Puede que el vodka le hiciera adoptar una actitud más benévola. Porque, de pronto, Cato Isaksen sonrió por algo que había dicho Marian Dahle. Le miró algo sorprendida mientras pasaban entre las pequeñas viviendas con la intérprete. Fanja Druzika les había dado las gracias y les había deseado que durmieran bien. Luego se había marchado para encontrarse con sus familiares y amigos junto al féretro de Elna.
Los detectives y la intérprete iban a pasar la noche en un edificio de ladrillo a la mitad de la pequeña calle principal. El entierro sería la tarde siguiente. Urgía. Con tanto calor…
La casa en la que dormirían estaba junto a la clausurada estación de tren. Marian y Jelena compartirían habitación. A Cato Isaksen le adjudicaron otra en el piso más alto, con una cama estrecha y una pequeña ventana que daba al campo. El calor vibraba bajo el techo.
Le llevó tiempo dormirse. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Este sitio está lleno de trampas. El Ronny se graduó este año. Lo primero que iba a hacer a su vuelta era visionar esas grabaciones de vídeo de la mezquita.
Cuando despertó a la mañana siguiente, el edificio estaba en completo silencio. Se incorporó y miró la hora. Eran las diez y cuarto. Tenía la boca seca y la cabeza pesada. Había pasado una mala noche en una cama estrecha en una habitación pequeña y calurosa.
Cuando bajó, encontró a Marian sola en la planta baja. No se había peinado; su cabello todavía estaba recogido en la misma coleta del día anterior. Los ojos estrechos eran aún más estrechos de lo habitual. Había una cafetera antigua sobre un fuego solitario. Junto a la joven había dos tazas.
—¿Dónde está Jelena? —preguntó.
—Está ayudando a Fanja con algo. Supongo que en cuanto vuelva tendremos que irnos a ver a la mujer de Juris Tjudinov. ¿Tienes el equipo de las huellas dactilares?
—Sí. Los guantes, las bolsas y las instrucciones. Está todo listo.
Sobre una mesita de madera había apilados un montón de víveres. Paquetes de harina y azúcar. Cuatro panes grandes. Dos bandejas de huevos. También había dos rollos de tela floreada.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Nada. Lo he comprado yo allí, en la tienda. Jelena me ayudó, nos prestaron una carretilla.
—¿Por qué?
—Es para Fanja. Lo he comprado con mi dinero. Se lo voy a dar.
Marian salió por la puerta y bajó la escalera. Se quedó allí de pie, cruzada de brazos. Cato Isaksen llenó las tazas de café y salió tras ella. Se sentó sobre el primer escalón de piedra.
—No puedes darles todo eso por las buenas. Estamos aquí como representantes de la policía noruega, no como trabajadores de una ONG —permaneció sentado con las dos tazas en la mano.
Marian se dio la vuelta con prisa para que no viera que se sonrojaba. No de vergüenza, sino de ira. Por supuesto que podía darles lo que quisiera. Dijera o pensara lo que fuera Cato Isaksen, podía hacer lo que quisiera. Lo había comprado todo con su propio dinero.
—Es muy poco profesional de tu parte —añadió indignado.
Marian Dahle sintió cómo la furia se abría camino desde su estómago, hacia el pecho y hasta su garganta.
Se sentó en el escalón más bajo y pensó si debía darse la vuelta y gritarle, o morderse la lengua y mirarle con forzada tranquilidad. La escalera olía a piedra. Preferiría tenerle lejos, muy lejos. Quería estar aquí sola, con estas personas por las que podía hacer algo. Hacer algo por alguien, eso era lo que quería. Sobre todo por la niña pequeña. ¿Qué demonios era lo que había hecho? ¿Dónde se había metido? La policía no era en absoluto el sitio adecuado si uno quería hacer algo por los demás.
