Capítulo 27
El Doctor Woody abrió la puerta al segundo toque. Dijo: «Buenos días, caballeros» y, haciéndose a un lado, les invitó a entrar. Llevaba puesto un pantalón corto de deporte y una camiseta sin mangas. A Leaphorn le pareció que el extraño color rosa de su piel, que ya había advertido la primera vez que le vio, era ahora mucho más intenso.
—Creo que esto es lo que llaman suerte, o un accidente afortunado. De cualquier modo, me alegro de que estén aquí.
—¿Y eso a qué se debe? —preguntó Leaphorn.
—Primero, tomen asiento —dijo Woody. El hombre, tambaleándose, se apoyó con una mano en la pared, después mostró una silla a Leaphorn y un camastro a Chee, aunque estaba plegado contra la pared. Él se sentó en un taburete, cerca del área de trabajo del laboratorio—. Pues bien —dijo—, me alegro de verles porque necesito que me lleven a Tuba para hacer algunas llamadas. En condiciones normales yo conduciría este trasto. Pero ahora no soy capaz. Me siento enfermo, mareado. La última vez que me he tomado la temperatura estaba casi a treinta y nueve grados. Temía no ser capaz de llegar hasta la ciudad.
—Estaremos encantados de llevarle —dijo Chee—. Pero primero necesitamos que responda a unas preguntas.
—Por supuesto —dijo Woody—, pero más tarde, mientras estemos de camino. Y uno de ustedes tendrá que quedarse aquí para cuidar de todo.
Se inclinó hacia adelante sobre la mesa y se frotó la cara con la mano. Entonces Leaphorn advirtió bajo la camiseta de Woody una oscura decoloración debajo del brazo, que se extendía hacia la caja torácica.
—Tiene usted una magulladura increíble en ese lado —dijo Leaphorn—. Tenemos que llevarle inmediatamente al hospital.
—Desgraciadamente no es una magulladura. Son los capilares que revientan bajo la piel, liberando la sangre en el tejido. Iremos al Centro Médico de Flagstaff, pero antes he de hacer unas llamadas y alguien tiene que quedarse aquí, cuidando de todo. De los animales enjaulados. De los archivos.
—Hallamos el cuerpo de Catherine Pollard enterrado ahí fuera —dijo Chee—. ¿Sabe algo al respecto?
—Yo la enterré —dijo Woody— pero, maldita sea, ahora no tenemos tiempo de hablar de eso. Puedo explicárselo mientras nos dirigimos a Tuba. Tengo que llegar allí antes de que mi estado de salud me impida hablar, las cabinas telefónicas de por aquí no funcionan.
—¿La mató usted?
—Así es —respondió Woody—. ¿Quieren saber por qué?
—Creo que me lo imagino —dijo Chee.
—Esa estúpida mujer no me dio elección. Le dije que no podía exterminar esa colonia de marmotas de las praderas y le expliqué el por qué. Esos roedores podían contener la clave para salvar millones de vidas. —Woody se rió—. Me dijo que le había mentido una vez y que no iba a tolerar más mentiras.
—Le mintió —dijo Chee—. Usted le dijo que los roedores no estaban infectados. ¿No fue así?
Woody asintió con la cabeza.
—Se había puesto su traje protector y estaba a punto de bombear el polvo de cianuro en la madriguera cuando la detuve. Después, el policía me vio enterrarla.
—¿También mató al policía? —preguntó Chee.
Woody asintió otra vez.
—El mismo problema. Exactamente el mismo. No puedo permitir que nada ni nadie interfiera en esto —dijo, con un ademán que abarcaba el laboratorio. Luego rió entre dientes negando con la cabeza—. Tiene su gracia. Es la propia enfermedad. ¿Acaso no es irónico? Esta nueva forma evolucionada de Yersinia pestis, que es resistente a los medicamentos, me ha convertido en un espécimen de laboratorio más.
