7. La caza

En el afelio de Zeta, lejos de sus planetas mayores, Steergard puso la nave en una órbita elíptica para que los astrofísicos pudieran realizar sus observaciones de Quinta. Como es habitual en tales sistemas, había restos a la deriva de viejos cometas, cometas que habían perdido sus colas gaseosas y se habían desintegrado en rocas heladas por las repetidas vueltas al Sol. Entre estas rocas dispersas y manchas de polvo, DEUS detectó, a cuatro mil kilómetros de distancia, un objeto diferente de un meteoro. Tocado por un radiolocalizador, desprendió un reflejo metálico. No podía ser un pedazo de magnetita con un elevado contenido en hierro: la forma era demasiado regular. Parecía una mariposa con abdomen corto y grueso y alas pequeñas y romas. Cuatro grados más caliente que una roca helada, no rotaba como lo hubiera hecho un meteoro o el fragmento de un cometa, sino que viajaba en línea recta, sin ninguna señal de propulsión. DEUS lo examinó en todas las bandas del espectro hasta que descubrió la razón de la estabilidad del objeto: un débil flujo de argón, una corriente atenuada y por tanto casi invisible. Podría ser un cohete de exploración espacial o una nave pequeña.

—Vamos a cazar esa mariposa —decidió Steergard.

Así que pusieron al Hermes en trayectoria de persecución. Cuando estaba a poco más de un kilómetro de la presa, lanzó un misil que tenía brazos prensiles. La trampa abrió sus mandíbulas exactamente sobre el dorso de la extraña mariposa y la agarró por los lados como en un torno. El objeto, inerte, parecía volar pasivamente en las mandíbulas del misil, pero después de un momento su temperatura se elevó y el chorro de gas se intensificó.

En el monitor, que hasta ahora mostraba la estrecha correlación entre el programa de caza y su desarrollo, empezaron a encenderse signos de interrogación.

—¿Activo el campo de absorción? —preguntó DEUS.

—No —contestó Steergard.

Observó el bolómetro. El objeto atrapado se calentó hasta trescientos, cuatrocientos, quinientos grados Kelvin, pero su impulso aumentó sólo ligeramente. La curva de la temperatura empezó a descender, luego cayó. El objeto capturado se enfrió.

—¿Cuál es su impulso? —preguntó el capitán.

Todos los que estaban en la sala de control se quedaron callados, mirando del monitor a las pantallas laterales, que eran para emisiones fuera del campo visible. Sólo el bolómetro estaba iluminado.

—¿Radiactividad cero? —preguntó el capitán.

—Cero —le aseguró DEUS—. El chorro se está debilitando. ¿Qué hacemos ahora?

—Nada. Esperar.

Volaron así largo tiempo.

—¿Por qué no lo subimos a bordo? —sugirió El Salam finalmente—. Podríamos radiografiarlo primero.

—No tiene sentido. Está apagado, sin propulsión, y frío. DEUS, enséñanoslo de cerca.

A través de los ojos electrónicos de las tenazas vieron un caparazón negro con hoyos y corroído.

—¿Lo subo a bordo? —preguntó DEUS.

—Todavía no. Dale unos golpecitos. No demasiado fuertes.

Por entre los largos brazos de las tenazas salió una varilla con la punta ovalada. Golpeó el casco metódicamente, levantando una fina lluvia de copos de ceniza.

—Podría tener un detonador que no fuera de percusión —comentó Polassar—. Yo lo radiografiaría…

—De acuerdo —dijo Steergard, inesperadamente—. DEUS, hazle un SG.

Dos cohetes en forma de huso, disparados desde la proa, alcanzaron a la rechoncha mariposa y se alinearon a ambos lados de la misma. Los monitores superiores de la sala de control se iluminaron, mostrando rayas enmarañadas, bandas, sombras, y simultáneamente unos símbolos atómicos aparecieron a lo largo de los bordes de las pantallas: carbono, hidrógeno, silicio, manganeso, cromo. Las columnas de letras se prolongaban, hasta que Rotmont dijo:

—Esto es inútil. Hay que traerlo a bordo.

—Arriesgado —masculló Nakamura—. Mejor sería desmontarlo por control remoto.

—¿DEUS? —dijo el capitán.

—Es posible. Llevará entre cinco y diez horas. ¿Empiezo?

—No. Envía un teletomo. Que abra el casco cortándolo por la parte más delgada y que nos dé una imagen del interior.

