9

La gente de Elbow llevaba luto un día y a la semana siguiente ya se estaban vistiendo de rojo, blanco y azul. No era una falta de respeto hacia Joe, sino una forma de honrarle en no pocos aspectos. De hecho, Joe padre y Marcella fueron los primeros en mostrar su conciencia cívica adornando las columnas de su porche con banderas el Cuatro de Julio y los demás no tardaron en seguir su ejemplo. Elbow celebra el día de la Independencia como Nueva York la Nochevieja. Y, siguiendo con las analogías exageradas, Joe era nuestro particular Dick Clark,[4] y el porche de la tienda de ultramarinos nuestra pequeña Times Square. La Barbacoa de Playa y Prosperidad era una tradición con cuarenta y tres años de antigüedad que había iniciado el abuelo Sergio después de la guerra y no íbamos a interrumpirla entonces. Sí, el hombre al que enviaron a un campo de concentración celebraba el Cuatro de Julio con visible ardor. Joe me había contado que él nunca se lo cuestionó, ya que para él siempre fue una tradición de su familia y su ciudad.

Estábamos en el huerto cuando llegó Lucy. Desde su nave espacial Tomato Basket, los superhéroes de Zach se habían lanzado a la conquista de un planeta tiempo atrás desaparecido y Annie había convertido a Callie en un caballo.

Tras unos estiramientos de espalda, abracé a Lucy.

—Tienes el pelo caliente —observó—. Creía que ya estaríais disfrazados.

Me encogí de hombros.

—Nos resulta extraño. Ni siquiera puedo imaginarlo sin él.

—Ya lo sé. Pero vas a ir, ¿verdad?

Asentí.

—Creo que deberíamos ponernos nuestros disfraces —comentó Annie.

—Pensaba que no querías, Platanito.

—No quería, pero ahora sí. Y seguro que Zach también.

Su hermano asintió y lo confirmó con sus «ajá, ajá» al tiempo que arrojaba a Batman entre los pepinos. Como Joe había sido el pregonero encargado de liderar las canciones y leer la Declaración de Independencia, los cuatro nos disfrazábamos de época cada Cuatro de Julio. Annie y yo nos poníamos un vestido largo y nos cubríamos la cabeza con una cofia; Zach y Joe llevaban calzas, chaleco y sombrero negro.

Ese año David sustituiría a Joe en el papel de presentador, de modo que ya se había llevado su disfraz.

—Está bien —dije.

—Está bien —repitió Annie, bajándose de Callie de un salto—. Comienza el espectáculo, chicos. —Y echó a andar hacia la casa, seguida por todos nosotros para ponernos los disfraces.

Un año atrás, bailaba al compás de la música desde la primera fila, sosteniendo a Zach contra la cadera, animando con un silbato de plástico mientras mi marido dirigía desde el porche de la tienda de ultramarinos a los vecinos entonando You’re a Grand Old Flag, America the Beautiful y Yankee Doodle Dandy. Al llegar al verso de esta última que decía «Tengo un amor yankee doodle, ella es mi alegría yankee doodle», nos hizo subir a los niños y a mí al porche y se puso a bailar dando vueltas y vueltas con nosotros mientras la gente vitoreaba y la improvisada banda tocaba. Todo ese día fue una oda a la nostalgia histórica absolutamente trillada y entusiasta y me encantó. ¿Me imagináis? Si hasta fui yo quien encabezó la marcha hacia la barbacoa de la playa como si fuera la líder de la banda de música de una universidad de élite; tan contenta estaba que mi alegría ascendía en espiral hacia las copas de los árboles para aterrizar obedientemente en el sólido agarre de mi mano.

