Capítulo 6

A Leaphorn le pareció evidente que la persona que con mayor probabilidad le contaría algo interesante sobre Catherine Anne Pollard sería Richard Krause, su jefe, el biólogo encargado de desentrañar el origen del último brote de peste detectado en la reserva. Toda una vida dedicada a buscar personas en el enorme espacio vacío de Four Corners y unas pocas llamadas telefónicas convencieron a Leaphorn de que Krause se encontraría incomunicado en algún lugar remoto. Había intentado localizarle en cuanto estuvo de vuelta en Window Rock tras la visita a Santa Fe. Volvió a intentarlo el día anterior antes de salir de Flagstaff en coche. A estas alturas no sólo tenía el número memorizado sino que le bastaba con pulsar el botón de rellamada. Descolgó el teléfono y lo pulsó.

—Sanidad — contestó una voz de hombre—. Al habla Krause.

Leaphorn se dio a conocer.

—La señora Vanders me ha pedido...

—Ya lo sé —interrumpió Krause—. Me ha llamado. Quizá no le falte razón. En empezar a preocuparse, quiero decir.

—Así pues, ¿la señorita Pollard aún no ha vuelto?

—No —dijo Krause—. La señorita Pollard todavía no se ha presentado a trabajar. Ni se ha molestado en llamar o comunicarse de algún otro modo. Aunque debo decirle que uno aprende a esperar esta clase de cosas de la señorita Pollard. Las normas no fueron hechas para ella.

—¿Hay alguna pista sobre el vehículo que conducía?

—Que yo sepa, no —dijo Krause—. Y a decir verdad, estoy comenzando a preocuparme. Al principio me enojé. Cathy no es una chica con quien sea fácil trabajar. Es muy propensa a hacer las cosas a su manera, no sé si sabe a qué me refiero. Pensé que había descubierto algo que requería más dedicación de la que yo le había pedido. Es como si ella misma se asignara las tareas, ya sabe.

—Sí, sé a qué se refiere —dijo Leaphorn, recordando los tiempos en que Jim Chee era su ayudante. Con todo, le había alegrado verle el día anterior. Era un buen hombre con una mente inusualmente despierta.

—¿Todavía piensa que eso es posible? ¿Que Pollard esté trabajando en algún proyecto por iniciativa propia y que no se tome la molestia de avisar a nadie?

—Podría ser —dijo Krause—. Seguro que no le importaría hacerme sudar la gota gorda durante un tiempo, aunque tantos días...

Le encantaría contarle a Leaphorn cuanto sabía de Pollard y de su trabajo, pero no era el momento indicado. Estaba desbordado, no daba abasto con el trabajo ya que tenía que hacer el de ambos. Pero a la mañana siguiente podría hacerle un hueco en la agenda, y cuanto antes mejor.

Así que Leaphorn se encontró con que lo único que podía hacer era esperar la llamada de Chee. No obstante, aquella mañana Chee estaría conduciendo de regreso a Tuba City desde Flagstaff y, además, no podría consultar el archivo hasta que hubiese resuelto los problemas que sin duda se habrían amontonado durante su ausencia. Suponiendo que Chee encontrara algo interesante en el archivo, lo más plausible era que le llamara por la tarde. Y era harto probable que no tuviera ninguna razón para hacerlo.

A Leaphorn nunca se le había dado bien esperar que el teléfono sonara. De hecho, detestaba esperar en general. Tostó dos rebanadas de pan, las untó con margarina y jalea de uva, y se sentó en la cocina a desayunar de cara al mapa del Territorio Indio que tenía colgado en la pared, junto a la mesa.

El mapa estaba salpicado de cabezas de alfileres rojos, blancos, azules, negros, amarillos y verdes, y de otras formas a las que había recurrido cuando se le habían acabado los colores disponibles. Había ido acumulando alfileres en la pared de su despacho desde el principio de su carrera. Al jubilarse, el tipo que ocupó su puesto insinuó que igual le gustaría conservarlo y él respondió que no comprendía con qué objeto. Pero su sustituto había insistido, y lo cierto era que cada alfiler evocaba un recuerdo.

