WILLIAM BLAKE, de un poema incluido en una cartaa Thomas Butts (1802)
...con frecuencia la ignorancia engendra más confianza que el conocimiento: son los que saben poco, y no los que saben mucho, los que aseveran positivamente que éste o aquel problema nunca será resuelto por la ciencia.
CHARLES DARWIN, Introducción, La descendencia del hombre (1871)
Y si el mundo no corresponde en todos los aspectos a nuestros deseos, ¿es culpa de la ciencia o de los que quieren imponer sus deseos en el mundo? Todos los mamíferos —y muchos animales más— experimentan emociones: miedo, anhelo, dolor, amor, odio, necesidad de guía. Quizá los humanos piensen más en el futuro, pero no hay nada único en nuestras emociones. Por otro lado, ninguna otra especie hace tanta ciencia como nosotros. ¿Cómo se puede acusar a la ciencia de «deshumanizadora»?
Las sociedades que enseñan la satisfacción con nuestra situación actual en la vida en espera de la recompensa post-mortem tienden a vacunarse contra la revolución. Además, el temor de la muerte, que en algunos aspectos es una adaptación a la lucha evolutiva por la existencia, se adapta mal a la guerra. Las culturas que preconizan una vida de bendición para los héroes después de la vida —o incluso para los que simplemente hicieron lo que les mandó la autoridad— podrían adquirir una ventaja competitiva.
Así debería ser fácil para las religiones y las naciones vender la idea de una parte espiritual de nuestra naturaleza que sobrevive a la muerte. No es algo en lo que se pueda prever un gran escepticismo. La gente querrá creerlo, aunque la prueba sea escasa o nula. Cierto, las lesiones del cerebro nos pueden hacer perder segmentos importantes de la memoria, o convertirnos de maníacos en plácidos, o viceversa; y los cambios en la química del cerebro pueden convencernos de que hay una conspiración contra nosotros o hacernos pensar que escuchamos la voz de Dios. Pero, a pesar de que eso proporciona un testimonio irresistible de que nuestra personalidad, carácter y memoria —si se quiere, el alma— reside en la materia del cerebro, es fácil no rendirse a él, encontrar maneras de negar el peso de la evidencia.
Y si hay instituciones sociales poderosas que insisten en que hay otra vida, no es sorprendente que los que disienten tiendan a ser pocos, callados y resentidos. Algunas religiones orientales, cristianas y de la Nueva Era, además del platonismo, mantienen que el mundo es irreal, que el sufrimiento, la muerte y la materia son ilusiones, y que nada existe realmente excepto la «mente». En contraste, el punto de vista científico imperante es que la mente es la forma en la que percibimos lo que hace el cerebro; es decir, es una propiedad de los cien billones de conexiones nerviosas en el cerebro. Hay una opinión académica extrañamente en boga, con raíces en la década de los sesenta, que mantiene que todos los puntos de vista son igualmente arbitrarios y que «verdadero» o «falso» es una ilusión. Quizá sea un intento de volver las tornas a los científicos que arguyen desde hace tiempo que la crítica literaria, la religión, la estética y gran parte de la filosofía y la ética son mera opinión subjetiva, porque no se pueden demostrar como un teorema de la geometría euclidiana ni someterse a prueba experimental.
Hay gente que quiere que todo sea posible, que su realidad sea ilimitada. Les parece que nuestra imaginación y nuestras necesidades requieren más que lo relativamente poco que la ciencia enseña que sabemos con seguridad. Muchos gurús de la Nueva Era —la actriz Shirley MacLaine entre ellos— llegan al punto de abrazar el solipsismo, de afirmar que la única realidad es la de sus propios pensamientos. «Soy Dios», dicen en realidad. «Creo de verdad que nosotros creamos nuestra propia realidad —dijo MacLaine a un escéptico en una ocasión—. Creo que ahora mismo yo le estoy creando a usted.»
Si sueño que me reúno con un padre o un hijo muertos, ¿quién me va a decir que no ocurrió realmente? Si tengo una visión de mí mismo flotando en el espacio y mirando hacia la Tierra, a lo mejor he estado allí realmente; ¿cómo algunos científicos, que ni siquiera compartieron la experiencia, se atreven a decirme que está todo en mi cabeza? Si mi religión dicta que es palabra inalterable e inequívoca de Dios que el universo tiene unos cuantos miles de años, los científicos, además de equivocarse, son ofensivos e impíos cuando declaran que tiene unos cuantos miles de millones.
