se piensa

la ciencia ficción en la psicología de la cultura

Toda manifestación cultural, literaria o artística es el resultado de una época y de unas circunstancias sociológicas. La ciencia ficción es considerada como la literatura representativa de nuestra época, pero ¿cómo y por qué ha surgido? El doctor Alfonso Álvarez Villar, profesor de la Universidad de Madrid, Jefe de Departamento del Instituto español de la Opinión Pública, nos da una respuesta a esta pregunta a través de su especialidad: la psicología.

Si partimos del principio básico del determinismo, de que «nada sucede sin una razón suficiente», la ciencia ficción es también un producto cultural que hinca sus raíces en otros fenómenos más amplios.

Lo cierto es que un estudio somero de la historia nos demuestra que el género de la ciencia ficción suele florecer en fases especiales de la evolución de la cultura. Me refiero, por supuesto, al concepto de ciencia ficción como un género en el que los conocimientos científicos de una determinada época histórica son puestos al servicio de una imaginación creadora para ampliar, sobre la palestra de la literatura, el alcance del hombre. Por eso no me limito a identificar «ciencia ficción» con «ciencia ficción contemporánea».

Historicidad de la ciencia ficción.

Lo cierto es que, eliminando los epígonos y anticipadores, la ciencia ficción alcanza una difusión masiva muy concreta: el llamado período alejandrino, el Renacimiento y la Era científico-tecnológica de nuestros días. Tres épocas que se caracterizan por un despliegue del hombre fáustico en busca de nuevos horizontes para el quehacer intelectual humano.

El período alejandrino da origen, dentro del género de la ciencia ficción «avant la lettre», a ciertas personalidades como el autor anónimo del poema de Alejandro Magno, traducido más adelante por los árabes y convertido en sonoros versos castellanos muchos siglos después, en plena Edad Media. Y es un epígono, por el «dintorno» de su cultura helenística, Luciano de Samosata, autor de una «Historia verdadera», que lanzará el primer cohete literario hacia la Luna.

El Renacimiento se inclina por lo que podríamos llamar ciencia ficción sociológica, y así tenemos que mencionar la «Utopía» de Tomás Moro: «La ciudad del sol» de Campañella y «La Nueva Atlántida» del canciller Bacon. Paralelamente, alcanzan una enorme difusión las novelas de caballería, que encuentran en la imprenta el mejor aliado para divulgar temas épicos y caballerescos de la Alta Edad Media.

A partir de entonces surge la auténtica ciencia ficción, bajo la forma de relatos de expediciones extraterrestres. Tendríamos que citar aquí a Kepler, a Godwin y a Cyrano de Bergerac, pero el impulso lo ha dado el Renacimiento, no la Contrarreforma ni el «espíritu» de la Guerra de los Treinta Años.

Finalmente, en tercer lugar, tenemos a la vista el último período histórico: la Revolución científico-industrial, que se inicia en el siglo XVIII en Inglaterra y que, hija de la «Aufkärung» y de la «llustration française», es sólo superada, hacia el año 1950, por lo que muchos pensadores comienzan a denominar «segunda revolución científico-industrial».

No es, pues, una coincidencia la de que el impulso para crear un género literario que es la ciencia ficción proceda de épocas en que se está gestando una nueva humanidad. Épocas en las que el hombre se siente angustiado (en el sentido vivencial y etimológico de esta palabra) y busca nuevas salidas a sus inquietudes y a sus aficiones. No se podría comprender, en efecto, la psicología del hombre contemporáneo si no contásemos con ese magnífico «camino real» que es la SF y que nos conduce al meollo de sus aspiraciones y de sus temores.

De sus temores hemos dicho, también, porque ¿no hay acaso en «Fahrenheit 451» de Ray Bradbury, o en «El asfalto», de Carlos Buiza, el mismo estremecimiento imperceptible que experimenta el médico al diagnosticar una enfermedad gravísima? El hombre contemporáneo cuenta, por supuesto, con la ciencia para predecir un gran número de fenómenos, pero a veces la ciencia falla y entonces hay que volar en el Pegaso de la fantasía para explorar regiones que se hallan más allá del alcance de la Razón Pura. Porque la historia se halla saturada de casos en los que la imaginación de un escritor adelantó, e incluso determinó, los hallazgos del científico.