Marian se puso de pie y le quitó de la mano una de las tazas de café mientras le miraba fijamente. Luego volvió a sentarse para darle una mínima oportunidad de retractarse de lo que había dicho, de mostrar una pizca de comprensión. Pero no lo hizo. Estaba claro que pensó en callarse, pero de pronto perdió el control. La taza estaba caliente entre sus dedos.
—Los hombres son malísimos en empatía. No puedo entender que tengas el puesto que tienes. Eres especialmente incompetente. Tienes poca capacidad para percibir las cosas, tienes poca o ninguna intuición. Eres un mal conocedor de las personas. Por eso eres tan sensible a la crítica. Crees que no sé cómo vas y vienes corriendo a quejarte a Myklebust de mí y de Birka, como un niño enfurruñado.
Cato Isaksen no podía creer lo que estaba oyendo. Por un segundo, un instante de tiempo detenido, estuvo a punto de levantarse y darle una torta. Esto no es ninguna discusión, pensó. Es una ruptura. Estaba bastante acostumbrado a que le insultaran. Pero no de esta manera. Estaba asustado de su agresividad. Ella había tomado el control sobre él. Aquí estaba vomitando una marea de palabras, como si estuvieran manteniendo una conversación normal. La gente que los viera allí sentados pensaría que charlaban con toda naturalidad. Marian Dahle tenía capacidad de análisis y se expresaba bien. Estaba claro que había pensado mucho todo lo que decía, porque se sentía tocado por todo. Estaba allí sentada acusándole de ser un policía brutal y desinformado cuya única manera de obtener autoridad era portarse mal con cualquiera que fuera lo bastante tonto como para dejarse. La furia hervía en su interior. Ahora sólo le quedaba una opción, y era no responder. No quería perder toda su dignidad. Se levantó bruscamente y volvió a entrar en la casa.
La familia de Juris Tjudinov vivía en el último piso de un bloque de ladrillos alto y estrecho. Cato Isaksen debería haber esperado a disponer de la intérprete antes de ponerse en contacto con ellos, pero había bajado iracundo por la calle a consecuencia de la bronca de Marian Dahle. Y ahora estaba frente a la puerta levantando la vista hacia el alto y estrecho edificio de ladrillo situado entre dos ruinosas casas de madera. Tuvo una sensación infantil de que molestaría a Marian Dahle si buscaba a la familia de Tjudinov sin ella. Era una tontería, pero estar con ella le ponía enfermo. Abrió la puerta rota y entró en el desgastado recibidor. Apestaba. Un olor casi insoportable a comida pasada, podrida. Tal vez hubiera cadáveres de ratas detrás de las paredes. Todos los edificios en los que había entrado hasta ahora tenían ese peculiar olor agrio.
Cato Isaksen subió por las escaleras. Salían ruidos de varios de los apartamentos. Voces en el calor. En el tercer piso alguien estaba gritando algo. Los Tjudinov vivían arriba del todo.
Cato Isaksen llamó levemente a la puerta. Estaba arrepentido pero era demasiado tarde. Una chica, en el inicio de la adolescencia, abrió. Cato Isaksen sonrió y se presentó en inglés. La chica le miró sin comprender y miró insegura hacia el interior de la habitación. Cato Isaksen entró en la pequeña buhardilla. Hacía un calor tremendo en la minúscula y destartalada vivienda.
La esposa de Tjudinov le miraba aterrorizada. Estaba de pie en un rincón y levantaba un niño hacia su boca. Estaba claro que sabía por qué había venido. Otros dos niños, dos chicos de diez u once años, estaban sentados cada uno en una silla en la pequeña mesa que había bajo la única ventana. La mujer apretaba al niño contra ella. Parecía que creía que Cato Isaksen los iba a matar a todos. Se arrepentía. No debería haber buscado a la familia sin la intérprete. Era poco profesional. Podía perderse información importante sobre Juris Tjudinov. Maldijo en su interior, intentó sonreír y mostrar su tarjeta de identificación. Hizo un gesto conciliador con la mano. Todo esto era culpa de Marian Dahle, pensó, mirando a su alrededor. Tres camas infantiles estaban puestas en fila contra una de las paredes, con colchones sucios y unas delgadas mantas. De repente vio las fotos. Estaban en un pequeño montón, metidas entre unos periódicos viejos en una estantería.
