8

A pesar de las instrucciones de su padre, Janeal no ayudó a Verónica con la comida aquella noche, ni tampoco se puso unos zapatos aceptables. En vez de eso se saltó la cena, porque casi le llevó tres horas escribir la carta que tendría que dejar para Jason, la carta que explicase lo que había decidido hacer y por qué. Aunque había esperado pacientemente para arrastrarlo afuera y hablar con él cara a cara, los ancianos no habían dejado de hacerle compañía desde que llegaron a la hora de la cena y ella no se atrevía a mencionar a Sanso o al dinero frente a ellos.

—Podemos hablar a cualquier hora esta noche —le dijo él, poniendo una mano sobre su brazo cuando ella le pidió que hablasen en privado—. Pero estos hombres necesitan mi atención ahora para que puedan volver con sus familias.

Pero las horas del reloj pasaban, y sabía que sería afortunada si podía ver a Jason antes de que terminase la partida de póker semanal de los lunes. Si era capaz de participar aquella noche. A veces estaba tan ocupado que no llegaba a tiempo.

Al no estar segura de cuándo se presentarían los «lacayos» de Sanso, Janeal sabía que no podía esperar mucho más a que él estuviera listo.

Se decidió: se marcharía con Sanso aquella noche. Para salvar a su padre tendría que abandonarle.

Una vocecita en el fondo de su mente le dijo que en realidad estaba haciendo lo que ella deseaba. Había encontrado la excusa para abandonar el campamento y podría reivindicar que su huida ayudaría a su padre en vez de herirlo. Al final podría justificar sus propios deseos sin admitir otra verdad: que quería el dinero de Sanso, que se sentía atraída por su personaje de chico malo, que…

Janeal silenció la voz.

Aunque la mayor parte de las caravanas se quedaban en Albuquerque durante la semana, la de la cocina regresaba para ser limpiada cada fin de semana, y se aparcaba detrás de los garajes, donde había acceso al agua corriente y espacio para desordenar sin ofender a nadie. La gran estructura guardaba el Lexus de su padre, que él apenas utilizaba, el equipamiento que la kumpanía necesitaba para reparar máquinas y autos y tanques de gasolina para otros vehículos.

Tanto ella como el resto de cocineros solían dejar el tráiler aparcado un día o dos antes de arremangarse y ponerse a fregar.

Aquella noche, sin embargo, Janeal limpió uno de los grasientos mostradores donde preparaban la comida, decidió que aquel horripilante encuentro con la señora Marković solamente había sido una desafortunada señal de su caída inminente hacia la demencia y después escribió a su manera tres borradores de explicaciones inadecuadas sobre por qué había huido con Sanso antes de decidirse por uno que tuviera sentido.

Fueran cuales fuesen las consecuencias a corto plazo con la DEA, al menos al final no matarían a Jason Mikkado. Tampoco matarían a Salazar Sanso. Ella lo creía así, le escribió a su padre, o no se habría ido.

La atracción por el dinero y la vida fuera de la kumpanía fueron una ocurrencia de última hora que no mencionó.

Se enredó tanto en la explicación que no se dio cuenta de que se le estaba yendo la luz del día hasta que la puerta trasera de la caravana se abrió y un enorme rayo de luz irrumpió en el apestoso interior.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Robert entró acompañado por Katie.

Janeal se afanó en juntar todas las hojas de la carta y doblarlas. Se metió los papeles en el bolsillo trasero. Tenía que regresar a la casa comunitaria, donde su padre y ella tenían sus habitaciones.

Robert se dio cuenta de sus gestos (sus ojos se dirigieron al bolsillo, el lápiz partido, los fajos de papeles descartados en el suelo), pero no dijo nada.

—Sigues desapareciendo —dijo Katie—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —murmuró Janeal frunciendo el ceño hacia Robert. No estaba dispuesta a confiar en él después del modo en que le había respondido aquella tarde—. Necesitaba un poco de espacio.

—O un condenado escondite de los bandidos gajé —dijo Robert—. Pero no creo que el perímetro del campamento sea tu mejor baza.

Janeal se giró para responderle a la cara pero contuvo su lengua cuando que vio que no se estaba burlando de ella. Miró a Katie. Ella tampoco estaba de broma. ¿Le había contado Robert su historia? ¿La creían?

¿Acaso le importaba?

—¿Qué hora es? —preguntó.