Mientras decía esto, Woody abrió un cajón del que sacó una pistola de dos cañones. Probablemente del calibre 22, pensó Chee. El tamaño ideal para matar roedores, pero nadie desearía que le dispararan con eso.
—Lo siento, es sólo que ahora no tengo tiempo para hablar —dijo Woody—. Usted se queda aquí —dijo a Leaphorn—. Cuide de todo. Yo me voy con el teniente Chee. Enviaré a alguien para que le sustituya cuando consiga hablar por teléfono.
Chee miró la pistola, después miró a Woody. Su revólver estaba en la pistolera, sobre su cadera. Pero no iba a necesitarlo.
—Le voy a decir lo que vamos a hacer —dijo Chee—. Vamos a llevarnos con nosotros al señor Leaphorn. Tan pronto como salgamos de esta zona sin conexión por radio, llamaremos a una ambulancia para que se reúna con nosotros. Enviaré aquí a un hombre de la patrulla para que vigile todo. Haremos sonar la sirena y llegaremos a Tuba en seguida.
Chee se levantó, avanzó hacia la puerta y la abrió.
—Dése prisa —dijo a Woody—. Su estado se está agravando por momentos.
—Quiero que él se quede —insistió Woody, dirigiendo su pistola hacia Leaphorn. Entonces Chee agarró la pistola y se la arrancó a Woody de las manos. Después se la entregó a Leaphorn—. Andando —ordenó—. Démonos prisa.
Woody no estaba en condiciones de apresurarse. Chee tuvo que ayudarle a avanzar hasta el coche patrulla.
Enviaron el parte en cuanto dejaron atrás la sombra de Yells Back Butte que interrumpía las conexiones por radio. Chee pidió que mandaran una ambulancia hacia Goldtooth y a un policía para que vigilara el laboratorio móvil de Woody. Leaphorn se sentó detrás con el científico, que comenzó a relatar lo sucedido.
Al despertarse, el día anterior a los asesinatos, había encontrado dos pulgas en su ingle. Inmediatamente se tomó otro antibiótico, confiando en que las pulgas, en caso de que estuvieran infectadas, portaran la bacteria no mutante. Esa misma mañana empezó a tener fiebre. Supo entonces que tenía la forma de bacteria resistente a la medicación que había matado tan de repente a Nez. Recopiló a toda prisa sus notas más recientes de forma inteligible, guardó los objetos que pudieran romperse, almacenó en el refrigerador las muestras de sangre con las que había estado trabajando para que se preservaran y puso el motor de la caravana en marcha. Pero para entonces se sentía tan mareado, que supo que no podría siquiera conducir. Así pues, empezó a escribir una nota explicando sus últimos avances en el proyecto, para que se la pasaran a un colega en el Centro de Control de Enfermedades Infecciosas.
—Está todo allí, en una carpeta sobre mi mesa, a la atención de un microbiólogo llamado Roy Bobbin Hovey. Pero olvidé mencionar que necesitará hacer una autopsia. El nombre y el número se encuentran en mi cartera, en caso de que yo esté fuera de juego antes de que demos con un teléfono. Díganle que me haga una autopsia. Él sabrá qué órganos ha de examinar.
—¿Sus órganos? —preguntó Leaphorn.
El mentón de Woody cayó hasta el esternón.
—Por supuesto —masculló Woody—. ¿De quién, si no?
Chee conducía demasiado rápido por el viejo camino lleno de baches como para mirar por el retrovisor.
—¿Cómo pudo golpear en la cabeza al oficial de policía Kinsman? —preguntó Chee—. ¿Cómo no le dio él un puñetazo?
—Se descuidó —respondió Woody—. Le dije: «¿No va a ponerme esas esposas?». Y cuando se giró para alcanzarlas, le golpeé.
