16. Los quintanos

Parecía tranquilo. No se despidió de nadie. Ninguno de sus compañeros entró en el ascensor con él cuando llegó la hora. Vestido con un traje espacial blanco corriente y con el casco bajo el brazo, miró los números que se iluminaban al pasar por los distintos niveles. La puerta se abrió por sí misma. En la cámara de lanzamiento de alta bóveda había un cohete sorprendentemente pequeño, de plata inmaculada, puesto que todavía no había viajado por la atmósfera, cuyo calor ennegrecería su proa y sus costados. Se acercó a él, pasando por una estructura metálica que daba a sus pasos un eco ahogado, y notó un aumento de peso: señal de que el Hermes estaba acelerando para darle un buen empujón en el despegue. Miró a su alrededor. En lo alto, en la intersección de las vigas curvadas, había un anillo de fuertes luces fluorescentes. Se detuvo bajo su resplandor sin sombras para ponerse el casco. La escotilla de la cabina se abrió sobre él. Las hebillas, tirantes, se cerraron; automáticamente tocó el ancho borde del cuello metálico e inhaló oxígeno. Ahora estaba aislado del aire que llenaba la cámara. La presión estaba un poco alta, pero se corrigió inmediatamente. Se subió a la plataforma y ésta ascendió. La escotilla, oscura un momento antes, se encendió por dentro, y la plataforma se detuvo cuando tocó el umbral. Sin prisas, levantando sus grandes botas por encima del borde de la escotilla, deslizó su guante flexible por el tubo de la barandilla, se inclinó y pasó con los pies por delante. Agarrado con ambas manos al travesaño, se balanceó y se dejó caer dentro suavemente. La escotilla se cerró. Se oyó un silbido musical creciente; era la caperuza hermética que había estado suspendida sobre el cohete y ahora caía sobre él; unos pistones hidráulicos apretaron la caperuza a la cubierta de un embudo de propulsión para que la nave no perdiera aire en el despegue ni se contaminase por los llameantes escapes de los motores.

Fácilmente, como en un simulador, quitó los tubos ondulados del sistema de calefacción y refrigeración y los encajó en los enchufes correspondientes de su traje. Los cierres saltaron inmediatamente, indicando que los acoplamientos habían enganchado. Ahora estaba conectado al cohete. El acolchado de las paredes empezó a inflarse hasta que él quedó totalmente rodeado, envuelto, pero sólo hasta las axilas, de modo que tenía las manos libres. No había más espacio que en un sarcófago egipcio. De hecho, a estos aterrizadores monoplazas se les había llamado «ataúdes». La palanca de la cuenta atrás estaba a su derecha. Directamente delante de su cara veía brillar, a través del cristal del casco, el tablero de mandos: diales analógicos, contadores digitales de altitud, potencia, un horizonte artificial y —en el centro— una pantalla rectangular, aún apagada. Cuando empujó la palanca, todos los indicadores se encendieron, haciéndose guiños amistosos, acogedores, asegurándole que todo estaba listo: el motor principal, los ocho correctores, los cuatro retro-propulsores, el paracaídas de gasa ionosférico y el grande de emergencia (pero la pantalla, con puntos que se borraban rápidamente, le confirmó que no podía haber ninguna emergencia, trazando una curva de vuelo perfecta y precisa desde el Hermes —representado por un asterisco verde— hasta el perfil de la pantalla). Con un retraso fraccional, el tercer paracaídas, una «cascada» (conocido como «rueda de recambio»), anunció su presencia. Había experimentado antes estos momentos y los disfrutaba. Confiaba en estas lucecitas palpitantes —verdes, naranjas y azules— sabiendo que podían volverse rojas, como un ojo inyectado en sangre por el terror, porque no existía un aparato infalible, aunque todos se habían esforzado mucho para que nada fallase. El automático ya había empezado la cuenta atrás a partir de doscientos. Le parecía que en el altavoz podía oír la respiración de los hombres reunidos en la sala de control, y sobre este fondo vivo de alientos contenidos la voz indiferente y mecánica contaba los números en progresión decreciente.

Al llegar a diez, notó un ligero apresuramiento del pulso y frunció el ceño, como reprendiendo a su corazón por no estar suficientemente disciplinado. Si bien era cierto que casi nadie se libraba de una ligera taquicardia en el momento del despegue, incluso en un despegue rutinario, y esta circunstancia era cualquier cosa menos rutinaria. Se alegró de que nadie le hablara, pero cuando la máquina pronunció el clásico «cero» y él sintió que un estremecimiento recorría al hombre y al proyectil convertidos en una unidad, le llegó una voz baja de alguien que evidentemente estaba lejos del micrófono: «Dios sea contigo». Estas palabras le sorprendieron, aunque tal vez —¿quién sabe?— sí las esperaba de aquel hombre. Pero ahora no había tiempo para esas reflexiones. El aparato, llevado con fuerza pero suavemente por una garra hidráulica, como si una gigantesca mano de acero con guante de seda le empujase por una tolva cilindrica, se separó de la nave. No podía moverse dentro del acolchado que le aislaba, pero durante dos o tres segundos notó la ingravidez antes de que los motores empezaran a rugir. Por un instante vio el casco de la nave pasar a toda velocidad por el borde superior del monitor, pero podía haber sido su imaginación. El cohete —bautizado Tierra a petición suya— dio un salto mortal; los puntos de las estrellas cruzaron diagonalmente la pantalla; Quinta, un disco blanco, nadó entre ellas y desapareció. Su aparato, barriendo la oscuridad con las llamaradas de las toberas correctoras, tomó su rumbo: la trayectoria de su vuelo correspondía punto por punto a la trayectoria trazada por ordenador. Debería haber llamado ya al Hermes, pero seguía en silencio, disfrutando de su vuelo solitario.

—El Hermes espera su informe.

Era Steergard. Antes de que él pudiera contestar, oyó la voz de Harrach.

—Se estará echando una siestecita.

Esas bromas, que tenían cierto sabor al humor de los barracones de cuartel, habían acompañado a los primeros vuelos espaciales, para aligerar la experiencia sin precedentes de unos hombres encerrados en la punta de un cohete como dentro de un proyectil de artillería. Por eso Gagarin había dicho, en el último momento, lo que en ruso equivalía a «¡Allá vamos!». Por eso no se decía: «Hay un escape de oxígeno. Nos estamos asfixiando», sino: «Tenemos un pequeño problema». Probablemente, Harrach no era consciente de que su chistecito estaba siguiendo una vieja tradición. Y Tempe, sin ningún motivo concreto, respondió:

—Dando una vuelta… —pero luego se contuvo y pasó a un tono más profesional y adecuado—. Aquí Tierra. Todas las unidades normales. Tengo Delta Harpyiae en mi eje. Entraré en la atmósfera dentro de tres horas. Confirmen. Cambio.

—Confirmado. Heparia ha dado las condiciones meteorológicas en punto cero. Nublado. Viento, norte-noreste a trece metros por segundo. Sobre el puerto espacial el techo es novecientos metros. Visibilidad buena. ¿Quiere hablar con alguien de aquí?

—No. Me gustaría mirar a Quinta.

—Lo verá dentro de ocho minutos, cuando llegue a la eclíptica. Entonces hará una corrección en el rumbo. Cambio.