Robert miró su reloj.

—Son más de las diez.

—¿No tienen nada mejor hacer? ¿Jugar al póker con los hombres?

—Muchos de ellos fueron a ver un torneo en Río Rancho. No quisimos ir.

Ella deseó que lo hubiesen hecho. El fajo de billetes que había tomado a primera hora de la tarde estaba en su cuarto. Cinco mil dólares. Los recogería cuando regresase a dejar la nota para su padre.

Robert la miraba perplejo. Se apoyó contra el mostrador agobiándola.

—Katie y yo queremos oír más de lo que te pasó anoche.

La petición directa enfadó un poco a Janeal. ¿No le había contado ya lo suficiente? ¿Qué más quería saber?

—Me pasé de la raya esta tarde —dijo Robert.

—No, no lo hiciste —dijo Janeal, aunque pensaba que sí lo había hecho.

—Oh, sí que lo hizo —insertó Katie—. Me contó lo que dijo. Fue un completo pazguato.

Janeal se aclaró la garganta, preocupada por si Robert había mencionado también de paso sus acusaciones sobre ellos dos. Estaba pensando en quitarle importancia cuando Robert intervino otra vez, quizá previniendo que Janeal abriese otra caja de Pandora.

—¿Encontraste el dinero? —preguntó Robert.

—Lo hice.

Katie se puso la mano sobre la boca. Robert aparentó sorpresa.

—¿Dónde está?

Janeal frunció el ceño.

—¿Ahora quieres saber?

—Mira, estoy intentando disculparme.

Ella recogió los trozos de papel del suelo y los tiró en una olla de caldo. Sacó una caja de cerillas de un cajón cercano al horno y encendió uno, y después lo arrojó a la olla.

—¿Cuánto hay? —preguntó él.

—Un millón.

—¡Un millón! —repitió Katie como un eco—. Todas aquellas preguntas que nos hiciste esta mañana… ¿Te dijo él que había tanto? ¿Por qué no dijiste nada?

—Dije muchas cosas. —La diversión se hizo un hueco en la irritación de Janeal.

Katie sacudía la cabeza. Puso una mano en el brazo de Robert y se inclinó hacia él.

—Si esos gajé han amenazado la vida del rom baro

—No podrán hacerle nada a mi padre.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Katie.

—Me he ocupado de todo.

—¿Qué quieres decir? Dinos qué pasó.

Los legajos desechados por Janeal ardieron en segundos. Janeal no tenía tiempo para explicárselo todo, y aunque lo tuviera no sabía si quería. Se escurrió entre ellos en el pequeño espacio e intentó alcanzar la puerta.

—Janeal —suplicó Katie—. Por favor, no te vayas. Dinos qué podemos hacer para ayudar.

—Nada.

—¿Dónde vas?

—Ahora va a ponerle gasolina al coche y conducir hasta Nueva York —la observación de Robert no era una pregunta, y Janeal vio algo entre miedo y acusación saliendo por la comisura de sus labios—. ¿O era a Grecia?

—Por supuesto no lo hará. Ama demasiado a su padre para hacerle eso, ¿verdad, Janeal?

Los ojos de Janeal aún estaban fijos en los de Robert. ¿Acaso podría haber adivinado que ella lo abandonaría? ¿Quería que lo hiciese?

—Va a darle ese dinero a quien sea que lo requiere para que su padre esté bien, para que nosotros estemos bien, para que toda la kumpanía esté bien. ¿No es eso?

Janeal bajó la mirada.

—Es un poco más complicado que eso.

—¿Cómo de complicado? —le desafió Robert. Cuando Janeal intentó salir él se interpuso y le agarró la muñeca—. ¿Por qué no nos lo explicas?

Katie se acercó y tocó la mano de Robert, instándole silenciosamente a que dejara marchar a Janeal. Él lo hizo.

Desde la parte trasera de la caravana Janeal no podía ver u oír nada que se saliera de lo normal en el campamento. Con suerte la gente de Sanso no se haría ver hasta después de la medianoche. Podía pasar aquellas horas a solas, paseando de un lado a otro de su cuarto, o…

Miró a sus amigos. Robert aún parecía enfadado, pero Katie… estaba pálida y miraba a Janeal con tanta preocupación que Janeal decidió explicarle su dilema. En apenas dos minutos le ofreció la versión abreviada.