—Entonces, cuando nos llevamos a Kinsman, usted salió con el Jeep y vertió la sangre sobre el asiento antes de abandonarlo, de forma que pareciera un asesinato-secuestro, ¿no es así? Además se llevó usted la bicicleta y regresó montado en ella hasta aquí. ¿Estoy en lo cierto?
Pero, para entonces, el doctor Woody ya estaba inconsciente. O quizá creía innecesaria la respuesta.
Se encontraron con la ambulancia a unos veinte kilómetros de Moenkopi, informaron a los enfermeros de que Woody se encontraba probablemente en los estadios finales de la peste bubónica y les envió a toda velocidad hacia el Centro Médico del Norte de Arizona. Una vez en comisaría, Chee sacó la nota de la cartera de Woody, dejó a Leaphorn hablando con Claire y se metió en su despacho para hacer una llamada telefónica.
Salió con aspecto enfadado, se dejó caer en una silla enfrente de Leaphorn, se pasó la mano por la frente y dijo:
—¡Caramba! ¡Menudo día!
—¿Ha dado con ese hombre? —preguntó Leaphorn.
—Sí. El doctor Hovey ha dicho que hoy mismo cogerá un avión para Flagstaff.
—Supongo que le habrá impresionado —dijo Leaphorn—, saber que su colega es un asesino.
—Eso no pareció importarle. Habló del estado de salud de Woody y de sus notas y preguntó quién tenía esos papeles, dónde podía recogerlos, si estaban bien guardados y qué pasaba con los animales con los que Woody estaba trabajando y si la colonia de marmotas de las praderas se hallaba a salvo.
—¿Ah sí, eh?
—A decir verdad, me ha cabreado —dijo Chee—. Le he dicho que esperaba mantener con vida a ese hijoputa hasta que fuese juzgado por matar a dos personas, y eso le ha irritado. El doctor hizo una especie de gruñido y dijo: «Dos personas. Estamos hablando de salvar a toda la humanidad».
Leaphorn suspiró.
—De hecho, creo que Woody estaba tratando de salvar a la humanidad.
Durante las horas que siguieron, Chee se dedicó de lleno a atar todos los cabos sueltos. Llamó al Centro Médico de Arizona del Norte, habló con la supervisora de la sala de emergencias y le dijo que Woody estaba en camino en una ambulancia y cuánto podía tardar. Después, llamó a la oficina del FBI, en Phoenix. El agente Reynald estaba ocupado. Habló, en su lugar, con el agente Edgar Evans.
—Soy Jim Chee —dijo—. Quiero informarles de que el hombre que mató al oficial Ben Kinsman se encuentra bajo custodia. Su nombre es Woody. Es doctor en medicina y un...
—¡Pare, pare! —dijo Evans—. ¿De qué está hablando?
—De que el hombre que mató a Kinsman ha sido arrestado esta mañana —dijo Chee—. Será mejor que tome nota porque su jefe le va a hacer preguntas. Después de leérsele sus derechos, el doctor Woody, en presencia de Joe Leaphorn, me ha hecho una declaración completa de su agresión a Kinsman. También confesó el asesinato de Catherine Pollard, una especialista en control de vectores, contratada por el Servicio Indio de la Salud. Woody está gravemente enfermo y se encuentra ahora en ruta hacia el hospital de Flagstaff, en una ambulancia.
—¿Qué demonios es esto? —dijo Evans—. ¿Una broma?
—En una ambulancia —prosiguió Chee—. Le recomiendo que pase esta información a Reynald, y que Reynald se la transmita a Mickey para que éste pueda retirar los cargos contra Jano —dijo Chee—. Si desean montar un espectáculo de televisión, la oficina de la Policía Tribal Navajo, en Tuba, les dirá dónde encontrar el cuerpo de Pollard y los detalles que necesiten acerca del modo en que el FBI resolvió este crimen.
—No siga, Chee —dijo Evans—. ¿Qué clase de...?
—No tengo tiempo para preguntas tontas —interrumpió Chee, y colgó.