Ciencia ficción y empuje creador

Pero, por otra parte (y si la ciencia ficción fuera sólo un modesto malabarismo mental) es patente que crea en nuestra sociedad una mente mucho más flexible, una mente abierta a cualquier acontecimiento por muy improbable que fuere.

¿Es, en efecto, una simple coincidencia el que el siglo XIX, tan positivista, tan aferrado al método experimental que canta con tanto énfasis un Claude Bernard, no creara un auténtico género de ciencia ficción salvo bajo la firma de esa personalidad señera que es Julio Verne? La ciencia ficción habría, en efecto, fracasado lamentablemente. Por eso, el mismo Julio Verne tuvo que ceñirse a los conocimientos que le proporcionaba la ciencia de su tiempo.

El siglo XX (y esta tendencia se acentúa según una ecuación exponencial) supone un proceso de liberalización intelectual respecto al determinismo del siglo XIX. Resucita los mitos antiguos, las religiones ocultas; desempolva los escritos de los teósofos y alquimistas, y hasta somete al molde hipotético experimental los fenómenos parapsicológicos. ¿No habría, pues, de ser favorable para la edificación del género literario de la ciencia ficción?

Una prueba de esta liberalización de la mente es el nuevo sesgo que adopta la literatura desde la tercera década del siglo XX. Se desprecia el rígido planteamiento de la lógica aristotélica y se comienza a cantar el absurdo por el absurdo. La sintaxis queda sustituida por las técnicas de asociación libre que utiliza el psicoanálisis. Prueba de ello son el «manifiesto surrealista» de André Breton, que aparece en el año 1924, y el éxito de los poemas de Ezra Pound y de la novela «Ulises» de James Joyce. La imaginación creadora rompe ahora las vallas de canalización de la métrica o del racionalismo literario, tal como se había manifestado en la novela naturalista de un Emilio Zola. Ya para Proust la narrativa es un espejeo centelleante de vivencias sólo unidas entre sí por la identidad del protagonista. Desde ahora todo le será permitido al literato, que construirá mundos multicolores sin ser necesariamente SF, con la ayuda del verbo (introduzcámonos, si no, en el paisaje tropical que pinta Miguel Ángel Asturias) o de la Metáfora (Jorge Luis Borges, por ejemplo).

La ciencia rompe también moldes tradicionales. Retornando a Parménides, Einstein demostrará, por ejemplo, que «sólo el ser es», que en el universo sólo existe espacio-tiempo y estados especiales de ese continuo que son la energía y la materia. Algunas de las afirmaciones einstenianas son, en efecto, paradojas, y hasta las matemáticas huyen del frío racionalismo de la Ilustración, buscando fuera de las premisas de Gauss y de Leibniz el mundo alucinante de los espacios pluridimensionales, de las superficies que se retuercen sobre sí mismas y que plantean enigmas indescifrables (recuérdense las teorías de Bourbaki). Por otra parte, la extraña fauna de partículas elementales que han aparecido hasta ahora en el ciclotrón y que siguen apareciendo, han derrocado por completo la vieja teoría unitaria del átomo. El probabilismo del infinitamente pequeño va desplazando, a partir del célebre enunciado de Heisenberg, el implacable determinismo de la física clásica.

Si quisiéramos, en efecto, expresar en una sola frase la postura del hombre contemporáneo, podríamos afirmar que «para él todo puede ser nuevo bajo el sol». Contra el fatalismo del hombre antiguo, el hombre fáustico opone el posibilismo más radical. Posibilismo que se manifiesta, por otra parte, en ese área tan concreta que son las relaciones comerciales. ¿Qué es otra cosa, por ejemplo, el brain storming, sino la aplicación de la técnica literaria que utilizan el surrealista o los más exaltados de los cultivadores de la ciencia ficción, a la heurística de la venta?

Podemos, pues, considerar a la ciencia ficción como uno de los exponentes más importantes de esta apertura a nuevos modos de vivir y de morir, a nuevas posturas ante el Cosmos y ante la divinidad. En la ciencia ficción late el corazón del hombre contemporáneo. Sus latidos son a veces armoniosos, otras suenan mal al oído del amante de la buena literatura. Pero en todo caso, no lo olvidemos, son latidos del hombre.

Alfonso ÁLVAREZ Villar

¿nuevo nombre para la ciencia ficción?

