IMPERATIVO CATEGÓRICO

ARTHUR SELLINGS

Arthur Sellings pertenece a la clase privilegiada de autores británicos que venden sin dificultad sus relatos y libros a los Estados Unidos. Como todo buen inglés, tiene su residencia de verano en Londres y la de invierno en la Costa Brava española, en cuyo lugar tuvimos la ocasión y el placer de conocerle recientemente. El relato suyo que les ofrecemos en este número aborda el conocido tema de los robots; sin embargo, hay que admitir que lo hace de una manera muy especial… y con un indudable sentido del humor característicamente británico.

ilustrado por M.ª LLUISA PAYTUBÍ

I

Fue el que el robot dejase de funcionar lo que hizo que las cosas se desbordasen. Y no es porque no hubiesen estado saliéndose de cauce durante meses. De hecho, desde que lo habían retirado de su trabajo, Marge parecía que había estado desarrollando una campaña… sutil, insistente, y muy propia de una esposa.

Primero había sido:

—No es culpa tuya, querido, es simplemente que el mundo ya no comprende a los artistas creativos.

Y él había contestado modestamente:

—¡Oh, un instrumentista de bajo no es creativo, encanto, es simplemente un ejecutante!

—De cualquier manera —contestó ella firmemente— es un artista. —Y luego, como si tan sólo fuera una consecuencia de lo dicho, añadió—: Esto quiere decir que tiene inteligencia e imaginación. Y esto quiere decir que ya tiene una cierta ventaja en lo que se refiere a encontrar un nuevo trabajo… ¿no es así, querido?

Y los grandes ojos marrones de ella le habían mirado de una forma tan cándida y confiada…

—Seguro, seguro; una cierta ventaja —había contestado él, notando cómo el alma le caía a los pies. El estar capacitado para tocar el bajo no le parecía ser una gran cualificación para cualquier otro trabajo.

—Naturalmente —había añadido ella unos días después—, podrías conseguir un trabajo en una orquesta de jazz, ¿no es así, Gilbert? Ahora vuelven a estar muy de moda —se apresuró a agregar—. Oh, ya sé que no te gusta la idea, pero…

Él le explicó pacientemente que no era cuestión de no gustarle la idea; era simplemente que no podía. El tocar jazz no era lo mismo que el tocar música seria, razón por la cual los robots podían aprender a tocar ésta, y no aquélla… por lo menos hasta el presente.

—Bueno, Phil Tomkys hizo el cambio, ¿no es así? —dijo ella.

Lo que pudo hacer Phil Tomkys y lo que él pudiera hacer, contestó bruscamente, eran dos cosas completamente distintas. El tocar jazz es una cierta habilidad específica —y dijo esto último como quien habla de reventar cajas de caudales o cometer un parricidio— y, o bien la tienes, o no la tienes. ¿O es que acaso ella no podía verlo?

Bueno, sugirió ella algún tiempo después, ¿acaso no podía dedicarse entonces a componer?

No podía haberle tocado en un punto más vulnerable. Pero ella continuó, con una alegre inconsciencia:

—¿Qué hay de esas tonadas que siempre estás canturreando? A mí me suenan muy bien, y…

Posiblemente eran de algún otro, le contestó con sequedad. Eran de algún otro, él lo sabía. Diez años de tocar en una orquesta no le había dejado lugar en su cabeza para música original. Había aprendido esto por propia experiencia, porque una vez había tratado de componer un cuarteto para bajo, celeste, grabadora y guitarra, y aun esta combinación tan poco usual no había sido suficiente protección contra su subconsciente. Ya casi lo tenía terminado antes de que se diese cuenta de que todo él era fragmentos y retazos de oscuras composiciones que había tocado en el pasado.

La memoria de esta primera y última tentativa le hacía ahora sentirse culpable. Ésta era una de las peores cosas del estar retirado; hacía que uno se creyera deficiente al no tener habilidades para las cuales no existía ninguna razón, en primer lugar, de existencia.

Pero esta vez logró controlarse. Y la siguiente vez. Y, mediante un gran esfuerzo, la siguiente.

Pero la tensión subía y subía. Hasta que el robot dejó de funcionar, una espléndida mañana de primavera. Y entonces dejó de subir. Explotó.

—¡Además, mientras estaba preparando el desayuno! —protestó Marge, echando una ojeada a la masa de metal inerte que yacía al lado de la mesa de la cocina.

Gilbert acabó de levantarse. Se restregó los ojos, tratando de despejarse.

—Llamaré a la Central —dijo, con un bostezo poco apresurado.

—Pero los niños llegarán tarde a la escuela —contestó ella—. ¡Colin! ¡Michael! —gritó en dirección al lavabo—. ¡Daos prisa!

—No conseguirán nada con apresurarse si no tienen el desayuno preparado, ¿verdad? —observó Gilbert, con ganas de ayudar.

—¿Y qué es lo que crees que estoy tratando de hacer? —contestó ella con acritud, mientras manejaba desmañadamente los para ella poco familiares aparatos—. ¡Tan sólo tengo dos pares de manos!

Gilbert lanzó una carcajada y adoptó una pose.

—¡Vengan, vengan, vean en cautividad a la única mujer con cuatro brazos!

Ella pateó el suelo, con una rabia confusa.

—Ya sabes lo que quiero decir. ¡Buen padre estás hecho, puesto ahí, tratando de ser gracioso, mientras tus hijos llegan tarde a la escuela! ¡Como si los pobrecitos todavía no hubieran sufrido bastante últimamente!

Él dejó de reír con brusquedad.

—¿Qué es lo que quieres decir con esto?

—Lo que he dicho. —Apretó desesperadamente los tubos de alimentos. Él la miró de mal talante.

—Bueno, ¿qué es lo que «los pobrecitos» han tenido que soportar últimamente?

—Oh, estoy demasiado ocupada para argüir contigo. De cualquier forma, no lo entenderías.

—Ah, ¿así que no lo entendería? Tal vez lo entiendo demasiado bien. ¿No será «últimamente»… tan sólo tres meses y trece días?

—Si así lo deseas… —murmuró ella, sin mirarle.

—¡Como lo pensaba! —explotó él—. ¡Tú me echas las culpas a mí! Desde que me retiraron, te has estado metiendo conmigo. ¡Pues sí que es un buen estímulo para un hombre! Si piensas…

En su enfado había avanzado un paso hacia ella. No se dio cuenta del robot caído hasta que dio de bruces sobre él. Se quedó en el suelo, frotándose el tobillo dañado y maldiciendo profusamente.

—Si vas a seguir diciendo palabrotas —dijo su mujer fríamente—, por lo menos podrías hacerlo en voz baja. Ya sabes cuán finos tienen los oídos los niños.

Se puso en pie, irritado.