Cato Isaksen las sacó y les echó un rápido vistazo. Mostró una y preguntó si era Tjudinov. Su mujer asintió con miedo.
De alguna manera consiguió explicarle que necesitaba algo, lo que fuera, que fuera propiedad de Juris. Algo que hubiera tocado. Señaló la punta de sus dedos.
—Huellas dactilares —dijo en noruego.
Después, bajó las escaleras casi a la carrera. En la bolsa para las huellas dactilares llevaba algunos documentos y un despertador. Comprendió que el reloj era de Juris. Uno de los niños había balbuceado en inglés que su madre nunca lo usaba. Estaba en lo alto de una estantería. Era probable que tuviera las huellas de Juris Tjudinov. También se había llevado la foto. Juris Tjudinov era un hombre grande y calvo, con rasgos muy marcados.
Cato Isaksen pensó en Marian Dahle y repentinamente sintió vergüenza. Él quería de verdad ayudar a estas personas. Y lo necesitaban. Necesitaban todo lo que pudieran darles. Salió de prisa por la puerta rota y se vio de nuevo en la calle que ardía de calor. Saludó distraído a la gente que pasaba por la calle. Comprendía que todos sabían quién era.
¿Cómo demonios iba a explicarle a Marian que había ido a ver a la familia sin traductor?
Cuando llegó a la casa junto a la estación clausurada, Marian había desaparecido. Y también todos los alimentos de la mesa de la cocina. Sólo quedaban las dos tazas de café medio llenas en la escalera.
Notó que estaba a punto de tener problemas con el estómago. Seguramente algo que había comido. La flora bacteriana era mucho más exuberante aquí que en casa.
Consiguió llegar al primitivo baño que estaba junto a la casa, en una caseta inclinada por el viento. No había ningún sitio para lavarse en la casa, no que él hubiera visto. Sólo el cubo de zinc con agua marrón claro que había en la cocina.
Cuando salió del retrete, Marian había vuelto. Estaba sentada en la escalera de piedra dando sorbos al café frío. El sol ya había calentado los escalones. Pasó a su lado, entró en la cocina y se lavó las manos en el cubo de zinc. Luego volvió a salir y se sentó a su lado.
Ella empezó a hablar como si nada hubiera pasado.
—¿Cómo ha ido?
—Bien —dijo él—. He conseguido las huellas dactilares de Tjudinov.
—Estupendo. Por qué no mandas a la mierda lo de esta mañana —dijo dando un pequeño sorbo a la taza de café—. Tampoco hace falta que se lo cuentes todo a los demás, ¿no?
Él esbozó una sonrisa. Mandar a la mierda quizá no fuera la expresión más adecuada en este momento, pensó.
—¿No te dan ganas de hacer algo por estas personas?, cuando ves cómo viven, ¿no te dan ganas?
Cato Isaksen no contestó.
—¿Tienes un cigarrillo? Sé que fumas, aunque hayas dicho que no.
—Acabo de acordarme de Birka —Marian puso su taza de café a su lado, sobre la escalera de piedra—. Tengo que llamar a Roger.
—Roger ya tiene bastante que hacer.
—Tú no te metas. No es tu perro.
Cato Isaksen la miró. Ya estaban otra vez. Se sentía muy molesto con Roger que había dicho que sí a cuidar del perro de Marian mientras estuvieran fuera. Lo sentía casi como una traición. ¿Es que de pronto ya no tenía nada en contra del perro?
—¿Tienes un cigarrillo? —repitió.