—¿Barrenar y espitar?

—Sí.

A los cohetes que rodeaban a la presa se les unió otro. Un taladro de diamante encontró un casco no menos duro.

—Sólo se puede hacer con láser —decidió DEUS.

—Es un problema. Utiliza el mínimo de intensidad, para no derretir nada dentro.

—Eso no puedo garantizarlo —respondió DEUS—. ¿Uso el láser?

—Con delicadeza.

El taladro se retiró y desapareció. Sobre la superficie llena de hoyos brilló un punto blanco incandescente, y cuando el humo se desvaneció, una cabeza de telefoto entró en el agujero. El monitor mostró tuberías ennegrecidas que entraban en una placa cóncava; toda la imagen temblaba ligeramente. Entonces habló DEUS:

—Cuidado. Según el SG, en el centro del objeto hay excitones y partículas virtuales deformando el espacio configuracional de Fermi.

—¿Cómo interpretas eso? —preguntó Steergard.

—La presión en el centro es superior a las cuatrocientas mil atmósferas, o de lo contrario se trata de un efecto cuántico de Holenbach.

—¿Una especie de bomba?

—No. Probablemente la fuente de energía. El propelente era argón. No queda nada.

—¿Podemos traerlo a bordo?

—Sí. La energía neta de la totalidad es igual a cero.

Salvo los físicos, nadie tenía la menor idea de lo que esto significaba.

—¿Lo traemos? —le preguntó el capitán a Nakamura.

El japonés sonrió.

—¿Quién soy yo para discutir con DEUS? —se volvió hacia El Salam—. ¿Qué opinas tú?

El Salam asintió.

El trofeo de caza fue introducido en una cámara de vacío en la proa y rodeado, para mayor seguridad, por campos de absorción. No bien habían terminado esta operación, DEUS anunció otro descubrimiento. Había detectado otro objeto considerablemente más pequeño que el primero, cubierto con una sustancia que absorbía ondas de radar. Lo que lo delató fue la resonancia giratoria del material. El objeto era de forma rechoncha y tenía una masa de unas cinco toneladas. Los cohetes volvieron a salir y, después de calentar el aislamiento, lo arrancaron del reluciente metal del huso. Los intentos de hacer que el objeto reaccionara fueron totalmente infructuosos. Era un cadáver: en un costado el metal había sido fundido y formaba un agujero. El estado de los bordes indicaba que el agujero no era muy antiguo. Esta presa también fue traída a bordo.

La caza había ido bien. Los problemas surgieron en el examen y disección del doble hallazgo.

El primer pecio, cuyo cuerpo de doscientas toneladas recordaba el de una enorme tortuga, delataba, por las marcas que innumerables colisiones con micrometeoritos y polvo habían dejado en su caparazón, una edad de unos cien años. El afelio de su órbita iba más allá de los planetas más alejados de Zeta. La anatomía de la tortuga sólidamente acorazada sorprendió a los disectores. El informe tenía dos partes. En la primera, Nakamura, Rotmont y El Salam estaban de acuerdo en su descripción de los aparatos encontrados en el interior del extraño artefacto; en la segunda, sin embargo, sus opiniones respecto a la función de esos aparatos difería grandemente. Polassar, que también participó en el examen, cuestionaba las especulaciones de ambos físicos. El informe, decía, tenía el mismo valor que la descripción de una pirámide egipcia hecha por pigmeos. El acuerdo respecto a los materiales de construcción no revelaba nada acerca de la finalidad de la estructura.

El viejo satélite poseía una fuente de energía peculiar. Contenía baterías piezoeléctricas que eran cargadas por un tipo de convertidor que los físicos no habían visto nunca. Las células eléctricas, comprimidas en un banco en multicascada de amplificadores de presión puramente mecánicos, producían corriente mientras volvían a su posición, en pulsaciones a través de un sistema de bobinas con impedancia de fase. Pero las células también podían dar súbitas y fuertes descargas si los sensores del casco cortocircuitaban las bobinas de reactancia. En ese caso, toda la corriente, pasando por el tambor de doble carrete, estallaría en una explosión magnética. Entre los acumuladores y la carcasa había bolas vacías llenas de cenizas. Por éstas pasaban unos tubos de material semejante al cristal, cuya parte interior era un espejo deslustrado; tal vez fueran fibras ópticas desgastadas. La suposición de Nakamura era que el satélite se había sobrecalentado en algún momento, lo cual había quemado algunas de sus unidades y destruido los sensores. Pero Rotmont pensaba que la destrucción no había sido causada por calor, sino, más bien, catalíticamente. Como si unos microparásitos (no vivos, por supuesto) hubiesen roído los circuitos de la sección frontal. Y esto, hacía mucho tiempo.