—Así que ahora soy el corruptor de mis propios hijos, ¿no es así? Bueno, déjame decirte que…

Pero en aquel momento, del henomat, el artefacto sintetizador de alimentos, surgió un chirrido enervante. Su mujer se abalanzó y movió frenéticamente los controles. Únicamente consiguió abrir diversos grifos de los que empezaron a manar distintas salsas. Mientras salpicaban y se extendían por el suelo, ella realizó aún un último y desesperado asalto contra el panel de mandos. Las salsas continuaron derramándose, pero al caos se unió ahora un trompeteo de música de jazz.

Alzó sus manos, rindiéndose; se desplomó sobre una silla, y apoyó la cabeza sobre la mesa.

Gilbert, que permanecía como atontado, notó un repentino remordimiento. Tal vez fuera culpa suya, tal vez debería haber previsto el día en que un ser metálico con un cerebro cristalino se haría con su trabajo, tal como los robots lo habían hecho ya con el de otros muchos. Apenado, se apresuró a ir al lado del panel de control y trasteó con él.

En alguna forma, sus manipulaciones lograron el efecto deseado. Los grifos gorgotearon al secarse, la música se cortó, y el henomat murió en una nube de débiles quejidos.

La autoestima de Gilbert se recuperó ligeramente. Miró expectativamente a su mujer, pero ella no levantó a cabeza; únicamente emitió un desmayado y ahogado hipido.

¡He aquí la gratitud!, pensó irritado. Bueno, no era su culpa. Su mirada cayó sobre el abyecto montón de metal en el suelo; era culpa de él; de él, y de los millones de su especie. De repente, toda la frustración de los últimos meses se concretó en el robot y ardió en ira. Le pegó una patada. El pie todavía estaba calzado con la zapatilla, y se hizo daño; pero estaba demasiado molesto para que le importase. Y la acción, aunque no dejó ninguna huella en el robot, trajo un satisfactorio alivio a sus sentimientos.

Se dio la vuelta y se encontró con que Marge había levantado la cabeza y lo miraba mustiamente.

—Bueno, ahora ya lo he visto todo —dijo—. Un hombre hecho y derecho pateando a un pobre robot indefenso.

—Y además, cuando está caído —dijo él cáusticamente. Su ira surgió de nuevo—. Parece que tienes más simpatías por un robot que por tu marido. Es una bonita forma de…

Fue interrumpido por una pequeña avalancha humana que penetró en la habitación.

—Buenos días, mami —dijeron los niños a coro—. Buenos días, papi.

¿Había, pensó Gilbert, una pausa, una pequeña pausa, entre los dos saludos? ¿Y un cambio de tono en el segundo?

—¡Hey, el robot ha estirado la pata! —dijo Colin.

—¿Fue éste todo el ruido que se oía, papi? —dijo Michael.

Gilbert miró ceñudamente. Luego suspiró con vehemencia y arrastró al robot por las piernas fuera de la cocina. Lo dejó caer en el closed del dormitorio, y telefoneó al Robocentro.

Dejó pasar un tiempo antes de volver a la cocina. Vio que los niños ya habían salido, sin demasiado desayuno, obviamente, y entonces se dio cuenta del por qué se había retrasado un poco: para evitar encontrarse con ellos. Así que ahora estaba llegando a ese punto.

II

Gilbert se había afeitado y vestido, y se sentía desesperado, cuando sonó el timbre de la puerta. No fue con deseos de ayudar, ciertamente no tenía ningunas ganas de hacerlo, sino simplemente para poder oír de nuevo el sonido de su propia voz… de cualquier voz, por lo que dijo:

—Debe ser el mecánico del Centro. Yo abriré.

Pero no era el mecánico.

—Hola, muchacho —dijo una voz gangosa. Otra, gentil y aflautada, sonó desde detrás de un montañoso paquete de fluorotex—: ¡Sorpresa!

Eran George y Phoebe, los padres de Marge. Gilbert parpadeó. Esto era lo único que le faltaba.

—He recibido una súbita llamada del cuartel general del partido —dijo estrepitosamente George.

—Así que hemos tomado el primer cohete para poder estar una hora con vosotros —explicó Phoebe, atisbando por encima de su carga.

—Ah… eh… entrad, entonces —tartamudeó Gilbert.

—¿Algo va mal, hijo? —dijo George, llevando a Gilbert a un lado, mientras Phoebe se dirigía hacia la cocina.

—¿Mal? ¡Oh, no, nada va mal! —rió de forma poco convincente—. Es que simplemente estaba esperando a otra persona, el mecánico del Robocentro.

—¿Se ha estropeado vuestro robot? Malo. La pobre chica estará hasta el cuello de trabajo, ¿no? Voy a saludarla.

Volvió rápidamente.

—¡De verdad que lo está! De cualquier forma, mamá la está ayudando —guiñó un ojo cuando, desde la cocina, llegaron sonidos de furiosa actividad—. Ella es igual en casa. Deja tan poco por hacer a nuestro robot, que éste está pensando en pedir el retiro. —Se carcajeó; luego, dándose cuenta de que Gilbert ni siquiera estaba sonriendo, cesó abruptamente y pasó a una actitud que Gilbert conocía muy bien ya, la grave actitud de hombre a hombre—. Bueno, ¿cómo van las cosas, muchacho?

—¿Quieres decir si es que ya he conseguido un trabajo?

—¡Cielos, no! Ya sé que no es así de fácil. Sé que toma tiempo. Lo que quería decir es, ¿qué tal se van desarrollando esas ideas?

—¿Qué ideas?

George agitó su cabeza, condoliéndose.

—Es tan malo como eso, ¿eh? Y no obstante, la hora más oscura es justo la que precede al amanecer. Fíjate en mis palabras, he visto ocurrir esto muchas veces. En el momento en que un hombre piensa que ya no queda ni una sola idea que no haya pensado otro antes, entonces llega una verdaderamente importante, de súbito, y le golpea justo entre los…

El timbre de la puerta interrumpió su elocuencia. Gilbert se escapó aliviado.

Esta vez sí era el mecánico, ataviado con el mono gris del Roboservicio. Pero no iba solo.

—¿Sí? —dijo Gilbert a los otros tres, cuando trataron de seguir al mecánico hacia dentro. Iban también de gris, pero con vestido de calle. Eran jóvenes, con la cabeza rapada y los rostros decididos.

—Somos terapistas —explicó el primero de ellos.

—¿Terapistas? —repitió Gilbert—. ¡Pero si no hay nadie enfermo aquí!

—¡Ja! Eso sí que es bueno —dijo el primero de los tres, volviendo la cabeza para compartir la diversión con sus colegas. Luego se volvió de nuevo hacia Gilbert—. Naturalmente, somos roboterapistas.

—¿Uh? —fue todo lo que pudo decir Gilbert.

—Yo soy robopsiquiatra —aclaró el hombre.

—Yo soy estimulador robosináptico —dijo el segundo.

