13

A mediados de septiembre, los niños habían empezado ya el colegio y había llegado el momento de inaugurar la nueva tienda.

Dejamos el antiguo rótulo de Ultramarinos Capozzi y justo debajo colgamos el nuevo, Life’s a Picnic. Aún quedaban muchos días de pícnic en el veranillo de San Martín y los agradables días de otoño, antes de que empezaran las lluvias. Incluso los días de sol del invierno que salpicaban la época de tormentas podían ser perfectos para una salida. El invernadero podría utilizarse en pleno invierno, cuando lloviera, y también habíamos instalado mesas redondas y sillas en el porche cubierto de delante, así como en un rincón de la tienda, cerca de la estufa de leña.

Habíamos quitado la mayor parte de las estanterías y habíamos instalado un mostrador que ocupaba toda una pared, bien surtido de ensaladas frías, desde de pollo al curry hasta de pasta con berenjena y, cómo no, la «famosa» ensalada de coditos de pasta de Elbow con salami; la llamábamos famosa por la relación con Elbow.[8]

La oferta de sándwiches alcanzaba todas las variedades imaginables, entre ellas, el de relleno especial, que se hacía vaciando de miga un panecillo redondo de pan y rellenándolo con carne, queso, verdura y pesto dispuesto en capas.

Todo era casero, hecho con ingredientes naturales de la zona siempre que era posible: ternera que se alimentaba de hierba, pollos que vivían en libertad, sin aditivos ni hormonas, y un montón de productos orgánicos. Mis conocimientos sobre biología y cultivo de verduras me habían convertido en una paranoica de los pesticidas, y mi intención era nutrir a nuestros clientes, no envenenarlos poco a poco. Era verdad que resultaba más caro emplear ingredientes de primera calidad, lo cual, cierto también, se reflejaba en nuestros precios, pero el instinto me decía que la gente estaría dispuesta a vivir la experiencia de Life’s a Picnic.

En mitad de la tienda, habíamos dispuesto toda una variedad de cestas peruanas y guatemaltecas de distintas formas y tamaños. Mantas y manteles colgaban de unos ganchos a ambos lados. Había asimismo juegos de mesa retro de todo tipo y también se podían comprar juegos nuevos. Teníamos cuatro estanterías bajas, entre la zona para comer y el mostrador de compra, bien surtidas de vino, galletas saladas y especialidades. Tras los mostradores frigoríficos había neveras con puertas de cristal llenas de cerveza, refrescos, zumos y doce clases de agua. Botellas de Coca-Cola se enfriaban sobre hielo en una máquina de Coca-Cola antigua rehabilitada, que rescatamos del granero de Marcella y Joe padre. Joe siempre quiso arreglarla para ponerla en la tienda, pero nunca llegó a hacerlo. Inmersa de lleno en mi nueva actitud de no dejar las cosas para el día siguiente, yo la había llevado a un sitio de Santa Rosa llamado Retro Refresh.

Habíamos pintado las paredes de un color oro pálido; tres intentos fueron necesarios hasta dar con el tono, pero de pie en la tienda, el día antes de la reapertura, las paredes bañadas por el sol se me antojaban cálidas y alegres, y sonreí. Estaba allí de pie, consciente de que las comisuras de mis labios se habían curvado hacia arriba, que estaba sonriendo como una boba momentos antes de abrir un establecimiento que llevaba por nombre Life’s a Picnic apenas unos meses después de que mi marido hubiera muerto. Life’s a Trip (la vida es un viaje) habría sido un nombre más apropiado.

Habíamos enviado notas de prensa a los medios escritos y a la radio y hasta a las cadenas de televisión de California. Por si acaso andaban escasos de noticias y a alguien se le ocurría escribir un artículo sobre nosotros, había dicho David.