Los primeros (simples alfileres de costura) los había clavado para determinar los lugares y las fechas en que algún ciudadano había afirmado avistar un avión desaparecido, problema que entonces ocupaba buena parte de su tiempo. Los rojos habían sido los siguientes, estableciendo el trayecto de distribución de un camión cisterna de gasolina que también transportaba narcóticos para sus clientes de la Reserva Checkerboard. Los más abundantes eran los negros, que representaban denuncias de brujería. En lo que a Leaphorn concernía, había perdido toda la fe en la existencia de los skinwalkers

[3] durante el primer curso en la Universidad del Estado de Arizona, aunque nunca había dejado de creer en la realidad del problema que la creencia en ellos originaba.

Había vuelto a casa para pasar las vacaciones, impregnado de la sofisticación y el cinismo recién adquiridos en la facultad. Convenció a Jack Greyeyes para que le acompañara a investigar un supuesto cuartel general de skinwalkers y así demostrarse a sí mismos que se habían liberado de la tradición. Condujeron hacia el sur desde Shiprock, dejando atrás Rol-Hay Rock y Table Mesa, hasta el afloramiento volcánico de feo basalto negro donde, según afirmaban los rumores, los skinwalkers se reunían en una cámara subterránea para celebrar los horrendos ritos de iniciación que convertían a los novicios en brujos. Era una lluviosa noche de invierno, cosa que reducía el riesgo de que alguien les viera y les acusara de ser brujos a su vez. Ahora, pasadas más de cuatro décadas, los chubascos invernales seguían causando escalofríos a Leaphorn.

Aquella noche seguía siendo uno de los recuerdos más vividos de Leaphorn. La oscuridad, la lluvia calándole la chaqueta, el miedo comenzando a insinuarse. Al llegar al pie del promontorio, Greyeyes decidió que aquello era una insensatez.

—Te propongo una cosa —dijo Greyeyes—. No lo hacemos y decimos que lo hemos hecho.

De modo que Leaphorn se apoderó de la linterna, vio cómo Greyeyes se desvanecía en la oscuridad y aguardó a que le volviera el coraje. Mas no le volvió. Permaneció allí con la vista levantada hacia el escarpado otero de roca negra. De pronto se vio enfrentado a un miedo espantoso, y a la certidumbre de que lo que hiciera en aquel momento determinaría la clase de hombre que sería en el futuro. Se desgarró la pernera del pantalón y se hizo un rasguño en la rodilla durante el ascenso. Encontró el agujero que los rumores describían con todo detalle, dirigió la luz de la linterna al interior sin llegar a ver el fondo, y luego fue descendiendo para averiguar adónde conducía. Los rumores hablaban de una sala alfombrada sembrada de trozos de cadáveres, mas sólo encontró montoncitos de arena y las plantas rodadoras del último verano que el viento había llevado hasta allí.

Así vio confirmado su escepticismo ante el mito de los skinwalkers, y más adelante su carrera en la Policía Tribal Navajo confirmó su creencia en el mal que los skinwalkers simbolizaban. Cualquier asomo de duda al respecto se disipó siendo novato en el cuerpo. Tomó a risa la advertencia de que un navajo empleado en un pozo petrolífero creía que dos vecinos suyos habían embrujado a su hija, provocándole una enfermedad terminal.

En cuanto se cumplió el período de cuatro días de duelo prescrito por la tradición, el pocero mató a los brujos con su escopeta.

