6. Quinta
Antes de la inmersión, los radiolocalizadores siguieron al Hermes por última vez y mostraron cómo describía una gran hipérbola por el firmamento, elevándose cada vez más por encima del brazo de la espiral galáctica, para poder viajar a una velocidad cercana a la de la luz en el vacío profundo. Luego, los ecos de radio empezaron a llegar a intervalos cada vez mayores, lo cual era señal de que el Hermes estaba experimentando los efectos relativistas y de que su tiempo a bordo divergía del tiempo del Eurídice. Todo contacto entre la nave exploradora y la nave nodriza acabó cuando las señales del transmisor automático crecieron en longitud de onda, se extendieron a bandas de muchos kilómetros y se debilitaron. El indicador más sensible registró la última señal en la hora septuagésima después de la partida, justo cuando Hades, golpeado por el suicida Orfeo, lanzaba un gemido de resonancia gravitatoria y abría de par en par sus simas temporales. Lo que le sucediese a la nave exploradora y a los hombres encerrados en ella no se sabría durante muchos años (de su tiempo).
Para quienes dormían el sueño de la embrionización, profundo como el de la muerte —sin sueños ni conciencia del paso del tiempo—, el vuelo no tenía duración. Por encima de los blancos sarcófagos en el embrionador, a través del cristal blindado del periscopio, brillaba Alpha Harpyiae, un gigante azul que había sido desviada de las otras estrellas de su constelación por una de sus propias erupciones asimétricas, porque era joven y todavía no estaba estabilizada después de la ignición nuclear de su interior. Cuando el Eurídice desapareció, DEUS se hizo cargo de los controles. El Hermes, después de subir por encima de la eclíptica, cayó como una piedra hacia Hades, apartándose inicialmente de la estrella que era su destino para llegar a ella más fácilmente, a costa de la gravitación del colápsar: dando la vuelta al colápsar, recibía de su campo un fuerte impulso. Luego, a una velocidad que se aproximaba a la de la luz, el Hermes extendió de sus costados las tomas de los reactores de flujo. El espacio estaba tan vacío que los átomos recogidos eran insuficientes para la ignición; entonces DEUS estimuló el hidrógeno con inyecciones de tritio hasta que finalmente se inició la síntesis. Las tomas de los motores, negras hasta ahora, se llenaron de una luz que latía con más rapidez e intensidad. Columnas de helio ardiendo salieron a la oscuridad. El láser del Eurídice había proporcionado a la nave exploradora menos ayuda de la esperada en el despegue, ya que uno de los cohetes secundarios hipergólicos falló, lo cual desvió el espejo de popa; entonces, el Eurídice desapareció, como tragado por el vacío. Pero DEUS compensó rápidamente esa pérdida con energía tomada de Hades.
Al noventa y nueve por ciento de la velocidad de la luz, el espacio en las tomas del motor se hizo más denso; había hidrógeno más que suficiente. La constante aceleración aumentaba la masa de la nave exploradora. DEUS se mantuvo en 20 g sin la menor desviación. La estructura, diseñada para soportar cuatro veces esa potencia, no sufrió daños. Pero ningún organismo vivo mayor que una pulga podría haber soportado su propio peso en ese vuelo. Cada hombre pesaba ahora más de dos toneladas. Aplastado por ese peso no habría podido mover las costillas si hubiera tenido que respirar, y su corazón habría reventado al tratar de bombear un fluido mucho más pesado que el plomo líquido. Pero no respiraban y sus corazones no latían, aunque estaban vivos. La tripulación yació en el mismo medio líquido que había sustituido a su sangre. Bombas que habrían funcionado a una gravedad cien veces mayor (aunque los embrionizados no la habrían resistido) impulsaban ónax a través de sus vasos sanguíneos, y sus corazones se contraían una o dos veces por minuto, no espontáneamente, sino movidos pasivamente por el flujo de la sangre artificial vivificante.
