Capítulo 11

Un agudo quejido intermitente se coló en el sueño de Joe Leaphorn despertándole de golpe. Procedía de un reloj despertador, cuyo aspecto le resultó desconocido, que estaba sobre un escritorio junto a la cama, que también le resultó desconocida: mullida, cálida y con aromas a jabón y luz de sol. Por fin logró enfocar la vista y constató que el techo era tan blanco como el suyo, aunque el yeso no presentaba el estampado de grietas que había memorizado durante interminables horas de insomnio.

Leaphorn se incorporó hasta quedar sentado, completamente despierto, mientras recuperaba sus recuerdos más inmediatos. Se encontraba en el cuarto de huéspedes de Louisa Bourebonette.

Apagó torpemente el despertador, con la esperanza de acallar aquel quejido antes de que despertara a su anfitriona. Sin embargo, ya era demasiado tarde para eso. Olió a café recién hecho y a tocino frito, los aromas casi olvidados del contento. Se desperezó, bostezó, volvió a hundir la cabeza en la almohada. Las sábanas limpias y crujientes le recordaron a Emma. Le pasaba con todo. La brisa matinal agitaba las cortinas junto a su cabeza. También Emma dejaba siempre las ventanas abiertas para que entrara aire fresco, hasta que el crudo invierno de Window Rock se lo impedía. Las cortinas también. Le había gastado una broma sobre ellas. «No he visto que en el hogan de tu madre hubiese cortinas, Emma», le había dicho. Y ella le recompensó con una benévola sonrisa y le recordó que él la había sacado del hogan, y que los navajos deben permanecer en armonía con las casas que necesitaban cortinas. Aquella era una de las cosas que más le gustaba de ella. Una entre muchas. Tantas como estrellas lucían en el firmamento del altiplano.

Convenció a Emma para que se casara con él dos días antes de presentarse al examen de licenciatura en la Universidad del Estado de Arizona. Su especialidad era la antropología, pero el temible examen abarcaba el espectro de las humanidades y había repasado a conciencia sus puntos flacos, cosa que le había llevado a echar un vistazo a las obras de Shakespeare «que seguro que caían», encontrándose con el discurso que hace Otelo sobre Desdémona. Aún recordaba el pasaje, aunque no fuese con todo rigor: «Me amaba por los peligros que yo había superado, la amé porque se apiadó de ellos».

—Leaphorn, ¿estás despierto? Si no lo estás, se van a enfriar los huevos.

—Ya voy —dijo Leaphorn, y se levantó, cogió su ropa y se metió en el cuarto de baño. Lo que Otelo trataba de expresar, pensó, era que amaba a Desdémona porque ella le amaba a él. Lo cual parecía bastante simple, aunque de hecho fuese un concepto bastante complicado.

En el cuarto de baño para huéspedes de Louisa había un cepillo de dientes sin estrenar y Leaphorn, bendecido por la barba rala y de crecimiento lento de los indios, no echó de menos una cuchilla de afeitar. («La ausencia de barba demuestra», le dijo una vez su abuelo, «que los navajos han evolucionado más desde los simios que esos hombres blancos peludos»).

Pese a la amenaza, Louisa demoró el momento de cascar los huevos hasta que Leaphorn se presentó en la cocina.

—Espero que hablaras en serio cuando dijiste que te gustaría que hoy te acompañase —dijo, cuando comenzaron a desayunar—. Porque si es que sí, me vengo.

Leaphorn untaba una tostada con mantequilla. Ya había advertido que la profesora Bourebonette no llevaba la blusa y la falda convencionales que constituían su atuendo académico. Se había puesto unos pantalones vaqueros y una camisa de algodón de manga larga.

—Lo dije en serio —dijo—, aunque será aburrido, como el noventa y nueve por ciento de esta clase de trabajo. Mi intención es ver si doy con Woody, averiguar si ha visto a Catherine Pollard y si puede decirme algo útil. Luego regresaré a Window Rock y llamaré a la señora Vanders para informar de mis nulos progresos y...

—Me parece la mar de bien —interrumpió Louisa.

Leaphorn dejó el tenedor en el plato.

—¿Qué pasa con tu clase?

No era la pregunta que realmente deseaba formular. Lo que quería saber era qué planes tenía su amiga para después de los deberes de la jornada. ¿Esperaba que él la trajera de regreso a Flagstaff? ¿Pensaba pasar la noche en Tuba City? ¿O acompañarle a Window Rock? Y si era así, ¿con qué propósito?

—Hoy sólo tengo una reunión de mi curso de etnología —dijo Louisa—. Ya tenía programado que David Esoni diera su conferencia sobre los cuentos de aprendizaje zuni. Creo que le conoces.

—¿Es profesor de cultura zuni? Pensaba que enseñaba química.