El presente artículo apareció por primera vez en el «Hugo Gernsback Forecast» (la pequeña revista anual de noticias y comentarios con que Gernsback felicitaba las Pascuas a sus amigos) de 1963. En él se plantea un problema que está actualmente en boca de todo el mundo. Gernsback se pregunta: ¿Hay que darle un nuevo nombre a la ciencia ficción? Pese a todos los intentos, aún no existe ninguna respuesta satisfactoria para ella. ¿Pueden ustedes ayudarnos?

Cuando, a finales de 1960, la Sociedad de Ciencia Ficción del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) me invitó a hablar ante sus miembros, les apremié, al final de mi charla, para que sacasen su propia revista de ciencia ficción. Me alegró mucho cuando a continuación, en 1961, la Sociedad dio a la luz el «The Twilight Zine». Los estudiantes del MIT están haciendo una labor muy apreciable y estoy seguro de que con el tiempo la ciencia ficción se beneficiará sobremanera de sus esfuerzos.

En el «The Twilight Zine n.º 5», de abril de 1962, Doug Hoylman, uno de los estudiantes, presentó un artículo bastante provocativo titulado «Un nuevo nombre para la ciencia ficción».

Dice Doug en su introducción: «Ahora bien, no deseo aparecer como desagradecido hacia el viejo tío Hugo, que inventó tanto el nombre como la forma artística, pero la ciencia ficción ha superado con mucho las limitaciones que Gernsback impuso, y todavía está tratando de imponer, al medio. La palabra ciencia ya no es aplicable».

El artículo de Doug Hoylman, como él mismo admite, es muy apto para la controversia; debería ser leído por todos los aficionados. Desgraciadamente, no nos da un nuevo término con el que suplantar al viejo, ciencia ficción. En vez de esto dice: «¡Y la primera persona que grite Scientifiction recibirá un puñetazo en la nariz!».

¡Touché! Ocurre que yo fui esa primera persona y que creé, con gran pesar mío, ese término en 1925.

Scientifiction, ese horror, no era sino una contracción lógica de la frase Scientific Fiction (ficción científica) que comencé a usar en la portada del número de diciembre de 1922 de mi revista Science & Invention.

Posiblemente fue ocasionado por los insoportables dolores de crecimiento del género. Corramos una piadosa cortina literaria de olvido sobre este desafortunado episodio y pasemos a la progresiva luz del futuro.

Quiero decir aquí, enfáticamente, que estoy en completo acuerdo con Doug en que necesitamos una nueva terminología. Desafortunadamente, el término ciencia ficción no está pasado de moda, pero ha llegado a tener un uso generalizado demasiado pronto. Probablemente logrará significar lo que debe hacia el siglo XXV o algo así. Y esto lo digo muy seriamente.

Toda mi vida he estado tratando de hacer entrar la palabra ciencia, a través de mis numerosas revistas, en las mentes de millones de individuos mal dispuestos que no estaban preparados para ello… y que todavía no lo están.

Desafortunadamente, hoy en día, sólo un pequeño porcentaje de gente están realmente interesados en la ciencia: científicos, técnicos, ingenieros, etc. El público en general todavía piensa en la ciencia como un sujeto demasiado esotérico y vanguardista. Ciertamente el hombre o mujer medios no desean leer ciencia ficción en sus horas de asueto; el nombre es demasiado impresionante. Si no fuera así, la mayoría de las revistas de ciencia ficción en circulación en la actualidad tendrían, cada una de ellas, una circulación que se podría contar en millones de ejemplares en vez de la mezquina cifra promedio de menos de cien mil.

Se necesita algo más atractivo, estimulante y popular. En esto estoy de acuerdo con Doug.

He trabajado en el problema por años, sin éxito hasta la fecha, lo admito. Y deben ustedes creerme si les digo que si ahora tuviera de nuevo, conociendo lo que me ha enseñado la experiencia, que hacerlo, no originaría el término «ciencia ficción» en un siglo XX que no estaba, como tampoco está ahora, preparado en una forma general para recibirlo.

Acuñé el término «ciencia ficción» en un editorial que escribí para mi antigua publicación Science Wonder Stories (historias maravillosas científicas), en el número de junio de 1929.

En aquella época tenía yo la pequeña esperanza de que finalmente se había producido una infiltración de la ciencia en las mentes de la población mundial. Por desgracia, esto no iba a ocurrir ni ocurrirá en este o en el siguiente siglo.