En aquello iba pensando mientras masticaba la tostada. Ocho alfileres negros formaban un racimo en los alrededores de aquel afloramiento, al norte de Black Mesa, que comprendía Yells Back Butte. ¿Por qué había tantos allí? Probablemente porque aquella zona había sido dos veces el foco de los casos de peste bubónica y una el del mortal hantavirus. Los brujos constituyen una explicación sencilla a las enfermedades inexplicables. Más al norte, Short Mountain y la región de Short Mountain Wash habían congregado otro racimo de alfileres negros. Leaphorn estaba bastante seguro de que se debía a John McGinnis, el dueño de la factoría de Short Mountain. Aquellos alfileres representaban el notable talento de John McGinnis como receptor y transmisor de chismes. El viejo sentía una clara predilección por las historias de skinwalkers, y sus clientes navajo, conocedores de su debilidad, le informaban de todos los avistamientos de skinwalkers de los que se enteraban. Aunque el buen hombre agradecía toda clase de cotilleos. Pensando en ello, Leaphorn echó mano del listín telefónico de la Compañía de Comunicaciones Navajo.

El número de la factoría de Short Mountain ya no figuraba en el listín. Marcó el número de la confraternidad de Short Mountain. ¿Seguía abierta la factoría? La mujer que contestó al teléfono rió ente dientes.

—Bueno —dijo—, supongo que más o menos.

—¿Sigue allí John McGinnis? ¿Todavía vive?

La risilla se convirtió en una carcajada.

—Sí, por supuesto —dijo—. Está fuerte como un roble. ¿No dice el dicho bilagaana que sólo los buenos mueren jóvenes?

Joe Leaphorn terminó su tostada, dejó un mensaje para Chee en el contestador por si llamaba y salió de Shiprock en la furgoneta, dirigiéndose hacia el noroeste a través de Navajo Nation. Se sentía mucho más animado.

Los años parecían no haber transcurrido desde su última visita a Short Mountain, al menos no para mejor. La zona delantera del aparcamiento seguía siendo de arcilla apisonada, demasiado seca y densa para que la hierba consiguiera brotar. La vieja camioneta GMC, junto a la que había aparcado años atrás, seguía apoyada sobre unos tacos de madera, sin ruedas, oxidándose lentamente. La furgoneta Chevy de 1968 aparcada a la sombra de un enebro, en la esquina del redil, parecía la misma que McGinnis había conducido siempre, y un cartel descolorido clavado junto a la entrada del granero seguía anunciando: almacén en venta, razón aquí. Sin embargo, ahora los bancos del umbroso porche estaban vacíos, con restos de desperdicios debajo. Las ventanas se veían más sucias de polvo de lo que Leaphorn recordaba. De hecho, la factoría parecía abandonada, y las ráfagas de brisa que empujaban plantas rodadoras y nubes de polvo por delante del porche aumentaban la sensación de desolación. Leaphorn tuvo la desagradable impresión, teñida de tristeza, de que la mujer de la confraternidad se había equivocado. De que incluso el duro de John McGinnis había sido vencido por el paso del tiempo y el exceso de disgustos.

La brisa era el resultado de una nube que Leaphorn había observado formarse sobre Black Mesa durante los últimos cuarenta kilómetros. El verano apenas había comenzado y no era de prever que lloviera con ganas aunque, con lo malo que era el camino que conducía a la carretera, hasta un breve chaparrón podía suponer un problema en Short Mountain Wash. Leaphorn se apeó de la furgoneta entre un retumbar de truenos y anduvo a paso ligero hasta el almacén.

John McGinnis apareció en el umbral, manteniendo abierta la puerta mosquitera, mirándole fijamente, con un mechón de pelo blanco atravesándole la frente, y con pinta de faltarle diez kilos para llenar las ropas que lo envolvían.

—Maldita sea —dijo McGinnis—. Veo que es verdad lo que he oído de que por fin te han echado del cuerpo de policía. Por un momento pensé que llegaba un cliente. ¿No te permitieron conservar el uniforme?

- Ya'eeh te'h -dijo Leaphorn—. Me alegro de verte.

Y lo dijo en serio. El mismo se sorprendió un poco. Tal vez, igual que a McGinnis, la soledad estuviera empezando a afectarle.

—Bueno, maldita sea, entra de una vez, que cerraré la puerta para que no entre más tierra —dijo McGinnis—. Y deja que te dé algo para refrescar el gaznate. Vosotros, los navajos, os comportáis como si hubieseis nacido en un granero.

