64

Janeal salió como una exhalación de la casa capturando un reflejo de sí misma en el espejo del recibidor por el camino. Tenía una pinta horrible. Sus ojos castaños eran del color de una turbia alcantarilla. Plano y enfermizo. No se había lavado el pelo en dos días y le salía a mechones grasientos del pasador. La ropa nueva no le quedaba nada bien.

Janeal desvió la mirada. Aun peor que su apariencia física era el estado de su corazón, que frenaba y aceleraba a un paso tan espasmódico que se sentía desfallecer.

Tengo que irme. La odio. Me odio.

Pero sabía que no todo era verdad, que no odiaba a otra persona más que a Janeal Mikkado, Jane Johnson, Janice Regan… a la bestia en la que se había convertido voluntariamente. Era miserable, y solitaria, y estaba destrozada, y todo lo demás que Katie había dicho que era. Bien, sabia Katie, que desde el principio había hablado solamente de la verdad.

Janeal nunca quiso ser otra persona más que ella misma. Nunca. ¿Cuál había sido el error? ¿Qué tenía de malo aquello en lo que se había convertido?

Murmuraba para sí misma mientras se dirigía al coche.

—Ella no es nadie, nadie, nadie. Yo hice lo correcto. Lo hice. Fue lo mejor. Estoy bien.

Pero muy dentro de ella ni siquiera Jane Johnson podía pretender que Janeal se encontraba bien. Estaba dividida, aún peor que con un trastorno de identidad, en contra de sí misma y (lo que era peor) enfrentándose a la posibilidad de que su otra yo fuera superior, más sabia y poderosa en todos los sentidos.

¿Y qué si eso era verdad? ¿Y si Janeal había alcanzado, de hecho, la cumbre de su poder mientras que Katie aún podía aspirar a algo mejor? ¿Y si Janeal pasaba el resto de su vida huyendo de horrores que ella misma había creado, teniendo que malgastar una preciosa energía conspirando contra gente como Milan, evitando a gente como Sanso y mintiendo a gente como Robert?

Todo por conservar aquella vida miserable.

Las preguntas solamente le entenebrecieron el cerebro.

Buscó sus llaves en el bolso mientras se marchaba por la carretera andando la distancia que le separaba del Kia. Parecía estar mucho más lejos de lo que recordaba. Cuando dobló la esquina, que era un trozo de acera desmigajada que daba paso a un terraplén inclinado cubierto de hierba, paró de pronto. Un agente de policía hablaba con el operador de una grúa que estaba levantando el Kia sobre su remolque.

¿Ya la habían encontrado? ¡Robert había hecho una promesa!

Bajó la cabeza y se giró antes de ser vista. La verdad era que Robert no le había prometido nada.

Se encaminó de nuevo hacia la cabaña sin la intención de regresar, pero sin saber dónde más podía dirigirse. Su mente estaba confusa, su corazón aún palpitaba, y de repente se encontraba en un apuro y sin transporte.

Sin libertad.

¿Alguna vez había sido libre Janeal? Pensaba que había sido así desde que se alejó de Salazar Sanso la primera vez con un millón de dólares de verdad en el maletero del destrozado coche de su padre.

Janeal dejó de caminar. Paró en medio de la carretera y se preguntó qué hubiera sido de su vida si nunca se hubiera marchado con Sanso la primera noche que se acercó a ella en la colina.

Un destello dorado y fucsia tiró de su mirada hacia la casa frente a la que se encontraba. Una mujer estaba sentada en el porche en una mecedora. El sol del atardecer se reflejaba en su falda de colores vivos, que fue lo que le había llamado la atención. La ropa le sonaba familiar.

También las manos arrugadas y morenas enlazadas sobre su ancho vientre. Y la larga cabellera gris cepillada con suavidad sobre el pecho de la mujer hasta su regazo. Le sonrió a Janeal, una sonrisa que bien podía haber estado corrompida por la edad, pero que en vez de eso estaba entera y era sobrenaturalmente brillante.

La señora Marković.

Hay dos cámaras en cada corazón, una para Judas y otra para Juan. Una de las dos debe desaparecer o ustedes dos morirán.

La bocina de un coche gritó detrás de Janeal. Se giró para verlo de frente. El impaciente conductor se encogía de hombros como si dijera: ¿Vas a quedarte ahí todo el día?

Sin aliento, Janeal se apartó tres pasos de su camino, tres pasos hacia la señora Marković, que tendría que llevar mucho tiempo muerta.

El conductor hizo el intento de acelerar agresivamente y Janeal le ignoró. Regresó la vista al porche, donde una mecedora vacía se balanceaba ahora.

Esta vez Janeal no la dejaría marchar tan fácilmente. Atravesó rápidamente la valla metálica de la entrada al patio y corrió por el sendero hasta la silla bamboleante, y golpeó la puerta que había detrás. Como nadie contestaba, presionó su frente contra los cristales intentando detectar movimiento allí dentro. Golpeó la puerta de nuevo.

—¿Hola? ¿Señora Marković?

Janeal podía tener mucha paciencia cuando se lo proponía. Así que perseveró.

Después de unos cuantos minutos la puerta se abrió. Una mujer joven con un bebé en cada cadera miraba a Janeal. Uno de los bebés lloraba. El otro observaba a Janeal con curiosidad.

—No quiero lo que sea que esté vendiendo. Sólo quiero que estos dos duerman una siesta de más de cinco minutos.

—Necesito hablar con la mujer que estaba en su porche.

—¿Qué mujer?

—La señora Marković. Estaba justo aquí.

—No hay nadie aquí con ese nombre.

—La vi…

—Yo no sé lo que vio, ¿vale? No sé quién era esa mujer o por qué estaba aquí o dónde puede encontrarla.

El bebé que lloraba estaba armando un buen escándalo. El otro balbuceaba y le ofreció a Janeal un mordedor como un regalo.

Ella le miró y le dijo a su madre:

—Lo siento, les desperté.

La mujer arrugó la boca.

—Si no hubieras sido tú hubiera sido cualquier otra cosa.

Janeal desvió la mirada al niño descontento.

—¿Son gemelos?

—Sí. Lo mismo que los ángeles y los demonios. Mira, me tengo que ir.

Y cerró la puerta.

Janeal se quedó inmóvil en el porche durante todo un minuto antes de que el timbre de su teléfono la arrancara de sus pensamientos.