Lo único que faltaba era el mapa con los lugares para pícnic recomendados. Clem Silver, que era un ilustrador y pintor reconocido a nivel nacional, había dicho que lo tendría listo, pero faltaban menos de veinticuatro horas para la apertura y nadie tenía noticias de él. El hecho de que no contestara al teléfono no hacía más que empeorar las cosas. Cuando una vez pregunté al respecto, se limitó a contestar: «¿Qué clase de artista solitario sería si contestara al teléfono?». En eso tenía razón.

Clem era conocido por ser muy reservado. Vivía en lo más profundo del bosque de secuoyas. Tenía el pelo blanco, largo, recogido en una coleta, las uñas largas manchadas de pintura y fumaba cigarrillos largos de señora, Virginia Slims mentolados; todo largo, como al parecer eran los días que se tomaba para terminar el encargo.

La campana de la puerta avisó de que llegaba alguien y, acto seguido, entraron David y Gil con cajas y bolsas, acompañados por Annie y Zach, que llevaban a rastras cubos de metal llenos de astillas para encender la estufa. A continuación entró Marcella, cargada con ramos de hortensias. Cerraba el grupo Lucy, con más vino.

—Lucy, tengo que ver cómo va Clem Silver. Sé que vive en el bosque, pero no sé dónde exactamente —le dije.

—Sigue Spiral Road hasta que llegues al cartel que dice «Cuidado con el artista». Es la última casa, unos cuatrocientos metros más adelante de la que cualquiera creería que es la última casa. —Señaló alrededor—. Está quedando genial. Yo te esperaré aquí con los niños. Vete.

—¿Seguro? Bastante tienes con la cosecha.

—El pisado de la uva puede seguir sin mí. Y estoy un poco harta de vaqueros, botas y manchas moradas. Vete. Y no tengas prisa. Date un respiro, por favor.

Se enderezó el sombrero color crema, dio media vuelta haciendo ondear la falda larga que llevaba, con dibujo de cachemir, y llamó a los niños para que fueran a ayudarla con los manteles.

Yo me escabullí por la puerta principal, aliviada de poder salir a dar una vuelta. Subí calle arriba, pasé junto a la oficina de correos, que era del tamaño de un sello postal, los dos restaurantes y el hotel rural, la casa de los Nardini, los Longobardi y los McCant y sorteé el tráfico de la carretera que separaba la ciudad del bosque.

Caminé por Spiral Road, una empinada carretera de un solo carril, que ascendía por la colina trazando una espiral. Los fundadores de la ciudad habían bautizado algunos lugares de forma absolutamente literal. Pero mucho antes, los indios pomo del sur habían llamado a aquella zona Lugar Sombrío. En la espesura del bosque ellos habían instalado únicamente campamentos temporales. Preferían vivir en las colinas llenas de robles y bañadas por el sol. Los kashaya pomo se autodenominaban «el pueblo en lo alto de la tierra», como si, fanfarroneando, dijeran: «Vivimos en la parte bonita y soleada del vecindario».

Entonces, los blancos comenzaron a explotar el bosque y, tras construir el ferrocarril, los habitantes de San Francisco empezaron a coger el tren para ir a pescar y a jugar en el río. Algunos se construyeron casas de verano en el bosque, pero pocos vivían en ellas todo el año, como seguía ocurriendo en esos momentos. Muchas de las personas que tenían casas allí, luego se iban a Palm Springs a pasar el invierno.

Avancé poco a poco por el sinuoso camino, deteniéndome de vez en cuando para recuperar el aliento. Las casas estaban más alejadas entre sí a medida que ascendía.

Al final encontré el cartel que decía: «Cuidado con el artista». Un poco más adelante, vi una casa, pero no era la casa que esperaba; desde luego, no era la casa de un hombre que casi no se cortaba el pelo ni las uñas.

Había sido edificada con esmero y atención en cada trozo de madera empleado, cuidando que cada roca del río encajara a la perfección en la enorme chimenea y en los cimientos. Estaba construida para que nada pudiera llevársela de allí. La colina podía verse arrastrada por una avalancha de barro y troncos, pero era muy probable que la corriente destructora se bifurcara al llegar a la casa, dejándola intacta.