Marian dejó el móvil junto a ella, sobre la escalera. Luego volvió a meter la mano en el bolsillo, sacó un paquete aplastado de Prince Mild y se lo tiró. Cato Isaksen lo cogió en el aire.
—Encendedor —pidió con cansancio.
Marian Dahle volvió a meter la mano en el bolsillo y sacó un encendedor que le entregó. Cato Isaksen lo aceptó y se metió un cigarrillo en la boca.
—Marian —dijo casi saboreando el nombre—, ¿no se llamaba también así la mujer de Robin Hood?
—Sí —dijo ella rápidamente—. La zorra del vestido morado con capucha. Era una zorra en la película de dibujos animados.
—Iba a decírtelo, que me recuerdas a una zorra, pero lo has dicho tú misma.
—Sí —dijo ella con cansancio y sonrió un momento—. Por cierto, ¿sabes lo que he descubierto?
Cato Isaksen dio una profunda calada al cigarrillo.
—Demonios, esto sabe demasiado bien.
—Antes, cuando la madre de Elna salió al pozo para traer agua, miré en la alacena. Y había bolsas de harina y azúcar de Noruega. Y miel, y espagueti Sopps y arroz Uncle Ben —sus mejillas se encendieron repentinamente—. Entiendes lo que eso quiere decir, ¿verdad?
—Que Elna robaba comida en el trabajo y se la mandaba a su madre —confirmó echando una gruesa columna de humo por la boca.
—Sí, y es carísimo enviar paquetes a Letonia. No es extraño que no tuviera dinero. Noventa coronas la hora —Marian resopló.
—¿Pensaste en la posibilidad de que Patrik Øye estuviera retenido en algún lugar y que la comida fuera para él?
—En realidad no —dijo rápidamente Marian—. Faltaban alimentos desde hacía mucho tiempo, según dijo Noman Khan, bastante antes de que Patrik desapareciera. Pero pensé que tal vez Inga y Elna los cogieron para ellas mismas.
Vieron a lo lejos a la madre de Elna Druzika y la intérprete que subían por la carretera. Venían de la iglesia. Fanja Druzika tenía un pañuelo rojo en la cabeza y una gastada rebeca de punto sobre el vestido floreado. Calzaba botas de agua.
—Tendrás que hablar tú con ellas —dijo Cato Isaksen levantándose. El dolor de estómago le mandaba de nuevo al retrete.
—Lo siento —dijo ella de pronto.
Se detuvo y se volvió hacia ella.
—Quiero decir, si te complico las cosas —continuó.
—No lo haces —respondió Cato Isaksen con decisión, y se dio prisa en llegar al baño.
Fanja Druzika y la intérprete habían ido a comprobar que todo estaba listo. Los enterradores habían cavado toda la mañana un gran agujero que aparecía no muy lejos del muro de piedra del cementerio.
—Nunca han enterrado a nadie de aquí en un ataúd tan bonito —dijo Fanja Druzika. Jelena tradujo—. Y os da las gracias por todo lo que le habéis dado —añadió guiñando un ojo a Marian.
Cato Isaksen volvía del retrete justo a tiempo para oír la última frase. Sonrió inseguro a Fanja Druzika.
Durante el entierro, la pequeña familia de Elna Druzika al completo ocupó el primer banco. Los niños no habían ido a trabajar a los campos. Las chicas del pueblo vestían blusas blancas con encajes, y lucían las manos limpias de tierra. Los chicos y los hombres a un lado, las chicas y las mujeres al otro. La iglesia estaba llena. Había vecinos, profesores y las que claramente parecían unas amigas de Elna. Pero la familia de Tjudinov no estaba. El abuelo de Elna, a pesar del calor, se había puesto un anorak que le quedaba estrecho. El sacerdote habló del Señor Dios y su piedad. La intérprete susurraba palabras a un lado y otro, sentada en la segunda fila entre Cato Isaksen y Marian Dahle. Fanja Druzika lloraba en silencio. A su lado estaba el hermano de Elna de dieciocho años, serio y concentrado, vestido con un traje anticuado que le quedaba pequeño. Las hermanas parecían apáticas en sus vestidos de domingo.
