada cuando yo empezaba el instituto. En los periódicos había cientos de historias de naves de otros mundos en los cielos de la Tierra. A mí me parecía bastante creíble. Había otras muchas estrellas y, al menos algunas de ellas, probablemente tenían sistemas planetarios como el nuestro. Muchas eran tan antiguas como el Sol o más, por lo que había tiempo suficiente para que hubiera evolucionado la vida inteligente. El Laboratorio de Propulsión a Chorro de Caltech acababa de lanzar un cohete de dos cuerpos al espacio. Estábamos claramente camino de la Luna y los planetas. ¿Por qué otros seres más viejos y más inteligentes no podían ser capaces de viajar de su estrella a la nuestra? ¿Por qué no?
Eso ocurría pocos años después del bombardeo de Hiroshima y Nagasaki. Quizá los ocupantes de los ovnis estaban preocupados por nosotros e intentaban ayudarnos. O quizá querían asegurarse de que nosotros y nuestras armas nucleares no fuéramos a molestarlos. Mucha gente — miembros respetables de la comunidad, oficiales de policía, pilotos de líneas aéreas comerciales, personal militar— parecía ver platillos volantes. Y, aparte de algunas vacilaciones y risitas, yo no conseguía encontrar argumentos en contra. ¿Cómo podían equivocarse todos esos testigos? Lo que es más, los «platos» habían sido detectados por radar, y se habían tomado fotografías de ellos. Salían en los periódicos y revistas ilustradas. Incluso se hablaba de accidentes de platillos volantes y de unos cuerpecitos de extraterrestres con dientes perfectos que languidecían en los congeladores de las Fuerzas Aéreas en el suroeste.
El ambiente general fue resumido en la revista Life unos años más tarde con estas palabras: «La ciencia actual no puede explicar esos objetos como fenómenos naturales, sino únicamente como mecanismos artificiales, creados y manejados por una inteligencia superior». Nada «conocido o proyectado en la Tierra puede dar razón de la actuación de esos mecanismos».
Y, sin embargo, ni un solo adulto de los que yo conocía sentía la menor preocupación por los ovnis. No podía entender por qué. En lugar de eso, se preocupaban por la China comunista, las armas nucleares, el maccarthismo y el alquiler de su vivienda. Yo me preguntaba si tenían claras sus prioridades.
En la universidad, a principios de la década de los cincuenta, empecé a aprender un poco sobre el funcionamiento de la ciencia, sobre los secretos de su gran éxito, el rigor que deben tener los estándares de prueba si realmente queremos saber algo seguro, la cantidad de falsos comienzos y finales bruscos que han infestado el pensamiento humano, lo fácil que es colorear la interpretación de la prueba según nuestras inclinaciones y la frecuencia con que los sistemas de creencia ampliamente aceptados y apoyados por jerarquías políticas, religiosas y académicas resultan ser no sólo ligeramente erróneos sino grotescamente equivocados.
Encontré un libro titulado Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds [Engaños populares extraordinarios y la locura de la multitud] escrito por Charles Mackay en 1841 y todavía en venta. En él se podían encontrar las historias de repentina prosperidad y posterior quiebra económica de chifladuras como las «burbujas» del Mississippi y el mar del Sur y la extraordinaria demanda de tulipanes holandeses, patrañas que embaucaron a ricos y titulados de muchas naciones; una legión de alquimistas, incluyendo la conmovedora historia del señor Kelly y el doctor Dee (y el hijo de ocho años de Dee, Arthur, inducido por su desesperado padre a comunicarse con el mundo de los espíritus observando un cristal); dolorosos relatos de profecías incumplidas, adivinaciones y predicciones de la suerte; persecución de brujas; casas encantadas; la «admiración popular de grandes ladrones» y muchas cosas más. Estaba también el entretenido retrato del conde de St. Germain, que salió a cenar con la alegre pretensión de que había vivido durante siglos, si no era realmente inmortal. (Cuando, durante la cena, alguien expresó su incredulidad ante el relato de sus conversaciones con Ricardo Corazón de León, se volvió hacia su criado para que lo confirmase. «Olvida, señor —fue la respuesta—, que yo sólo llevo quinientos años a su servicio.» «Ah, es verdad —dijo St. Germain—, esto fue antes de su tiempo.») Un llamativo capítulo sobre las Cruzadas empezaba así:
La edición que leí la primera vez iba adornada con una cita del financiero y consejero de presidentes Bemard M. Baruch, atestiguando que la lectura del libro de Mackay le había hecho ahorrar millones.