Louisa asintió con la cabeza.

—Y así es. Pero cada año le hago dar una charla a mis alumnos de primer curso sobre mitología zuni. Y cultura en general. Le he llamado a primera hora. La clase le espera y me ha dicho que no era preciso que yo le presentara ante los alumnos.

Leaphorn asintió con la cabeza. Carraspeó, buscando la manera de formular la pregunta. No fue necesario que lo hiciera.

—Cuando lleguemos a Tuba me iré por mi cuenta. Quiero ver a Jim Peshlakai, enseña cultura tradicional en el instituto Grey Hills. Me está organizando una serie de entrevistas con un puñado de estudiantes de distintas tribus. Y esta noche tiene que venir a Flagstaff para trabajar mañana en la biblioteca. Así que regresaré con él.

—Ah —dijo Leaphorn—, bien.

Louisa sonrió.

—Sabía que ibas a decir eso —dijo—. Prepararé un termo de café. Y algo de comida, por si acaso.

De modo que lo único que quedaba por hacer era comprobar el servicio de recogida de llamadas. Marcó el número y el código. Dos llamadas. La primera era de la señora Vanders. Seguía sin noticias de Catherine. ¿Tenía él algo que comunicarle?

La segunda era de Cowboy Dashee. Que el señor Leaphorn hiciera el favor de llamarle cuanto antes. Dejó su número.

Leaphorn colgó y escuchó los ruidos que Louisa hacía en la cocina con la mirada fija en el teléfono, ubicando mentalmente a Cowboy Dashee. Era poli. Era hopi. Amigo de Jim Chee. Actualmente, ayudante de sheriff en el Condado de Coconino, recordó Leaphorn. ¿Sobre qué querría hablarle Dashee? ¿Por qué pretendía adivinarlo? Leaphorn marcó el número.

—Departamento de Policía de Cameron —contestó una voz femenina—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Me llamo Joe Leaphorn. He recibido un mensaje del ayudante de sheriff Dashee. Dejó este número.

—Ah, sí —dijo la mujer—. Espere un momento. Veré si sigue aquí.

Un clic. Un silencio. Luego:

—¿Teniente Leaphorn?

—Sí —dijo Leaphorn—, aunque ahora sólo soy el señor Leaphorn. Recibí su mensaje. ¿Qué ocurre?

Dashee carraspeó.

—Verá-dijo—, es sólo que necesito consejo. —Otra pausa.

—Cuente conmigo —dijo Leaphorn—. Es gratis y ya sabe lo que dicen de que un consejo gratis vale lo que a uno le cuesta.

—Verá —dijo Dashee—. Tengo un problema que no sé cómo enfocar.

—¿De qué se trata?

Otro carraspeo.

—¿Podríamos quedar en algún sitio para hablar? Es un asunto espinoso. Y complicado.

—Le estoy llamando desde Flagstaff y me dispongo a salir en coche hacia Tuba City. Pasaré por Cameron en cuestión de una hora.

—Estupendo —dijo Dashee, y propuso una cafetería en la Autopista 89.

—Me acompañará una profesora de la Universidad del Norte de Arizona —dijo Leaphorn—. ¿Eso supone un problema?

Una prolongada pausa.

—No, señor —dijo Dashee—. Creo que no.

Ahora bien, para cuando llegaron a Cameron y aparcaron junto al coche patrulla con insignias del Departamento del Sheriff del Condado Navajo, Louisa había decidido que esperaría en el coche.

—No seas bobo —dijo—. Claro que te ha dicho que no le importaba que escuchara vuestra conversación. ¿Qué iba a decir si te está pidiendo un favor? —Abrió el bolso, sacó un libro de bolsillo y se lo mostró a Leaphorn—. La víspera de la ejecución -dijo—. Deberías leerlo. El hijo de un alcaide jubilado de una prisión de Kentucky recuerda el caso de asesinato que hizo que su padre se pusiera en contra de la pena de muerte.

—Anda, vente. A Dashee no le importará.

—Este libro es más interesante —dijo—, y, además, le importará.

Y, por supuesto, llevaba razón. Mientras aparcaban, Leaphorn había visto al ayudante de sheriff Albert «Cowboy» Dashee sentado en un reservado junto a la ventana observándoles con un aire abatido. Ahora que estaba sentado delante de Dashee, observando cómo pedía café, Leaphorn recordó que aquel hopi le había sorprendido por su manifiesto buen humor. Era un hombre alegre. Aunque aquella mañana nadie lo hubiese dicho.

—Iré directamente al grano —dijo Dashee—. Tengo que hablarle sobre Jim Chee.

—¿Sobre Chee? —Aquello era lo último que Leaphorn esperaba. De hecho, no tenía la menor idea de qué esperar. Algo relacionado con el hopi que había matado al policía navajo, tal vez—. Ustedes dos son viejos amigos, ¿no?