El hombre o mujer medios ven a la ciencia con una profunda sospecha, como si fuera un maligno ogro que constantemente interfiere y cambia sus vidas y hábitos, que periódicamente causa revoluciones técnicas, echando a millones de personas fuera de sus trabajos como está ocurriendo ahora temporalmente por la automatización.

Y sin embargo, la gente sabe también que deben vivir con el ogro si es que quieren subsistir, pero su profundo e irracional antagonismo contra la ciencia se ha convertido en una fijación y a través de años de sacudidas inducidas por la ciencia en centenares de formas: sacudidas económicas, sacudidas sociales, sacudidas de asombro (el típico ¿qué ocurrirá ahora?). Han sido condicionados en un proceso Pavloviano.

Y ésta es la verdadera razón por la que tan sólo un reducido número, una élite, leen historias científicas para su diversión o descanso.

Por tanto creo que sería adecuado un nuevo concepto. Por lo menos, si fuera adoptado, podría preparar el camino para una ciencia ficción de adultos en futuros siglos.

Ahora miremos a los componentes de un sustituto aceptable.

Para el número uno del volumen primero de Science Wonder Stories, en junio de 1929, escribí esta frase: «La ficción profética es la madre del hecho científico». Creo que esto todavía significa lo que dice. La ciencia ficción, bajo cualquier concepto o nombre, debe, en mi opinión, tratar primera y principalmente sobre los futuros posibles.

Debe, en forma historiada, profetizar las maravillas que vendrán del progreso del hombre. Esto también incluye a las hazañas distantes y a la exploración del espacio y del tiempo.

En lo que respecta a un nuevo vocablo, sugiero a continuación varios, que podrían ser o no ser los más apropiados.

Probablemente les sonarán extraños. Bueno, también me lo pareció a mí el término «ciencia ficción» cuando por primera vez lo contemplé críticamente.

PREDIFICCIÓN (Predifiction). La palabra predicción va, aquí, unida a ficción.

PROFICCIÓN (Prophiction). Contracción de ficción profética (Prophetic fiction). Curioso término que además tiene la ventaja de que también puede significar profesional.

FUTUFICCIÓN (Futufiction). Uno bien raro que pone de manifiesto su cualidad de visión del futuro.

TELEFICCIÓN (Telefiction). Del griego tele, lejano, distante. Un término eufónico y que el público podría asimilar fácilmente porque ha sido condicionado durante largo tiempo por términos similares tales como telescopio, telégrafo, teléfono, televisión, etc. Me agrada particularmente porque podría infiltrarse en el lenguaje, tomando al público desprevenido, por así decirlo, ¡no sospechando nunca que correspondía a la impopular y desdeñada ciencia ficción disfrazada con una nueva piel de cordero!

Hugo GERNSBACK

en torno a «Fahrenheit 451»

La polémica en torno a «Fahrenheit 451» sigue aún candente: para muchos, ésta es la primera película inteligente de ciencia ficción que se ha hecho en todo el mundo; para otros, es un apreciable intento malogrado por exceso de intelectualismo y frialdad. Pero en todos los países donde ha sido exhibida ha causado una verdadera sensación, y en muchos lugares ha sido considerada como una de las mejores películas de la temporada.

Es sumamente difícil enfrentarse con la película «Fahrenheit 451». ¿Motivos? Todos los que se quieran. Y siempre podrán encontrarse más.

Había pensado, en un principio, resolver este llamémosle acercamiento de la siguiente manera. Atiendan: Imagínense ese encuentro entre el marciano y el terrestre que nos pinta Bradbury en uno de sus capítulos —tal vez el mejor— de «Crónicas marcianas». Allí veíamos cómo coincidían en un tiempo real —bueno, a lo mejor no era real— dos formas diferentes de pensar, dos manifestaciones humanas; uno iba en un barco para navegar por la arena, el otro en su camión. No se entendían. Era inútil. Veían lo mismo, pero no era lo mismo.

Yo había creído que, valiéndome de este encuentro, podría hacer que desapareciese por fin esa absurda polémica entre el «Fahrenheit» libro y el «Fahrenheit» film. Unos dicen que el libro es mucho más hondo y maravilloso; otros se inclinan por que la película de Truffaut es también una obra maestra.