Leaphorn siguió al anciano a través de la oscuridad del mohoso almacén, advirtiendo que McGinnis caminaba más encorvado de lo que él recordaba, que cojeaba, que gran parte de los estantes de las paredes estaban medio vacíos, que tras los cristales polvorientos donde McGinnis guardaba las joyas empeñadas apenas había nada, que los percheros que en su día ofrecían una colección imponente de las llamativas alfombras y las mantas para ensillar caballos que manufacturaban los tejedores de Short Mountain ahora estaban vacíos. ¿Quién morirá primero, se preguntó Leaphorn, la factoría o su dueño?

McGinnis le llevó hasta la trastienda, una sola habitación que hacía las veces de salón, dormitorio y cocina, y le indicó un sillón reclinable tapizado de terciopelo rojo raído. Sacó unos cubitos de hielo de la nevera y los metió en un vaso de Coca-Cola, lo llenó con una botella de dos litros de Pepsi y se lo alcanzó a Leaphorn. Luego cogió una botella de bourbon y un vaso medidor de plástico de la mesa de la cocina, se acomodó en una mecedora enfrente de Leaphorn y comenzó a servirse una copa con sumo cuidado.

—Si recuerdo bien —dijo mientras dejaba caer el licor gota a gota—, no bebes alcohol fuerte. Si me equivoco, me lo dices y te daré algo mejor que ese refresco con gas.

—Ya me va bien —contestó Leaphorn.

McGinnis alzó el vaso medidor, lo estudió a contraluz poniéndolo ante la polvorienta ventana, negó con la cabeza y vertió unas gotas de su contenido otra vez a la botella. Volvió a comprobar el nivel, dio muestras de darse por satisfecho y tomó un sorbo.

—¿Quieres que hagamos cortesías o pasamos directamente al grano?

—Como quieras —dijo Leaphorn—. No tengo prisa. Ahora soy un jubilado. Un civil. Aunque eso ya lo sabes.

—Alguien me lo contó —admitió McGinnis—. También yo me jubilaría si encontrara a alguien lo bastante estúpido como para comprar este sitio repugnante.

—¿Te da mucho trabajo? —preguntó Leaphorn, tratando de imaginarse a alguien interesado en comprar aquel negocio. Aún le resultaba más difícil figurarse a McGinnis vendiéndolo si alguien le propusiera tan improbable trato. ¿Adónde iría aquel pobre viejo? ¿Qué haría dondequiera que fuese?

McGinnis pasó por alto la pregunta.

—Bueno —dijo—, si has venido en busca de gasolina, no es tu día de suerte. Los distribuidores me cobran un suplemento por traerla hasta aquí y yo tengo que aumentar un poco el precio para pagar esa diferencia. De todos modos sólo tenía gasolina para servir a los cuatro colgados que aún viven por aquí. Pero les dio por llenar el depósito cuando van a Tuba o a Page, así que el combustible que hice traer hasta aquí para que lo tuvieran más a mano, aquí se quedó hasta evaporarse. Así que los mandé al infierno. Ya no volverán a enredarme.

McGinnis soltó todo aquello de carrerilla con su voz áspera de bebedor. Resultaba obvio que había dado la misma explicación infinidad de veces y que la recitaba de memoria. Miró a Leaphorn en busca de aprobación.

—Lo comprendo perfectamente —dijo Leaphorn.

—Bueno, pues no deberías. Cuando esos cabrones se despistan y dejan que la aguja marque vacío, vienen aquí, inflan los neumáticos, llenan el radiador con mi agua, limpian el parabrisas con mis trapos y sólo compran ocho litros. Lo justo para llegar a una de esas gasolineras que ofrecen descuentos.

Leaphorn negó con la cabeza para mostrar su desaprobación.

—Y encima pretenden que les fíe la gasolina —agregó McGinnis, y tomó otro buen trago de bourbon.