Mesmer causó sensación. Él lo llamaba «magnetismo animal». Sin embargo, como perjudicaba el negocio de los practicantes de una medicina más convencional, los médicos franceses presionaron al rey Luis XVI para que tomara enérgicas medidas contra él. Mesmer, decían, era una amenaza para la salud pública. La Academia Francesa de las Ciencias nombró una comisión que incluía al químico pionero Antoine Lavoisier y al diplomático americano y experto en electricidad Benjamín Franklin. Realizaron el experimento de control obvio: cuando los efectos magnetizadores se realizaban sin el conocimiento del paciente, no se producía la curación. La conclusión de la comisión fue que las curaciones, si las había, estaban en la mente del que las esperaba. Mesmer y sus seguidores no se dejaron desanimar. Uno de ellos preconizaba más tarde la siguiente actitud para obtener los mejores resultados:
Ah, sí, y un consejo final: «Nunca magnetices ante personas preguntonas.»
Desde luego, Mackay y Gardner, por el mero hecho de escribir libros catalogando las creencias espurias, me parecían un poco displicentes y superiores. ¿No aceptaban nada? A pesar de todo, me sorprendió la cantidad de declaraciones discutidas y defendidas con pasión que habían quedado en nada. Lentamente me fui dando cuenta de que, existiendo la falibilidad humana, podría haber otras explicaciones para los platillos volantes.
Me había interesado la posibilidad de vida extraterrestre desde pequeño, mucho antes de oír hablar de platillos volantes. He seguido fascinado hasta mucho después de haberse apagado mi entusiasmo primitivo por los ovnis... al entender mejor a este maestro despiadado llamado método científico: todo depende de la prueba. En una cuestión tan importante, la prueba debe ser irrecusable. Cuanto más deseamos que algo sea verdad, más cuidadosos hemos de ser. No sirve la palabra de ningún testigo. Todo el mundo comete errores. Todo el mundo hace bromas. Todo el mundo fuerza la verdad para ganar dinero, atención o fama. Todo el mundo entiende mal en ocasiones lo que ve. A veces incluso ven cosas que no están. Esencialmente, todos los casos de ovnis eran anécdotas, algo que afirmaba alguien. Los describían de varias formas, como de movimiento rápido o suspendidos en el aire; en forma de disco, de cigarro o de bola; en movimiento silencioso o ruidoso; con un gas de escape llameante o sin gas; acompañado de luces intermitentes o uniformemente relucientes con un matiz plateado, o luminosos. La diversidad de las observaciones indicaba que no tenían un origen común y que el uso de términos como ovnis o «platillos volantes», sólo servía para confundir el tema al agrupar genéricamente una serie de fenómenos no relacionados.
Había algo extraño en la mera invención de la expresión «platillo volante». En el momento de escribir este artículo tengo delante una transcripción de una entrevista del 7 de abril de 1950 entre Edward R. Murrow, el célebre locutor de la CBS, y Kenneth Arnold, un piloto civil que vio algo peculiar cerca de Mount Rainier, en el estado de Washington, el 24 de junio de 1947 y que en cierto modo acuñó la frase. Arnold afirma que:
trayectorias curvadas debido a inversiones de la temperatura atmosférica. Tradicionalmente, también se llamaban «ángeles» de radar: algo que parece estar ahí pero no está. Puede haber apariciones visuales y de radar simultáneas sin que haya nada «allí».
Los estafadores eran Silas Newton, que dijo que utilizaba ondas de radio para buscar oro y petróleo, y un misterioso «doctor Gee», que resultó ser un tal señor GeBauer. Newton presentó una pieza de la maquinaria del ovni y tomó fotografías de primer plano del platillo con flash. Pero no permitía una inspección detallada. Cuando un escéptico preparado, haciendo un juego de manos, cambió el engranaje y envió el artefacto a analizar, resultó estar hecho de aluminio de batería de cocina.
La patraña del platillo accidentado fue un pequeño interludio en un cuarto de siglo de fraudes de Newton y GeBauer, que vendían principalmente máquinas de prospección y contratos petroleros sin valor. En 1952 fueron arrestados por el FBI y al año siguiente se los acusó de estafa. Sus proezas — de las que Curtís Peebles hizo la crónica— deberían haber servido de advertencia a los entusiastas de los ovnis sobre historias de platillos accidentados en el suroeste americano alrededor de 1950. No cayó esa breva.
El 4 de octubre de 1957 se lanzó el Sputnik 1, el primer satélite artificial en órbita alrededor de la Tierra. De las mil ciento dieciocho visiones de ovnis registradas ese año en Estados Unidos, setecientas una, o sea, el sesenta por ciento —y no el veinticinco por ciento que se podía esperar—, ocurrieron entre octubre y diciembre. Es evidente que el Sputnik y la publicidad consiguiente habían generado de algún modo visiones de ovnis.