En el momento adecuado, DEUS efectuó un cambio de curso. Dirigiéndose ahora directamente al torbellino rotante de estrellas de la galaxia, el Hermes lanzó delante de su proa un escudo protector. El escudo precedía a la nave en varios kilómetros; aparentemente estacionario a esa distancia, servía de pantalla contra la radiación. De otro modo, a medida que la velocidad aumentara, los rayos cósmicos habrían destruido demasiadas neuronas en los cerebros humanos. Alfa brillaba ahora a popa. Pero dentro de la bodega en forma de túnel del Hermes, la oscuridad no era completa; el aislamiento que rodeaba los reactores dejaba escapar una microscópica pérdida de cuantos, y las paredes brillaban con la radiación de Cherenkov. Este pálido crepúsculo parecía inactivo, perfectamente inmóvil, inalterable. Solamente dos veces, a través de la gruesa ventana en la barrera que separaba al embrionador de la cubierta superior, hubo unos fuertes y repentinos destellos.
La primera vez, un monitor de control del escudo protector, apagado hasta entonces, se iluminó en un blanco frío e inmediatamente se apagó. DEUS, despertado en un terasegundo, dio la orden necesaria. Una corriente movió unas palancas; la proa de la nave se abrió y escupió llamas; un nuevo escudo reemplazó al que había sido destruido por un puñado de polvo cósmico. El polvo, debido a la velocidad del impacto, había convertido el disco protector en una nube incandescente de átomos divididos. El Hermes atravesó estos fuegos artificiales solares, que luego quedaron atrás en su estela, y siguió adelante. El automático necesitó unos segundos para detener el inconveniente movimiento lateral del nuevo escudo, cuyas luces naranjas de babor y estribor parpadeaban cada vez más despacio, como si un gato negro somnoliento le hiciese guiños intencionados a DEUS. Luego todo volvió a la calma en la nave hasta el siguiente impacto de polvo procedente de un meteorito o la cola de un cometa, cuando se repitió exactamente la operación de reponer el escudo protector.
Finalmente, los oscilantes electrones de los relojes de cesio dieron la esperada señal. A DEUS no le hacía falta mirar ningún indicador: los indicadores eran sus sentidos y los leía directamente con su cerebro, al cual los bromistas del Eurídice habían llamado «cabeza de chorlito», por su tamaño de tres centímetros. DEUS seguía atentamente las informaciones lumínicas, para mantener el curso durante la reducción de potencia. Los motores, parados y cambiados de posición, empezaron a frenar la nave. Esta maniobra también se realizó perfectamente: las estrellas que servían de guía no se desplazaron ni un milímetro de los puntos de mira, por lo que no fue necesaria ninguna corrección programada de la trayectoria.
La idea era que la reducción de una velocidad cercana a la de la luz a una velocidad parabólica con respecto a Zeta —es decir, bajar unos ochenta kilómetros por segundo por microparsec antes de llegar a Juno, el planeta más exterior del sistema— requería una simple inversión del reactor hasta que se apagara por sí mismo por falta de hidrógeno. Entonces se podrían usar los hipergólicos para frenar. Pero DEUS había recibido a tiempo la advertencia del Eurídice, y antes de comenzar el proceso de reanimación reprogramó la aproximación. La naturaleza tecnológica —artificial— tanto de la luz de los conos de escape de hidrógeno-helio como de la llama de los combustibles de autoignición era fácilmente identificable, y ahora la primera norma de DEUS era la de «confianza sumamente limitada en nuestros hermanos en inteligencia». DEUS nunca había estudiado la Biblia, nunca había analizado el incidente entre Caín y Abel, pero cerró los reactores de flujo a la sombra de Juno y utilizó la gravedad del planeta para reducir la velocidad y cambiar el curso. El segundo globo gaseoso de Zeta le sirvió para aminorar a una velocidad parabólica. Sólo entonces activó los reanimadores.
Al mismo tiempo, envió al exterior robots de control remoto para que colocaran en las toberas de proa y de popa un dispositivo de camuflaje, un mezclador electromagnético. De ahora en adelante la llama del motor sería borrosa, su radiación espectralmente dispersa.