Acto seguido, llamó a todos los cuerpos de seguridad que J. D. Mickey había puesto a trabajar en el caso Kinsman y les dio la información pertinente. Después llamó a la oficina del Defensor Público, en Phoenix. Habló con la secretaria. La señorita Pete no estaba. La señorita Pete había salido para Tuba hacía una media hora. Sí, tenía teléfono en el coche. Sí, indicaría a la señorita Pete que se pusiera en contacto con él en Tuba para recibir información crucial sobre el caso Jano.
—Creo que iba a Tuba para hablar con usted, teniente Chee —dijo la secretaria—. Y a propósito de esa «información crucial», querrá saber más.
—Dígale a la señorita Pete que tenía razón sobre el caso Kinsman. Arresté al hombre equivocado. Ahora tenemos al verdadero asesino.
En cuanto colgó, telefoneó a la habitación de Leaphorn en el motel. No hubo respuesta. Llamó a recepción.
—Está en el comedor —respondió el recepcionista—. Dijo que si usted llamaba le pidiera que viniera a reunirse con él.
Leaphorn también había estado ocupado. Primero había llamado al gabinete de abogados Peabody, Snell y Glick y persuadió a la telefonista de que tenía que permitírsele hablar directamente con el señor Peabody. Le explicó a Peabody la situación y sugirió que, en vista de la salud precaria de la señora Vanders, fuese alguien próximo a ella quien le diera la triste noticia. Explicó que el cuerpo de la señorita Pollard no sería entregado a la familia hasta que el equipo de criminología lo hubiera exhumado debidamente y finalizado la autopsia requerida. Le dio los nombres de aquellas personas que podían proporcionarle más información.
Una vez hecho esto, Leaphorn llamó a Louisa y recitó en su contestador automático los detalles de lo que había ocurrido. Le dijo que estaba haciendo las maletas, que regresaría en coche a Window Rock y que la llamaría desde allí al día siguiente. Después se duchó, rescató del cuarto de baño lo que quedaba del jabón y del champú para añadirlo a su neceser de emergencia, empacó sus cosas, dejó un mensaje para Chee en recepción y se dirigió al comedor.
Leaphorn daba buena cuenta de un taco navajo en versión de cafetería en el comedor, mirando un anuncio de Nike en una televisión sujeta a la pared, cuando el teniente Chee entró en la sala. Divisó a Leaphorn y se le acercó. Tras apartar de la silla la bolsa de Leaphorn, tomó asiento.
—¿Se va de la ciudad?
—Regreso a casa, a Window Rock —dijo Leaphorn—. Volveré a lavar los platos y la ropa, a hacer de ama de casa. —Leaphorn tenía que hablar alto porque al anuncio de Nike le seguía uno de coches de segunda mano, lo que implicaba ruido y griterío.
—Quería darle las gracias por su ayuda —dijo Chee.
Leaphorn asintió.
—Yo también le doy las gracias teniente. Es un toma y daca. Como en los viejos tiempos.
—En fin, si alguna vez puedo...
Se interrumpió al percatarse de que en la televisión daba comienzo lo que el canal de Phoenix llamaba un avance informativo. Un apuesto joven anunció que se habían efectuado sorprendentes hallazgos en el caso de Ben Kinsman y que pasaba la conexión a Alison Padilla, «en directo desde el edificio federal».
Alison no era tan atractiva como el presentador, pero parecía competente. Dijo que el ayudante del Fiscal J. D. Mickey había convocado poco antes una rueda de prensa. Ella prefería dejar que hablara él. El señor Mickey, con tono riguroso, fue directo al grano.
—El FBI ha tomado bajo su custodia a un sospechoso del homicidio del agente de policía Benjamin Kinsman y de la muerte de una empleada en el Servicio Indio de la Salud que llevaba varios días desaparecida. El FBI ha obtenido también una información que verifica las declaraciones de Robert Jano, quien había sido previamente arrestado por la Policía Tribal Navajo e inculpado por la muerte de Kinsman. Los cargos contra el señor Jano serán inmediatamente retirados. Se ofrecerá más información en cuanto tengamos más detalles sobre el caso.