—Haré la corrección cuando el Hermes me dé la señal. Cambio.

—Buena suerte. Cambio y corto.

Las negociaciones, después de la destrucción del anillo de hielo, habían durado cuatro días y cuatro noches. La tripulación trató únicamente con Heparia, cosa que no supieron inmediatamente, porque quien respondió al ultimátum fue un satélite artificial tan pequeño y tan bien disimulado como un fragmento de roca que DEUS no lo identificó mientras no habló. Situado en órbita estacionaria a 42.000 kilómetros por encima del planeta, giraba en el mismo sentido que éste, y cuando se ocultaba detrás del borde del disco la comunicación quedaba interrumpida durante siete horas. Hablaba con el Hermes utilizando la banda de hidrógeno de veintiún centímetros. El radar de la nave tuvo que examinar cuidadosamente la emisión cisplanetaria del objeto antes de descubrir cómo servía a Heparia de transmisor de relé. Lo controlaba una potente estación de radio subterránea, oculta en las proximidades del puerto espacial donde el Hermes no tripulado había aterrizado tan fatalmente. La estación operaba en una longitud de onda de diez kilómetros, lo cual dio motivo a los físicos para sospechar que se trataba de una instalación militar especial, diseñada para entrar en acción en el caso de un intercambio masivo de ataques atómicos. Tales ataques irían acompañados de ondas de choques electromagnéticas que interrumpirían todas las comunicaciones por radio, y con concentraciones de explosiones del orden de megatones en los objetivos también sería inútil usar transmisores láser corrientes. Entonces solamente serían eficaces las ondas ultralargas, pero su baja capacidad de información no permitía transmitir mensajes multibit en poco tiempo. Así que Steergard orientó los emisores del Hermes a esta estación de radio. Cuando no respondió, envió el siguiente ultimátum: o comunicaban inmediatamente o en veinticuatro horas destruiría todos los cuerpos, naturales o artificiales, que estuvieran en órbita estacionaria, y si después de eso seguía sin recibir respuesta, se consideraría justificado para elevar la temperatura de una zona de 800.000 hectáreas en torno al puerto espacial, incluyendo a éste, a 12.000 grados Kelvin. Lo cual significaba que la corteza del planeta sería perforada hasta una profundidad de un cuarto de su radio. La amenaza dio resultado, aunque Nakamura y Kirsting trataron de disuadir al capitán de poner en práctica una medida tan drástica, ya que esto sería de facto una declaración de guerra.

—Desde el momento en que nos atacaron dejamos de estar obligados a cumplir las leyes interplanetarias —contestó Steergard—. Las negociaciones en longitudes de onda de kilómetros, retransmitidas y repetidas de acá para allá, podrían durar meses, y detrás de la razón puramente física para este retraso podría ocultarse un intento estratégico de ganar tiempo… con el fin de atacarnos con nuestras propias armas. No voy a darles la oportunidad. Si esto es un cambio de opiniones informal, caballeros, no se hable más del asunto, pero si es un votum separatum, háganlo constar en el cuaderno de bitácora de la expedición. Responderé de ello cuando presente mi dimisión. Mientras tanto, no dimito.

En sus contrapropuestas, Heparia pidió estrictas limitaciones a la libertad de acción del enviado. La noción de «contacto» se hacía cada vez más nebulosa cuanto más exactamente trataban de definirla. Steergard quería un encuentro cara a cara entre su hombre y los representantes del gobierno y la ciencia. Pero o bien el significado de estos conceptos era completamente distinto para los quintanos y los humanos, o también en esto había mala fe. Tempe emprendió el vuelo sin saber a quién vería en el puerto espacial, pero no estaba preocupado por ello. No se sentía transportado en alas de la euforia; no contaba con tener un gran éxito… y a él mismo le sorprendía su tranquilidad. Durante su preparación en el equipo de entrenamiento le había dicho a Harrach que no creía que ellos le despellejaran vivo. Puede que fueran despiadados —eso era de esperar—, pero no eran idiotas.

Las negociaciones fueron acompañadas de deliberaciones a bordo. Oponiendo una constante resistencia, regateando punto tras punto, los quintanos obtuvieron finalmente ciertas condiciones para el encuentro. El visitante podía salir del cohete para inspeccionar los restos del falso Hermes y podía moverse libremente dentro de un radio de nueve kilómetros de su cohete con inmunidad garantizada, siempre y cuando no realizara «actos hostiles» ni transmitiera al anfitrión «información amenazadora». Tuvieron grandes dificultades para entender estos términos. Cuanto más alto era el nivel de abstracción, más divergían la semántica humana y quintana. Palabras tales como «autoridad», «neutralidad», «bando» y «garantía» no significaban lo mismo para ambos, fuese ello debido a algún factor externo, tal como una diferencia fundamental en su historia, o a una deliberada falta de sinceridad. Pero incluso la falta de sinceridad no implicaba necesariamente un deseo de engañar o traicionar: si, por ejemplo, Heparia, envuelta en una guerra de cien años, no era libre ni soberana en este asunto y no quería —o no le permitían— revelar este dato al Hermes. Otro factor a tener en cuenta, según creían la mayoría de los tripulantes, podría ser que tantas generaciones de conflicto en el planeta hubiesen tenido un efecto acumulativo en la manera de pensar además de en el lenguaje.

El día antes del despegue, Nakamura le había preguntado al piloto si podía conversar con él a solas. Así fue como lo expresó. Comenzó dando rodeos: la inteligencia sin valentía no valía más que la valentía sin inteligencia. La guerra, una vez que había pasado al espacio, era indudablemente intercontinental. Por tanto, lo mejor habría sido mandar enviados igualmente autorizados a ambos continentes, dando garantías previas de que no proporcionarían información militar importante a ninguno de los países anfitriones. El capitán había rechazado esta posibilidad porque quería ver qué le sucedía al enviado. Y la nave no podía estar en los dos lados del planeta al mismo tiempo. El capitán quiso dejar bien claro a los quintanos su intención de tomar represalias si el enviado no regresaba sano y salvo. No indicó el alcance de esas represalias, una táctica correcta, pero que no proporcionaba al enviado una protección completa.

Nakamura no se proponía criticar al capitán. Sin embargo, había querido hablar con el piloto porque consideraba que era su deber hacerlo. Como había escrito Shakespeare en su día, era peligroso para un ser débil «encontrarse entre el puerto y la montaña, puntos disputados por poderosos antagonistas». Aquí había tres poderosos antagonistas: el Hermes, Norstralia y Heparia. ¿Qué sabían los quintanos? Sabían que el intruso gozaba de superioridad tanto en la defensa como en el ataque y que era capaz de asestar golpes de gran precisión. En vista de esto, ¿a quién le interesaba la buena salud del enviado? Suponiendo que la salud del enviado padeciera, Heparia afirmaría que había sufrido un desgraciado accidente, mientras que Norstralia trataría de demostrar que no había sido un accidente. De esta forma, cada bando procuraría desviar la represalia hacia el bando opuesto. De hecho, el capitán había amenazado con una destrucción total; aunque la historia demostraba que el Juicio Final no era una herramienta manejable en la política. En el siglo XX a unos cuantos norteamericanos se les había ocurrido la idea de una «máquina del día del juicio final», una superbomba de cobalto que serviría para chantajear a todas las naciones de la Tierra con la amenaza de la muerte universal. Pero nadie llevó a cabo ese proyecto, y con razón, porque cuando ya no había nada que perder, era imposible realizar una realpolitik. El apocalipsis como represalia tenía poca credibilidad. ¿Por qué iba el Hermes a destruir el planeta entero en el caso de que hubiera un kamikaze en Heparia que atentase contra la vida del enviado?

