51
Donna María estaba de pie en su flamante porche cuando Katie se aproximó a su casa. El viento fresco hizo crujir su falda, estremeciendo a Katie.
—Te he estado esperando —dijo la anciana.
Aunque Donna María nunca habló de que hubiera escuchado algo de la masacre de Mikkado, durante mucho tiempo Katie no pudo desprenderse del hecho de que la mujer le recordaba a la señora Marković, la mujer que había hecho una visita al campamento y había hablado tan crípticamente el mismo fin de semana del desastre. En muchos aspectos ambas mujeres eran parecidas (mayores y de piel suave, propensas a las declaraciones desconcertantes y al uso del jabón de lavanda). Pero se diferenciaban al menos en una cuestión significativa: Donna María nunca asustó a Katie. La parte de ella que seguía siendo Janeal comparaba a la señora Marković con un ser repulsivo como el que más, y demasiado extraña para ser considerada amigable.
Donna María tomó a Katie de la mano y la guió hasta una silla plegable tambaleante. Katie oyó polillas revoloteando contra el cristal. Supuso que era la ventana de la cocina. Donna María se sentó también, en una silla que rechinó.
—Tienes más problemas —dijo Donna María.
Katie tocó el nudo de su chaqueta.
—Detesto venir sólo por problemas.
—Bah. Tú vienes por cualquier razón, hija.
Katie estiró los pliegues de la chaqueta sobre sus manos frías.
—Una nueva residente vino hoy a la casa. No había pasado ni una hora de su llegada y ya le estaba contando mi historia.
—Entonces ella está más capacitada que yo para sacarte cosas.
—No creo que sea eso. Es más bien que ella y yo tenemos un vínculo. Como si la conociera desde hace mucho.
Los tablones detrás de Donna María comenzaron a golpear rítmicamente. Debía estar sentada en una mecedora.
Segundos después la viuda dijo:
—Como hermanas.
Katie no había pensado en Janice como una hermana, aunque la comparación podía servir. Sin embargo la palabra hizo a Katie consciente de que no había pensado mucho cómo iba a explicarse. La ridiculez de sus pensamientos íntimos le resultarían embarazosos una vez dichos en voz alta.
—Suéltalo, hija.
—Hermanas idénticas —dijo Katie—. Casi… la misma persona.
Esperó que Donna María se riese, o que la desafiara. No hizo ni lo uno ni lo otro.
—¿Qué te hace pensar que tú y esa mujer son tan parecidas?
—Me llevará un tiempo explicarlo.
Donna María palmeó el dorso de la mano de Katie.
—¿Ves? Ésta es la razón por la que no tenemos tiempo para una pequeña charla.
Aquello hizo sonreír a Katie.
Con frases atropelladas, Katie explicó la preocupación de Janice con su anillo, y comprendió que primero tenía que explicar que su nombre verdadero no era Katie, y por qué. Acabó con ello y empezó a retomar la observación de Janice sobre Robert, y entonces supo que nunca le había hablado a Donna María de él, y menos aún de que él se había dejado caer en la casa casualmente cerca de la llegada de Janice. Todos aquellos detalles se tomaron su tiempo para ser desenredados. Fue una narración hacia atrás, poco directa. Donna María la dejó hablar sin interrupciones.
—No estoy segura de lo que trato de expresar —acabó Katie.
—Piensas que tú y Janice son la misma persona. Esta Janeal.
Declarado con aquella franqueza, la idea causó a Katie algo de pánico. ¿Quería decirlo de esa manera? No estaba segura.
—Sé que yo soy Janeal. Pero Janice es una incógnita.
—¿Le has preguntado?
Katie soltó una risotada.
—¡No! Podría perder el dinero de mis donantes si corriera la voz de que voy preguntando cosas como esa —su humor se calmó—. Pensarían que tengo un desorden psicológico. Un trastorno de personalidad o algo así.
Donna María no replicó.
—No crees que…
—Lucille entrevistó a Janice, tú lo dijiste.
Asintió con la cabeza y añadió:
—Yo estaba con ellas.