La superficie interna del casco estaba cubierta con varias capas de celdillas, parecidas a las de un panal pero mucho más pequeñas. Sólo por cromatografía fue posible identificar en sus cenizas sílico-aminoácidos, es decir, aminoácidos basados en el silicio, con dobles cadenas de hidrógeno. En esto fue en lo que los diseccionadores no se pusieron de acuerdo. Polassar pensaba que estos restos eran del aislamiento interior del casco; Kirsting decía que eran de un sistema a medio camino entre el tejido vivo y no vivo, el producto de una tecnobiología de origen y función desconocidos.

Hubo largas y acaloradas discusiones. La tripulación del Hermes tenía ante sí pruebas del nivel de la tecnología quintana de hacía cien años. Más o menos, la base teórica de esta ingeniería se podía comparar con la ciencia de la Tierra a finales del siglo XX. Al mismo tiempo, la intuición, más que nada concreto, sugería que la dirección básica del desarrollo de los físicos alienígenas había empezado ya entonces a desviarse de la dirección terrestre. No podía haber virología sintética ni tecnobiótica sin tener primero un conocimiento de la mecánica cuántica, y la mecánica cuántica llevaba inmediatamente a la fisión y fusión de los núcleos atómicos. En ese período, la mejor fuente de energía para los satélites o cohetes de exploración interestelar era la micropila atómica.

Pero no había ni rastro de radiactividad en este viejo satélite. ¿Era posible que los quintanos se hubieran saltado la etapa de las reacciones nucleares en cadena y hubiesen pasado directamente a la siguiente etapa, la de la conversión de la gravedad en cuantos de interacciones fuertes? Pero la batería piezoeléctrica contradecía esta hipótesis. El segundo satélite era peor todavía. Tenía una batería de energía negativa, resultado del movimiento a una velocidad cercana a la de la luz a través de los campos gravitatorios de grandes planetas. Su motor de pulsación había sido destrozado por algo que le había apuntado y acertado, quizá un disparo de gigajulios de luz coherente. Tampoco mostraba radiactividad. La estructura interna estaba hecha de carbono monomolecular en manojos de fibras, un logro notable en la ingeniería del estado sólido. En la parte no destruida detrás de la cámara de energía encontraron unos tubos agrietados con compuestos superconductores que desgraciadamente acababan donde había estado «lo más interesante», como se lamentaba Polassar. ¿Qué habría sido? Los físicos se embarcaron en especulaciones que no se habrían atrevido a tocar en circunstancias más normales. Tal vez el satélite había contenido un generador de núcleos superpesados inestables. De anómalos. Pero ¿con qué propósito? Si era un laboratorio de investigación robot, eso tendría sentido. Pero ¿lo era? ¿Y por qué el metal fundido detrás del punto del impacto recordaba una especie de arcaica bobina de inducción? Y la aleación de niobio superconductora mostraba, en las partes que no estaban rotas, cavidades, trozos comidos por catálisis endotérmica. Como si una especie de «virus erosivo» se hubiese alimentado de la corriente o, más bien, del propio superconductor.

Aún eran más curiosos los puntos destruidos en ambos satélites. Estos destrozos localizados no podían haber sido causados por ninguna acción violenta desde el exterior. En la mayoría de los casos, los compuestos de los cables habían sido perforados o roídos, produciendo diminutos huecos. Rotmont, llamado como químico, llegó a la conclusión de que aquello era obra de macromoléculas sumamente activas. Consiguió aislar algunas de ellas. Tenían la forma de cristales asincronos y conservaban su agresividad selectiva. Algunas atacaban únicamente a los superconductores. Les mostró a sus colegas, en el microscopio electrónico, cómo esos parásitos no vivos se introducían en los filamentos de un compuesto de niobio superconductor, multiplicándose a medida que iban devorando el material. Rotmont no creía que estos «viroides», como los llamó, pudieran haber surgido espontáneamente en el corazón del satélite. Suponía que el aparato había sido infectado con los virus durante su montaje. ¿Por qué razón? ¿Un experimento? Pero en ese caso, ¿por qué enviar los satélites al espacio?