Al piloto le pareció convincente el argumento del japonés. ¿Por qué no había convencido al capitán?

Nakamura le hizo una cortés inclinación de cabeza a su invitado y siguió sonriendo.

—Porque no tenemos una estrategia de éxito seguro. El capitán no quiere desatar los nudos; su intención es cortarlos. El humilde Nakamura no se pone por encima de nadie. Sólo piensa para sí. ¿Y en qué piensa? En tres adivinanzas. La primera adivinanza es el hecho de mandar al enviado. ¿Llevará eso al «contacto»? Sólo simbólicamente. Si el enviado regresa ileso después de haber visto a los quintanos y haber sido informado por ellos de que no le informarán de nada, eso constituirá un logro tremendo. ¿Al piloto le hacen gracia mis palabras?

»El planeta es menos accesible que el monte Everest. Aunque en esa famosa montaña no hay otra cosa que rocas y hielo, cientos de personas han arriesgado sus vidas por estar en su cima, aunque fuera sólo un momento. Y quienes regresaban después de haber llegado a una distancia de doscientos metros de la cumbre pero no más allá, se consideraban fracasados, a pesar de que el lugar al que habían subido no era de mayor o menor valor intrínseco que el lugar al que habían esperado ascender. La mentalidad de nuestra expedición se ha vuelto como la mentalidad de los conquistadores del Himalaya. Pero ésta es una adivinanza con la que los hombres nacen y mueren, así que nos hemos acostumbrado a ella.

»La segunda adivinanza, para Nakamura, es la suerte que va a correr el piloto. ¡Ojalá vuelva sano y salvo! Pero si algo imprevisto le ocurre, Heparia afirmará que era blanco y Norstralia que era negro. Esta contradicción hará que nuestro capitán pase del papel de vengador al papel de juez. Nuestra amenaza, suficiente para haberles obligado a aceptar al enviado, quedará suspendida en el espacio. La tercera adivinanza es la mayor. Es la invisibilidad de los quintanos. Puede que nadie atente contra su vida. Por otra parte, no cabe duda de que los quintanos detestan mostrar su aspecto.

—¿Quizá porque son de aspecto monstruoso? —sugirió el piloto.

Nakamura seguía sonriendo.

—En esto debe de existir una simetría. Si ellos son monstruos para nosotros, entonces nosotros somos monstruos para ellos. Perdóneme, pero esa idea es infantil. Si un pulpo tuviese sentido estético, la mujer más bella del mundo le parecería un monstruo. No, la clase de la adivinanza está más allá de la estética…

—¿Dónde, entonces? —preguntó el piloto. El japonés había despertado su curiosidad.

—Hemos descubierto puntos en común entre los quintanos y los terrestres dentro del contexto tecnológico-militar. Esos puntos en común llevan a una encrucijada: o bien son como nosotros o son «monstruos de maldad». Esta encrucijada es una ficción. Pero es un hecho, no una ficción, que no desean que conozcamos su aspecto.

—¿Por qué?

Nakamura inclinó la cabeza con pena.

—Si supiera eso, el nudo estaría desatado y nuestro compañero Polassar no tendría que preparar ahora los siderales. Sólo me atreveré a adelantar una nebulosa suposición. La imaginación japonesa es distinta de la occidental. En la tradición de mi país está muy arraigada la máscara. Creo que los quintanos, aunque se han resistido a nuestros propósitos con todas sus fuerzas, es decir, que no quieren a los humanos en su planeta, han tenido en cuenta esa posibilidad desde el principio. ¿Aún no ve la relación? Es posible que usted vea a los quintanos sin saber que los está viendo… Nosotros, en cambio, emitimos al planeta dibujos animados que mostraban a unos héroes con forma humana. No puedo darle ánimos, Mark. Además, de eso ya tiene más de lo que necesita… Sólo puedo darle un consejo.

Se calló, luego dijo sin sonreír, pronunciando lentamente:

—Le aconsejo humildad. No cautela. Ni tampoco confianza. Le aconsejo humildad, es decir, que esté dispuesto a admitir que todo, literalmente todo, lo que vea pueda ser completamente diferente de lo que parece… Fin de la conversación.

Sólo cuando ya estaba en vuelo, Tempe cayó en la cuenta del reproche oculto en las palabras de Nakamura. Había sido Tempe con su idea de los dibujos animados quien les había revelado a los quintanos el aspecto físico de los humanos. (Pero tal vez no fuera un reproche, después de todo.)

Estos pensamientos fueron interrumpidos por la aparición del planeta. Su cara inocentemente blanca, rodeada de cirros niveos y sin el menor vestigio del anillo ni de la catástrofe, flotaba suavemente en el vacío, expulsando la negrura y el pálido polvo de las estrellas del marco de la pantalla. Al mismo tiempo, el localizador de alcance empezó a marcar números con un rápido parpadeo. A lo largo de la costa de Norstralia, mellada por los fiordos, avanzaba desde el norte un frente frío en un banco plano de nubes. Heparia, mientras tanto, era visible —sumamente escorzada— en la protuberancia oriental del globo; se encontraba bajo un cielo más oscuro y sólo la línea del horizonte polar brillaba con picos de hielo. El Hermes le informó de que entraría en la atmósfera dentro de veintiocho minutos y le indicó que hiciera una pequeña corrección en el rumbo.

Desde la sala de control, Gerbert y Kirsting vigilaban por monitor el corazón, los pulmones y las corrientes cerebrales funcionales de Tempe, y en la zona de navegación el capitán, Nakamura y Polassar observaban el cohete para intervenir en caso de emergencia. Aunque no tenían una idea clara de qué forma podría adoptar una emergencia, o una intervención, el hecho de que el médico jefe y el energeticista jefe estuvieran alerta al lado de Steergard reforzaba la euforia (a pesar de la tensión) que reinaba a bordo de la nave. Los telescopios de seguimiento daban una imagen nítida del huso plateado que era el Tierra, ajustando su ampliación de modo que el cohete permaneciera en el centro del disco lechoso que era Quinta. Finalmente, DEUS puso números naranja en el monitor atmosférico, vacío hasta ahora: el aparato estaba a doscientos kilómetros por encima del océano, entre gases enrarecidos y empezando a calentarse. Su diminuta sombra caía sobre el mar de nubes y cruzaba velozmente su inmaculada superficie blanca. El ordenador del Tierra transmitió, en una salva de impulsos, los últimos datos del vuelo, porque al cabo de un momento el almohadón de plasma producido por la fricción en la capa más densa de aire cortaría toda comunicación.