—Y yo —dijo el tercero, con un orgullo contenido— soy coordinador de robomoral.

Tal como en el cuento de los tres ositos, pensó Gilbert. ¡De todas las tonterías…!

Pero alzó los hombros resignadamente y se apartó para dejarlos pasar.

—¿Dónde está el robot? —dijo el primer terapista.

Gilbert, decidiendo que no le gustaba la forma en que se comportaba aquel individuo, se dirigió ostentosamente al mecánico.

—En el closed del dormitorio, la segunda puerta a la izquierda. Lo dejé allí después que se descompuso. Molestaba demasiado en la cocina.

—Bueno —dijo el mecánico amigablemente, y fue hacia allí.

—Muy mal —dijo el primer terapista, agitando la cabeza—. Habría sido mucho mejor si lo hubiera dejado donde cayó. La actitud de desfallecimiento nos da a menudo una clave valiosa de la causa de la descompostura. —Hizo una seña a sus colegas, y se fueron en seguimiento del mecánico.

Gilbert se quedó mirando durante un largo momento por donde habían desaparecido, antes de volver a la salita de estar.

—Bueno, ahora ya lo he visto todo —dijo a su suegro—. Tienen hasta psiquiatras para robots.

Pero George no se sorprendió.

—¿Cómo, no lo sabías? Hace seis meses o más que existen. Es uno de los nuevos campos más interesantes desde hace años. La televisión no ha hablado de otra cosa.

—Me lo he debido de perder —murmuró Gilbert, dándose cuenta de repente de cuán fuera de contacto con el mundo exterior había estado, cuán absorbido en el mundo de la interpretación de la música, que ahora parecía tan irreal y tan lejos como una edad histórica.

—¿Ves, hijo? —dijo George encarecidamente—, así es como son las cosas ahora. Especializándose, permaneciendo siempre un poco por delante de los robots. Esto es lo que, debes perdonarme que te diga, tú todavía no has sabido aceptar. Un hombre tiene que ser adaptable. Por ejemplo, mira el caso del viejo Tom Angel. Fue compañero de estudios mío; era un sastre de primera categoría, y pensaba que su trabajo era seguro como una roca. Pero no lo era. Así que, después de haber sido retirado durante algún tiempo, de pronto recordó las postales de felicitación que la gente se enviaba los unos a los otros en los cumpleaños cuando nosotros éramos niños. ¿Y qué es lo que hace entonces Tom? Va y se registra como el primero de una nueva generación de escritores de versos para postales de felicitación. Y lo que es mejor, nunca había escrito una línea de verso en toda su vida. Pero fue el primero en proponerlo, así que obtuvo los derechos de patente. ¿Coges la idea? Una vez alcanzas que tus sentimientos se hacen progresivos, ya estás en camino.

Gilbert reflexionó sombríamente que el desempolvar una costumbre difunta era una rara forma de progresar, pero trató de aparentar interés, sabiendo que George trataba de ayudar a su manera, tal como la madre de Marge lo hacía también cuando traía paquetes de cosas que los cupones semanales de un retirado no podían adquirir. Pero para soportar a ambos se necesitaba un cierto ajuste.

—¿Comprendes, Gil? —continuó George—. Esto no es nada nuevo. Algo así ha estado ocurriendo durante centenares de años, las máquinas desplazando a la gente. Lo que es nuevo es la escala en que esto ocurre, porque los robots amenazan los empleos de todo el mundo.

—Excepto los de los políticos y los robopsiquiatras —no pudo evitar el añadir Gilbert.

George pareció dolido.

—No digas eso, Gil. Ah, y no creas que la política no se está convirtiendo en algo tan competitivo como todo lo demás. Imagínate, hasta me han enviado a la escuela, a mí, a mi edad, para estudiar lo que ellos llaman perspectiva histórica. Armé un escándalo terrible, pero debo admitir ahora que me fue estupendamente. Hace que un hombre comprenda por qué han habido tantos cambios desde que los robots fueron inventados. ¿Sabes? —agitó un dedo frente a Gilbert—, ha habido más progreso en los últimos veinte años que en todo el siglo que los precedió. Desde los viajes espaciales hasta… bueno, hasta los espaguetti autoenrollables.

Gilbert se agitó impacientemente.

—No veo mucho progreso en el echar a cinco millones de personas al retiro durante el proceso.

—Ah, pero hace diez años había quince millones. Esto demuestra que el reto de los robots ha sido aceptado. Porque no es sólo un reto, sino que es también una oportunidad. Ésta es la Edad de la Oportunidad. Todos podemos estar agradecidos al menos por una cosa: que no estamos viviendo en el siglo pasado —George se estremeció—. Entonces, si un hombre perdía su trabajo, ¡tenía que buscar otro!

—¿Tenía que buscar otro? Me gustaría tener esa posibilidad.

—Ah, pero he ahí la cuestión: no siempre era tan fácil. Mientras que ahora, un hombre no tiene que pelearse por un empleo. Todo lo que tiene que hacer es inventarlo.

—Recuerdo que leí eso en el libro —dijo Gilbert, languideciendo rápidamente—. ¿Sabes?, ese ilustrado que te dan a cambio de tu empleo.

—Oh, lo siento —dijo George un poco ofendido—. Sólo estaba tratando de ayudar. De cualquier manera —continuó—, tienes un suegro en el partido adecuado, esto es un consuelo. El partido que lucha por los derechos de los retirados.

Gilbert alzó interiormente la vista hacia los cielos.

—Sí señor —continuó entusiásticamente George—. Si los tecnócratas lograsen sus propósitos, la vida de un retirado no valdría un comino. Pero nosotros luchamos por sus derechos sin descanso. Fuimos nosotros, los Populistas, los que conseguimos que cada familia, aún las de los trabajadores y retirados, tuviesen un robot en propiedad, como un derecho inalienable.

Gilbert había soportado todo lo que podía.

—¡Al infierno con tus derechos inalienables! —explotó—. Ambos partidos se han repartido bien el pastel. Todo lo que os preocupa es aseguraros de que las cosas continúen en la forma en que están. En cuanto al precioso beneficio de tener un robot, déjame decirte que estaría muy contento si no existiesen los robots en absoluto… ¡por lo menos aquellos que sientan sus posaderas cromoplatinadas en unas no menos cromoplatinadas orquestas!

George parecía ahora positivamente molesto.

—Yo… yo… no sabes lo que estás diciendo —balbuceó—. Vaya, si estás hablando como… como un Luddita.

—Oh, lo parezco, ¿no es así? Bueno, déjame… —Gilbert se detuvo a media frase y dijo suspicazmente—: De cualquier forma, ¿qué es un Luddita?

—Ludditas —dijo George suavemente— fueron las gentes que destrozaron las primeras máquinas automotrices hace doscientos años. —Era un concepto que había aprendido en el curso de Perspectiva Histórica—. Y si ésta es la forma en que…

—¡Espera! —una luz salvaje iluminó los ojos de Gilbert; acaba de ocurrírsele algo—. ¡Claro, naturalmente! ¿Por qué no?