De lo que no hay duda, me parece, es de que François Truffaut ha llevado a cabo una adaptación fiel y respetuosa de la obra de Bradbury. Y esto ya es, de entrada, muy importante. Bradbury jamás había sido bien servido por el cine. Ni «El monstruo de los tiempos remotos», ni «Icarus Mongolfier Wright», ni nada de su obra tuvo siquiera un mínimo de dignidad. Bradbury, además, ha hecho públicas unas declaraciones en donde reconocía, por un lado, que la película le había gustado mucho, y por otro, que era la primera vez que había visto una obra suya inteligentemente llevada al cine.

Desde su época de crítico en «Arts» y «Cahiers du cinema», Truffaut ha sido siempre un expositor claro de ideas y de criterios. Jamás ha sido hombre que se andase por las ramas. Fue uno de los primeros que comenzó a descubrir el cine americano en todo su positivismo. Cuando en 1959 pasó al campo de la realización con «Los 400 golpes», no perdió aquella condición. Ni después la ha olvidado.

Esto es algo no insólito, pero sí muy digno de tener en cuenta, sobre todo si tenemos en cuenta que Truffaut es, actualmente, el valor más sólido de la «antigua» nueva ola francesa y, por qué no, del cine de nuestros días. Y a sus películas me remito, incluida la última.

«Fahrenheit 451» es una película meridiana, clarísima. «Fahrenheit» es un film que ataca el Poder, la Super Organización, cuando éstos desprecian la cultura. «Fahrenheit» es, también —¡es tantas cosas!—, una despiadada crítica, un ataque feroz, contra todas las formas de censura. Contra todo lo que pueda ir contra la más pequeña expresión de libertad del ser humano.

Pero no es nunca un film con «mensaje». No vemos la «trascendencia». No asoma lo «importante». Porque «Fahrenheit» es una obra cinematográfica llena de humor, de ternura… humor y ternura que son, asimismo, premisas principalísimas en la obra literaria de Bradbury. La gran virtud de la película es que, siendo totalmente patética, jamás podemos decir que sea un producto cruel. Y a esa crueldad era muy fácil acercarse.

A Truffaut no le entusiasma la ciencia ficción. Bradbury, por otra parte, ha declarado en numerosas ocasiones: «Nunca me he llamado a mí mismo un escritor de ciencia ficción; otra gente lo hizo por mí. En realidad, he tratado de que el editor quitase el emblema de mis libros». De todas formas, a Truffaut le había gustado de siempre la idea expuesta por Bradbury, como también está interesado en volver a rodar «El día de los trífidos». Truffaut, en «Fahrenheit», recrea pero respeta. El espíritu está totalmente mantenido: Montag, Clarisse o Linda son idénticos a los del libro.

La película ha sido planteada no en un mundo «clásico» de ciencia ficción; sólo en una época imaginaria, en un espacio imaginario. Ocurre entonces que lo que vemos nos parece ya casi real. El motivo es que no andamos muy lejos. Los gobiernos se preocupan de que la gente no aprenda, de que se dediquen a cultivar su cuerpo por medio del deporte, de que olviden el «pensar» (¿no existe un auge de los comic y de las foto-novelas?). No se ha pretendido alejar el relato, sino todo lo contrario: acercarlo. Hay un enorme acierto de medida, de equilibrio, en la dosificación de lo cotidiano, de lo vulgar y lo extraordinario. Ha tratado la normalidad como fantasía, y al revés. Entonces, toda la película respira una atmósfera real y distante, sensible y dura, mágica y patética.

Truffaut, gran conocedor del cine americano, del cine de Alfred Hitchcock sobre todo, nos ha dado una película americana (hay veces que uno parece contemplar «Vértigo»). Esto es un acierto. Se ha servido de unos medios de expresión cinematográficos totalmente USA… para un escritor USA. Truffaut, con su lenguaje, parece enraizado en esa aburrida vida americana tan del gusto bradburyano; porque el autor de «Las doradas manzanas del sol», de «El peatón», de «El día que llovió siempre», es un hombre americano que escribe, de la misma forma que Bob Dylan es un hombre americano que canta, valga el ejemplo.

No es una película nueva ni revolucionaria de estilo. Pero es una película sin edad. Y esto es algo mucho más importante. Está filmada en color, un color al servicio de unos personajes, de una intención, de unas imágenes.