—Pero al llegar he visto que aún tienes un poste ahí fuera. Con una bomba manual. ¿Lo conservas sólo para tu furgoneta?

McGinnis se meció unos instantes, ponderando la pregunta. Y probablemente preguntándose, pensó Leaphorn, si Leaphorn se había percatado de que la furgoneta del viejo estaba provista de dos depósitos, como la mayoría de vehículos de aquella tierra vacía, y que por tanto no precisaba repostar con frecuencia.

—Bueno, qué diablos —dijo McGinnis—. Ya sabes cómo es la gente. Llegan aquí con el depósito vacío y les quedan más de cien kilómetros hasta la gasolinera más cercana. Algo hay que hacer por ellos.

—Me lo figuro —dijo Leaphorn.

—Si no tienes gasolina que darles, se quedan por aquí perdiendo el tiempo y chismorreando. Luego te piden si pueden utilizar el teléfono para que alguien les traiga una lata.

Miró con ceño a Leaphorn, tomó otro sorbo de bourbon.

—¿Alguna vez has visto a un navajo con prisa? Se quedan estorbando durante horas. Bebiéndose tu agua y dejándote sin cubitos de hielo.

El rostro de McGinnis estaba ligeramente sonrosado por la vergüenza que le daba reconocer que aún le quedaba una pizca de humanidad.

—Así que al final resolví no pagar las facturas del teléfono y dejé que la compañía me cortara la línea. Me pareció que tener un poco de gasolina me saldría más barato.

—Y probablemente sea así —convino Leaphorn.

McGinnis volvió a mirarlo con ceño, como para asegurarse de que Leaphorn no sospechaba que su decisión fuese fruto de cierta conciencia social.

—¿Qué te ha traído hasta aquí, por cierto? ¿O es sólo que tienes mucho tiempo que perder ahora que no eres poli?

—Te quería preguntar si alguna vez has tenido unos clientes que se llamaran Tijinney.

—¿Tijinney? —repitió McGinnis meditabundo.

—Vivían por la parte que antes era la Reserva Comunal. Hacia el extremó noroeste de Black Mesa. Justo en la frontera hopi-navajo.

—No sabía que quedara ninguno de ellos con vida —dijo McGinnis—. Los recuerdo como una panda de achacosos. Siempre venía uno u otro para que le llevara al médico a Tuba o a la clínica de Many Farms. Siempre andaban en tratos con la vieja Margaret Cigaret y algún que otro chamán para celebrar ceremoniales curanderiles. Siempre acudían a mí, a ver si les regalaba un cordero para dar de comer a los que iban allí a cantar.

—¿Te acuerdas del mapa que tenía en mi despacho? —preguntó Leaphorn—. ¿Aquel donde marcaba las cosas que debía recordar? Lo he mirado esta mañana y me he fijado en que señalé un montón de rumores sobre brujería en la zona donde vivían. ¿Crees que podría ser por todas esas enfermedades que dices?

—Seguro —dio McGinnis—. Aunque me da que ya sé adónde quieres ir a parar. Al muchacho Kinsman que mató el hopi. ¿No pasó en el pasto que arrendaban los Tijinney?

—Eso creo —dijo Leaphorn.

McGinnis sostenía el vaso medidor a contraluz, mirando de soslayo el nivel. Se sirvió un poco más de bourbon.

—¿Sólo lo crees? —preguntó—. Me han dicho que los federales tienen el asunto bajo llave. ¿No fue ese poli joven que antes trabajaba contigo quien atrapó al sospechoso justo cuando lo hizo? Lo pilló con las manos en la masa, según me han dicho.

—¿Te refieres a Jim Chee? Sí, detuvo a un hopi que se llama Jano.

—¿Entonces qué andas buscando por aquí? —preguntó McGinnis—. Me consta que no estás de visita. ¿No se supone que estás jubilado? ¿A qué has venido? ¿Te has pasado de bando?

Leaphorn se encogió de hombros.

—Sólo trato de comprender algunas cosas.