—Desde hace mucho tiempo —dijo Dashee—. Eso hace que aún me resulte más difícil.

Leaphorn asintió con la cabeza.

—Jim siempre le ha considerado un amigo también —dijo Dashee—. Incluso cuando se enojaba con usted.

Leaphorn volvió a asentir con la cabeza.

—Cosa que ocurría con frecuencia.

—La cuestión es que Jim ha detenido al hombre equivocado por el homicidio de Kinsman. Robert Jano no lo hizo.

—¿No lo hizo?

—No. Robert es incapaz de matar a nadie.

—¿Quién lo hizo?

—No lo sé —dijo Dashee—. Pero yo me crié con Robert Jano. Ya sé que es la clásica cantinela, pero... —Levantó las manos.

—Conozco personas que jamás creería capaces de matar pero, a veces, salta un resorte y lo hacen. Locura temporal.

—Tendría que conocerle. Si le conociera, jamás le creería capaz. Siempre fue amable, hasta cuando éramos niños y nos hacíamos los duros. Robert jamás daba muestras de perder la paciencia. Se llevaba bien con todo el mundo. Hasta con los hijoputas.

Leaphorn veía claramente que Dashee lo estaba pasando mal. Se había puesto la gorra del uniforme hacia atrás. Tenía la cara roja y la frente empapada en sudor.

—Estoy jubilado, como bien sabe —dijo Leaphorn—. Así que sólo me entero de los chismes de segunda mano. Pero por lo que sé, Chee atrapó a ese hombre in fraganti. Al parecer, Jano estaba inclinado encima de Kinsman, todo manchado de sangre. Parte de la sangre era de Jano y parte de Kinsman. ¿No fue más o menos así?

Dashee suspiró, se frotó la cara con las manos.

—Así es como debió de verlo Jim.

—¿Ha hablado con Jim?

Dashee negó con la cabeza.

—Ése es el consejo que busco. ¿Cómo debo proceder? Ya sabe cómo es. Kinsman era uno de sus hombres. Alguien lo mata. Seguro que se lo ha tomado muy a pecho. Y yo también soy poli. No es mi caso. Y soy hopi. Y por añadidura está la tensión que ha ido creciendo entre nosotros y ustedes los navajos. —Volvió a levantar las manos—. Es una situación jodidamente complicada. Quiero hacerle comprender que no le estoy largando el clásico rollo sentimental. ¿Cómo debo planteárselo?

—Ya —dijo Leaphorn, pensando que todo lo que le había contado Dashee sonaba como el clásico rollo sentimental—. Comprendo su problema.

La llegada del café hizo que Leaphorn recordara que Louisa esperaba fuera. Aunque tenía el termo que había traído consigo y lo comprendería. Tal como Emma siempre le comprendía. Tomó un sorbo de café sin notar nada, salvo que estaba caliente.

—¿Le han permitido hablar con Jano?

Dashee asintió con la cabeza.

—¿Cómo así?

—Conozco a su abogado —dijo Dashee—. Hará un buen trabajo para él, pero está más claro que el agua que eso no facilitará el trato con Jim.

—Creo que estuvieron a punto de casarse —dijo Leaphorn—. Y luego se marchó a Washington. ¿Vuelven a estar juntos?

—Confío en que no —dijo Dashee—. Ella es una chica de ciudad y Jim siempre será un pastor navajo. Aunque en cualquier caso, seguro que estará con los nervios a flor de piel, teniéndola como adversaria. Será harto difícil tratarle.

—Pero Chee siempre ha sido muy razonable —dijo Leaphorn—. Yo, en su lugar, iría a verle y le hablaría sin tapujos. Preséntele los mejores argumentos que tenga.

—¿Cree que servirá de algo?

—Lo dudo —admitió Leaphorn—. A no ser que disponga de alguna clase de prueba. No será fácil convencerle. Si lo que dicen en Window Rock es correcto, Jano tenía un motivo. La venganza, además de evitar el arresto. Kinsman ya lo detuvo una vez por caza furtiva de águilas. En aquella ocasión se libró por los pelos, pero ahora sería reincidente. Y lo que es más importante, tengo entendido que no hay ningún otro sospechoso. Por otra parte, incluso si persuade a Chee de que está equivocado, ¿qué puede hacer al respecto a estas alturas del partido?

Dashee no había tocado su café. Se inclinó sobre la mesa.

—Encontrar a la persona que realmente mató a Kinsman —dijo Dashee—. Eso es lo que quiero pedirle. O que al menos me ayude a hacerlo.

—Sin embargo, según tengo entendido, allí sólo estaban Jano y Kinsman hasta que llegó Chee respondiendo a la petición de refuerzos de Kinsman.