La etapa más delicada del frenado se realizó en el umbral del sistema, detrás de Juno. DEUS la planeó y la llevó a cabo hábilmente, como correspondía a un ordenador de la última generación. Sencillamente hizo que el Hermes atravesara las capas superiores de la atmósfera del gigante gaseoso. Se creó una almohadilla de plasma ardiendo delante de la nave; cuando ésta perdió velocidad, DEUS vació todo lo que pudo el sistema de control de aire para impedir que la temperatura del embrionador subiese más de dos grados.
En un instante, la almohadilla de plasma destruyó el escudo protector, que de todas formas iba a ser eliminado. El escudo fue reemplazado por otro de diferente clase, que protegía del polvo y los fragmentos de cometas en las órbitas planetarias. El Hermes quedó cegado al pasar por el fuego, pero se enfrió mientras estaba aún en el cono de sombra de Juno. DEUS se aseguró de que las nubes llameantes causadas por la maniobra de frenado, prácticamente protuberancias, cayeran en el pesado planeta siguiendo las leyes de Newton. De ese modo, no sólo la presencia sino también el rastro del Hermes fueron borrados. La nave, con los motores apagados, fue a la deriva en un lejano afelio, mientras en el embrionador se encendían todas las luces y las cabezas de los medicoms colgaban sobre los contenedores, dispuestas a empezar.
De acuerdo con el programa, se despertaría primero a Gerbert, para que interviniese como médico si fuera necesario. Pero aquí se alteró la secuencia del procedimiento. El factor biológico, a pesar de todo, seguía siendo el eslabón más débil de la cadena de estas complejas operaciones.
El embrionador estaba albergado en la cubierta intermedia y, comparado con la nave, era una cáscara microscópica rodeada de muchas capas de blindaje y de aislamiento antirradiación. Tenía dos escotillas de escape que llevaban a la sección de los camarotes. El centro del Hermes, llamado el Pueblo, estaba conectado por medio de túneles a la sala de control de dos niveles. Entre las mamparas de proa había cubiertas con una fila de laboratorios equipados para funcionar sin gravedad o con ella. Los depósitos de energía estaban situados en la popa, en contenedores aniquilativos, en la sala de máquinas sideral inaccesible al personal, y en cámaras que tenían un depósito especial. Entre el casco interno y el externo de la popa iban ocultas unas unidades de aterrizaje, ya que la nave podía posarse en los planetas, sobre unas patas articuladas extendidas. Pero antes era preciso comprobar la resistencia del suelo, porque en cada una de las enormes patas de la nave descansarían 30.000 toneladas de peso.
En la sección de en medio, del lado de estribor, se guardaban vehículos de exploración espacial con todos sus accesorios; del lado de babor había robots de servicio y robots de búsqueda capaces de llevar a cabo reconocimientos largos e independientes desde el aire o a pie, y entre estos últimos había megapasos.
Cuando DEUS puso en marcha los sistemas de reanimación, el Hermes estaba ingrávido, una condición favorable para la operación. Gerbert, reanimado el primero, recuperó el pulso y la temperatura corporal normales, pero no se despertó. DEUS le examinó cuidadosamente y vaciló, obligado a tomar una decisión. Tenía que actuar de forma independiente. Para ser más exactos, no vaciló, sino que comparó varias probabilidades de éxito. El resultado de esta anamnesis fue binomial: DEUS podía reanimar al capitán —Steergard— o sacar al médico del embrionador y transportarle al quirófano. Hizo lo que hace un hombre que, ante una incógnita, lanza una moneda al aire. Cuando no se sabe qué acción es la más adecuada, la mejor táctica es dejar la elección al azar. El generador de azar indicó al capitán, y DEUS le obedeció.