Una chispa dorada señaló la entrada del Tierra en la ionosfera. La luz aumentó y se extendió; el piloto estaba ahora frenando con los retropropulsores. La sombra desapareció cuando el cohete se sumergió en las nubes. Pasados doce minutos, los relojes de cesio de tiempo proyectado y tiempo real bajaron a un solo dígito; el espectrógrafo, que seguía la llama del escape del aterrizador, se apagó y después de una fila de ceros mostró la última palabra clásica: Brennschluss.

El Hermes se situó muy por encima de Quinta para tener el punto de aterrizaje justo debajo de él, en su nadir. La principal pantalla de observación estaba llena de una impenetrable barrera de nubes. Tal y como habían acordado, los anfitriones pulverizaron grandes cantidades de polvo metálico en la envoltura de nubes sobre esa zona, creando un escudo que hacía imposible toda localización por radio. Steergard había acabado por aceptar esta condición, reservándose, sin embargo, el derecho a tomar «medidas drásticas» si uno solo de los rayos láser que Tempe tenía que enviar cada cien minutos no llegaba al Hermes.

Con el fin de proporcionar al piloto alguna visibilidad en la fase final del aterrizaje, los físicos habían equipado el cohete con una sección adicional llena de un compuesto gaseoso de plata y radicales libres de amonio a alta presión. Cuando el aparato penetró en la estratosfera, atravesándola desde la popa con una cola de fuego que barrió sus costados hacia la proa, unas cargas explosivas hicieron que esta sección en forma de anillo que rodeaba los tubos de los motores se desprendiera. Precediendo al vehículo, entró en contacto con la llama y el plasma y estalló por el calor. Al expandirse violentamente, los gases giraron como el ojo de un tornado y con un atronador impulso abrieron un ancho vértice en las densas nubes. Al mismo tiempo, oxígeno líquido, bombeado por las toberas en lugar del hipergol, extinguió el almohadón de plasma, y el cohete, descendiendo con propulsión fría, recuperó la visión.

A través de las lentes de las cámaras resistentes al calor apareció el campo de aterrizaje, rodeado de hinchadas nubes de tormenta. Vio la superficie gris, en forma de cuadrilátero, de un puerto espacial, cortado al norte por unas laderas, como de colinas, y bordeado en los restantes lados por una multitud de chispas rojas que temblaban en el aire curvado sobre ellos como las llamas humeantes de unas velas. Eran éstas las que arrojaban los chorros de polvo metálico. Los iones de amonio y plata estaban logrando su propósito: hacer que las últimas nubes sobre el campo de aterrizaje se disolvieran en lluvia. Caía tal aguacero que las humeantes chispas carmesí se oscurecieron durante unos minutos. Se oscurecieron, pero no se apagaron. Volvieron a fulgurar, soltando un vapor sucio. Mirando hacia el sur a través de los vapores dispersados por el torbellino, vio una estructura negra como un pulpo o un calamar aplastado con muchos brazos de franjas brillantes. Las franjas no eran conductos ni carreteras; eran cóncavas y tenían estrías transversales. La impresión de parecido con un pulpo podía venir también del único ojo polifémico que le contemplaba desde la estructura con una mirada luminosa y penetrante. Tal vez un enorme paraboloide óptico que seguía su descenso.

Mientras descendía, el verdor de las colinas al norte del campo adquirió un aspecto distinto. Lo que desde una gran altura le había parecido un escarpado macizo boscoso, con un bloque rectangular de hormigón hecho por robots, perdió su apariencia de follaje. No eran copas de árboles que se unían formando una superficie irregular verde oscuro, sino unas marañas secas, sin vida, semejantes a matorrales; marañas de grotesco alambre de espino, o de conductos nudosos de alguna clase, o de cables. Obligado a descartar la imagen de una ladera boscosa donde la luz de algún claro ocasional brillaba a través de una masa de agujas coniferas gris plateado, vio un artefacto de una tecnología extraña cuyo sentido escapaba a todos los cánones terrestres. Si los hombres hubieran dispuesto la zona en torno a un puerto espacial en un ancho valle entre una metrópoli y unas montañas, habrían cuidado el arreglo del terreno, uniendo la utilidad con la estética de la geometría. Ciertamente, no habrían cubierto las peladas laderas con una jungla de miles de ramificaciones caóticas de nudos y retorcimientos metálicos, que, además, no podían ser obra de unos ingenieros que quisieran disimular objetivos militares bajo una red de falsa vegetación, ya que la artificialidad de semejante camuflaje les habría traicionado inmediatamente.

Cuando el cohete, con propulsión fría, descendió hacia la pista de hormigón gris, toda la cadena de colinas, envuelta en el reflujo de las nubes, desapareció tras ellas como la piel de un lagarto cubierta de erupciones y pústulas. Pero antes de que aquella extraña fealdad pudiera hacerle reflexionar sobre la diferencia entre diseñar aparatos tecnológicos y dejarlos crecer en un desarrollo autodirigido y mutante, y antes de que pudiera mirar de nuevo la estructura del sur —el calamar que ya se hundía en el horizonte, observándole con su ojo luminoso sobre el fondo negro—, tuvo que ocuparse de los mandos. Las cuatro g bajaron a dos; las toberas escupieron oxígeno comprimido en un hervor helado; y bajo la popa salieron las patas de artrópodo, flexionándose, extendiéndose. Cuando chocaron contra el duro suelo, el motor lanzó un eructo final y quedó silencioso.

El cohete de trescientas toneladas ejecutó unos cuantos ajustes de posición en su estructura de apoyo y luego se quedó completamente inmóvil. Él sintió en sus entrañas un peso diferente del de la desaceleración. Oyendo el decreciente silbido de los amortiguadores, se desabrochó los cinturones, desinfló los cojines de impacto que le rodeaban y se puso de pie. Las correas se deslizaron de sus hombros y su pecho. El analizador de atmósfera indicaba que no había ningún gas tóxico, y la presión era de mil cien milibares, pero él tenía que salir con el casco puesto, así que conectó el tubo de oxígeno a su propio tanque. Cuando desconectó las cámaras, las luces de la cabina se iluminaron. Echó una ojeada al equipo que había traído consigo. A cada lado del asiento había un pesado contenedor con ruedas que podía empujarse como un carrito. Harrach había pintado en ellos, con mucho cuidado, unos enormes «1» y «2», como si pudiera confundirlos. Indudablemente Harrach le envidiaba, pero no dio muestras de ello. Era un buen compañero, Harrach, y el piloto deseó que estuviera a su lado ahora. Quizá los dos juntos habrían podido enfrentarse mejor a la misión.

Mucho antes del vuelo, cuando sólo tenía las palabras de Lauger en el Eurídice asegurándole que «vería a los quintanos», había caído en una depresión —que DEUS notó—, pero después de su conversación con el médico, Tempe rechazó el diagnóstico de la máquina. No era su creencia de que la comunicación con los quintanos carecía de sentido, que se basaba en falsas suposiciones, no era eso lo que le angustiaba, sino el hecho de que hubieran entrado en un juego de contacto en el que la violencia era la carta más alta. Este pensamiento no lo compartió con nadie, porque más que ninguna otra cosa quería ver a los quintanos. ¿Cómo podía, a pesar de todas sus reservas y dudas, desperdiciar semejante oportunidad? Arago tenía una mala opinión de la política de la expedición incluso antes de que se pronunciase la expresión «demostración de fuerza». Arago había llamado mentira a la mentira, había repetido que estaban entrando en una competición de engaños; que estaban forzando la comunicación de tal modo que en realidad la estaban abandonando; que se estaban cubriendo con máscaras y estratagemas, de forma que, quizá, estaban más seguros, pero se alejaban cada vez más de una auténtica apertura a una visión de una inteligencia alienígena. Se lanzaban sobre cualquier subterfugio de Quinta, castigaban todas las negativas de Quinta y hacían el objetivo de la expedición más inalcanzable cuanto más brutales eran los métodos empleados para alcanzarlo.