—También había una mujer —dijo Dashee—. Se llama Catherine Pollard. Y puede que más personas.

Leaphorn, sorprendido en el acto de llevarse la taza a los labios para tomar otro sorbo, dijo «Ah» y dejó la taza en la mesa. Miró fijamente a Dashee un momento.

—¿Cómo lo sabe?

—He estado preguntando por ahí-dijo Dashee, y soltó una amarga risotada—. Que es lo que debería estar haciendo Jim. —Negó con la cabeza—. Es un buen hombre y un buen poli. Lo que le pregunto es cómo puedo conseguir que se ponga manos a la obra. Si no lo hace, creo que pueden condenar a Jano a pena de muerte. Y un buen día Jim descubrirá que envió a un inocente a la cámara de gas. Que es como si lo hubiese matado él mismo. Chee nunca se sobrepondría a una cosa así.

—Yo sé algo sobre Catherine Pollard —dijo Leaphorn.

—Ya lo sé —dijo Dashee—. Estoy al corriente.

—Si se encontraba allí, y me consta que tenía previsto ir allí aquel día, ¿cómo encaja en todo esto? A no ser, naturalmente, como testigo potencial.

—Me gustaría proponer a Jim otra teoría del crimen —dijo Dashee—. Pedirle que la pondere como una alternativa a «Jano mata a Kinsman para evitar ser detenido». Es como sigue: Pollard va hasta Yells Back Butte a ocuparse de sus asuntos. Kinsman anda por allí buscando a Jano, o quizá buscando a Pollard. En el primer caso, se tropieza con ella. En el segundo, la encuentra. Sólo dos noches antes, Kinsman estuvo en un bar de la carretera estatal al este de Flagstaff, y allí vio a Pollard y trató de apartarla del tipo que estaba con ella. Hubo pelea. Un patrullero de tráfico tuvo que intervenir.

Leaphorn daba vueltas a la taza entre las manos, meditando. No era preciso que preguntara a Dashee cómo se había enterado de aquello. Los chismes policiales corren como la pólvora.

Dashee le observaba anhelante.

—¿Qué opina? Kinsman tiene fama de acosar a las mujeres. Se siente atraído y además ahora está enfadado. O quizá piensa que ella presentará una denuncia y que le cesarán. —Se encogió de hombros—. Discuten. Forcejean. Ella le golpea la cabeza con una piedra. Entonces oye que Jano se acerca y hace mutis por el foro. ¿Le parece plausible?

—Depende en gran medida de si dispone de un testigo que declare que ella estaba allí. ¿Lo tiene? Quiero decir, aparte de que le dijera a su jefe que tenía previsto trabajar allí ese día.

—Lo tengo. Old Lady Notah. Tiene un pequeño rebaño de cabras por allí arriba. Recuerda que al amanecer vio un Jeep subiendo por el camino de tierra hasta más allá del otero. Tengo entendido que Pollard conducía un Jeep. —Dashee parecía un tanto avergonzado—. Sólo es una prueba circunstancial. No pudo identificar al conductor. Ni siquiera distinguió si era hombre o mujer.

—Aun así, probablemente era Pollard —dijo Leaphorn.

—Y creo que el Jeep sigue desaparecido. Igual que Pollard.

—En efecto.

—Y usted ha ofrecido una recompensa de mil dólares para quien lo encuentre.

—Cierto —dijo Leaphorn—. Pero si lo hizo Pollard, y Pollard huyó de la escena del crimen, ¿por qué Chee no la vio? Piénselo, llegó allí pocos minutos después de que sucediera. La sangre de Kinsman aún estaba fresca. Sólo hay ese estrecho camino de tierra para llegar hasta allí, y Chee condujo hacia ellos. ¿Por qué no...?

Dashee levantó una mano.

—No lo sé, y usted tampoco. Pero ¿no cree que pudo ocurrir así?

Leaphorn asintió con la cabeza.

—Es posible.

—No quisiera salirme de madre ni resultar ofensivo, pero permítame agregar algo más a mi teoría del crimen. Supongamos que Pollard se las arregla para salir de allí, llega a un teléfono, llama a alguien, le cuenta sus problemas y pide ayuda. Supongamos que quien quiera que sea le dice que se esconda y que ya se encargará de hacer desaparecer su rastro.

Leaphorn preguntó:

—¿Pero quién y cómo?

Aunque ya sabía la respuesta.

—¿Quién? Diría que alguien de su familia. Probablemente su papá. Y ¿cómo? Dando la impresión de que ha sido abducida. De que ha sido asesinada.

—Y lo hacen contratando a un policía jubilado para que la busque —dijo Leaphorn.

—Alguien a quien respetan todos los polis —dijo Dashee.

ñ