Es irritante que la ciencia pretenda fijar límites en lo que podemos hacer, aunque sea en principio. ¿Quién dice que no podemos viajar más de prisa que la luz? Solían decirlo del sonido, ¿no es cierto? ¿Quién nos va a impedir, si tenemos instrumentos realmente poderosos, que midamos la posición y el momento de un electrón simultáneamente? ¿Por qué, si somos muy inteligentes, no podemos construir una máquina de movimiento perpetuo «de primera especie» (una que genere más energía de la que se le suministra), o una máquina de movimiento perpetuo «de segunda especie» (una que nunca se pare). ¿Quién osa poner límites al ingenio humano?
En realidad, la naturaleza. En realidad, una declaración bastante completa y breve de las leyes de la naturaleza, de cómo funciona el universo, se refleja en una lista de prohibiciones como ésta. Significativamente, la pseudociencia y la superstición tienden a no reconocer límites en la naturaleza: «Todo es posible.» Prometen un presupuesto de producción ilimitado, aunque sus partidarios hayan sido engañados y traicionados tan a menudo.
Desde luego, en el sistema solar no hay engranajes y las partes componentes del mecanismo de reloj gravitacional no se tocan. Los movimientos de los planetas son más complicados que los de péndulos y muelles. Además, el modelo de mecanismo de relojería se quiebra en ciertas circunstancias. Durante períodos de tiempo muy largos, la atracción gravitatoria de mundos distantes —atracción que podría parecer totalmente insignificante en sólo unas cuantas órbitas— puede acumularse y algún mundo pequeño puede desviarse inesperadamente de su curso normal. Sin embargo, en los relojes de péndulo también se conoce algo como el movimiento caótico; si desplazamos el plomo demasiado lejos de la perpendicular, el movimiento es arrítmico y desordenado. Pero el sistema solar marca mejor el tiempo que cualquier reloj mecánico y toda la idea de marcar el tiempo viene del movimiento observado del Sol y las estrellas.
Lo asombroso es que se pueda aplicar una matemática similar a los planetas y a los relojes. No tenía por qué ser así. No lo impusimos en el universo. Es como es. Si esto es reduccionismo, qué le vamos a hacer.
Hasta mediados del siglo XX, dominaba una fuerte creencia —entre teólogos, filósofos y muchos biólogos— de que la vida no era «reducible» a las leyes de física y química, que había una «fuerza vital», una «entelequia», un tao, un maná que hacía funcionar a los seres vivos y «animaba» la vida. Era imposible ver cómo meros átomos y moléculas podían justificar la complejidad y la elegancia, la adecuación de la forma a la función, de un ser vivo. Se invocaban las religiones del mundo: Dios o los dioses insuflaron vida, alma, en la materia inanimada. El químico del siglo XVIII Joseph Priestley intentó encontrar la «fuerza vital». Pesó un ratón justo antes y después de morir. Pesaba lo mismo. Todos los intentos en este sentido han fracasado. Si hay alma, es evidente que no pesa nada; es decir, no está hecha de materia.
A pesar de todo, hasta los materialistas biológicos tenían reservas; a lo mejor, si no almas de plantas, animales, hongos y microbios, todavía se necesitaba algún principio científico no descubierto para entender la vida. Por ejemplo, el fisiólogo británico J. S. Haldane (padre de J. B. S. Haldane) preguntaba en 1932:
Pero, sólo unas décadas después, nuestro conocimiento de la inmunología y la biología molecular ha clarificado enormemente esos misterios antes impenetrables.
Recuerdo muy bien que, cuando se dilucidó por primera vez la estructura molecular del ADN y la naturaleza del código genético en las décadas de los cincuenta y sesenta, los biólogos que estudiaban organismos completos acusaban a los nuevos investigadores de la biología molecular de reduccionismo. («No van a entender ni siquiera al gusano con su ADN.») Desde luego, reducirlo todo a una «fuerza vital» no es menos reduccionista. Pero ahora está claro que toda la vida sobre la Tierra, todo ser vivo, tiene una información genética codificada en sus ácidos nucleicos y emplea fundamentalmente el mismo código para ejecutar las instrucciones hereditarias. Hemos aprendido a leer el código. En biología se usan las mismas docenas de moléculas orgánicas una y otra vez para una mayor variedad de funciones. Se han identificado genes que tienen una responsabilidad significativa en la fibrosis quística y el cáncer de pecho. Se ha hecho la secuencia de los 1,8 millones de eslabones de la cadena del ADN de la bacteria Haemophilis influenzae, que comprende sus mil setecientos cuarenta y tres genes. La función específica de la mayoría de esos genes está bellamente detallada: desde la fabricación y pliegue de cientos de moléculas complejas hasta la protección contra el calor y los antibióticos, el aumento de la tasa de mutación y la formación de copias idénticas de la bacteria. Se han trazado ya gran parte de los genomas de otros muchos organismos (incluyendo el gusano Caenorhabditis elegans). Los biólogos moleculares se dedican con ahínco a registrar la secuencia de los tres mil millones de nucleótidos que especifican cómo hacer un ser humano. En una o dos décadas habrán terminado. (Que los beneficios lleguen a superar los riesgos no parece seguro en absoluto.)