La puerta principal era de vidrieras de colores con remates de cobre que habían adquirido un tono verde con la oxidación y estaba flanqueada por hileras de macetas con diminutas flores blancas ribeteadas de rojo, la llamada salvia de otoño. Un móvil de campanillas de diversas formas y tamaños se removieron un poco en su plácido dormitar y, seguidamente, se quedaron de nuevo en silencio. Llamé con los nudillos, lo que provocó una oleada de ladridos procedentes del interior de la casa.

—¡Petunia! Calla, bonita —dijo una voz áspera—. No hace falta ponerse así, Jerry. —Abrió la puerta y me miró detenidamente. Llevaba puesta una sudadera vieja llena de manchas de pintura y unos pantalones amplios de color gris. La coleta le caía por encima del hombro y el pecho, como una exigua estola de visón—. Pero ¡si es Ella Beene! Pasa, pasa.

Se dio la vuelta y se alejó por el pasillo con sus zapatillas de piel de cordero. Los perros, que habían dejado de ladrar, me estudiaron detenidamente, pero no les debí de interesar mucho, porque también dieron media vuelta y se alejaron trotando detrás de Clem. Entré en la casa.

La iluminación dorada del interior proporcionaba una sensación acogedora.

—¡Vaya! Me encanta tu casa.

Clem se volvió, agradecido.

—Pues gracias. A mí también me gusta.

—Esta zona del bosque es preciosa.

Él asintió varias veces.

—Sí, sí. Hace que te pares a pensar en que todo esto estaba sumergido bajo el mar hace trescientos millones de años. —Sonrió—. Perdona, debería ofrecerte un té. ¿Café tal vez?

Opté por el té y seguimos hablando mientras él lo preparaba.

—La gente cree que vivo aquí arriba para no estar tan cerca del río, por las inundaciones y lo que me pasó cuando era niño.

—¿Qué te ocurrió? —pregunté.

—Se me olvidaba que no eres de aquí... Pasó hace mucho, mucho tiempo. Pero lo cierto es que —sacó una caja con bolsitas de té—, debido a lo que le ocurrió a Joe padre... —Me miró, asintiendo—. Sí, creo que podría gustarte la historia.

Y, de ese modo, Clem Silver me contó la historia de la inundación del treinta y siete, cuando él era un niño pequeño. Su familia vivía junto al río, tres casas más abajo de la de Marcella y Joe, donde actualmente vivían los Palomarino. Clem desapareció y nadie lograba dar con él. Todos fueron evacuados excepto sus padres, que lo buscaban como locos. El caudal del río creció y, justo cuando su madre lo encontró, examinando detenidamente una telaraña detrás de un montón de leña, el agua se lo arrancó de las manos y lo arrastró río abajo, hasta que desapareció de su vista.

—Recuerdo los gritos de miedo de mi madre. Entonces las turbulentas aguas me inundaron los ojos y las orejas y, a continuación, se produjo una paz gloriosa, algo que no había sentido nunca. Y sobre mí estaba aquel hermoso rayo de luz.

»Seguro que has oído alguna historia acerca de lo que se siente cuando uno está a punto de morir, lo de ir hacia la luz y todo eso. Pero en mi caso, al estar en el fondo de aquel río oscuro, la luz era lo único que veía, lo único que quería ver, y me condujo hacia la superficie, hacia el aire, no hacia un encuentro celestial, sino hacia muchos más años de vida, lo que me vino de perlas.

»Pero te voy a decir una cosa, Ella Beene: aquel día estuve a punto de ahogarme y nunca en mi vida había sentido tanta paz. Llevo toda mi existencia tratando de revivir aquella sensación y creo que, por raro que pueda parecer, admitámoslo, yo soy raro, se mire como se mire, ése es el motivo por el que me instalé en este bosque. Porque es lo más cercano a estar en el fondo de aquel río que he encontrado.