—Bueno, vamos a ver si lo entiendo —dijo McGinnis—. Se me había ocurrido que intentabas demostrar que ese chico hopi no es el asesino.

—¿Qué te ha hecho pensar eso?

—Cowboy Dashee pasó por aquí el otro día. ¿Te acuerdas de Cowboy, el ayudante del sheriff?

—Claro.

—Bueno, pues Cowboy dice que Jano no lo hizo. Sostiene que Chee detuvo a un inocente.

Leaphorn se encogió de hombros, pensando que Jano probablemente era pariente de Dashee o miembro de su kiva

[4]. Los hopis vivían en un mundo mucho más reducido que los navajos.

—¿Te dijo Cowboy quién es el culpable?

McGinnis había dejado de mecerse. Miraba fijamente a Leaphorn con cara de desconcierto.

—He supuesto mal, ¿verdad? ¿Piensas decirme por qué has venido?

—Estoy tratando de averiguar qué le ocurrió a una muchacha que trabajaba para el Servicio Indio de la Salud. Investigaba los casos de peste. Salió de Tuba City hace más de una semana y todavía no ha vuelto.

McGinnis se había estado meciendo, sosteniendo el vaso medidor con la mano izquierda, con el codo izquierdo apoyado en el brazo de la mecedora, moviendo el antebrazo sólo lo justo para compensar el vaivén y evitar que el bourbon se derramara, manteniendo horizontal la superficie del líquido. Pero no miraba su bebida. Miraba fijamente por la ventana polvorienta. Aunque no miraba afuera, constató Leaphorn. McGinnis estaba observando una araña de tamaño medio que tejía una tela entre el marco de la ventana y un estante. Dejó de mecerse y se puso de pie tambaleándose.

—Fíjate —dijo—. Son unas cabezotas estas hijaputas.

Fue hasta la ventana, abrió un pañuelo que llevaba en el bolsillo, dio caza a la araña, dobló la tela cuidadosamente envolviendo al insecto, abrió la mosquitera de la ventana y lo sacudió en el patio. Saltaba a la vista que el viejo tenía mucha práctica en la captura de tales insectos. Leaphorn recordó una ocasión en que vio a McGinnis capturar una avispa del mismo modo, expulsándola sana y salva por la misma ventana.

McGinnis recuperó su copa y se dejó caer en la silla con un gemido.

—La muy hijaputa volverá a entrar en cuanto vea la puerta abierta —dijo.

—Conozco a mucha gente que se limita a pisarlas —dijo Leaphorn, aunque recordaba que su madre procedía del mismo modo.

—Antes yo también lo hacía —dijo McGinnis—. Hasta tenía un pulverizador de insecticida. Pero te haces mayor, te las miras de cerca y te dan que pensar. Y piensas que también tienen derecho a vivir. Ellas no me matan. Yo no las mato. Pisar un escarabajo no deja de ser como un pequeño asesinato.

—¿Y qué me dices de comer corderos? —preguntó Leaphorn.

McGinnis se estaba meciendo otra vez, haciéndole caso omiso.

—Asesinatos muy pequeños, supongo que debería decir. Aunque una cosa lleva a la otra.

Leaphorn tomó un sorbo de Pepsi.

—¿Cordero? Dejé de comer carne hace tiempo —dijo McGinnis—. Pero no habrás recorrido todo el camino hasta aquí para hablar de mi dieta. Lo que quieres es hablar de esa chica del Ministerio de Sanidad que se fugó con su furgoneta.

—¿Sabes algo al respecto? —preguntó Leaphorn.

—La mujer se llama Cathy lo que sea, ¿verdad? —dijo McGinnis—. La Cazapulgas, la llaman por aquí, porque recoge esos malditos bichos. Estuvo aquí un par de veces haciendo preguntas. Una vez quería gasolina. Compró unos refrescos, galletas. Y una lata de Spam, también. Y no llevaba una furgoneta, ahora que lo pienso. Era un Jeep. De color negro.