El reduccionismo está incluso mejor instalado en física y química. Describiré más adelante la inesperada fusión de nuestra comprensión de la electricidad, el magnetismo, la luz y la relatividad en un solo marco de trabajo. Hace siglos que sabemos que un puñado de leyes relativamente sencillas no sólo explican sino que predicen cuantitativamente y con precisión una variedad asombrosa de fenómenos, no sólo en la Tierra sino en todo el universo.
Hemos oído decir —por ejemplo al teólogo Langdon Gilkey en su Naturaleza, realidad y lo sagrado— que la idea de que las leyes de la naturaleza son las mismas en todas partes no es más que una preconcepción impuesta al universo por científicos falibles y su medio social. Le gustaría que hubiera otros tipos de «conocimiento», tan válidos en su contexto como la ciencia en el suyo. Pero el orden del universo no es una presunción; es un hecho observado. Detectamos la luz desde quasars distantes sólo porque, a diez mil millones de años luz, las leyes del electromagnetismo son las mismas que aquí. Los espectros de esos quasars sólo son reconocibles porque están presentes los mismos elementos químicos allí y aquí, y porque pueden aplicarse las mismas leyes de mecánica cuántica. El movimiento de las galaxias alrededor unas de otras sigue la gravedad familiar newtoniana. Las lentes gravitacionales y las rotaciones de pulsares binarios revelan la relatividad general en las profundidades del espacio. Podíamos haber vivido en un universo con leyes diferentes, pero no es así. Este hecho no puede dejar de provocar sentimientos de reverencia y respeto.
Podríamos haber vivido en un universo en el que no se pudiera entender nada con unas pocas leyes sencillas, en el que la complejidad de la naturaleza superara nuestra capacidad de comprensión, en el que las leyes aplicables en la Tierra no fueran válidas en Marte o en un quasar distante. Pero la evidencia —no las ideas preconcebidas, sino la evidencia— demuestra otra cosa. Por suerte para nosotros, vivimos en un universo en el que las cosas se pueden «reducir» a un pequeño número de leyes de la naturaleza relativamente sencillas. De otro modo, quizá nos habría faltado capacidad intelectual y de comprensión para entender el mundo.
Desde luego, podemos cometer errores al aplicar un programa reduccionista a la ciencia. Puede haber aspectos que, por lo que sabemos, no sean reducibles a unas cuantas leyes relativamente simples. Pero, a la luz de los descubrimientos de los últimos siglos, parece una insensatez quejarse de reduccionismo. No es una deficiencia, sino uno de los principales triunfos de la ciencia. Y me parece que sus descubrimientos están en perfecta consonancia con muchas religiones (aunque eso no prueba su validez). ¿Por qué unas cuantas leyes simples de la naturaleza explican tanto y mantienen el control de este vasto universo? ¿No es exactamente eso lo que podría esperarse de un creador del universo? ¿Por qué algunas personas religiosas se oponen al programa reduccionista en la ciencia si no es por un amor mal entendido al misticismo.
Pero los principios en el corazón de la religión se pueden comprobar científicamente. Eso por sí solo hace que algunos burócratas y creyentes religiosos se muestren cautos ante la ciencia. ¿Es la eucaristía, como enseña la Iglesia, en realidad, y no sólo como metáfora productiva, la carne de Jesucristo, o —químicamente, microscópicamente y en otros aspectos— es sólo una hostia ofrecida por un sacerdote?31 ¿Será destruido el mundo al final del ciclo de cincuenta y dos años de Venus a no ser que se sacrifiquen humanos a los dioses?32 ¿Le va peor a un judío no circuncidado que a sus
¿Funcionan las oraciones? ¿Cuáles?