—¿Qué ocurre, hijo? —dijo George, ansioso ahora al ver la expresión en el rostro de Gilbert.

Pero Gilbert no lo oía. De un salto alcanzó la puerta, la abrió violentamente y se dio de bruces con el terapista jefe, que estaba esperando en el otro lado con los nudillos en alto para llamar.

—Bueno… —se sobresaltó el terapista, trastabillando.

—Lo siento —dijo alegremente Gilbert, haciendo ademán de pasar.

—Pero hay algo que tengo que decirle —exclamó el terapista, recuperando su aplomo y el aliento con un esfuerzo. Tras él, sus dos colegas cerraron filas.

Gilbert se detuvo.

—Bueno, ¿qué es ello? Abrevie, soy un hombre ocupado —se rió alegremente de la novedad de sus palabras.

—No es un asunto jocoso, me temo —comentó el terapista, mirándolo algo asombrado—. Acabamos de pasar una cinta de reconocimiento por su robot, y los resultados han sido tristes, tristes. Deberemos llevárnoslo para una reorientación inmediata. Vea usted —movió la cabeza en un gesto grave—, había desarrollado un severo complejo de culpa.

—¿Complejo de culpa? —hizo eco Gilbert.

—Eso es. ¿Sabe usted?, ellos se dan cuenta de cosas. Y si adquieren la idea de que sus propietarios no son felices, esto inicia el complejo. Si creen que es su falta, se preguntan qué equivocaciones pueden haber cometido. Reflexionan sobre ello, y entonces cometen errores. ¡Oh!, errores pequeñitos, que ni usted ni yo advertiríamos en absoluto, pero qué un robot sí los tiene en cuenta, porque sabe que se supone que no debe cometer errores. Esto tan sólo le hace sentirse más culpable, y la cosa continúa hasta que… bueno, simplemente se rinde.

A pesar de su urgencia por salir, Gilbert se encontró escuchando con una incredulidad fascinada. El terapista sonrió con una mueca profesional, dolorosamente dedicado.

—Naturalmente, la próxima vez sabremos mejor lo que hacemos, ¿no es así? Central enviará un reemplazo. Tan sólo haga que el nuevo crea que le está haciendo a usted feliz; eso será todo, y las cosas marcharán nuevamente bien. Únicamente una sonrisa, una palabra de agradecimiento aquí y allí, ¿eh?

Por un momento, Gilbert miró al terapista con la expresión de un niño que ve por primera vez a un elefante. Después, estalló en carcajadas.

—¡Naturalmente que le haré saber que soy feliz! Soy feliz. ¿Quién no sería feliz viviendo en una era de oportunidad como esta? —se dio cuenta de la sobresaltada cara de George, que le miraba desde la salita de estar, y lanzó una nueva carcajada—. Ahora, si a ustedes no les importa…

Los terapistas se miraron asombrados unos a otros, y se apartaron mientras Gilbert se dirigía hacia la puerta.

III

La Oficina de Categorías contenía la habitual concurrencia de retirados, aguardando en la tenue esperanza de conseguir algún dato valioso. Gilbert pasó a lo largo de todos ellos, derecho al primer cubículo. En su interior había un mostrador; tras él, un funcionario robot.

—Quiero declarar una categoría —anunció Gilbert.

—Ciertamente, señor —dijo el robot, extrayendo un cuestionario y un sobre de tras el mostrador.

El cuestionario requería los datos del nombre, fecha de nacimiento, número de retiro del solicitante. Gilbert los llenó impacientemente, llegando por fin a la sección titulada: Naturaleza de la Categoría. Atrevidamente, escribió: NEO-LUDDITA. Se rascó la barbilla pensativo con el mango de la pluma, y añadió: Una oposición legal a la economía robótica.

Sonrió para sí mismo. Ése era un trabajo que ningún robot podría nunca ejercer. En el casillero titulado Clasificación General de la Categoría puso: POLÍTICA. Colocó el cuestionario dentro del sobre, tal como estaba indicado, y se lo entregó al robot.

El robot lo cerró y lo introdujo en una máquina que estaba a su lado. En uno o dos segundos, el sobre volvió a salir y el robot se lo devolvió a Gilbert, que sintió una repentina desazón.

—¿Y bien? —preguntó.

—Llevará un cierto tiempo comprobar su aplicación —explicó el robot—. Esta máquina envía una copia al registro del sótano. Allí llevan un fichero completo de todas las categorías.

—Oh, ya veo —dijo Gilbert, tranquilizado.

Mientras esperaba, se dedicó a ojear los carteles colocados en las paredes del cubículo. La mayor parte de ellos mostraban los rostros de inventores de categorías que habían obtenido éxito: inventores de empleos tales como estabilizador de hidropónicos, adivino cibernético, traumografista… ¿Qué diablos podría ser traumografista?, se preguntó Gilbert. ¿Un escritor de traumas? ¿Alguien que dibuja gráficos de respuestas traumáticas? ¿Y en qué? ¿Hombres? ¿Átomos?

Sonrió. El eufonismo de unas vocaciones tan especializadas y enigmáticas ya no le hacía sentirse desamparadamente mal preparado en este complejo mundo. Ahora, él iba a enfrentarse con el mundo en sus propios términos, y…

La máquina emitió un bip, y un trozo de cartulina saltó. El robot lo tomó, lo ojeó, y luego levantó sus ojos cristalinos hacia Gilbert.

—Lo siento, señor, pero su aplicación ha sido rechazada.

Gilbert se quedó helado, sin lograr creer lo que había oído.

—La Oficina de Categorías —continuó el robot— le significa su más sentido pésame, y confía en que esto no le impedirá a usted el seguir presentado nuevas aplicaciones. La Oficina de Categorías…

Gilbert interrumpió lo que evidentemente era un discurso hecho. Alargó el brazo por encima del mostrador, y cogió al robot por una de sus metálicas extremidades.

—Escucha, tú… tú… bocazas metálico, esta aplicación es válida. Nadie tienen ningún derecho a rechazarla. No puedes simplemente quedarte ahí y…

—Por favor —el tono inalterable de la voz del robot acentuaba aún más su evidente embarazo. Condicionado, como todos los robots, a no ser nunca hostil a los humanos, tan sólo podía hacer unos patéticos intentos de pura forma para soltarse.

Gilbert suspiró y lo soltó, sintiéndose avergonzado de sí mismo.

—De cualquier forma —insistió— deseo ver a alguien acerca de esto.

—El encargado está ya camino de aquí —dijo el robot.

Gilbert se dio cuenta de que el robot debía de haber oprimido un botón de alarma sin que él se hubiera dado cuenta.

El encargado llegó rápidamente. Era un individuo grueso y jovial.