De pronto Marian Dahle se deslizó frente a él mientras le indicaba a la intérprete que se levantara. No supo lo que pretendía hasta que la vio junto al féretro y la oyó hablar en voz alta. Jelena se puso de pie a su lado y tradujo.
Dijo que la policía noruega haría todo lo posible para encontrar al responsable, que Letonia era un bello país con bellos habitantes, y que Elna tenía las mejores referencias de todos aquellos que la habían conocido en Noruega. Que la policía noruega lo sentía mucho por su familia.
Cato Isaksen hervía por dentro. Pensó que Marian Dahle era completamente imprevisible. En realidad, él era el jefe del equipo de investigación. La manera que tenía de comportarse no sólo era inadmisible, era descarada y destructiva. Nunca antes había tenido que relacionarse con una persona tan incontrolable. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Le echaría del puesto y se mudaría a su despacho? Se sintió repentinamente agotado.
Se levantó momentos antes de que el féretro fuera llevado fuera de la iglesia. En la mano llevaba el pequeño paquete blanco. Quitó el papel y dejó el menudo corazón de plata sobre la caja. Notó que las flores azules se estaban marchitando.
Luego todos siguieron al féretro al exterior. Lo llevaban el hermano y el abuelo de Elna y cuatro hombres desconocidos. Fue depositado en la tierra marrón clara y seca mientras los presentes cantaban un salmo. Finalmente los niños echaron flores silvestres sobre el féretro, y Cato Isaksen se fijó en que el sol se reflejaba intensamente en el pequeño corazón de plata de Inga Romulda. Para terminar, los enterradores lo sepultaron todo bajo tierra.
El mismo chófer regresó con la vieja furgoneta Volkswagen para volver a llevarlos a Riga. Fanja Druzika lloró al darles un beso de despedida. Marian y Jelena lloraban abiertamente. Por un momento, Cato Isaksen también tuvo problemas para contener las lágrimas.
Se sentó delante, junto al conductor. Marian y Jelena en el asiento de atrás.
Estaba tan desconcertado por todo el asunto que no dijo ni una palabra en todo el camino. El dolor de estómago se intensificó.
En el aeropuerto fue apresuradamente al baño, mientras Jelena iba corriendo a una tienda para comprar unos dulces especiales para su madre. Cuando salió del baño Marian le estaba esperando. Se hizo la tonta y le preguntó que qué pasaba ahora. Que qué pasaba ahora, ¿sería posible? No contestó, se limitó a intentar pasar de largo.
—Pero quiero saberlo —siguió ella.
—¿Saber qué? —replicó él, girándose hasta darle la espalda y mirando fijamente por las ventanas panorámicas, a la pista. Una bandada de pájaros daba vueltas. Volaban aquí y allá todos agrupados, antes de salir por un lado de su campo de visión y desaparecer hacia el cielo azul intenso.
—No fue ningún truco por mi parte, lo de la iglesia. Simplemente sentí la necesidad de decir algo. No puede ser que tengas tan baja autoestima que te preocupe que quisiera decir algo.
—Fue de extremado mal gusto —dijo volviéndose hacia ella—. Haces cosas que no son apropiadas para alguien que trabaja en la policía. Eres irracional e hipersensible.
En el avión se sentó tan lejos de ella como era posible, atrás del todo, donde el ruido de los motores hacía vibrar el apoyacabezas. Podía oír los latidos de su corazón a través del ruido de los motores. Se quedó sentado mirando fijamente al frente y no se movió. Ni siquiera cuando el avión empezó a rodar por la pista, ni cuando aumentó de velocidad hasta subir por el aire.