Hay una categoría de oración en la que se ruega a Dios que intervenga en la historia humana para enmendar una injusticia real o imaginada o una calamidad natural; por ejemplo, cuando un obispo del Oeste norteamericano reza para que Dios intervenga y acabe con un período de sequía devastadora. ¿Por qué se necesita la oración? ¿No sabía Dios nada de la sequía? ¿No era consciente de que amenazaba a los parroquianos del obispo? ¿Qué implica eso sobre las limitaciones de una deidad supuestamente omnipotente y omnisciente? El obispo también pidió a sus seguidores que rezaran. ¿Hay más probabilidades de que intervenga Dios cuando son muchos los que le piden compasión o justicia, o con unos cuantos basta? O consideremos la petición siguiente, impresa en 1994 en The Prayer and Action Weekly News: Iowa's Weekly Christian Information Source'.
involuntariamente como sacrificio a los dioses aztecas y mayas y aceptaron sus destinos con fe serena y el conocimiento confiado de que morían para salvar al universo.
causas milagrosas (inexplicables), y que los cristianos tengan que atribuirlo a la mano de Dios?
Haciendo pronunciamientos que, aunque sólo sea en principio, son comprobables, las religiones, aun sin querer, entran en el terreno de la ciencia. Las religiones ya no pueden hacer afirmaciones sobre la realidad sin verse desafiadas... siempre que no se apoderen del poder secular, siempre que no puedan obligar a creer. Eso, a su vez, ha enfurecido a algunos seguidores de otras religiones. De vez en cuando amenazan a los escépticos con los castigos más temibles que se pueda imaginar. Consideremos la siguiente alternativa de William Blake en su poesía de título inocuo. Augurios de inocencia:
El que respeta la fe del niño
Triunfa sobre el infierno y la muerte.
En discusiones teológicas con líderes religiosos, a menudo les pregunto cuál sería su respuesta si la ciencia demostrara la refutación de un dogma de su fe. Cuando se lo planteé al actual Dalai Lama, el decimocuarto, contestó sin dudar ni un momento de un modo muy diferente al de los líderes religiosos conservadores o fundamentalistas. En este caso, dijo, el budismo tibetano tendría que cambiar.
Aun en este caso, me contestó.
De todos modos—añadió con un guiño—va a ser difícil refutar la reencarnación.
Sencillamente, el Dalai Lama tiene razón. La doctrina religiosa que se hace inmune a la refutación tiene que preocuparse poco del avance de la ciencia. La gran idea común a muchas fes de un creador del universo es una de esas doctrinas... tan difícil de demostrar como de negar.
Moisés Maimónides, en su Guía para perplejos, mantenía que sólo se podía conocer verdaderamente a Dios si se permitía un estudio libre y abierto de la física y la teología (I, 55). ¿Qué pasaría si la ciencia demostrase que el universo es infinitamente viejo? Tendría que revisarse seriamente la teología (II, 25). Ciertamente, éste es el descubrimiento concebible de la ciencia que podría refutar a un creador... porque un universo infinitamente viejo no habría sido creado nunca. Siempre habría estado allí.
Hay otras doctrinas, intereses y atenciones que también muestran preocupación por lo que descubrirá la ciencia. Sugieren que quizá sea mejor no saber. Si resulta que hombres y mujeres tienen diferentes propensiones hereditarias, ¿no se usará esto como excusa para que los primeros aniquilen a las segundas? Si hay un componente genético de violencia, ¿podría justificarse la represión de un grupo étnico por otro, o incluso la encarcelación preventiva? Si la enfermedad mental es pura química del cerebro, ¿no destruye eso todos nuestros esfuerzos por entender la realidad o ser responsables de nuestras acciones? Si no somos la obra especial del creador del universo, si nuestras leyes morales básicas están simplemente inventadas por legisladores falibles, ¿no queda socavada nuestra lucha por mantener el orden en la sociedad?
Me parece que en cada uno de estos casos, religioso o secular, salimos ganando si conocemos la mejor aproximación posible a la verdad... y si mantenemos la conciencia atenta a los errores cometidos por nuestro grupo de interés o sistema de creencia en el pasado. En todos los casos, las consecuencias que se temen de un conocimiento generalizado de la verdad son exageradas. Y además, no somos lo bastante sabios para saber qué mentiras, o incluso qué matices de los hechos, pueden servir a un propósito social mejor, especialmente a largo plazo.