—Entonces Lucille puede confirmar que…
—¿… que estábamos las dos en la habitación? ¿Cómo propones que le pregunte tal cosa?
—Los problemas difíciles demandan preguntas difíciles.
—¡Donna María!
—Puede ser tan sólo una extraña coincidencia, Katie.
—Estaría dispuesta a considerar esa posibilidad si Robert y Janice no hubieran llamado a mi puerta con pocos días de diferencia entre uno y otro. Eso ya es suficiente coincidencia, ¿no te parece?
—He tenido experiencias más extrañas a lo largo de mi vida.
—¿Y si Janice es una impostora?
—Sí. ¿Y si lo fuera?
—¿Cómo había podido saber qué era mi tatuaje? ¿Cómo supo que se lo enseñé a Robert?
—Quizá no hablaba de tu Robert.
—Él no es mío.
—O quizá ella conozca a Robert.
—Él no tiene idea de quién es ella.
—Entonces ambos te la están jugando.
Katie se dio por vencida.
—¿Por qué lo harían? ¿Robert y una mujer a la que no he visto en mi vida?
—Así que hay dos opciones: ella es una completa extraña o tú y ella son la misma persona.
—Tiene que haber otras opciones. Quizá la conozco de algún otro lugar. ¡Pero una persona no puede habitar en dos cuerpos! Es una locura.
La viuda se quedó en silencio.
Katie bajó la voz.
—Perdón. No quería ser tan dura. ¡Pero escucha lo que estamos diciendo!
—He visto cosas más raras, hija. He visto milagros. He visto la mano de Dios trabajando en todo el mundo.
La quietud se impuso entre ellas y Katie esperó su explicación.
—«Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job…?» La brisa se llevó sus palabras.
Katie esperó a que dijera algo más, y cuando no lo hizo anticipó algún sentido:
—Yo no soy Job.
—«Y respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde?»
Ahora Donna María sonaba más a la señora Marković que lo que Katie recordaba. Se estremeció.
—No lo entiendo.
—¿Quién puede imaginar lo que Dios y Satanás discuten? Ciertamente Job no tenía ni idea de que Dios estaba jugando con su vida —dijo Donna María—. ¿Qué otros tratos pudieron romper, involucrándonos? Cuéntame otra vez lo que pasó esa noche.
—Sanso me encontró frente a la casa de reunión. Le seguí escaleras arribas…
—Antes de eso.
—Encontré el dinero en el armario de papá. Vi la casa en llamas.
—No, más pronto.
Katie torció el gesto y puso sus dedos en las sienes.
—¿Cuándo fui con Sanso?
—Había una visitante en tu campamento. Te habló.
—¿La señora Marković? —Katie buscó en su memoria. ¿Le había hablado a Donna María de ella? Hubiera podido jurar que no lo había hecho antes.
—¿Qué dijo?
—¿Cuándo te hablé de ella?
Donna María puso su mano suavemente sobre la de Katie. Esta vez se rió, y los dedos de Katie sintieron un hormigueo como si hubieran estado dormidos.
¿Por qué Donna María eludiría aquella simple pregunta que tanto le costaba a Katie para rememorar la conversación que había olvidado hacía tanto? Pero la sensación eléctrica en sus dedos trajo a la mente el tacto electrizante de la señora Marković, la conexión que parecía dividir su cabeza en dos, y la energía estática que cargaba el aire de la sala de juegos, restallando como un látigo. Katie no experimentó un dolor de cabeza como aquel ahora, sólo el calor de la suave piel de Donna María.
—Siempre has sido mi favorita —susurró la anciana—. Una buena chica. Ahora, el demonio… bueno, él habría puesto su apuesta en el otro lado.
Katie retiró su mano, alarmada.
—¿Qué quieres decir?
—Hay dos cámaras en cada corazón —dijo Donna María.
Katie lo recordó. Respiró fuerte.
—Una para Judas y una para Juan. Ella dijo que una debía salir o ambas morirían.
El sonido de la mecedora de Donna María sobre los débiles tablones del porche cesó.
—Al parecer Dios lo organizó para que ambas vivieran.