—A propósito de ese Jeep negro. La familia ofrece una recompensa de mil dólares para quien lo encuentre.

McGinnis tomó otro sorbo, lo saboreó, miró por la ventana.

—Así que no creen que se fugara con su amante.

—En efecto-dijo Leaphorn—. Piensan que alguien la mató. ¿Qué clase de preguntas te hizo cuando estuvo aquí?

—Pues sobre gente enferma. Que dónde podían haber pillado las pulgas que les contagiaron la peste. Que si tenían perros pastores. Que si alguien había advertido que las marmotas de las praderas se estuvieran muriendo. O si había visto ardillas muertas. O ratas canguro muertas. —McGinnis se encogió de hombros—. Sólo hablaba de trabajo. Me pareció una dama muy dura de pelar. Nada de bromas. Y me fijé en que mientras caminaba no dejaba de mirar al suelo. Buscaba excrementos de rata. Eso me sacó de quicio. Y le dije: «Señorita, ¿qué anda buscando detrás del mostrador? ¿Ha perdido algo?» Y me contestó: «Busco excrementos de ratón». —McGinnis soltó una carcajada seca y golpeó el brazo de la mecedora con la palma de la mano—. Me lo dijo sin inmutarse y siguió buscando como si tal cosa. Menuda pájara está hecha.

—¿Has oído algo sobre lo que puede haberle ocurrido?

McGinnis rió y tomó otro sorbo de bourbon.

—Tú mismo —dijo—. Ha dado mucho que hablar. He oído toda suerte de cosas. Que se ha fugado con Krause, ese tipo con quien trabaja. —McGinnis rió entre dientes—. Sería como si Golda Meir se fugara con Yasser Arafat. Que se ha fugado con otro muchacho que estuvo por aquí con ella un par de veces. Una especie de estudiante o científico, creo. Me pareció un tipo raro.

—Al parecer no crees que ella y su jefe se lleven muy bien.

—Estuvieron aquí sólo dos veces, que yo recuerde —dijo McGinnis—. La primera vez no se dirigieron la palabra. La segunda todo fueron palabras malsonantes e interrupciones. Se mostraron más bien hostiles, diría yo.

—Me han dicho que ella no le traga —dijo Leaphorn.

—Es mutuo. Krause me estaba pagando algo que había cogido y cuando ella pasó junto a él, camino de la puerta, le dijo: «Lagarta».

—¿Lo bastante alto como para que ella le oyera?

—A poco que tuviera buen oído.

—¿Crees que podría haberle asestado un golpe en la cabeza y luego abandonarla por ahí?

—Al tipo en cuestión me lo imagino diabólico con los ratones, las pulgas y cosas así. No con seres humanos —dijo McGinnis. Meditó sus palabras un momento y volvió a reír entre dientes—. Naturalmente, tengo un par de clientes convencidos de que los skinwalkers la han capturado.

—¿Qué opinas tú de eso?

—No gran cosa —dijo McGinnis—. Los skinwalkers siempre se la cargan por estos pagos. Si muere un perro pastor. Si el coche se estropea. Si los críos cogen la varicela. Si hay goteras en el tejado. La culpa siempre es de los skinwalkers.

—Me han dicho que fue a trabajar a Yells Back Butte —dijo Leaphorn—. Siempre ha habido rumores de brujería en aquella zona.

—Corren muchos rumores sobre ese sitio —dijo McGinnis—. Hasta cuenta con su propia leyenda. Supuestamente, Old Man Tijinney era brujo. Tenía un puñado de dólares de plata enterrado en alguna parte. Un tonel lleno, según las malas lenguas. Cuando el último de su casta la palmó, la gente se puso a cavar hoyos por los alrededores. Algunos chavales de ciudad ni siquiera respetaron el tabú del hogan de un muerto. Me contaron que también cavaron allí.

—¿Encontraron algo?

McGinnis negó con la cabeza, bebió un trago.