Katie no creía en la posibilidad de que alguien en la kumpanía hubiera hecho jamás esa clase de atroces negocios con Sanso. Robert no expresó su opinión sobre el asunto. Janeal interpretó su silencio como comprensión. Explicó su miedo a lo que el gobierno pudiera hacer con su padre cuando no pusiera ni a Sanso ni el dinero bajo su disposición. Pero su miedo era aún mayor, sin embargo, cuando pensaba en lo que le podía pasar a su padre si Sanso no se salía con la suya.

—Me voy a ir con él —dijo ella en un susurro apenas audible para que ellos lo escucharan. No miró a ninguno de sus amigos.

—No puedes —susurró Katie—. Janeal, ¿y si te mata?

—No creo que lo haga —dijo ella.

El asco arrugó la cara de Robert.

—¿Por qué no? ¿Porque ya lo has hablado con él? ¿Ya han hecho planes?

Janeal se giró hacia él.

—¡Estoy haciendo lo que haga falta para salvar la vida de mi padre!

—¿Cómo va a ayudar a tu padre que te largues con ese animal? —preguntó Robert—. Es lo que tú deseas, Janeal, y no tiene nada que ver con tu padre, o con nosotros, o con ninguno de esta comunidad.

—Ese hombre le matará; ¿no lo entiendes? Si piensas que tengo ideas egoístas en la cabeza…

—¿Por qué debería pensarlo, Janeal? ¿Qué te ha prometido a cambio de que le devuelvas el dinero? ¿Una parte? ¿Un coche elegante? ¿Su cama?

Janeal se puso la mano en el estómago como si acabara de golpearla. No sabía si se sentía más herida por que Robert pensara tan mal de ella o porque parecía que él quería que se marchara lejos.

Controló su respuesta.

—Si me voy con él podré conducir a Sanso hasta la DEA cuando llegue el momento. Podrán recuperar su dinero y la kumpanía recuperará su perdón. Eso vale la pena, ¿no crees? Y la kumpanía me dejaría regresar. Incluso puede que regresa como una heroína. Sin duda, mi padre…

—No sabes lo que ese hombre puede hacer contigo —repitió Katie.

—Puedo manejarlo —dijo con más confianza de la que sentía.

Robert encendió la linterna y la empujó a un lado para saltar el primero de la caravana.

—¿Qué estás haciendo?

—Creo que el rom baro debería tener algo que decir en lo que tú has decidido, teniendo en cuenta que tus amigos no.

El temperamento de Janeal se encendió.

—¡No puedes decírselo! Sabes que no me dejará hacerlo.

—¡Exacto! ¿Y eso te importa? —le espetó Robert. Katie al final se puso en pie, luciendo afligida y recelosa de encontrarse en medio de aquel punto muerto.

—¡Harás que le maten! ¿No te importa que siga con vida? Si Sanso no llega a ese dinero…

—No seas ingenua, Janeal. Esto es un problema de la DEA. Dejemos que ellos lo solucionen. Tú no tienes por qué hacerlo. Tampoco tu padre.

—¡Ellos le tienen con cargos por tráfico de drogas!

—Según Sanso.

—Bien, ¿por qué si no la DEA habría elegido a mi padre para el trabajo? ¿Y por qué habría él accedido a ir adelante con su plan?

—¿Por el dinero? No lo sé, Janeal, pero esto no es algo que tú debas llevar a solas. Deja que sea el gobierno quien proteja a los suyos.

—Lo harán. ¿No lo entiendes? ¿No tienes idea de cómo pudo Sanso averiguar lo de la trampa en primer lugar? Ellos protegerán a los suyos, pero mi padre, tu rom baro, ¡no es uno de ellos!

Katie abrazó a Janeal. Ella la apretó, con las cejas alineadas expresando preocupación. En vez de aceptar la simpatía de su amiga, Janeal sentía cómo se inclinaba hacia el borde de un precipicio. Decidió dejarse caer.

Nadie la entendía, ni siquiera ellos dos, que la habían estado apartando tan poco a poco de su círculo que no se había dado cuenta hasta hoy. Ya no le importaba que no la comprendiesen, que no la necesitasen.

Janeal se deshizo del abrazo y le lanzó una mirada fulminante a Katie.