Luego se les ocurrió la idea de un sabotaje premeditado durante la construcción de los aparatos. De acuerdo con esta hipótesis, detrás de estos fenómenos había un conflicto, el choque de intenciones contrapuestas. Algunos miembros de la tripulación pensaron que esta idea olía a chauvinismo antropocéntrico. ¿No era posible que el problema fuese en realidad una enfermedad del aparato, a nivel molecular? ¿Algo equivalente a un cáncer en mecanismos no vivos que tuvieran una sutil y compleja microestructura? El lógico-químico descartó esta posibilidad para el primer satélite, el más viejo, la tortuga, el que habían llamado «la mariposa» durante la caza. Respecto al segundo, sin embargo, no podía descartarla con la misma certeza. Aunque no entendían con qué propósito habían sido construidos ambos satélites, el progreso de la ingeniería en el tiempo transcurrido entre la construcción del primero y del segundo era sorprendente. No obstante, los «virus erosivos» habían encontrado en ambos puntos vulnerables de los que alimentarse.

Una vez que tuvo la pista de esta idea, Rotmont no pudo y no quiso abandonarla. El examen microelectrónico de las muestras tomadas de los dos aparatos capturados se realizó rápidamente, puesto que el analizador encargado de ello estaba bajo el control de DEUS. Sin esa ayuda de alta velocidad, un año no habría bastado para la necrohistología. Los resultados indicaban que ciertos componentes de ambos satélites habían adquirido una especie de resistencia a la corrosión catalítica, y de una forma tan bien definida, tan específica, que se podría hablar de una reacción inmunológica por analogía con los organismos vivos y los microbios. En su imaginación se formó la imagen de un combate micromilitar, una guerra librada sin soldados, cañones o bombas, en la que el arma secreta, extremadamente precisa, era una pseudoenzima semicristalina.

Como sucede a veces en las investigaciones realizadas con tenacidad, el sentido global de los descubrimientos, en lugar de simplificarse, se iba haciendo cada vez más complicado a medida que el trabajo progresaba. Ahora Rotmont, Kirsting y los físicos prácticamente no abandonaban nunca el laboratorio principal de la nave. En «platinas de cultivos» no vivos se multiplicaban docenas de variedades de compuestos de «ataque» y de «defensa». Al mismo tiempo, la línea divisoria entre lo que constituía una parte integral de la maquinaria alienígena y lo que la había invadido para destruirla se iba volviendo borrosa. Kirsting observó que en general esa línea no existía en ningún sentido estrictamente objetivo. Supongamos que llegase a la Tierra un superordenador extraordinariamente inteligente que no supiera nada acerca de los fenómenos de la vida porque sus antepasados electrónicos hubieran olvidado hacía mucho tiempo que habían sido construidos por seres biológicos. Vería y estudiaría a un hombre que tenía 1) un catarro, y 2) bacilos de colon en el intestino. ¿Era la presencia de virus en la nariz del hombre una «propiedad integral y natural» suya o no? Supongamos que el hombre, en el curso de ese examen, se cayera y se hiciera un chichón en la cabeza. El chichón era un hematoma debajo de la piel. Los vasos sanguíneos habían sufrido daño. Pero el chichón también podía considerarse como una especie de parachoques creado para proteger al cráneo del siguiente golpe. ¿Era imposible tal interpretación? A nosotros nos parecería cómica, pero no era una broma, estaba relacionada con todo el enfoque científico de lo no humano.

Steergard, escuchando los argumentos de los expertos, asintió y les concedió cinco días más para la investigación. Era una dispensa celestial. Durante el último medio siglo, la tecnobiología de la Tierra había tomado un derrotero completamente distinto. Se había decidido que la «necroevolución» no era rentable. Ni siquiera había habido conjeturas acerca de una eventual «especiación en máquinas». Pero nadie podía estar seguro de que eso no hubiera sucedido en Quinta.

Lo único que el capitán les preguntó finalmente fue: ¿La hipótesis del conflicto entre constructores quintanos era una premisa sobre la cual hubieran de basarse las decisiones futuras de la exploración?