Mientras Mickey iba leyendo su texto, entró en la sala la agente Bernardette Manuelito. Chee la saludó con señas indicandole un asiento libre en su mesa. Mickey estaba respondiendo a las preguntas y concluyendo la rueda de prensa, y la cámara enfocaba de nuevo a la señorita Padilla, quien empezó a proporcionar información sobre los antecedentes del caso.
—Teniente —dijo la agente Manuelito—. La señora Dineyahze me pidió que le dijera que alguien de la oficina del fiscal está tratando de ponerse en contacto con usted. —Manuelito señaló hacia la pantalla—. Él.
—Muy bien —dijo Chee—. Gracias.
—Y también la oficina del Defensor Público. Dijeron que era urgente.
—Muy bien —repitió Chee—. Bernie, se acuerda usted del señor Leaphorn, ¿verdad? De cuando ambos trabajábamos en Shiprock. Ande, siéntese con nosotros.
Bernie sonrió a Leaphorn y dijo que tenía que volver a la comisaría.
—¿Han oído lo que ha dicho ese hombre? Me parece horroroso. Tal como lo ha presentado, se diría que somos nosotros quienes hemos metido la pata.
Chee se encogió de hombros.
—No es justo —dijo ella.
—Siempre hacen lo mismo —dijo Leaphorn—. Por eso hay tantos policías buenos que están resentidos con los federales.
—Bueno, en cualquier caso, yo creo que...
Bernie hizo una pausa, buscando las palabras para expresar su indignación.
Chee deseaba cambiar de tema, así que preguntó:
—Bernie, ¿cuándo me dijo que era el kinaalda de tu prima? Ahora que el FBI se ocupa del caso Kinsman, voy a tener más tiempo libre. ¿Cree que todavía se me permitiría asistir?
El buscapersonas que llevaba Bernie en el cinturón emitió su desagradable sonido.
—Por supuesto —dijo Bernie, apresurándose hacia la puerta de salida.
Leaphorn cogió la cuenta, la miró, sacó dinero de su cartera y dejó un dólar de propina sobre la mesa.
—Este paseo desde aquí hasta Window se me antoja cada vez más largo. Tengo que marcharme.
Pero se detuvo ante la puerta para estrechar la mano de una mujer que entraba en ese momento. Ambos conversaron unos instantes. Leaphorn señaló de nuevo hacia la sala y desapareció. Janet Pete acababa de llegar de Phoenix.
Ella permaneció un momento de pie en la entrada, escudriñando las mesas. Vestía botas y una falda larga con una blusa estampada, y llevaba su sedoso cabello muy corto, al estilo de las mujeres elegantes de los programas de televisión. Parecía cansada, pensó Chee, y tensa, pero aún era tan bella que Chee cerró los ojos un momento y miró hacia otra parte.
Cuando la miró de nuevo, Janet se dirigía hacia él, y su expresión manifestaba que se alegraba de haberle encontrado. Aunque no revelaba nada más.
Chee se levantó, retiró una silla para que ella se sentara y dijo:
—Supongo que habrás recibido el mensaje.
—El mensaje sí, pero el significado no. —Tomó asiento y se ajustó la falda—. ¿Qué querías decir?
Chee le contó cómo habían encontrado el cuerpo de Pollard, le habló de la confesión de Woody, quien había asesinado a Kinsman cuando éste último le descubrió enterrando a la mujer, y mencionó asimismo su fatal enfermedad. Ella escuchó sin decir palabra.
—Mickey acaba de salir en televisión anunciando que se han retirado los cargos contra tu cliente —dijo Chee—. Ahora ya no queda nada más que el delito de caza furtiva de una especie amenazada. Es un segundo delito perpetrado mientras se encontraba en libertad condicional por el primero. Pero, en las circunstancias actuales, puedo imaginar que el juez condenará a Jano solamente al tiempo que ya ha pasado encerrado, esperando el gran juicio.