—¿Alguna vez te has tropezado con un tal doctor Woody por estos mundos de Dios? Suele venir por aquí una o dos veces cada verano. Trabaja en no sé qué investigación sobre roedores en distintos sitios, y me parece que tiene una especie de tinglado cerca del otero. Pasó por aquí hace tres o cuatro semanas para comprar provisiones y contarme otra historia de skinwalkers. Me parece que es un gran aficionado. Las colecciona. Le parecen divertidas.

—¿Quién se las cuenta? —preguntó Leaphorn. Resultaba chocante que un navajo refiriera una noticia sobre skinwalkers a alguien que no conociera muy bien.

McGinnis obviamente sabía lo que Leaphorn estaba pensando.

—Verás, hace años que viene por aquí. Los suficientes como para hablar bastante bien el navajo. Viene y se va. Contrata a lugareños para que recojan información sobre esos roedores para él. Es un tipo simpático.

—¿Y te contó una historia reciente sobre skinwalkers? ¿Algo que había pasado cerca del otero de Yells Back?

—No sé hasta qué punto es reciente —dijo McGinnis—. Me dijo que Old Man Saltman le había contado que había visto a un skinwalker de pie junto a un montón de cantos rodados a los pies del otero poco después de la puesta de sol, y que luego desapareció detrás de ellos, y que cuando volvió a aparecer se había convertido en una lechuza y que se alejó volando como si tuviera un ala rota.

—¿Qué es lo que se convirtió en lechuza?

A McGinnis le sorprendió la pregunta.

—Qué va a ser, un hombre. Ya sabes cómo va eso. Hosteen Saltman dijo que la lechuza permaneció volando en círculos como si quisiera que la siguieran.

—Ya —dijo Leaphorn—, y no la siguió, por supuesto. Así es como suelen terminar esos cuentos.

McGinnis rió.

—Recuerdo que la primera o la segunda vez que te vi te pregunté si creías en los skinwalkers, y que me dijiste que sólo creías en las personas que creían en ellos y en todos los problemas que causaban. ¿Sigues pensando igual?

—Más bien sí —contestó Leaphorn.

—Bueno, pues en ese caso, deja que te cuente algo que apuesto a que nadie te ha contado aún. Hay una anciana que cada primavera viene después del esquileo para venderme tres o cuatro pacas de lana. Hay quien la llama Grandma Charlie, me parece, aunque creo que su verdadero nombre es Old Lady Notah. Ayer mismo estuvo aquí y me contó que había visto a un skinwalker.

McGinnis alzó su vaso para brindar con Leaphorn.

—Ahora atiende. Me contó que andaba buscando un rebaño de cabras que tiene por Black Mesa, justo en el linde de la Reserva Hopi, cuando vio que había alguien al fondo de la pendiente ocupado en no se sabe qué con algo que tenía en el suelo. Como si estuviera cazando. En fin, la cuestión es que el tipo desaparece detrás de unos enebros durante un par de minutos y que luego vuelve a salir, pero con otro aspecto. Ahora era más grande, todo blanco y con una enorme cabeza redonda, y cuando se volvió hacia ella, la cara entera resplandeció.

—¿Resplandeció?

—Según ella igual que el flash de la cámara de su hija.

—¿Qué pinta tenía ese hombre cuando volvió a ser humano?

—No se quedó a verlo —dijo McGinnis—. Pero espera un momento. Aún no lo has oído todo. Me dijo que cuando ese skinwalker se volvió parecía que tuviera una trompa de elefante saliéndole de la espalda. ¿Qué te parece?

—Tienes razón —convino Leaphorn—. Ésta es nueva.

—Y ahora que lo pienso, puedes añadirla a tu colección de anécdotas de Yells Back Butte. Old Lady Notah tiene su pasto arrendado por allí.

—Vaya, vaya —dijo Leaphorn—. Me parece que me gustaría hablar con ella sobre esto. Me apetece enterarme de más detalles.

—A mí también —dijo McGinnis, y rió—. Dijo que el skinwalker parecía un muñeco de nieve.

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