Activó el mecanismo de la escotilla, pero tuvo que esperar los resultados de los análisis. Mientras su ordenador digería los datos que recibía sobre la composición química del suelo, la fuerza del viento, la radiación ambiental (prácticamente cero), no pensó en las próximas etapas del programa, sino en todo lo malo que había reprimido hasta entonces. Nakamura compartía la opinión del fraile, pero no respaldaba su postura, que significaba la retirada. Tempe también creía que el padre Arago tenía razón. Pero ni el bien ni el mal podían disuadirlo. Si Quinta era un infierno, Tempe estaba dispuesto a descender a ese infierno para ver a los quintanos.

Lo cierto es que, por el momento, la recepción no parecía infernal. Viento, nueve metros por segundo. Visibilidad bajo el techo de nubes, buena; ni tóxicos, ni cargas, ni minas bajo la superficie del campo de aterrizaje, examinado con ultrasonido. Oyó un silbido; la presión de la cabina se estaba igualando con la del exterior. Tres bombillas verdes se encendieron sobre la escotilla. La pesada tapa dio media vuelta y se abrió hacia arriba. Oyó el chirrido de la escalerilla al bajar y el clic con el que sus secciones quedaron fijas en ángulo sobre el suelo de hormigón. Miró hacia fuera. La luz del día le dio en los ojos a través del cristal del casco. Desde su altura de cuatro pisos vio la vasta planicie del puerto espacial bajo —una vez más— un cielo cubierto de nubes. Las colinas del norte habían desaparecido en la niebla. A lo lejos, un humo marrón y rojizo se elevaba de una larga hilera de pozos. Contra ese fondo se alzaba una torre enorme y torcida, más inclinada que la torre de Pisa: era el falso Hermes, solitario y extraño en aquella desolación, plantado como a un kilómetro de donde él estaba. No había ni un alma viviente en ninguna parte.

En la dirección en que estaban las colinas ocultas por las nubes bajas, en el mismo borde de la pista de hormigón, había un edificio bajo y cilindrico que parecía un hogar para zepelines. De su perfil sobresalían unos postes, como mástiles delgados, conectados entre sí por hilos brillantes que formaban una especie de telaraña tejida sobre un punto del horizonte. El pulpo-metrópolis con su único ojo había desaparecido detrás de la cortina de humo del horizonte opuesto. «Ahora —pensó— le estaban observando por medio de esa tela de araña.» La examinó cuidadosamente con unos prismáticos y le sorprendieron las irregularidades de la red. El material colgaba de manera desigual, formando agujeros más grandes o más pequeños, como una vieja jábega colocada por un marinero gigante sobre los mástiles; mástiles tan sobrecargados por su propia altura y por el peso de la red que se inclinaban en todas direcciones. El aspecto del conjunto era descuidado. En cualquier caso, el puerto espacial estaba desierto, como una zona evacuada antes de la llegada del enemigo. Sacudiéndose la impresión, tan repugnante como fuerte, de que lo que estaba viendo no era una instalación de antenas sino la obra de unos insectos monstruosos, bajó por la escalerilla, doblado por el peso del contenedor que llevaba a la espalda. Pesaba casi cien kilos. Se soltó las correas, dejó el contenedor en el suelo y comenzó a empujarlo hacia el Hermes, que se alzaba en un ángulo sobre su popa destrozada. Caminó con paso firme, sin apresurarse, para que quienes le observaban (no le cabía duda de que había observadores) no vieran nada que pudiera parecerles sospechoso.

Sabían que examinaría la nave, pero no cómo lo haría. En la popa, cuyos propulsores rotos estaban clavados en la pista radialmente agrietada, se detuvo y miró a su alrededor. A través del casco oyó soplar el viento, aunque casi no notó nada en el traje. El pitido del cronómetro le indicó que debía ponerse a trabajar. La pequeña escalera plegable de duraluminio resultó innecesaria. Justo sobre los embudos de los propulsores, convertidos en gigantescos acordeones, había un agujero abierto en la popa con los bordes quemados. El agujero tenía lenguas de la plancha de metal retorcidas hacia fuera y se veía el muñón de una costilla del casco, arrancada por la explosión. Podía entrar reptando por esta abertura, teniendo cuidado de no rasgarse el traje en los bordes de acero. Se subió al pie de una de las patas de aterrizaje que no había tenido tiempo de extenderse por completo, tanta prisa había tenido en abrir fuego. Cosa que, por otra parte, era lógica, puesto que una nave era más vulnerable en el momento en que cortaba su propulsión principal y apoyaba toda su masa en unos soportes retráctiles.

Arrastrando el contenedor tras de sí, estiró el cuello todo lo que pudo para ver en qué estado se encontraba el casco. Desde abajo no podía ver las escotillas de proa, que habían sido cerradas con soldadura, pero sí vio las puertas de la bodega. Para sorpresa suya, estaban cerradas y no habían sido forzadas. No habría sido fácil abrirlas desde fuera. Qué extraño. Habiendo destrozado la sala de máquinas con un solo disparo de calibre pesado y teniendo la nave en tal inclinación, ¿por qué habrían entrado por un agujero radiactivo de un metro de diámetro en lugar de enderezar primero el cohete con un andamiaje sólido y luego abrir la entrada a las bodegas centrales? ¿No tenían zapadores con el equipo adecuado ni ingenieros militares capaces, después de cien años de guerra? Todavía desconcertado por el comportamiento del ejército del planeta, luchó con el contenedor, ya dentro de la nave. Apuntó el radiómetro a la oscuridad. El reactor de un solo uso se había fundido exactamente como sus diseñadores pretendían y habían fluido, a través de las válvulas Kinston instaladas a ese fin, sobre el hormigón agrietado de la pista, creando una mancha bastante pequeña de radiactividad. Apreciando lo bien que Polassar y Nakamura habían pensado todo el asunto, encendió su linterna. A su alrededor todo era penumbra y silencio.

De la sala de máquinas no quedaban ni escombros. La habían construido de manera que pudiese soportar el peso de las dos mil toneladas de la copia vacía, pero para que volase en pedazos por un soplo de viento. La aguja del Geiger le indicó que durante una hora no recibiría más de cien roentgens. Del contenedor sacó dos receptáculos metálicos planos y vació su contenido: un enorme número de insectos sintéticos equipados con microsensores. Se arrodilló entre ellos con cuidado, como rindiendo un solemne homenaje a la nave rota, y encendió el sistema de activación en el fondo del receptáculo más grande. El enjambre, desparramado sobre el metal retorcido, cobró vida. Moviéndose al azar, apresuradamente, como escarabajos verdaderos que estuvieran de espaldas y trataran de darse la vuelta, los insectos sintéticos echaron a correr en todas direcciones sobre sus patas de filamento. Esperó pacientemente hasta que los últimos se alejaron. Cuando sólo quedaban un par de unidades, evidentemente defectuosas, dando vueltas junto a sus rodillas, se levantó y salió a la luz del día, arrastrando tras de sí el contenedor casi vacío. A mitad de camino, sacó del contenedor un gran anillo, desplegó su soporte, lo dirigió hacia la popa y regresó al Tierra. Habían transcurrido cincuenta y nueve minutos desde su aterrizaje. Durante los treinta siguientes, fotografió la zona, principalmente la elevada telaraña, usando diferentes filtros y lentes. Luego subió por la escalerilla y entró en el cohete.