¡Y Robert! Si realmente tenía la intención de informar a su padre de lo que había hecho, de lo que había planeado hacer, sería mejor que fuese a la casa de reunión antes que él. Saltó de la caravana y echó a correr.

—Janeal, espera.

Ella no quiso esperar. Escuchaba los pies de Robert golpeando el polvo mientras giraba para seguirla. Ignoró sus intentos de que razonara y las súplicas de Katie para que aflojara el ritmo. En vez de eso se puso a pensar en cómo Robert la atajaría cuando se encontraran a menor distancia de la casa de reunión. Seguramente tendría que dejarle ir hacia su padre.

Ella, por otro lado, podría ir directamente hacia las llaves de su coche. Saldría del campamento y llamaría a Sanso desde Albuquerque, haciendo que se encontrara con ella allí.

Como había anticipado, Robert aceleró hacia la casa de reunión como un pequeño chivato. Por primera vez Janeal sintió asco por su novio. Katie podía quedárselo si quería. Janeal se dirigió al garaje. Necesitaría unos cuantos litros de gasolina. Katie vaciló y después siguió a Janeal.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Qué es lo que parece? —dijo mientras se llevaba una lata roja de la balda.

—¿Adónde irás?

—A ningún sitio que le importe a nadie de aquí. —Abrió la puerta lateral con la palma de la mano y se dirigió a la cocina de la casa de reunión. Guardaba las llaves en un gancho de la puerta. Apenas unos cientos de kilómetros y el depósito de propano que calentaba sus reservas de agua se interponía entre ella y la huida.

—Janeal, por favor. —Katie sujetó fuertemente el hueco del codo de Janeal.

—¿Qué? —Janeal tiró de su brazo.

Las dos se miraron a la cara en la oscuridad. Janeal escuchaba el sonido de los hombres gritando a cierta distancia. Se dijo a sí misma que debía ser una discusión sobre un juego de cartas en una de las tiendas más lejana.

Katie apartó la mirada.

—Te irás, y él se quedará sin ánimos para liderarnos, Janeal. Se retirará y dejará las decisiones a alguien como Rajendra, y entonces…

—Mi padre no es un pelele. Y si no me voy, morirá. —O sería empujado hasta la cárcel por el mismo gobierno que había intentado conseguirle un indulto. ¿Y entonces qué? Entonces la kumpanía se quedaría sin líder y ella se quedaría sin padre y él sin familia… ¿y cómo iba a ser eso mejor que lo que ella estaba planeando?— ¿Qué te costaría escucharme?

Janeal se precipitó a la puerta de la cocina que Robert había dejado abierta de par en par. Dentro, con la lata de gasolina en su mano izquierda, tomó las llaves de los ganchos, las guardó en el bolsillo de sus pantalones vaqueros y dio la vuelta para regresar. Toda la maniobra no le llevó más de tres pasos. A través del marco de la entrada de la cocina vio a Katie aún de pie en el gran espacio vacío entre el garaje y la casa de reunión. Sin embargo, miraba más allá de Janeal, hacia los gritos. El ruido la hizo parar. ¿No había dicho Robert que los hombres se habían ido a un torneo de póker?

No le importaba especialmente.

Janeal olió el humo. Era más de químicos que de madera, y se preguntó fugazmente qué podría causar…

El sonido de unos pies huyendo a la desesperada llegó desde el fondo del vestíbulo. Entre las voces de los hombres se escuchaban los gritos de las mujeres.

La puerta entre la cocina y el comedor se abrió con tal fuerza que golpeó la pared y rebotó. Robert la golpeó mientras se dirigía hacia Janeal sin perder el ritmo.

—Vete —le gritó.

Janeal no se movió.

—¡Vete!

La alcanzó en ese mismo momento y la empujó hacia la entrada con tanta fuerza que ella tropezó con el gran escalón de hormigón. Se le cayó la lata de gasolina con un gran estrépito y se bamboleó hasta enderezarse. Él la agarró por el brazo y casi se lo arranca.

—¿Qué estás…?

—¡Katie! —Robert levantó el brazo y lo agitó en su dirección—. ¡Katie, muévete!

Ella lo vio y entonces dio un paso en su dirección.

—¡No! ¡Corre!

Janeal había ajustado al fin su paso al de Robert y ambos se apresuraron hacia Katie.

—¿Qué ha pasado?

Robert agachó la cabeza y apretó el paso.

—Los amigos de tu gente se me adelantaron.