Dos horas después, Steergard, aún medio inconsciente, se sentó en el embrionador abierto, rasgando la membrana transparente que se adhería a su cuerpo desnudo. Miró a su alrededor pero no vio al hombre que debería haber estado a su lado. El altavoz estaba diciendo algo. Se dio cuenta de que la voz era mecánica, que algo le había pasado a Gerbert, aunque le resultaba difícil entender las palabras que se repetían una y otra vez. Cuando intentó levantarse se dio con la cabeza contra la tapa del embrionador, que no estaba totalmente levantada, lo cual le dejó aturdido por un momento. La primera palabra humana que se pronunció en el sistema de Zeta fue una obscenidad. Unas gotas del fluido blanco y pegajoso que empapaba su pelo le salpicaron la cara y el pecho. Se levantó demasiado deprisa y, saltando con las rodillas dobladas, voló por el túnel hacia la escotilla de la pared, pasando sobre todos los contenedores de personas. Sus hombros presionaron contra el blando acolchado en el rincón entre el mareo de la escotilla y el techo. Limpiándose de los ojos el fluido lechoso, que se quedó pegado a sus dedos, examinó todo el interior cilindrico del embrionador. En el hueco entre las hileras de sarcófagos con las tapas levantadas, la puerta de las duchas estaba ahora abierta. Escuchó la voz de la máquina. Gerbert, como los otros, estaba vivo, pero no se había despertado cuando su cordón umbilical fue desconectado. No debía de ser nada serio, porque sus electroencefalogramas y electrocardiogramas eran perfectamente normales.
—¿Dónde estamos? —preguntó Steergard.
—Detrás de Juno. El vuelo fue bien. ¿Debo trasladar al doctor Gerbert al quirófano?
Steergard lo pensó.
—No. Le examinaré yo. ¿En qué condiciones está la nave?
—Funcionando perfectamente.
—¿Has recibido algún mensaje por radio del Eurídice?
—Sí.
—¿De qué nivel de importancia?
—Máximo. ¿Quiere que le dé el texto?
—¿De qué se trata?
—Un cambio de planes. ¿Quiere que le dé el texto?
—¿Qué extensión tiene el mensaje?
—Tres mil seiscientas sesenta palabras. ¿Quiere que le dé el texto?
—Resúmelo.
—No se pueden resumir las incógnitas.
—¿Cuántas incógnitas?
—Eso también es una incógnita.
Durante esta conversación, Steergard se apartó del techo impulsándose con los pies. Volando hacia la luz verde y roja que había sobre el criocontenedor de Gerbert, pudo verse un instante en el espejo de la entrada a las duchas: un torso musculoso brillando por el ónax, que aún goteaba del cordón umbilical atado, como el de un enorme recién nacido.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
Sujetando sus pies desnudos bajo el contenedor del médico, le puso una mano sobre el pecho. El corazón latía rítmicamente. Sobre los labios entreabiertos del durmiente había una capa de viscoso ónax.
—Dime los datos concretos —añadió.
Mientras, apretó con los pulgares detrás de la mandíbula de Gerbert, miró en el interior de su boca, sintió el calor de su aliento, le metió un dedo entre los dientes y le tocó con cuidado el paladar. Gerbert se sobresaltó y abrió los ojos. Estaban llenos de lágrimas, tan brillantes y claras como el agua. Steergard observó con callada satisfacción la eficacia de un método de reanimación tan primitivo. Gerbert no se había despertado porque la grapa del cordón umbilical no estaba completamente cerrada. Steergard apretó el catéter, que saltó, salpicando líquido blanco. El cordón se cerró por sí mismo. Con ambas manos hizo presión sobre el pecho de Gerbert, notando que la piel se pegaba a sus manos. Gerbert le miraba con los ojos muy abiertos, como atónito.
—Todo está bien —dijo Steergard. El hombre a quien estaba dando el masaje no pareció oírle.
—¡DEUS!
—¿Sí?
—¿Qué ha sucedido? ¿El Eurídice o Quinta?
—Ha habido cambios en Quinta.
—Dame una visión global.
—La visión de cosas poco claras es poco clara.