Ninguno de nosotros podía imaginar por aquel entonces que el hombre que cantaba tan alegremente, sujetándose el sombrero sobre el pecho a la puerta de la tienda de comestibles de su abuelo Sergio, pronto pasaría a formar parte de la historia que celebrábamos. O que había estado bailando en el porche delantero de su oculto fracaso. En esos momentos me dirigía fatigosamente hacia allí, sudando bajo aquel vestido largo y pesado, asintiendo y sonriendo a todo aquel que me ofrecía un abrazo o me daba un apretón de ánimo en el brazo. Ya no había nada más que decir. Aguanté como pude el minuto de silencio que se hizo en honor de Joe, y durante Yankee Doodle, pero cuando David nos instó a cantar This Land Is Your Land y especialmente al llegar al verso «Desde el bosque de secuoyas hasta las aguas del río», letra que Joe había cambiado para que se adaptara mejor a Elbow, las lágrimas se derramaron sin remedio por mis mejillas. Lucy me dio un pañuelo. Aunque no eran lágrimas sólo de tristeza. Joe se había ido, pero su tierra se había convertido en mi tierra, su ciudad, en mi ciudad, sus hijos, en mis hijos. Había encontrado un verdadero hogar cuando lo conocí y seguía siendo mi hogar.

—Tengo miedo —le dije a Lucy un rato después, sentadas en una roca desde la que observábamos a Annie y a Zach construir un castillo de arena que se parecía más a una cabaña prefabricada. La gente había empezado a dispersarse río arriba para ver mejor los fuegos artificiales. Al otro lado del río reverberaba el clamor hambriento de las crías de los quebrantahuesos desde su nido en la copa del árbol muerto que Joe había fotografiado hacía menos de un mes—. De repente soy plenamente consciente de lo mucho que puedo perder.

Ella me rodeó los hombros con un brazo.

—La mayor parte de la gente en tus circunstancias no es capaz de ver más allá de lo que acaba de perder.

—Ya, pero no todo el mundo los tiene a ellos. —Señalé a los niños con la barbilla—. Nunca antes me había permitido pensar así. Todo me parece tremendamente frágil.

—Eras demasiado confiada —admitió Lucy—. Lo que quiero decir es que nadie se toma la vida con tanta despreocupación.

—¿A qué te refieres?

Lucy se sonrojó.

—Yo no pretendía... Bueno, ya sabes. Nada. El exceso de vino y sol hacen que diga tonterías.

Eso me dolió. ¿Confiada? Pero no quería preguntar. Quizá Frank le había comentado lo de la tienda. A veces, Frank era un bocazas, con o sin vino y sol. Mientras Annie y Zach cogían agua en sus cubitos de plástico, Callie y un collie de la frontera correteaban por la playa en dirección al agua.

—¡No! —grité.

Pero era demasiado tarde. Se dieron de bruces con la construcción de arena de los niños y la aplastaron.

Del mismo modo que Elbow seguía siendo mi ciudad, Ultramarinos Capozzi y sus deudas habían pasado a ser míos. Julie Langer, una de las madres del colegio, insistió en llevarse a los niños a jugar el sábado, de modo que me quedé sola, reflexionando sobre mis finanzas mientras cavaba en el huerto.

Ojalá mi huerto fuera el verdadero reflejo de las idas y venidas de mi alma. ¡Toda aquella tierra rica y fértil, que proporcionaba su abundante recompensa en surcos precisos y ordenados! Nada de espacio desaprovechado, nada de tallos secos. Y la fragancia vital de la tierra limpia. Me encantaba la paradoja y la verdad que se ocultaba en aquellas dos palabras: «tierra» y «limpia».

Dejé el rastrillo en el suelo, cogí el cubo del compost y me dirigí al contenedor. El compost era el secreto de nuestro huerto. Y el secreto de nuestro compost residía en mantener bajo el grado de humedad, proporcionarle el suficiente nitrógeno y remover en su justa medida. La pila de compost que se estaba formando estaba adquiriendo una buena temperatura y pronto podría esparcirlo sobre la tierra del huerto. Eché los restos de la molienda del café, las cáscaras de huevo y el resto de la basura orgánica de la cocina, todo acompañado de un poco de estiércol mágico de ave. Añadí unas pocas hojas secas que había guardado durante el otoño. Hojas que Joe había rastrillado.