En la oscura cabina, el monitor del ordenador ya estaba funcionando. Los insectos estaban informando, en infrarrojos, a través del relé situado a media distancia para lograr más coherencia. Junto con el ordenador y su programa, constituían un microscopio de electrones. El microscopio era especial sólo porque estaba separado espacialmente en estas subunidades. Diez mil diminutos escarabajos recorrían todos los rincones de la nave, examinando las cenizas, el hollín, el polvo, los escombros y los pedazos de escoria y de metal fundido: para encontrar cualquier cosa que no hubiera estado allí inicialmente. Sus cabezas electrónicas eran «ordotrópicas», es decir, les atraían los niveles más altos de organización molecular que se encuentran en todos los microorganismos vivientes (y no vivientes). Los escarabajos, demasiado primarios para realizar diagnósticos, sólo actuaban como lentes remotas del microscopio-analizador que se hallaba en el cohete, el cual ya estaba trazando los primeros mosaicos de cristal de lo que habían descubierto e interpretándolos. La habilidad tecnobiótica de los ingenieros de la muerte quintanos inspiraba respeto. Los escarabajos habían hecho posible la identificación, en unos inocentes desechos, de virus de efecto retardado. Encontraron millones de virus en forma de suciedad. El ordenador aún no había determinado su período de latencia. Eran esporas —huevos— que permanecían inertes en incubadoras moleculares para entrar en actividad al cabo de semanas o meses. De esto sacó una importante conclusión: le dejarían salir del planeta sano y salvo para que llevara la plaga a bordo del Hermes. El razonamiento, irreprochable en su lógica, le impulsaba a acciones audaces. Después de todo, sólo regresando se convertiría en portador de un destino fatal. Pero entonces, de repente, le asaltó una duda. Los virus también podían ser fraudulentos. Al descubrirlos, un hombre podría sentir el deseo —basado en la deducción que él acababa de hacer— de intentar algo imprudente. Y sería muy fácil que alguien temerario y precipitado sufriera un accidente.

Se encontraba en una situación cuya estructura era típica del álgebra de conflictos. Un jugador construía un modelo de su oponente, modelo que incluía el modelo de la situación construido por el oponente, el cual respondía con el modelo de un modelo de un modelo, y así ad infinitum. En este juego llegaba un momento en que no había ningún dato claro y fiable. «Muy peligroso —pensó—, endiablado. En vez de instrumentos, aquí habría hecho falta un exorcista.» El cronómetro pitó en su oído: habían transcurrido cien minutos. Puso ambas manos con las palmas hacia abajo sobre las placas de metal y sintió el cosquilleo de la corriente que fluía al ordenador para que éste enviara por láser al Hermes el mensaje de un solo bit de que su explorador estaba vivo.

Había llegado la hora de efectuar un verdadero reconocimiento. Bajó apresuradamente la escalerilla llevando el segundo contenedor y de su compartimento trasero sacó un todoterreno plegable: una estructura ligera con un asiento, neumáticos hinchables y un motor eléctrico. Mientras conducía hacia el norte, en dirección a las laderas de las montañas, hacia el solitario hangar donde se alzaba la altísima red, empezó a caer una fina llovizna. Una bruma gris volvía borrosos los contornos del edificio al que se acercaba. Detuvo el vehículo abierto delante de él, limpió con un guante el agua que corría por el cristal del casco y se quedó asombrado. El coloso era a la vez totalmente extraño e incomprensiblemente familiar. Sin ventanas, con paredes combadas sostenidas por enormes vigas paralelas, aquello producía una impresión que era contraria tanto a la arquitectura como a la naturaleza. Era como el cadáver de una ballena en cuyo vientre hubieran arrojado una granada de gas comprimido para que se hinchase monstruosamente, mientras estaba encajada en el entramado de un puente, hasta que el cuerpo llenase toda la estructura. Entre dos cuadernas había una abertura semicircular. Sacó el contenedor del todoterreno y entró por aquella puerta empujándolo ante sí. La oscuridad era impenetrable, pero instantáneamente una fuerte luz blanca brilló en todas partes. Estaba en la entrada de un vestíbulo en el que incluso un megapaso gigante habría parecido una hormiga. El vestíbulo estaba rodeado por hileras de galerías, una sobre otra, retorcidas, entrecruzadas; un teatro de hierro con el escenario y los asientos arrancados. En el centro, sobre una plancha de metal perforado, había una estrella multicolor de flores que brillaban como cristales. Cuando se aproximó, vio que sobre ella colgaba una pirámide invertida tan transparente como el aire. Su superficie sólo era visible, reflejando la luz, en un ángulo agudo. En la profundidad de este tetraedro aparecían unas letras esmeralda:

ESTO ES UN SALUDO

Las flores cristalinas estallaron en magníficos colores, del azul celeste al violeta intenso. Sus cálices radiantes se abrieron. Dentro de cada uno de ellos había un diamante flamígero. La inscripción dio paso a la siguiente:

ESTAMOS CUMPLIENDO SU DESEO

Permaneció inmóvil, mientras el arco iris de los cristales centelleantes se iba volviendo gris lentamente. Los diamantes brillaron un momento más, en rojo rubí, luego se apagaron, y todo se convirtió en finas cenizas. Se quedó parado ante un carrete de alambre de espino entrelazado, y nuevas palabras se iluminaron en verde dentro del cristal:

SALUDO TERMINADO

Apartó la vista de las ascuas agonizantes y recorrió con la mirada las galerías, sus barandillas colgantes. En algunos puntos las galerías estaban separadas de las paredes cóncavas. Entonces dio un respingo, como si le hubieran abofeteado. De repente comprendió por qué este extraño edificio le resultaba tan familiar: era una réplica al revés, aumentada cien veces, del Hermes. Las galerías eran una copia exacta, el andamiaje que se había soldado a los costados de la nave durante el montaje y que había quedado destrozado en la explosión producida en el momento del aterrizaje. Y las cuadernas incrustadas en la fachada eran las cuadernas de la nave, que ahora sostenían su casco reventado a la vista. Las luces bajo las galerías retorcidas fueron apagándose una a una hasta que volvió la oscuridad y sólo quedaron las palabras SALUDO TERMINADO suspendidas en el aire, brillando en un tono verde manzana cada vez más apagado.