—Dime lo que sepas.
—Antes de la inmersión, se produjeron saltos de alta frecuencia en el albedo. La emisión de radio se puso en trescientos gigavatios de ruido blanco. En la luna se movía un punto blanco, identificado como plasma en un torno magnético.
—¿Recomendaciones?
—Precaución. Camuflaje.
—Específicamente, ¿qué tenemos que hacer?
—Utilizar nuestro mejor criterio.
—¿La distancia a Quinta?
—Dos mil millones de kilómetros en línea recta.
—¿El camuflaje?
—Ya lo he hecho.
—¿Mezcladores?
—Sí.
—¿Has cambiado el programa?
—Sólo para la aproximación. La nave está a la sombra de Juno.
—¿Y la nave está bien?
—Funciona perfectamente. ¿Debo reanimar a la tripulación?
—No. ¿Has observado Quinta?
—No. Perdí velocidad cósmica en la termosfera de Juno y…
—Bien. Ahora cállate y espera.
—Me callaré y esperaré.
«Un extraño principio», pensó Steergard, todavía masajeando el pecho del médico.
Gerbert suspiró y se movió.
—¿Me ves? —le preguntó el capitán—. No hables. Parpadea.
Gerbert parpadeó, y luego sonrió.
Steergard estaba bañado en sudor, pero siguió con el masaje.
—¿Diadocokinesia…? —sugirió.
El hombre que estaba tumbado de espaldas cerró los ojos y con una mano insegura se tocó la punta de la nariz.
Entonces ambos se miraron y sonrieron. El médico dobló las rodillas.
—¿Quieres levantarte? No te precipites.
Sin decir nada, Gerbert agarró los lados del sarcófago y se levantó. Pero en lugar de sentarse, se elevó en el aire.
—Cuidado, estamos a cero g —le recordó Steergard—. Calma…
Ya plenamente consciente, Gerbert miró a su alrededor.
—¿Cómo están los demás? —preguntó, apartándose el pelo que tenía pegado a la frente.
—La reanimación está en marcha.
—¿Quiere que le ayude, doctor Gerbert? —preguntó DEUS.
—No es necesario —contestó el médico.
Uno por uno, fue comprobando los indicadores encima de los sarcófagos. Tocó los pechos, alzó con el pulgar los párpados, probó los reflejos conjuntivos. Del cuarto de baño llegaba el ruido del agua y de los ventiladores de escape: Steergard se estaba duchando. Pero cuando el médico llegó al último hombre, Nakamura, el capitán —vestido con pantalones cortos y una camiseta de punto negro— ya había vuelto de su camarote.
—¿Qué tal están los hombres? —preguntó.
—Todos sanos. Rotmont tiene un poco de arritmia.
—Quédate con ellos. Yo voy a leer el correo…
—¿Hay noticias?
—Noticias de hace cinco años.
—¿Buenas o malas?
—Enigmáticas. Ter Horab nos aconsejó un cambio en el programa. Habían visto algo en Quinta antes de la inmersión. Y también en su luna.
—¿Qué significa?
Steergard se quedó en la puerta mientras el médico ayudaba a Rotmont a ponerse de pie. Tres de los hombres estaban ya lavándose. Los otros flotaban, se tropezaban, se miraban al espejo y trataban de hablar todos a la vez.
—Avísame cuando estén en condiciones. Tenemos tiempo.
Con estas palabras el capitán se apartó de la escotilla de un empujón, voló por entre cuerpos desnudos como si fuese entre peces blancos bajo el agua y desapareció por un pasillo que llevaba a la sala de control.