Con todo, las pruebas alegadas parecían pocas, y a menudo caían en la credulidad, la broma, la alucinación, la incomprensión del mundo natural, el disfraz de esperanzas y temores como pruebas, y un anhelo de atención, fama y fortuna. Qué lastima, recuerdo haber pensado.
Desde entonces he tenido la suerte de estar involucrado en el lanzamiento de naves espaciales a otros planetas en busca de vida y en la escucha de posibles señales de radio de civilizaciones extraterrestres, si las hubiere, en planetas de estrellas distantes. Hemos tenido algunos momentos seductores. Pero si la señal deseada no llega a cada uno de los escépticos gruñones, no podemos llamarlo prueba de vida extraterrestre, por muy atractiva que encontremos la idea. Simplemente, tendremos que esperar a disponer de mejores datos, si es que algún día llegamos a tenerlos. No hemos encontrado pruebas irrefutables de vida más allá de la Tierra. Pero sólo estamos al principio de la búsqueda. Quizá mañana pueda surgir información nueva y mejor. No creo que nadie esté más interesado que yo en saber si nos visitan o no. Me ahorraría mucho tiempo y esfuerzo poder estudiar directamente y de cerca la vida extraterrestre en lugar de hacerlo indirectamente y a gran distancia. Aun en el caso que los extraterrestres sean bajos, tercos y obsesos sexuales... si están aquí, quiero conocerlos.
¿Una broma? Imposible, decía casi todo el mundo. Había cientos de casos. A veces los hacían en sólo una o dos horas en plena noche, y a gran escala. No se pudieron encontrar huellas de bromistas que se acercaran a los pictogramas. Y además, ¿qué motivo verosímil podía haber para una broma así?
Se ofrecieron muchas conjeturas menos convencionales. Personas con cierta preparación científica inspeccionaron los lugares, hilaron argumentos, fundaron revistas dedicadas en su totalidad al tema. ¿Eran causadas las figuras por extraños remolinos llamados «vórtices columnares», o unos aún más raros llamados «vórtices de anillo»? ¿Y por rayos en bola? Los investigadores japoneses intentaron simular, en el laboratorio y a muy pequeña escala, la física de plasma que creían se abría camino en el lejano Wiltshire.
Pero a medida que las figuras en los cultivos se hacían más complejas, las explicaciones meteorológicas o eléctricas se volvían más forzadas. Sencillamente, los causantes eran los ovnis, extraterrestres que se comunicaban con nosotros en un lenguaje geométrico. O quizá era el diablo,
Las organizaciones «cerealógicas» crecieron y se dividieron. Los grupos en competencia se mandaban comunicaciones intimidatorias. Se acusaban de incompetencia o algo peor. El número de «círculos» creció por millares. El fenómeno se extendió hasta Estados Unidos, Canadá, Bulgaria, Hungría, Japón, los Países Bajos. Los pictogramas —especialmente los más completos— empezaron a citarse cada vez más como argumentos a favor de la visita de extraterrestres. Se trazaron forzadas relaciones con «la Cara» de Marte. Un científico al que conozco me escribió que en estas figuras se ocultaban unas matemáticas extremadamente sofisticadas; sólo podían ser el resultado de una inteligencia superior. En realidad, un aspecto en el que coincidían casi todos los cerealogistas contendientes es que las últimas figuras en las cosechas eran demasiado complejas y elegantes para haber sido causadas por la intervención humana, menos todavía por algunos bromistas harapientos e irresponsables. La inteligencia extraterrestre era evidente a simple vista...
En 1991, Doug Bower y Dave Chorley, dos amigos de Southampton, anunciaron que llevaban quince años haciendo figuras en las cosechas. Se les ocurrió un día mientras tomaban una cerveza en su pub habitual: el Percy Hobbes. Habían encontrado muy graciosos los informes de ovnis y pensaron que podría ser divertido engañar a los crédulos. Al principio aplanaron el trigo con la pesada barra de acero que Bower utilizaba como mecanismo de seguridad en la puerta trasera de su tienda de marcos de cuadros. Más adelante utilizaron placas y cuerdas. Los primeros dibujos sólo les costaron unos minutos. Pero, como además de bromistas inveterados eran artistas de verdad, la dimensión del desafío empezó a aumentar. Gradualmente fueron diseñando y ejecutando figuras cada vez más elaboradas.