Quizás, en ese supuesto encuentro del que hablaba más arriba, el «amigo» de Bradbury no viese nada. Sólo escuchase, en su interior, las magníficas páginas del libro. Pero el «amigo» del cine, vería un desfile de imágenes con una fuerza —una por una— arrolladora. Secuencias como la del incendio de la biblioteca, cuando aquella mujer se quema con sus libros; o la de la reparación de Linda; o todo el final… están dentro del mejor cine de siempre, dentro del mejor cine de ese gran autor llamado Truffaut, que ha realizado hasta la fecha films de la calidad de «Jules et Jim» o «La piel suave». Digamos que «Fahrenheit 451» no desmerece.

Se ha escrito y se ha dicho que es el humanismo quien inspira la obra de Bradbury: el humanismo y la poesía. Creo, honradamente, que ambas cosas están también en la película.

Otra cosa sería decir, por supuesto: yo no he visto en ella que «la ciudad se levantase, girara sobre sí misma y cayese muerta». El cine, por desgracia, no ha llegado aún a esas imágenes.

Truffaut ha demostrado que, sin valerse de trucos, de engaños fabricados por el laboratorio, de presupuestos elevados y de todos esos factores que siempre se han creído indispensables para hacer un cine de ciencia ficción, ha sabido, a base de talento, realizar una de las mejores películas del género en toda la historia del cine. (Es curioso, pero las grandes películas de este maldito género, como «Ultimátum a la tierra», «La humanidad en peligro». «Los pájaros», «Planeta Prohibido»… responden a unos postulados de serie B, salvo el caso de Hitchcock).

François Truffaut ha demostrado que las posibilidades del género son todas. Que para hacer buen cine de ciencia ficción sólo se necesita imaginación. Lo demás —ese dinero que asusta a los productores, esas maquetas grandiosas— es accesorio.

Lo difícil no es construir una calle marciana. Lo difícil es inventarla.

«Fahrenheit 451» es una magnífica película. Que habrá hecho (que ha hecho) muy feliz a ese americano con gafas de Illinois, que gusta de pasear en bicicleta por Los Ángeles. Y, por supuesto, a muchísima gente.

Lo demás es buscar al gato más patas de las que, en realidad, tiene: cuatro.

José Luis GARCI

Aníbal 5, un cyborg demasiado humano

Es difícil hallar un buen comic de ciencia ficción pero, cuando se encuentra, la satisfacción que produce compensa el tiempo perdido en la búsqueda. Aníbal 5 trajo hasta nosotros un remarcable aire de rejuvenecimiento y calidad, pero el personaje murió al poco de nacer, y no ha vuelto a la vida. ¿Qué pasó, Aníbal 5?

La ciencia ficción ha tenido numerosos héroes reflejados en las páginas del comic mundial. Unos, estúpidos como Superman. Otros, perfectos como Flash Gordon. Demasiado perfectos. Otros, centenares de ellos, anodinos por exceso de superpoderes. Y he aquí que nos viene de Méjico un nuevo personaje tan revolucionario, tan apasionante para el lector, como de vida efímera. Aníbal 5 tiene demasiados hallazgos expresivos como para poder sobrevivir en un mercado donde el comic cada día se hace más vulgar, por eso sólo ha durado cuatro meses escasos y no se ha vendido más allá de su país de origen, amén de una pequeña cantidad de ejemplares en Venezuela y otros países de lengua hispana.

El creador de Aníbal 5 es Alexandro Jodorowsky, conocido en España por muchos aficionados al teatro, ya que pese a vivir en la capital de Méjico ha pasado muchas temporadas en París, donde junto con Topor y Arrabal fundó el teatro pánico y los efímeros, montando además el primer espectáculo «happening» en Europa. En su libro «Teatro Pánico» adelanta Jodorowsky que los comics son «poesía pánica» y en su «Efímero de San Carlos» centenares de comics fueron lanzados a los espectadores por el propio Alexandro, mientras los increpaba diciendo: «Ésta es la verdadera poesía del siglo XX ¡tomen!, ¡léanla!». Así pues, el acercamiento del discutido autor y director al más revolucionario medio de comunicación de nuestros días, no es en absoluto fortuito. En diciembre de 1965, me escribía ya contando un proyecto que había propuesto a «Editorial Novaro». Proyectaba editar un comic quincenal titulado «Pánico», con treinta y dos páginas a todo color y una tirada de doscientos mil ejemplares. «Cada día me especializo más —me decía en esta carta— en el comic actual. Es decir, del año 1960 hasta nuestros días. Creo que esta época, la actual, es el mejor momento de la historieta. Pero por otro lado he logrado que vuelva a editar “Novaro” un comic que fue una verdadera maravilla: Spirit, de Will Eisner. Saldrá junto con el mío, en enero o febrero».