Janet se miraba las manos que había entrelazado sobre la mesa.
—Sólo queda eso —dijo—. Eso y la ruina.
Chee esperó una explicación. No recibió ninguna. Ella se limitó a mirarle con curiosidad.
—Deja que te pida una taza de café —dijo él. Chee retiró su silla hacia atrás, pero ella negó con la cabeza—. Recibí tu llamada diciendo que iban a analizar el águila —dijo Chee—. Traté de llamarte, pero se complicaron las cosas. ¿Cómo fue todo? Oyendo hablar a Mickey parecía que habían encontrado sangre.
—Ahora ya no importa, ¿no crees?
—Tienes razón —dijo Chee—. Pero sería agradable saber que el señor Jano no nos estaba mintiendo.
—Todavía no he visto el informe —dijo Janet.
Chee bebió un sorbo de café sin dejar de mirarla. La pelota estaba en el campo de Janet.
Janet respiró hondo.
—Jim, ¿cuánto tiempo hace que sabes lo de Woody? ¿Que Woody había matado a Kinsman?
—No mucho —respondió Chee, preguntándose dónde desembocaría todo aquello.
—¿Antes de que me hablaras de capturar el águila?
—No, no lo he sabido hasta esta mañana.
Ella se miró las manos de nuevo. Dándole vueltas a todo, pensó Chee. Atando cabos. Tratando de sacar una conclusión, hasta que la sacó.
—Quiero saber por qué me dijiste que habías grabado la llamada telefónica de Reynald.
—¿Y por qué no?
—¡Que por qué no! —replicó ella. Su enojo se manifestaba en su rostro y también en su voz—. Pues porque, como sabrás, en este caso soy un funcionario del tribunal bajo juramento. Y tú vas y me dices que has cometido un crimen. —Janet levantó las manos—. ¿Qué pensabas que podía hacer yo?
Chee se encogió de hombros.
—No, no pases del tema. Te estoy hablando en serio. Debiste tener alguna razón para decírmelo. ¿Qué pensaste que podía hacer yo?
Chee meditó un momento. Según los principios éticos tradicionales de los navajos, él no estaba obligado a decir toda la verdad, a menos que se formulara cuatro veces la misma pregunta. Ésta era la segunda.
—Pensé que convencerías al FBI para que examinara el águila, o que lo harías tú misma.
—Eso no es lo que te estoy preguntando. ¿Qué podía hacer yo con respecto al asunto de la grabación de esa llamada, y con lo del agente que te pidió que destruyeras las pruebas?
—Pensé que esa información te sería útil. Que podía darte ventaja, si la necesitabas —dijo Chee, pensando: «Esta es la tercera vez».
Janet le miró fijamente y suspiró.
—No te hagas el inocente, Jim. Te conozco demasiado bien. Tenías alguna razón.
Chee levantó la mano, abreviando su cuarta pregunta. ¿Qué le hacía preguntar tanto? Chee habló con sumo cuidado.
—Pensé que irías a ver a Mickey y le dirías que te habías enterado de la captura del primer águila de Jano, de que el FBI había rehusado examinarla diciendo que era una pérdida de tiempo y de dinero, y que había dado orden de que se deshicieran de ella. Supongo que, si hiciste eso, Mickey te diría que él estaba de acuerdo con el FBI y sugeriría que tú, un nuevo miembro de la familia federal de la justicia, deberías formar parte del equipo y abandonar el caso. Entonces, o bien estarías de acuerdo con él, o bien desacatarías sus órdenes y te encargarías personalmente de que el águila fuera examinada.
Chee hizo una pausa, respiró hondamente y miró hacia otro lado.
Janet esperaba. Chee suspiró.