—¿Sentiste paz allí abajo?

—Sí —contestó, cruzándose de brazos—. Sé que parece extraño, pero así fue.

Contemplé su mentón cubierto de vello, sus húmedos ojos claros.

—Gracias por contármelo —le dije, desviando la mirada. Eché un vistazo a mi alrededor, tratando de no tartamudear—. Desde luego, en este lugar se respira paz.

Me dijo que su ex mujer no podía soportar vivir con tan poca luz.

—«Eres artista. ¿Lo lógico no sería que trabajaras en un estudio lleno de sol?», me repetía constantemente. Supongo que fui un poco testarudo al negarme a moverme de este lugar, como un percebe en la roca. Pero agradezco mucho los rayos de sol que se abren camino hasta aquí. Lo que más me interesa son los contrastes. Aquí percibo mejor la luz, destilándose como un elixir. La oscuridad nos obliga a concentrarnos en lo importante y deja que lo irrelevante se esfume. Como charla de artistilla no está mal, ¿eh? Voy a enseñarte tu mapa, Ella Beene. Supongo que habrás venido a eso.

Seguí a Clem, Petunia y Jerry hacia el estudio, un lugar que ya se parecía más a la cabaña destartalada en la que había imaginado que viviría. El mapa estaba encima de la mesa, entre pinturas, latas de refresco y ceniceros llenos a rebosar.

Lo levanté para mirarlo mejor. Era del estilo de esos mapas del tesoro que hay en los cuentos y, en él, estaban marcados los lugares mágicos en colores y texturas naturales y fastuosos al mismo tiempo.

—Es perfecto. La idea de Life’s a Picnic cobra vida gracias a este mapa.

—Entonces, ¿te gusta? —Clem se rió por lo bajo—. ¿Empiezo a hacer las copias?

—Me encanta.

Lo abracé, abracé a aquel viejo mago que olía a humo de tabaco concentrado y aguarrás, que sabía lo bastante de alquimia como para haberse metido en mi cabeza y haber logrado plasmar en papel lo que yo había estado buscando aun sin saberlo, y que me había contado una historia que, curiosamente, había hecho que me sintiera mejor.

Salí de la acogedora tibieza de la casa de Clem y mi mente se frenó para empaparse de la serena quietud que me rodeaba, sentirla y verla de verdad, de un modo que no me había sido posible en mi apresurada llegada. Una alfombra de agujas secas cubría el estrecho camino, amortiguando mis pasos. El inclinado sendero era una maraña de densa hiedra, helechos, aralia de California, oxalis, moras y roble venenoso. Los laureles, los abetos de Douglas y los robles negros parecían más arbustos que árboles al lado de las secuoyas, tan altas que tenía que echar el cuello hacia atrás para ver el reducido cuadrado azul de cielo que se recortaba más allá de las copas, en aquel mundo de sombras.

Las casas, aferradas a la colina, parecían casas de hobbits, con sus ventanas diminutas, iluminadas en la oscuridad de la tarde. Dos cabañas se habían derrumbado con parte de la colina, probablemente hacía años. La hiedra se había apoderado de sus muros. Una de ellas se había quemado poco antes; negra por dentro, como los tocones calcinados de las secuoyas, recuerdo de incendios ocurridos tiempo atrás. Algunos de aquellos lugares eran preciosos; casas de verano bien cuidadas a pesar de haber sido construidas en el siglo pasado y otras más modernas, con muchas ventanas y tragaluces que dejaban entrar los escasos rayos de sol que se filtraban entre los árboles.

La hiedra trepaba y colgaba de los árboles como si se tratara de algas. Una zona umbría y muy tranquila.

Como si estuviera bajo el agua.