Y ahora ¿qué? Después de penetrar en la nave destrozada, la habían copiado con estúpida precisión —o como una burla sutil— para que entrara en ella como en el vientre de un animal muerto y destripado. Respecto a si esto era la prueba de una jactanciosa traición o, por el contrario, el ritual de una cultura no humana que demostraba así su hospitalidad, la mente del piloto se encontraba en un laberinto sin salida. Al retroceder en la oscuridad, chocó contra el contenedor, que volcó con gran estrépito. El ruido le serenó y le enfureció al mismo tiempo. Corriendo, empujó el contenedor para salir a la luz del día y a la lluvia. El hormigón mojado tenía un tono más oscuro. A lo lejos, plateada bajo la llovizna, se veía la aguja de su cohete. Las columnas de humo sucio, que continuaban saliendo de los puntos de fuego, se unían para formar un banco de nubes bajas y turbias. Solitario en la extensión desierta —una torre inclinada y muerta— se alzaba el Hermes. Miró su reloj. Le quedaba casi una hora de los segundos cien minutos. Luchó por librar su mente de la ira, por estar tranquilo y lúcido.

Si habían diseñado máquinas de combate, planeado operaciones militares, utilizado ingeniería a escala planetaria y espacial, entonces tenían que ser capaces de razonar lógicamente. Si no deseaban dejarse ver, al menos podrían dirigirle, con postes de señales, al lugar donde sus terminales le demostrasen —mediante el código que habían transmitido hacía meses, mediante ecuaciones del álgebra de conflictos— que la comunicación era inútil. Podrían rebatir los argumentos de la superioridad de fuerza con argumentos racionales, prácticos, o apelar a una autoridad superior, que les diera, al menos, una elección entre diferentes formas de aniquilación. Pero no había postes de señales, ni terminales, ni ningún medio para el intercambio de información, nada; menos que nada, teniendo en cuenta la cortina de humo metálica en las nubes; o el cadáver de la nave, contaminado por una plaga oculta; o la copia ampliada, como un sapo que un lunático hubiera hinchado hasta hacerlo reventar, construida para servir de santuario a la hospitalidad; o el parterre de flores de cristal que le dio la bienvenida convirtiéndose en cenizas. Una ceremonia llena de significados contradictorios, como queriendo decir: «Aquí no hay nada para vosotros, intrusos. Con vuestro fuego o vuestras avalanchas de hielo no nos arrancaréis nada que no sean trampas, engaños, camuflajes. Vuestro enviado puede hacer lo que quiera. En todas partes encontrará el mismo silencio pétreo, hasta que, obligado a renunciar a sus expectativas, desconcertado y derrotado, le ofusque un ataque de ira, empiece a destruir lo que tenga a mano y quede enterrado bajo las ruinas, o logre salir de ellas y parta hacia el cielo, no en una retirada ordenada, con los conocimientos robados, sino dominado por el pánico, huyendo». Y aunque pudiera forzar la entrada de algún sitio, penetrar con violencia en lugares cerrados, en las extensiones férreas de la metrópolis de un solo ojo más allá de la cortina de humo, lo más probable es que, en un entorno tan extraño, no humano, cuanto más violentara, menos aprendería, incapaz de distinguir entre lo que había descubierto y lo que había destruido.

Llovía. Las nubes descendieron aún más, envolviendo la punta del Hermes. De un compartimento del contenedor sacó un biosensor, un instrumento tan sensible que registraba perfectamente el metabolismo celular de una polilla a quinientos metros. La aguja vibraba constantemente por encima del cero, indicando que aquí, como en la Tierra, había vida por todas partes. Pero las bacterias o los pólenes no le proporcionaban un hilo de Ariadna. Subiendo por la escalerilla, extendió el campo y dirigió el instrumento a las columnas de humo en el sur, a las estructuras ramificadas de la metrópolis oculta detrás de ellas. El sensor seguía vibrando débilmente cerca del cero. Aumentó al máximo el alcance de la longitud focal. El humo, aunque era metálico, no suponía ningún obstáculo, ni las paredes tampoco, pero cuando barrió el horizonte con el biómetro, la aguja no se movió. ¿Una ciudad de hierro sin vida? Era tan difícil de creer que mecánicamente sacudió el instrumento, como si fuese un reloj que se hubiera parado. Sólo cuando se volvió y dirigió el biosensor hacia la alta telaraña, borrosa a través de la lluvia, la flecha empezó a moverse de un lado a otro. Si desplazaba el instrumento a derecha e izquierda, la flecha saltaba de modo errático.

Corrió al todoterreno, puso el contenedor detrás del asiento, colocó el biosensor en una horquilla de dos dientes que había junto al volante y condujo hacia el pie de la red colgada sobre los mástiles.

Ahora diluviaba. Los charcos de lluvia salpicaban bajo sus ruedas. El agua corría por el cristal de su casco, cegándole, pero él no cesaba de echar ojeadas a la aguja del biosensor, que se movía rápidamente. De acuerdo con el odómetro, había recorrido seis kilómetros y por tanto se estaba acercando al límite de la zona de reconocimiento. A pesar de ello, aceleró. De no haber sido por la advertencia de los parpadeos rojos del panel de instrumentos, se habría metido de cabeza con el todoterreno en una profunda zanja que desde lejos le había parecido una franja negra que cruzaba el suelo. Al frenarlo demasiado bruscamente, el vehículo derrapó y se deslizó de lado sobre las ruedas bloqueadas hasta que se detuvo al borde de unas losas rotas. Se bajó para examinar el obstáculo. La niebla hacía difícil calcular la distancia; daba la impresión de que era muy profunda. La dura planicie acababa bruscamente en fragmentos de hormigón. Muchos sobresalían de un terraplén arcilloso. La zanja, de una anchura desigual, pero en ningún punto lo bastante estrecha como para cruzarla con la pequeña escalerilla de duraluminio, había sido hecha evidentemente con cargas explosivas, poco tiempo antes, y con prisas, a juzgar por la arcilla, que en algunos sitios formaba salientes que podían desprenderse en cualquier momento.

El terraplén opuesto, con trozos de hormigón clavados en el barro por efecto de las explosiones, se alzaba en una pendiente no demasiado pronunciada, por encima de la cual se elevaba entre la niebla la rejilla de la inmensa telaraña. A grandes intervalos, a lo largo del terraplén del otro lado vio cables de acero anclados en hoyos, cables del espesor que se solía utilizar para sostener en posición vertical las antenas condensadoras que se fijaban en una cavidad sin apoyos. En dos de los postes más cercanos una explosión había arrancado los soportes y los contrapesos. Recorriendo con la mirada los cables que colgaban pesadamente, observó a unos cincuenta metros más arriba un mástil con segmentos telescópicos que, cada vez más fino, se curvaba en la punta —como una caña de pescar con peso excesivo— de tal modo que la red, floja, colgaba en bolsas. Los alambres del fondo casi tocaban el suelo. Hasta donde podía ver en la niebla, la pendiente estaba cubierta de protuberancias de un color más claro que el de la arcilla. No eran las bóvedas de depósitos de líquido o gas enterrados, sino, más bien, los bultos irregulares de unos hormigueros. O los caparazones de grandes tortugas, semienterradas. O las cabezas de unas setas gigantescas. ¿O serían refugios subterráneos?