—O bien podrías haber empezado diciendo a Mickey que habías descubierto un riesgo potencial en el caso. Un policía navajo había capturado el águila, el agente del FBI que representaba a Mickey había ordenado que se deshicieran de ella y la llamada telefónica durante la cual el agente había dado tal orden había sido grabada. En ese caso, tú le recomendarías que mandara analizar inmediatamente la sangre del águila y que se hicieran públicos los resultados.
El rostro de Janet echaba chispas. Apartó de él la mirada, negó con la cabeza, le volvió a mirar.
—¿Y qué diría yo cuando Mickey me preguntara quién había hecho esa maldita grabación no autorizada? ¿Y qué le diría yo al gran jurado cuando Mickey lo convocara para investigar el caso?
—Mickey no convocaría al gran jurado —dijo Chee—. Eso implicaría a Reynald. Reynald rehuiría sus responsabilidades, pasándoselas de nuevo a Mickey y, entonces, los sueños políticos de Mickey habrían fracasado. Por otra parte, Mickey no hubiera tenido ninguna dificultad para descubrir quién grabó la llamada telefónica.
—Y tú estabas seguro de eso. Entonces, ¿qué has hecho? Destrozas deliberadamente tu carrera en las fuerzas de seguridad y me pones a mí en una situación insostenible. ¿Qué pasa si hay un gran jurado? ¿Qué debería testificar?
—Tendrías que decir simplemente la verdad. Que yo te había dicho que había grabado ilegalmente la llamada de Reynald. Pero Mickey jamás reunirá al jurado.
—¿Y qué pasa si lo hace? Queda todavía el hecho de que admitiste ante mí tu felonía y yo, siendo también funcionaría de justicia, no cumplí con mi deber al no presentar un informe.
—El FBI sabe que no has hecho tal informe. Pero el FBI también conocía esa información y tampoco la ha publicado.
—Todavía no —dijo ella.
—No lo harán.
—Y si lo hacen, ¿qué?
—Dices que Jim Chee te dijo que había grabado sin permiso una llamada telefónica del agente Reynald. —Chee hizo una pausa—. Y que tú le creíste.
Janet miró perpleja a Jim.
—¿Que yo te creí?
—Luego dices que, después de informar de esto al ayudante del fiscal, Jim Chee te dijo que si bien Reynald había dado esa orden, Chee no tenía la cinta.
Janet se levantó de la silla. Una vez de pie, miró fijamente a Chee. ¿Por cuánto tiempo? Cinco o seis segundos, aunque la memoria no opera a nivel consciente. Y Chee estaba acordándose del día más feliz de su vida, el momento en el que su romance con Janet se había convertido en una historia de amor. Él había imaginado que el amor de ambos sería capaz de mezclar aceite y agua. Ella se convertiría en una navajo, y no sólo por nombre, sino que trabajaría en la reserva. Janet olvidaría el esplendor, el poder y el prestigio de la opulenta sociedad de Washington donde se crió. Él dejaría de lado su sueño de ser un chamán. Se volvería ambicioso y se comprometería con el materialismo lo suficiente como para mantenerla alejada de lo que sabía que ella consideraba miseria y fracaso. Chee era entonces lo bastante joven como para creer en ello. Janet también lo había creído. Creyeron en lo imposible. Ella ya no podía rechazar el único sistema de valores que había conocido, del mismo modo en que él no se veía capaz de abandonar el estilo de vida navajo. Chee no había sido justo con ella.
—Janet —dijo Chee, y se detuvo sin saber qué más decir.
Ella dijo:
—Maldito seas, Jim —y se marchó.
Chee terminó su café mientras escuchaba el coche de Janet ponerse en marcha y salir patinando sobre la grava del aparcamiento. Se sentía entumecido. Ella le había amado una vez, a su manera. Él sabía que la había amado. Quizá la amaba todavía. Lo vería más claro al día siguiente, cuando comenzara el dolor.
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