Hacía casi tres meses que Joe había muerto. ¡Tres meses! ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que no fuera a verlo nunca más secarse el sudor de la frente con el dorso de la mano en el huerto, sonriendo de oreja a oreja, o doblado, enfocando algo con su cámara como diciendo «Párate y contempla el momento»? O haciendo malabarismos con las naranjas en la tienda. ¿Teníamos naranjas en la tienda nueva? Joe se habría acordado de las naranjas.

Y luego estaba la forma en que cogía a Annie y a Zach de una sola vez, cada uno en un brazo, y cómo ellos se reían, gritando «Papi, papi, papi», locos de felicidad. La forma en que los hacía dar vueltas por la habitación o se ponía de rodillas para trotar con ellos sobre la espalda, cantando una vieja canción del abuelo Sergio: «¡Arre caballito, que vamos a Leonis a por macarrones, así que venga, arre caballito... arre!», y justo entonces los lanzaba al aire.

¿Estaría mirando desde algún sitio? ¿Sabría lo de la tienda? ¿Estaría de acuerdo? ¿Se sentiría feliz, aliviado, cabreado? ¿Le habrían dado libertad para reencarnarse o para alcanzar el nirvana o para convertirse en un ángel o lo que fuera que se suponía que ocurría?

En aquella espesura, comprendí por qué se solía utilizar el adjetivo «encantado» asociado a «bosque». En mitad de una naturaleza tan imponente, con tantos años de antigüedad, uno tenía la sensación de que el lugar era algo místico, sobrenatural. Donde a uno le parece que las partículas de luz que se filtran son algo celestial o ve en otras la mano de una hechicera. El aire olía a albahaca, a arcilla, a lumbre, a agujas de pino y niebla, pese a que la temperatura era agradable y hacía sol... y mucho más arriba de donde yo estaba.

Recordé que una vez había leído que los científicos habían descubierto copépodos entre las secuoyas, unos pequeños crustáceos que formaban parte de la dieta de las ballenas barbadas. Nadie sabía exactamente cómo habían llegado hasta allí, pero era fácil de imaginar. Igual que pensar que los gorriones que revoloteaban a mi alrededor podían ser un banco de pececillos. Era la clase de lugar que invitaba a soñar. Yo podría haber estado paseando por el fondo del mar y Joe pasar nadando por allí.

¿Cuánto hacía que no veía una casa? ¿Dónde estaba? Allí estaba yo, fantaseando con que veía a mi marido muerto nadando por un bosque, cuando tenía una tienda llena de comida que vender y familiares esperando, por no hablar de mi cordura. No quería ser la mujer que fue a buscar un mapa y se perdió en el camino de vuelta. Pero ¿de qué iba todo aquello en realidad? Me había pasado varios meses con la reforma, un nuevo comienzo que, en realidad, era también un intento de conservar una parte de Joe. Tener un proyecto, estar ocupada, distraída me había hecho mucho bien. Representar el papel de una secuoya que se eleva hasta el infinito, como si pudiera tocar el sol. Pero una parte de mí quería esconderse bajo las frondas de los helechos y dormitar con las babosas.

El crujido de una rama me hizo levantar la cabeza. En el camino, una cierva me miraba con sus enormes ojos negros como la tinta. Otro crujido reveló que sus dos cervatillos estaban detrás de mí, con sus manchas blancas que se iban difuminando con la llegada del otoño y sus patas todavía frágiles, como el tallo de una copa de cristal. Me quedé muy quieta mientras la mamá cierva me miraba fijamente. «Sé cómo te sientes —quería decirle—. Tú y yo somos iguales.» Pero me di cuenta de que me consideraba una intrusa, alguien que se interponía entre sus pequeños y ella. No me moví. Ella debió de hacerles alguna señal, porque los cervatillos cruzaron el camino brincando justo delante de mí, tan cerca que podría haberlos tocado con la mano, y los tres se internaron en la espesura, colina arriba.

Regresé corriendo a la tienda. Con Annie y Zach.