—¡Ah, el señor Gilbert Parry! Acerca de su aplicación, ¿no es así? Bueno, lo siento mucho. No queremos denegar la aplicación de nadie, usted ya lo comprende. Naturalmente, nosotros…

—Naturalmente, nada —dijo bruscamente Gilbert—. Esta categoría que he propuesto es perfectamente admisible.

—Pero, señor Parry…

—No me interrumpa. Tengo derecho a ser oído. Ustedes pueden creer que lo tienen todo muy bien atado. Eso es lo que los dos partidos políticos piensan, pero se equivocan. Ambos apoyan al sistema tal cual es. Esto no es suficiente.

—Pero señor Parry, usted no puede…

—Yo puedo. Lo que es más, me propongo probar, si se me obliga a ello, que aún bajo el punto de vista del statu quo es socialmente necesaria una oposición. Y ahora, no trate de decirme que no puedo hacer eso.

El encargado sonrió.

—Pero la necesidad de una oposición está reconocida. Únicamente estaba tratando de decirle que usted no puede Registrar esta categoría, porque fue registrada hace años.

—¡Qué!

—Sí, el movimiento de Sólo Humanos, como se le llama, es un partido reconocido, aunque nunca ha logrado ganar una elección ni atraerse muchos adeptos. La mayor parte de la gente está demasiado agradecida por los beneficios que los robots han traído consigo. Pero el movimiento tiene el apoyo del Estado: fondos, oficinas, la misma proporción de empleados asalariados con respecto a sus miembros que los dos grandes partidos.

Gilbert ya se dirigía miserablemente hacia la puerta.

—Naturalmente —añadió, con ganas de ayudar, el encargado— podría usted realizar un trabajo voluntario para el partido. Siempre hay la posibilidad de que sea usted capaz de lograr una vacante para un puesto con salario en unos pocos años.

—Gracias, no importa —murmuró Gilbert. Y abandonó el cubículo.

Un grupo que aguardaba esperanzado miró a su rostro, y se dispersó.

Fuera, caminó sin rumbo. Tan sólo había una cosa que hacer: empezar de nuevo en alguna otra línea, estudiar y estudiar hasta que fuese tan experto en ella como lo era en tocar el contrabajo.

Pero ¿qué línea? Y, ¿cómo podría estar seguro de que ésta no sería absorbida por los robots antes de que él lograra hacerse un experto en ella? Y sin embargo, no había otra cosa que hacer sino probar. Aunque no desembocase en nada, Marge no podría meterse con él, por lo menos no lo podría hacer con justicia. Más que eso, ni siquiera tendría que seguir soportando su propio y mordiente sentimiento de fracaso.

Viendo una biblioteca, se dirigió hacia ella. Pidió al asistente, un robot —¡aún aquí en un centro de la cultura!—, que le informase. Éste le trajo un grueso manual, muy usado.

Entre las categorías que listaba, las principales eran aquellas correspondientes a las viejas ocupaciones que estaban demasiado íntimamente unidas a la carne, sangre y espíritu, como para ser fácilmente abandonadas al robot: medicina, leyes, artes creativas. Bueno, medicina ni pensarlo. Él no era ningún timorato, pero no podía soportar la idea de abrir fríamente un cuerpo humano. ¿Leyes? Si no podía argüir con éxito con su propia mujer, mucho menos podría hacerlo con un juez y jurado. En cuanto a lo que respecta a las artes creativas, uno tenía que tener una vocación para ello; ¿o acaso no era así?

No, tendría que ser algo completamente nuevo, uno de esos campos asombrosamente complejos, tal como… ¿qué era aquello que había leído en aquel cartel? ¿Traumografía? Impulsivamente, lo buscó.

Sí, allí estaba; pero, tras minutos de perpleja lectura y relectura, no pudo ni tan sólo llegar a comprender en qué campo se encontraba, tan especializado era el mismo lenguaje que lo describía. ¡Infiernos!, era aún peor de lo que él había temido.

Hojeó el libro, desanimado. Entonces, de repente, un anuncio atrajo su mirada. Decía:

¿RETIRADO? ¡NO SE PREOCUPE!

ENTRE EN CONTACTO CON LA OFICINA DE C. P. JONES INVENTORES DE CATEGORÍAS HABITACIÓN 53, EDIFICIO UNIVERSO

¡Así que existían caminos! Claro, naturalmente que tenía que haberlos. El sistema había estado funcionando durante años; tenía que ocurrir que la gente saliese con justamente este tipo de ocurrencias. Jóvenes avispados, con sus mentes sin canalizar en las estrechas orillas de una profesión como la suya, encontrándose en su elemento en este complicado mundo, capacitados para ver la necesidad de un nuevo trabajo aquí, una nueva profesión allá.

¿Pero cómo pagaría uno por un servicio así? Los bonos de retiro eran innegociables. No obstante, tenía unos pocos centenares de créditos en dinero efectivo reservados para una posible emergencia. Valía la pena probar.

El Edificio Universo, a pesar de su nombre grandilocuente, era un pequeño y oscuro edificio en la parte baja de la ciudad, que aparentaba tener un mínimo de treinta años de edad. No obstante, se dijo a sí mismo Gilbert, no era correcto prejuzgar el contenido por el continente.

Pero el incidente que ocurrió cuando trataba de entrar fue aún más perturbador. Tuvo que echarse hacia atrás rápidamente, cuando las estrechas puertas batientes se abrieron de un golpe y dos individuos macizos las atravesaron con violencia, llevando una carga pataleante y chillona. A través de brazos y piernas en movimiento Gilbert divisó un viejo rostro de gnomo, rojizo por la frustración. Una vez estuvieron en la acera, los dos gigantones depositaron en el suelo al hombre con una solicitud exagerada, le echaron una mirada cargada de sentido, y retrocedieron de nuevo al edificio. Uno de ellos reemergió momentáneamente para lanzar afuera una maltratada maleta, que cayó a los pies del viejo.

—¡Conseguiré un mandamiento contra ustedes, basura! —gritó la víctima agitando el puño. Su estatura era tan gnómica como su rostro, pero su voz era sorpresivamente repugnante—. Un hombre tiene sus derechos, ¿saben? Yo… yo…

El viejecillo se rindió, como si se diese cuenta de la futilidad de lanzar su protesta contra unas puertas cerradas. Con un suspiro que partía el alma tomó su maleta, dio un ultrajado tirón a su chaqueta, y luego cojeó calle abajo.

Gilbert lo siguió por un momento con la mirada, sintiendo una punzada de simpatía por el pobre viejo. Tan sólo esperaba que el incidente no tuviera nada que ver con la Oficina de C.P. Jones, que ésta no fuera su manera normal de tratar a los clientes. Acallando el pensamiento, entró.

—¿Habitación 53? —preguntó al portero robot—. La Oficina de C.P. Jones.