Al principio nadie pareció darse cuenta. No salía ninguna noticia en los medios de comunicación. La tribu de ufologistas no tenía en cuenta sus formas artísticas. Estuvieron a punto de abandonar los círculos en los cultivos para pasar a otra broma más satisfactoria emocionalmente.
De pronto, los círculos en los cultivos se hicieron muy populares. Los ufologistas se tragaron anzuelo, hilo y plomada. Bower y Chorley estaban encantados, especialmente cuando los científicos empezaron a propagar su considerada opinión de que no podía ser responsable de ellos una inteligencia meramente humana.
Planeaban cuidadosamente todas las salidas nocturnas, a veces siguiendo meticulosos diagramas que habían preparado con acuarelas. Seguían de cerca los pasos de sus intérpretes. Cuando un meteorólogo local dedujo que era una especie de remolino porque todas las cosechas estaban desviadas hacia abajo en un círculo en el sentido de las agujas del reloj, le confundieron haciendo una nueva figura con un anillo exterior aplanado en el sentido contrario.
Pronto aparecieron otras figuras en el sur de Inglaterra y en todas partes. Habían aparecido los bromistas imitadores. Bower y Chorley grabaron un mensaje en el trigo como respuesta: «WEARENOTALONE» [No estamos solos]. Algunos llegaron a considerar que era un mensaje extraterrestre genuino (aunque hubiera sido mejor si hubieran puesto «YOUARENOTALONE» [No estais solos]). Doug y Dave empezaron a firmar sus obras de arte con dos D; incluso eso se atribuyó a un misterioso propósito extraterrestre. Las desapariciones nocturnas de Bower levantaron las sospechas de su esposa Ilene. Sólo con grandes dificultades —acompañando a Dave y Doug una noche, y uniéndose luego a los crédulos para admirar su trabajo al día siguiente— pudo convencerse de que las ausencias del marido, en este sentido, eran inocentes.
A la larga, Bower y Chorley se cansaron de aquella broma cada vez más elaborada. Aunque estaban en condiciones físicas excelentes, los dos tenían ya sesenta años y estaban un poco viejos para operaciones de comando nocturno en campos de granjeros desconocidos y a menudo poco comprensivos. A lo mejor los molestaba la fama y fortuna que acumulaban los que se limitaban a fotografiar su arte y anunciar que los artistas eran extraterrestres. Y los empezó a preocupar que, si esperaban mucho, nadie creería ninguna declaración que hicieran.
Así pues, confesaron. Hicieron una demostración ante los informadores de cómo hacían las formas insectoides más elaboradas. Se podría pensar que ya nunca más se volvería a argüir que es imposible mantener una broma durante muchos años, y que no volveríamos a oír que es imposible que alguien tenga motivos para engañar a los crédulos y hacerles creer que los extraterrestres existen. Pero los medios de comunicación prestaron poca atención. Los cerealogistas los conminaron a callar; al fin y al cabo, estaban privando a muchos del placer de imaginar acontecimientos maravillosos.
Desde entonces, ha habido otros bromistas de círculos en los cultivos, pero la mayoría de un modo más inconexo y menos inspirado. Como siempre, la confesión de la broma se ve muy eclipsada por la excitación inicial. Muchos habían oído hablar de los pictogramas en campos de cereales y su supuesta relación con los ovnis, pero corrieron un tupido velo cuando surgieron los nombres de Bower y Chorley o la simple idea de que todo el asunto podía ser una broma. Se puede encontrar un exposé informativo del periodista Jim Schnabel (Round in Gíreles, Penguin Books, 1994), del que he sacado la mayor parte de mi relato. Schnabel se unió pronto a los cerealogistas y al final hizo él mismo unos cuantos pictogramas con éxito. (Él prefiere un rodillo de jardín a una placa de madera, y encontró que simplemente pisando los tallos con los pies se consigue un trabajo aceptable.) Pero la obra de Schnabel, que un crítico calificó de «el libro más divertido que he leído desde hace años», tuvo sólo un éxito modesto. Los demonios venden; los bromistas son aburridos y de mal gusto.
Pero las herramientas del escepticismo no suelen estar al alcance de los ciudadanos de nuestra sociedad. Casi nunca se menciona en las escuelas, ni siquiera en la presentación de la ciencia, su más ferviente practicante, aunque el escepticismo también surge espontáneamente de las decepciones de la vida cotidiana. Nuestra política, economía, publicidad y religiones (nuevas y viejas) están inundadas de credulidad. Los que tienen algo que vender, los que desean influir en la opinión pública, los que mandan, podría sugerir un escéptico, tienen un interés personal en no fomentar el escepticismo.