Pero, al presentar los análisis que habían hecho, los expertos no quisieron hablar de algo tan definido como una premisa. No había nada seguro en sus hipótesis; no había hechos. Ahora sabían lo suficiente como para apreciar lo poco sólidas que eran las suposiciones iniciales en las que descansaban sus conocimientos. Una desgracia adicional era la ausencia —también en el satélite más reciente— de sistemas de comunicaciones que fueran siquiera ligeramente similares a lo que podía derivarse de la teoría de autómatas finitos y de la teoría de la información. ¿Habrían devorado los viroides totalmente estas redes pseudonerviosas? Aunque así fuese, deberían haber quedado rastros, vestigios. Tal vez quedaban, pero no podían reconocerlos. De un radio de transistores o una calculadora de bolsillo sobre las cuales hubiese pasado una apisonadora, ¿se podría deducir la teoría de Maxwell o la de Shannon?

El último consejo tuvo lugar en un clima de tensión inusual. Steergard renunció a tratar de obtener afirmaciones rotundas. Únicamente preguntó si había alguna prueba de que los quintanos dominaran la ingeniería sideral. Consideraba que ésta era la cuestión más importante. Si alguien adivinó por qué insistía el capitán en ese punto, no lo dijo. Así que el Hermes iba a la deriva, en la oscuridad, mientras los hombres se perdían en una espesura de incógnitas.

Los pilotos —Harrach y Tempe— escucharon los debates en silencio. Tampoco hablaron los médicos. Arago había abandonado su hábito de fraile y en la conversación (dio la casualidad de que los cuatro se sentaron en la galería superior de la sala de control) no se refirió ni una vez a sus anteriores palabras: «¿Y qué pasa si allí reina el mal?». Cuando Gerbert comentó que la realidad siempre supera a las expectativas, Arago no estuvo de acuerdo.

—Piense —argumentó— en los muchos obstáculos que hemos superado, obstáculos que nuestros antepasados, incluso en el siglo XX, habían creído insuperables. Piense en lo bien que ha salido el viaje. Hemos cruzado años-luz sin bajas, el Eurídice ha entrado en Hades sin dificultades, y nosotros hemos penetrado en el corazón de la constelación de la Arpía, y ahora sólo nos separan del planeta habitado días u horas.

—Nos está usted haciendo una buena terapia, padre —dijo Gerbert, riendo. Era el único que seguía dirigiéndose así al dominico. Le resultaba difícil dejar de llamarle «padre».

—Es la verdad, nada más. No puedo saber lo que va a ser de nosotros. Esa ignorancia es nuestro estado natural.

—Sé lo que está pensando, padre —dijo Gerbert impulsivamente—. Que el Creador no deseaba que se hicieran estas expediciones, que no quería estos encuentros, estos «intercambios» entre civilizaciones, y por eso las separó con el vasto espacio. Y, sin embargo, nosotros no sólo hemos hecho un pastel con la manzana del Edén, sino que ahora estamos talando el Árbol de la Ciencia…

—Si desea usted saber lo que pienso, estoy a su disposición. Opino que el Creador no nos limitó en nada, en nada. Además, aún no sabemos qué saldrá de los injertos en el Árbol de la Ciencia…

Los pilotos no oyeron el resto de la discusión teológica, porque el capitán les llamó. Había fijado el rumbo hacia Quinta. Después de mostrarles la trayectoria de navegación, añadió:

—Hay una actitud a bordo que no esperaba. La imaginación de los tripulantes se ha disparado. Como saben, hay constantes habladurías acerca de enigmáticos conflictos, microarmas, nanobalística, guerra. En mi opinión, éste es el lastre de los prejuicios. Si nos echamos a temblar por la disección de los restos de un par de satélites viejos, pronto no podremos hacer nada; cada movimiento nos parecerá una imprudencia o una locura. Se lo he dicho a los científicos y ahora se lo digo a ustedes. Y ahora, adelante a toda máquina. Hasta llegar a Séptima pueden utilizar a DEUS para mantener el rumbo. Luego los quiero a ustedes al timón. Arreglen los turnos entre ustedes como quieran.

El motor de la nave se puso en marcha, y la gravedad, aunque débil, se hizo sentir de nuevo. Harrach fue con Tempe para que éste le prestara el viejo libro de ciencia ficción que había traído del Eurídice. Cuando se despidieron en la puerta del camarote, Harrach, mucho más alto que Tempe, se inclinó, como si fuera a revelar un secreto, y dijo:

—Ter Horab sabía a quién destinaba al Hermes. ¿Has visto alguna vez mejores hombres?

—Quizá, una vez. No mejores. Hombres como él.