—Lo siento, señor, pero el señor Jones ya no trabaja aquí.

—Oh, pero ¿y su oficina?

—El señor Jones mismo era la oficina.

—Bueno, ¿ha reemprendido su trabajo en algún otro sitio, lo sabe usted?

—No dejó información alguna sobre este punto, señor.

Gilbert alzó los hombros resignadamente, y salió. Así que eso era todo. ¿Y qué quedaba ahora? ¿La traumografía? Sintió un escalofrío con el solo pensamiento. Mientras estaba indeciso en la acera, recordó el incidente que había presenciado. Bueno, aquí había un trabajo. Ellos nunca se atreverían a fabricar a un robot para maltratar a los humanos. Flexionó sus bíceps pensativamente…

El pensamiento murió miserablemente. Con toda probabilidad, uno debería de haber sido inscrito a su nacimiento para poder obtener un empleo tan rudimentario como éste. Suspiró, y echó a andar sin rumbo.

Al pasar ante un bar, entró tan automáticamente como si fuera un hábito en él, lo cual nunca había sido así. Era un bar normal, no uno de esos descoloridos lugares para retirados donde uno entraba con su cartilla de racionamiento. Aquí se tenía que pagar con dinero. Entró y se sentó en una mesa, pidiendo un escocés doble al camarero robot.

Hasta el momento en que se movió para coger el dinero de su bolsillo, no se dio cuenta de quien estaba sentado frente a él. Era el viejecillo que había visto ser echado del Edificio Universo. Estaba mirando soñadoramente a su bebida, como si fuera una nebulosa bola de cristal.

Aquello movió a Gilbert a la piedad. Y pensar que él se compadecía a sí mismo. Por lo menos él tenía juventud. Impulsivamente, levantó el vaso hacia el hombre y dijo:

—Brindo por mejores tiempos.

El viejo levantó la cabeza lentamente.

—¡Huh! —dijo. Consiguió esbozar una desdibujada sonrisa y añadió—: Gracias —y vació su vaso.

Gilbert vació también el suyo y ante su mirada inquisitiva el viejo contestó:

—Lo mismo que usted.

Gilbert hizo el pedido.

—Vi lo que le ocurrió allí —aventuró con simpatía.

—¿Lo vio? —el viejo suspiró—. ¡Los ladrones! Echar a un hombre después de tantos años —se veía tan triste que Gilbert, instantáneamente, sintió haber mencionado el incidente.

—Es desesperante cuando uno ha trabajado en el mismo edificio durante casi diez años —continuó el viejo.

—Oh, ¿usted trabajaba allí?

—Yo tenía mi propio negocio: la oficina C.P. Jones.

¿Usted?… ¿C. P. Jones? —la visión de Gilbert de unos avispados jóvenes sufrió una violenta rectificación.

—¡Cómo!, ¿oyó hablar de mí? —el rostro del viejo se iluminó expectante.

—¿Oír? ¡Iba a verle para saber si usted podía ayudarme!

—¿Realmente? —el señor Jones volvió a caer en la tristeza—. Ah, bien, tal vez fue mejor que no me encontrase allí. Le salvó a usted de un desengaño.

Gilbert estaba sorprendido.

—Me desilusionó el no encontrarle. Pero ¿qué quiere decir usted con eso?

—Bueno, no tenía ni una sola categoría en existencia. —Hizo una pausa y después, con el aire de uno que se desahoga al confesar algo que llevaba muy adentro, añadió—: De hecho, hijo, yo nunca logré inventar una sola categoría… excepto aquélla.

—Oh —dijo Gilbert, cuya simpatía comenzaba a estar teñida por la sospecha—. ¿Cuál fue aquélla?

—Pues la categoría de inventor de categorías, naturalmente —el viejo dio un bufido—. Tal vez yo no fui muy bueno en mi categoría, pero tenía derechos de título. Aunque parece ser que ya no existe nada sagrado, ni aún los derechos de título. Revisaron mi categoría hace una semana, y cancelaron mi licencia. Entiéndalo bien, no me quedé sentado, pero ¿qué es lo que se puede hacer? —tomó un desabrido sorbo de su bebida—. Ellos tienen la sartén por el mango.

Gilbert notó un cosquilleo de resentimiento ante tal ingratitud.

—Me parece —dijo duramente— que usted le sacó un buen provecho a la cosa. Son más bien sus clientes los que podrían quejarse.

El viejo le miró indignado.

—¿Por qué? No les iba tan mal. Siempre trabajé duro por ellos. ¿Era mi falta el que no viniesen ideas? De cualquier forma, no les costaba nada. Mis honorarios se percibirían del salario que recibiesen cuando yo les suministrase la idea.

—Oh, —dijo Gilbert. Entonces, el hombre no había sido tan voraz.

El viejo emitió una risa apagada.

—Sin embargo, tiene usted razón sobre eso de que saqué un buen provecho. Supongo que, de hecho, lo hice.

—¿Pero cómo ha logrado mantenerlo durante tanto tiempo?

El señor Jones volvió a reír suavemente.

—Bueno, era la Oficina de Rehabilitación la que me pagaba mi salario fijo, mientras que era la Oficina del Trabajo a la que se suponía que yo debía entregar mis honorarios… naturalmente disminuidos por mi comisión. Una vez al año, la Oficina Contable, o sea un departamento distinto, enviaba un auditor robot a comprobar los libros. Nunca pensaron en comprobar las cuentas unos con otros, supongo… hasta ahora —volvió a sumergirse en la tristeza—. Ahora debo inventar otro empleo.

Gilbert se fijó en el rostro gnómico del hombre, en sus manos anudadas alrededor del vaso.

—Pero yo había pensado que usted ya había pasado… quiero decir, bueno…

—Quiere usted decir que por qué me preocupo buscando otro trabajo a mi edad, ¿no es eso? Pues es porque mi mujer no tiene mi edad… ella tiene tan sólo… bueno, ella dice que tiene tan sólo veintinueve años. De cualquier forma, no se tomaría por las buenas la idea de que yo estuviese retirado.

—¡Ah, esas esposas! —mostró su conformidad Gilbert—. Las cosas no serían tan malas si no tuviésemos que contar con ellas.

—¿No lo serían? —dijo el señor Jones casi con fiereza—. Por mi parte estoy contento de cómo son las cosas. Si no fuera por Babs, me habría deshecho. Yo era un artista del trapecio en los circos. Es así como encontré a Babs. Ella era una bailarina en un espectáculo de feria, yo era el más viejo trapecista actuante. Pero hasta yo tuve que dejarlo algún día. Me volví demasiado inseguro. Si no hubiera sido por Babs, me habría vuelto vegetativo, y a estas horas ya estaría en una urna bajo tierra con toda seguridad. Babs tiene sus defectos, pero es un incentivo mucho mejor para un hombre que cualquiera de esas nobles y amistosas damas. Ellas necesitan el sentimiento de dominio sobre el hombre; Babs tan sólo desea dinero y las cosas que con éste puede comprar, y ella es feliz así. Y yo también lo soy.