Después de considerar la situación, Steergard llevó la nave por encima del plano eclíptico, saliendo del cono de sombra de Juno a velocidad muy baja para hacer las primeras observaciones de Quinta. Brillaba en creciente cerca del sol. Completamente cubierta de nubes. Su ruido había aumentado a cuatrocientos gigavatios. Los analizadores Fourier no mostraban ningún tipo de modulación. El Hermes iba ahora envuelto en un velo que absorbía la radiación no térmica, de modo que no podía ser localizado por radar: Steergard prefería equivocarse por exceso de precaución. Una civilización tecnológica significaba astronomía, y la astronomía significaba bolómetros sensibles, por lo que hasta un asteroide —más caliente que el espacio— podía atraer la atención sobre sí mismo. Al vapor de agua que usaban ahora para la maniobra le añadió unos sulfuros, del tipo que abundaba en los gases sísmicos. Desde luego, los asteroides volcánicamente activos eran raros, en especial con una masa tan pequeña como la de la nave exploradora, pero el precavido capitán lanzó cohetes de exploración espacial, y luego los apuntó hacia sí para asegurarse de que el uso de los chorros de vapor necesarios para las futuras correcciones de vuelo pasaría desapercibido incluso cuando la nave finalmente descendiese a Quinta. Su intención era acercarse subrepticiamente por el lado de la luna para examinarla con detalle.
Ahora todos estaban reunidos en la sala de control con gravedad cero. Parecía el interior de un gran globo, con un nicho cónico cerrado por una pared de monitores. Las butacas estaban tapizadas con una tela adhesiva. Si uno agarraba los brazos y apretaba su cuerpo contra el asiento, la tela le sujetaba firmemente. Para levantarse, había que tomar un fuerte impulso. Era más sencillo y mejor que las correas. Los diez hombres se sentaron como en una pequeña sala de proyección y cuarenta pantallas les mostraron el planeta, cada una en una gama diferente del espectro. El monitor central, que era el más grande, podía sintetizar las imágenes monocromáticas, sobreimponiéndolas como se le ordenase.
A través de los huecos en las nubes, empujadas por vientos alisios y ciclones, aparecían costas borrosas de perfil muy accidentado. La luz, filtrada por fases, les permitía ver unas veces la superficie de las nubes y otras la superficie del planeta oculta bajo éstas. Mientras tanto, escuchaban la voz monótona de DEUS, que repetía el último radiograma del Eurídice. LoBianco había sugerido la posibilidad de que un seísmo hubiera causado daños en la infraestructura tecnológica de los quintanos. Field y algunos otros apoyaron esta hipótesis, que denominaron «ambiental». Los habitantes del planeta habían arrojado parte de las aguas del océano al espacio para aumentar la superficie de tierras habitables. La presión ejercida por el océano en el fondo marino disminuyó, y en consecuencia se perturbó el equilibrio de la litosfera. La fuerza ascendente desde el interior del planeta produjo grandes grietas en su corteza, que era más delgada debajo del océano. Por este motivo se interrumpió la operación de arrojar el agua al espacio. En resumen, el plan se volvió contra ellos de manera catastrófica.
Pero otros creían que esta hipótesis era falsa, ya que no tenía en cuenta otros fenómenos incomprensibles. Además, unos seres capaces de trabajar a escala planetaria tendrían que haber previsto las consecuencias sísmicas. De acuerdo con los cálculos realizados tomando el modelo terrestre, no podían producirse cataclismos por haber retirado menos de un cuarto del volumen del océano; ni siquiera la reducción de presión por la eyección de hasta seis billones de toneladas de agua causaría una devastación global. Otra hipótesis sugería un desastre del tipo «reacción en cadena» por un efecto no buscado de experimentos gravitológicos que quedaron fuera de control. Otras sugerencias fueron: la destrucción deliberada de una base tecnológica obsoleta, una especie de demolición; la alteración involuntaria del clima durante la operación de arrojar el agua al espacio; y un caos de la civilización por causas desconocidas.
Ninguna de las hipótesis lograba integrar todos los fenómenos observados para formar un todo coherente. Por tanto, el radiograma enviado por Ter Horab inmediatamente antes de la entrada del Eurídice en Hades autorizaba a los exploradores a actuar con independencia y a prescindir de cualquiera o de todas las variantes establecidas en el programa si lo juzgaban necesario.