En lo alto, el aguacero y el viento mecían la red de la telaraña. Cogió el biosensor del todoterreno y empezó a moverlo de un lado a otro a lo largo de la pendiente. La aguja saltaba repetidamente al sector rojo de la esfera, bajaba y volvía a subir al máximo, impelida por el metabolismo no de infusorios microscópicos u hormigas, sino de algo de la magnitud de ballenas o elefantes, como si en aquella empapada ladera hubiera manadas de grandes animales. Faltaban cuarenta y siete minutos para los cien. ¿Regresar al cohete y esperar? Era una lástima perder el tiempo. Y, peor aún, eso podría ser desperdiciar el elemento sorpresa. Ahora tenía una vaga idea de las reglas del juego: no le habían atacado, sino que le habían puesto obstáculos para que se rompiera la cabeza como un idiota si era eso lo que quería. Ya estaba bien de pensar en el problema. Con la extraña sensación de que esta realidad era, de alguna forma, menos real que un sueño, sacó del contenedor los aparatos necesarios para saltar al otro lado. Se puso las pistoleras de los propulsores y el arnés de los hombros y se metió una pequeña pala en uno de los bolsillos. El biosensor se lo sujetó a la espalda en una mochila. Pero, para ir sobre seguro, primero utilizó una pistola que disparaba una cuerda de nailon. Apuntó bajo a la ladera de enfrente y disparó, apoyando la pistola en su antebrazo izquierdo. La cuerda, desenroscándose con un silbido, dio en el terraplén y los ganchos se clavaron, pero cuando tiró de ella, la tierra empapada cedió al primer tirón. Así que abrió la válvula; el impulso le levantó fácilmente en el aire, como en el campo de entrenamiento. Voló sobre la oscura trinchera con agua en el fondo, cortó el combustible —un gas frío que le recorrió las piernas— y descendió en el sitio que había elegido: más allá de una protuberancia que le recordó, cuando pasó sobre ella, una enorme barra de pan deforme con una áspera corteza de asbesto. Sus botas resbalaron en el espeso barro, pero conservó el equilibrio. La pendiente aquí no era muy pronunciada. Estaba rodeado de montículos achatados color ceniza, con rayas más pálidas donde se habían formado arroyuelos de agua de lluvia. La aldea abandonada de una primitiva tribu africana bajo la niebla. O un cementerio con túmulos. Apuntó el biosensor a una pared hinchada e irregular a medio metro de distancia. La aguja saltó al rojo máximo, como un pequeño voltímetro aplicado a una potente dinamo. Sosteniendo el pesado instrumento extendido ante sí —como un rifle listo para disparar—, corrió en torno al bulto gris y áspero que sobresalía del barro. Sus botas iban dejando en el barro unas huellas profundas que inmediatamente se llenaban de agua oscura. Subió por la ladera corriendo de un montón informe al siguiente. Planos en la parte superior, eran bastante más altos que él. Perfectos para habitantes del tamaño de un hombre. Pero no tenían entradas, ni aberturas, ni troneras, ni mirillas. No podían ser búnkers, completamente cerrados, informes. Ni cadáveres enterrados en tumbas, porque adonde quiera que dirigiese el sensor, palpitaba la vida. Para comparar, dirigió el instrumento hacia su pecho. La aguja bajó enseguida a la mitad del dial. Con cuidado, para que no se estropeara, dejó el biosensor en el suelo, sacó la pala plegable del bolsillo del muslo y se puso a cavar de rodillas en la blanda arcilla. La pala chocó contra un objeto. Retiró paletadas de tierra, pero el agua llenaba el hoyo a medida que él lo profundizaba. Metió el brazo hasta el hombro, lo más profundamente que pudo, y, tanteando, palpó un ramal horizontal. ¿Un sistema de raíces para hongos petrificados? No, eran gruesos, lisos, tubulares. Eran conductos y —cosa que le extrañó especialmente— no estaban ni calientes ni fríos, sino templados. Sin aliento, lleno de barro, se levantó de un salto y pegó un puñetazo en la fibrosa corteza. Ésta cedió elásticamente, aunque era bastante dura, y recobró su forma. Apoyó la espalda contra ella. A través de la lluvia veía más montículos, formados del mismo modo fortuito. Algunos, más próximos entre sí, formaban callejones retorcidos que subían hacia la parte alta de la pendiente, donde se los tragaba la niebla.

De repente se acordó de que el biosensor era doble: tenía un conmutador para metabolismos aeróbicos o anaeróbicos. La variedad aeróbica ya la había descubierto. Recogió el instrumento, limpió con el guante el barro que manchaba el cristal, cambió el conmutador a anaeróbicos y dirigió el sensor hacia la rugosa superficie. La aguja empezó a vibrar, una y otra vez, a un ritmo regular. ¿Organismos aeróbicos mezclados con organismos anaeróbicos? ¿Cómo era posible? No sabía nada acerca de esta cuestión, pero, probablemente, nadie habría podido entenderlo. Chapoteando en los arroyos de barro producidos por la fuerte lluvia, se acercó a más montículos. Las pulsaciones metabólicas variaban de frecuencia. ¿Estarían unos dormidos y otros despiertos allí dentro? Como si quisiera despertar a los durmientes, dio golpes en los rugosos e hinchados montículos, pero eso no hizo variar las pulsaciones. Tal era su prisa que casi se cayó al tropezar con el cable tenso de una antena en uno de los callejones. El cable estaba tendido en ángulo hacia la red de la gran telaraña, invisible en la lechosa niebla. Pero ¿cuánto tiempo llevaba sonando la alarma del cronómetro, repitiendo su aviso cada vez más fuerte? Habían transcurrido ciento doce minutos sin que él se diera cuenta. ¿Dónde tenía la cabeza? Y ahora ¿qué podía hacer? Habría podido volar al cohete en tres o cuatro minutos, pero sólo había suficiente combustible en el depósito para un salto de doscientos metros. Trescientos, como mucho. Correr al todoterreno… pero estaba a más de nueve kilómetros. Tardaría por los menos quince minutos. ¿Debía intentarlo? ¿Y si el Hermes atacaba antes y su enviado moría aquí, no como un héroe, sino como un completo idiota? Buscó con la mano el mango de la pala y no lo encontró. El bolsillo estaba vacío.

Había dejado la pala clavada cerca del hoyo que cavó. No tenía sentido ir a buscarla ahora en este laberinto.

Balanceó el biosensor con ambas manos y golpeó la áspera corteza. La golpeó una y otra vez hasta que se quebró, y de esa grieta salió un polvo blanco amarillento como un bejín, revelando no los ojos de unos seres escondidos en cámaras interiores, sino la simple superficie de una hendidura profunda con miles de poros diminutos, como una barra de pan partida en dos por un hacha, con la masa cruda y correosa en el centro. Se quedó paralizado, con los brazos levantados para asestar el siguiente golpe, y el cielo sobre su cabeza se llenó de una luz espantosa. El Hermes, abriendo fuego contra los mástiles de las antenas fuera del puerto espacial, perforó las nubes. La lluvia se evaporó instantáneamente en un vapor blanco. Salió un sol de láser. En un amplio radio una explosión térmica barrió la niebla y las nubes de toda la ladera. Hasta donde alcanzaba la vista, la ladera estaba cubierta de una multitud de desnudas e indefensas verrugas, y mientras la telaraña y las antenas caían sobre él en llamas, comprendió que había visto a los quintanos.