Gilbert se sintió repentinamente diminuto ante una filosofía tan realista.

—Bueno, tal vez tenga usted razón. Tomemos otro trago.

—No, es mi ronda —insistió el viejo. Y, mientras llegaban las bebidas, continuó—: Pero estoy hablando demasiado de mí mismo. ¿Qué es lo que le pasa a usted?

Gilbert se lo dijo, y tomaron otra bebida. E intercambiaron anécdotas sobre sus ex-profesiones, y tomaron otra bebida. Y entonces el señor Jones sugirió que fueran a un bar de verdad.

Y esto inició una peregrinación de bar en bar, tal cual Gilbert, en su vida sobria, nunca hubiera imaginado como posible. Hablaban, contaban chistes. Aún la forma en que les estaba tratando el mundo a ambos asumió, bajo la influencia de más y más bebida, el aspecto de un gran chiste.

Se desternillaron sobre el concepto de traumografía y lo que podía ser, con explicaciones que iban desde lo anodino hasta lo obsceno. Esto los llevó a inventar categorías falsas, un juego que les duró dos bares y que les acarreó ser expulsados de un tercero cuando las categorías se volvieron demasiado ultrajantes.

En un bar, en una pausa, pidieron cerveza, y tuvo un triste efecto en el hombrecillo. Se volvió positivamente melancólico. Dijo que eran egoístas, que todo el mundo era egoísta. No debían sentir lástima por sí mismos, sino por los robots. Revelando inesperadas profundidades en su carácter, procedió a recitar lúgubremente:

¿Cómo voy a enfrentarme a las singularidades

del asombro del hombre y de Dios

yo, un extraño y asustado

en un mundo que nunca hice?

Afortunadamente, esta fase no duró demasiado. Gilbert ordenó rápidamente de nuevo whisky, y el resistente hombrecillo volvió a estar en forma en un relámpago. Y cuando Gilbert dijo:

—¿Por qué no creamos una misión para robots, entonces?

El señor Jones se lanzó a la idea con un raro celo. Por un momento se preguntaron si esto no podría ser la salvación para ambos, hasta que reflexionaron que la semana mínima de un robot tan sólo podría ser una de ciento sesenta y ocho horas, siendo su única función el trabajo; y ¿quién tendría ningún interés en oponerse a ello?

La noche se volvió más y más salvaje. Gilbert nunca pudo estar seguro después de cuándo fue que el hombrecillo quiso dar una demostración de los mejores puntos del trabajo en un trapecio utilizando una lámpara de techo. Recordaría más tarde que entre ambos bebieron una gran cantidad de licor, y que en algún momento en las primeras horas del día siguiente cayó dentro de un robotaxi.

Después de esto todo fue oscuridad…

IV

Fue el rojizo relumbre del sol a través de sus párpados lo que le despertó. Se arrebujó con un gruñido. Oyó correr cortinas, y se sintió agradecido por la penumbra. Una figura se movió cerca de él.

—¿Eres tú, Marge querida? —gimió.

—No, señor; soy su nuevo robot.

Sostenía un vaso con algo que burbujeaba. Gilbert lo tomó ansiosamente y lo bebió de un trago.

—Ajá, esto está mejor.

—¿Querrá algo más, señor?

—No, gracias. —Un miedo repentino lo atenazó—. Sí, sí, otra cosa. ¿Y mi mujer?

—La señora Parry me ordenó que la avisara tan pronto como usted estuviera despierto —dijo el robot.

Gilbert respiró aliviado. Por un momento había tenido el pensamiento de que Marge podía haberle abandonado. No podría culparla si así lo hubiera hecho; no después de su actitud de ayer, y luego encima la noche pasada. Se sintió lleno de una repentina contricción.

—Todo va bien —dijo al robot—. Yo mismo la avisaré. Me voy a levantar.

Y en alguna forma consiguió hacerlo, aunque no sin la asistencia del robot.

—Gracias —le dijo Gilbert. Luego, sintiendo la necesidad de hacer penitencia, añadió, de una forma un tanto humilde—: Me has hecho muy feliz.

—Gracias, señor —dijo el robot, inevitablemente sin inflexión. Pero cuando repitió las palabras, Gilbert notó que realmente lo sentía. Con su temple penitencial considerablemente sostenido, fue al encuentro de Marge. Y cuando la vio le pareció más bella que nunca, y se sintió tocado en lo más profundo. Comenzó a murmurar palabras de abyecta apología, pero ella lo detuvo con un beso.

—No te excuses, querido; fue todo mi culpa. Si no te hubiese estado importunando no hubieras actuado de esta forma. —Lo guió hasta una silla—. Aquí. —Le sirvió una taza de café cargado—. ¿Qué es lo que quieres para desayunar?

—Ya tengo bastante con esto, gracias —dijo débilmente.

Ella asintió, adquiescente.

Sintiéndose empequeñecido por tanta comprensión, Gilbert rebuscó en sus bolsillos un cigarrillo. Con el paquete salió un trozo de papel. Lo miró. Decía simplemente: Trazador de Paralajes Umbrológicos. ¿Pero qué infiernos quería decir aquello? Y además estaba escrito con su propia letra. Entonces, un débil recuerdo reptó de entre la confusión de la noche anterior. Se quedó mirando las palabras, repitiéndolas una y otra vez para sí mismo, entre sorbos de café. Entonces, de repente, vio la luz.

—¡Claro, esto es! —exclamó, y dio un respingo. A pesar de haberle suministrado una respuesta, su cabeza todavía no podía soportar esta cantidad de excitamiento repentino.

—¿Qué ocurre, cariño? —susurró Marge—. Ten, tómate un calmante.

Se levantó bamboleante.

—Oh, no seas tan noble y posesiva —hizo una mueca y la besó rápidamente—. No te preocupes por mí, querida. Acabo de ver la luz. —Terminó su café con prisa—. Tengo algo urgente que hacer.

La besó de nuevo, y salió corriendo.

Esta vez escogió un cubículo diferente, para estar más seguro, y rellenó su cuestionario con una mano experta, si bien un tanto temblorosa.

Y esta vez el funcionario llegó sin ser llamado. El director en persona, como se presentó ante Gilbert. Tenía en su mano una copia del cuestionario.

—Me alegra conocerle, señor Parry —dijo—. Trazador de Paralajes Umbrológicos. Ah, sí, muy interesante. ¿Y qué es exactamente eso?

Con una calma que le sorprendió hasta a sí mismo, Gilbert contestó:

—Bien, entraña investigar los grados de paralaje que se presentan en las investigaciones umbrológicas. No es fácil explicarlo en unas pocas palabras, pero…

—Naturalmente —dijo comprensivamente el director—. Pensé que probablemente sería demasiado complejo para que yo pudiese entenderlo. Pero usted dejó por llenar la clasificación general. Yo mismo puedo hacerlo por usted en el fotostato… —miró inquisitivo a Gilbert, con su pluma preparada.