La tienda, la tienda. ¿Qué hacer con ella? No quería dejarla morir también. El Cuatro de Julio me había quedado bastante claro que, además de ser el legado de la familia, la tienda era el corazón de la ciudad. Aunque fuera un corazón con las arterias obstruidas. La pequeña ciudad de Elbow no podía seguir manteniéndola y Ultramarinos Capozzi no era lo bastante sofisticada como para atraer a los entendidos en vinos y los gourmets. Pero estábamos en mitad de una zona vinícola en constante expansión, con gran afluencia de turistas. A Joe le preocupaba que todo Sebastopol estuviera talando manzanos para plantar vides, pero después de vivir en el sur, un día le dije: «Escucha, los viñedos les están dando una buena paliza a los centros comerciales». Aun así, no le gustaba demasiado el cambio. Llamaba terrenos llorones a los terrenos vinícolas.[5]

Di la vuelta al compost, oscuro como el café. ¿Qué sabía yo de dirigir un negocio? Absolutamente nada. Podía seguir adelante con mi plan de empezar a trabajar en otoño como guía. Lo único que tenía que hacer era enterarme de si podrían contratarme a jornada completa en vez de a tiempo parcial. ¿Contratarían guías a jornada completa? En ese caso, tendría que contratar a una cuidadora para Annie y Zach, para que estuviera con ellos cuando llegaran del colegio por la tarde. Pero ¿qué ocurriría con los ultramarinos? ¿Se convertiría en una ruina abandonada y llena de telarañas, con el cartel retro colgando, la mosquitera desencajada de los goznes, mientras los niños jugaban a ver quién se atrevía a acercarse corriendo y tocar la puerta, asustados por las historias de que allí habitaban fantasmas?

Si hubiera algún modo de salvarla... con ayuda de la familia... Tal vez Gina pudiese seguir atendiendo a los clientes... David y Marcella podían trabajar unas horas también... así yo tendría más flexibilidad. Annie y Zach podían quedarse allí algunas tardes, haciendo los deberes en el despacho y ayudando cuando crecieran un poco, igual que habían hecho Joe y David. Eché unas pocas hojas más. Pero la tienda no daba para vivir. Estaba tan seca por dentro como las hojas de roble que estaba mezclando con el compost.

Los restos de las comidas de Joe estaban también en el contenedor, descomponiéndose y reencarnándose. El último bajel, la última piel de plátano. Los restos de nuestro último pícnic. Di vueltas con la pala llena de compost. Dios, cuánto le gustaban aquellos pícnics.

Solía decir que quería recuperarlos, que aquella zona tenía su origen en ellos.

No era así como había sucedido exactamente, pero a mí me gustaba cómo sonaba, y sí que había algo de verdad en sus palabras: los blancos llegaron a la región, no para extender una manta bajo las secuoyas, sino para talarlas. Y, aun así, un siglo atrás aproximadamente, los habitantes de San Francisco empezaron a construir cabañas y casas de verano a la orilla del río, donde poder hacer pícnics y bañarse.

Había una fotografía antigua del hotel rural de Elbow, con las mujeres ataviadas con vestidos de cuello alto y falda larga y los hombres con sombrero y pantalones sujetos con tirantes, todos sentados relajadamente sobre una manta inmensa —o con pinta de intentar relajarse lo máximo posible con aquella indumentaria— entre todo tipo de cosas para comer.

La tienda había empezado ofreciendo productos ciento por ciento italianos antes de que la paranoia de la guerra se instalara en la familia. Pero en esos momentos, tantos años después, todo el mundo adoraba lo italiano: arte, comida, vino, estilo de vida. Cenar al fresco, al aire libre. Utilizar los ingredientes más frescos. Tener un huerto propio. «Comida pausada» en contraposición a comida rápida. El concepto de comer de forma más calmada y del huerto a la mesa en el que yo creía procedía de Italia. Había cruzado un océano y un continente y aterrizado en el condado de Sonoma. Yo sabía que el resto del país acabaría adoptándolo, pero mucha gente en Elbow y las ciudades vecinas, como Sebastopol, que la gente llamaba Berkeley North, ya consumían productos orgánicos, respaldando así a varios huertos de la zona.

Y entonces lo vi. Vi la tienda, igual, pero diferente, perfectamente organizada. Casi podía oír la campanilla de la artrítica puerta, sonando sin parar entre el ir y venir de un constante flujo de clientes que salían con los brazos y las cestas llenos, el incesante repique, como benditas campanas de iglesia anunciando la resurrección y la nueva vida.

—¡Pues claro! —grité.

A lo mejor ésa era la respuesta. Solté la tapa del contenedor, me quité los guantes y corrí a la casa. Era una locura, pero tal vez funcionara. Tenía que llamar a David. Tenía que llamar a Lucy. Probablemente, tendría que llamar a un psiquiatra.