Epílogo

La revista terminó escribiendo un artículo de cuatro páginas y, aunque se mencionó la limonada hecha de limones de verdad, el artículo se centraba en el campo de concentración al que fueron enviados el abuelo Sergio y el padre de Marcella, el abuelo Dante, intercalando detalles de la historia familiar y su perseverancia, con la transformación sufrida en la tienda. En los últimos cinco años, ha habido más artículos en otras revistas. Incluso Time nos dedicó uno corto. La historia de los italianos que fueron enviados a campos de concentración durante la segunda guerra mundial atrajo la atención del público y muchos descendientes de aquellos prisioneros —italianos, pero también japoneses y alemanes— han venido a Elbow, a la tienda, a escribir el nombre de sus familiares en el libro que abrimos para ello, para ver el collage que Marcella y Joe padre nos ayudaron a montar en la pared del fondo, con tarjetas de identificación y fotos, de Sergio y otros Enemigos Extranjeros, junto con los populares carteles de la época con órdenes específicas de no hablar la lengua del enemigo y otros recuerdos que la gente había ido llevando.

También llegan hasta aquí montones de gourmets y entendidos en vinos, atraídos por las indulgentes reseñas aparecidas en Bon Appétit, Travel + Leisure o Gourmet. David se está forjando un nombre como chef y yo como la persona que hace todo lo demás. Pero estoy contenta.

Trabajo varias veces al mes como guía para el Departamento de Pesca y Fauna Salvaje, cantando las alabanzas de aquel paraíso natural. El otro día, iba con un grupo por el río y una mujer se quejó de los graznidos de los cuervos. Yo solté mi arenga sobre lo inteligentes que son y la facilidad de adaptación que tienen. Les conté la historia de los cuervos que dejaron caer frutos secos en un cruce muy concurrido en China y después esperaron que los coches los partieran al pasar por encima, aguardando tranquilamente en un rincón a que cambiara el semáforo para comérselos sin morir atropellados. Normalmente, la gente sonríe al oír la historia. Pero aquella mujer era especialmente dura de pelar, por decirlo de algún modo.

—Siguen sin gustarme —resopló—. Me recuerdan a la muerte.

—El Corvus brachyrhynchos —continué yo— es una especie tan inteligente y adaptable que siguen un modelo cooperativo para criar a sus polluelos. En otras palabras, comparten las tareas en la cría y alimentación de los polluelos de los demás. Nadie tuvo que decirles que eso es vivir en comunidad.

Paige y yo habíamos encontrado la manera de compartir la crianza de nuestros hijos y, aunque no era perfecta, sí podía decirse que formábamos una cooperativa. Vive en la ciudad de al lado y las dos presumimos mutuamente de todo lo relacionado con los niños, desde el último partido de fútbol hasta lo bien que lee o las buenas notas que ha sacado Zach en el último examen. Sabemos que hay personas que no quieren oír hablar de ello. Sabemos que no debemos pasarnos todo el día diciéndole al pobre niño lo aliviadas que estamos de que no le ocurriera nada. Ya tiene ocho años y empieza a poner los ojos en blanco con resignación cuando le lleno la cara de besos. Pero sólo a veces. Dependiendo de con quién les toque pasar la noche, nos llamamos para contarnos lo que han hecho ese día.

—Ha sacado la mejor nota en el trabajo. Parece que sabe lo que hace.

Era nuestra forma de decir: «Sí, hemos cometido errores, errores que han hecho sufrir a nuestros hijos, pero tenemos que dar gracias por esta vida. Puede que no siempre estemos de acuerdo. A veces se producen malentendidos. Seguimos buscando nuestro lugar en la vida. Pero estoy unida a ti por Annie y por Zach. No hay nadie en este mundo que se preocupe más por ellos que nosotras dos».

Annie tiene once años y el otro día me dijo que está pensando seriamente en estudiar medicina.

—¿Qué clase de médico quieres ser? —le pregunté.

—De los que salvan personas —contestó ella. Annie sigue hablando de cuando murió su papá y Zach estuvo a punto de morir también—. O tal vez trombonista.

—Podrías ser una trombonista que salve personas.

—Exacto.

Lo que le quiero decir, aunque lo tiene que descubrir por sí misma, es que no importa la profesión que elija, ella siempre salvará a personas y también les hará mucho daño, y siempre será a las mismas personas: aquellas a las que más ama.

A veces, cuando Zach y ella están con Paige y yo tengo el día libre, después de haber pasado varias horas en el huerto, con las rodilleras de los vaqueros húmedas y manchadas de tierra, me voy con Callie al bosque de secuoyas, nuestra sagrada catedral arbórea. Muchas veces tengo aún calientes los brazos de haber pasado todo el día al sol, pero siempre hace fresco entre los árboles, pues allí no da el sol. Me tumbo de espaldas y miro a través de las frondosas ramas, hacia arriba, hacia las partículas desconocidas que flotan en los rayos de luz, a la sombra de las copas.

—Mi hombre de la Sequoia sempervirens. La paz sea contigo —susurro—. Te quiero —susurro—. Te echo de menos.

Y así ha sido para mí la vida en este lugar llamado Elbow, donde el río forma un recodo antes de desembocar en el Pacífico, el lugar donde conocí la felicidad. Ahora sé que la felicidad auténtica flota sobre una honda pena. Todos emergemos a la superficie de esta vida aullando como nuestros antepasados, llevando en nosotros su ADN, su color de ojos y sus cicatrices, su gloria y su vergüenza. Es suyo. Es nuestro. Es la parte de la felicidad que no se ve.