Por un momento Gilbert se sintió hundido, maldiciéndose a sí mismo por haber dejado pasar aquel punto.

—Esto… bueno, esto tampoco es fácil de describir. Verá…

—Comprendo —dijo conciliador el funcionario—. ¿Podríamos decir, tal vez, síntesis? En estos días esta definición nos sirve para cubrir una gran multitud de categorías.

—Oh…, ah, sí, sí; definitivamente, es una forma de síntesis.

El director asintió y llenó el casillero.

—Tan sólo hay otra cosa. La Oficina de West Town ha admitido ya esta mañana una petición por, eh… —consultó una hoja de papel que llevaba en su mano— un Correlacionador de Paralajes Umbrológicos. Acaba de llegar en un comunicado. Bien, usted deberá probar, si fuera necesario, de que las dos funciones son distintas y separadas.

Por un momento Gilbert dudó del testimonio de sus propios oídos. Entonces ¿existía realmente algo denominado Umbrología, en la cual aparecían paralajes? Y entonces se dio cuenta…

—¿Acaso será un tal señor C. P. Jones el que la ha presentado?

—Pues sí. Entonces, ¿se conocen el uno al otro?

—Nos deberíamos haber encontrado esta mañana —mintió firmemente Gilbert— para presentar conjuntamente nuestras categorías. Uno de nosotros debe haberse equivocado de oficina. Vea usted, la umbrología ha sido nuestro trabajo de por vida, en nuestras horas libres, naturalmente. Pero un trazador de paralajes es algo completamente distinto a un correlacionador de paralajes. De hecho, son dos funciones enteramente opuestas. Opuestas, pero mutuamente dependientes, si es que usted me entiende. Comprenda, un paralaje tan sólo puede ser correlacionado en oposición dialéctica y conjunción a y cuando está siendo trazado —Gilbert estaba comenzando a divertirse—. Poniéndolo en una forma más simple…

—Está perfectamente claro —dijo el director—. Me ocuparé de que la distinción sea tenida en cuenta. Su título le será enviado por correo en unos pocos días. Pero, si están ustedes trabajando en el mismo campo, ¿no sería mejor que compartiese el local con su amigo, el señor Jones? ¿Por lo menos provisionalmente?

—Claro, naturalmente —dijo Gilbert—. Pensándolo bien, permanentemente. Nos ahorraría una buena cantidad de retrasos en nuestro trabajo.

—Claro que sí. Bueno, el señor Jones ya habrá recibido la concesión de una oficina. Espere un momento, pediré la dirección a West Town.

Era una nueva oficina en un nuevo edificio. Cuando Gilbert entró, el señor Jones estaba arreglando unos muebles de buen estilo. El hombrecillo se irguió, iluminando su mirada.

—Hola, muchacho. Así que entonces me encontraste.

—Viejo vagabundo. Casi me estropeaste la jugada.

El viejo rió silenciosamente.

—Bueno, todo está permitido. De cualquier forma, ayer por la noche no me diste tu dirección, y no sabía que tendrías la misma idea. Recuerdo que nos reímos mucho de ella y que dijimos que era una de las mejores categorías que se nos habían ocurrido, por lo menos de las que dejan imprimir. —Rió nuevamente—. De todas maneras, cambié el principio para darte una oportunidad.

Gilbert palmeó al viejo en la espalda.

—Es más de lo que yo pensé en hacer, debo admitirlo. Pero no recuerdo que tú tomases también nota —sonrió—. Tan sólo logro recordar que yo sí lo hice.

Dio una ojeada a la oficina, y sintió una repentina punzada en la conciencia.

—Naturalmente, estamos estafando, ¿no es así?

—¿Estafando? —dijo el hombrecillo, fingiendo muy bien, pensó Gilbert, su indignación—. Yo no lo estoy haciendo. Tal vez estemos anticipándonos un poco, pero eso es una cosa completamente distinta. Para comenzar, ya he buscado Umbrología. No existe tal palabra… todavía no. Lo más aproximado a lo que he llegado es que sería una ciencia sobre las sombras. Ahora, todo lo que tenemos que hacer es encontrar los paralajes.

—Pero… ¿lo dices seriamente? —preguntó Gilbert.

—¿Seriamente?… ¡Por supuesto que sí! ¿Qué podemos hacer si todavía no hemos logrado ponernos a tono con nuestra categoría? ¿Quién fue más grande como hombre, el indio sentado inmóvil en el lugar donde había nacido o Colón, que salió a buscar un lugar que nadie sabía que existiese? Simplemente tenemos que tener la misma clase de fe que tuvo Colón. Tú tienes cerebro. En cuanto a lo que a mí respecta, yo siempre hallé más fácil ganarme la vida en un trapecio, pero no soy ningún tonto. Mi cerebro ha estado muy bien preservado todos esos años, balanceándose a treinta metros de altura sin nada que hacer. ¡Oh!, tal vez no haya sido nada espectacular en mi última categoría, pero es que no era nada específico. En la umbrología, creo que hemos conseguido algo en lo que de verdad podemos hincar el diente.

—Pero ellos se darán cuenta —dijo Gilbert acobardándose.

—Valor, mi amigo, valor. El mundo es tan complicado estos días, y cada uno está tan especializado, que nadie puede estar seguro de lo que es verdadera realidad y de lo que no lo es. ¿Qué era eso que dijiste la noche pasada? ¿Traumografista? Bueno, ¿cuántos traumografistas hay en el mundo? Digamos que tan sólo hay uno, que es lo más probable. Entonces tan sólo él sabe lo que está haciendo. De cualquier manera, si se dan cuenta antes de que hayamos llegado a ninguna parte, entonces simplemente comenzaremos en cualquier otra línea. El campo es enorme.

Pero, se dijo a sí mismo Gilbert, ¡si realmente pensaba lo que decía! Y, lo que era más, su confianza era contagiosa. Era asombrosa también la forma en que el viejecillo no se preocupaba en lo que se refería a su edad. Hablaba como si fuera inmortal, como si su capacidad no conociese límites. Ahora, allí de pie, con su cabeza inclinada hacia un lado, realmente parecía como un gnomo de edad indefinida, infatigable y con recursos infinitos.

—De cualquier forma —dijo el señor Jones—, no voy a dejar que todo esto ocurra sin hacer nada al respecto. Vamos —su sonrisa casi partía su rostro en dos—, no estés ahí parado; nuestro robot no ha llegado todavía. Dame una mano con este archivador. Lo vamos a necesitar…

Título original:

CATEGORICAL IMPERATIVE

© 1967, Arthur Sellings

Traducción de B. García Mutiñó