Pero salió Spirit, mientras Pánico quedaba en el pozo de los buenos propósitos. Hasta que el 1 de octubre de 1966, otra Editorial mejicana, «Temporae», lanza en formato «comic-book» una innovación sensacional firmada por el propio Jodorowsky. Puesto que «Temporae» y «Novaro» tienen estrecha relación económica, puede suponerse fácilmente que el recién nacido Aníbal 5 visualiza gráficamente lo que no llegó a ser el otro proyecto de Jodorowsky.

Aníbal 5, no es un hombre corriente. Tampoco un robot ni un androide. Es un «cyborg», o sea, «un ser normal —como dice su autor— al que se le han injertado en el cuerpo toda clase de pequeñas máquinas y dispositivos para aumentar sus poderes al máximo». «Mañana —adelanta la publicidad del cuaderno— gracias a la ciencia moderna, ¡también usted podrá ser un cyborg!».

El nuevo héroe es pues un hombre transformado por la mecánica. Se comporta como un ser humano, ama —continuamente, insaciablemente—, pero cuando sus arriesgadas misiones se lo exigen, recurre a las armas letales que alberga su organismo.

La primera aventura, «Amenaza de las mujeres topo», se inicia justamente cuando su jefe supremo en el A.L.A.D. (Agencia Latino-Americana de Defensa) ordena la serie de operaciones que irán transformando su organismo. Y de esta forma le van injertando una serie de armas y mecanismos, de los que el más espectacular es el fusil que sustenta su brazo, con proyectiles (100 cápsulas atómicas) albergadas en el hombro y dos cañones que salen de las uñas. Sus dientes están huecos y albergan cada uno una micro-bomba. Sus pupilas contienen diminutas cámaras de TV y gracias a sus plantillas anti-gravitacionales puede elevarse en el aire. Tiene además un micrófono radiotransmisor en la garganta, una placa bajo el paladar para lanzar todo tipo de gases, un regulador cardio-pulmonar para resistir presiones estratosféricas y submarinas y por último, aliando la técnica con la más pura fantasía, al presionar el tobillo derecho crea una barrera invisible alrededor suyo.

Aníbal 5 debe enfrentarse en esta primera peripecia con el Barón de Sader, jefe de Interterror, con base en una isla del Pacífico, custodiado por guardianes que, al igual que sus perros, usan cascos erizados de púas. Sader, a quien sus esbirros saludan con un «Heil, Sader!», vegeta habitualmente en una cápsula llena de líquido nutricio en su Templo de la Vida, a donde le llevan mensualmente seis androides, vestidas como las protagonistas sádicas de la serie «Nutrix» americana: botas negras y ropa del mismo color. En la ceremonia de ofrenda de las seis vírgenes, éstas le ceden sus energías juveniles y envejecen al traspasárselas al monstruo, mientras salmodian una a modo de acción de gracias a su amo, como origen que es de su existencia.

Para triunfar en este reino particular y excitante, Aníbal 5 utiliza un disfraz de mediocre hombre vulgar, pero al enamorarse de la reina Dunia decide recuperar su ser natural y se quita el rostro y cuerpo falso como si se tratase de una camiseta sucia, para enamorarla con su verdadero semblante y, una vez conquistada, asesinarla en la sala en la que se cultivan los embriones de las futuras androides, sumergidos en un líquido nutricio.

En esta primera aventura está ya todo el ambiente habitual en la serie. Los hallazgos de Jodorowsky, amante de la ciencia ficción y del comic —dos artes paralelos y complementarios— son antológicos. Pero lo importante es el tratamiento gráfico que le da un dibujante excepcional, Manuel Moro, de estilo que recuerda a los actuales épicos americanos, Wallace Wood, Frazetta. Guionista y dibujante intervienen en el curso de cada aventura. En ocasiones el dibujante discute con Jodorowsky, se niega a ilustrar aventuras cada vez más descabelladas, toma parte decisiva en la acción. Por otro lado, Aníbal 5 presenta su forma física, invariable ya en el resto de los cuadernos, inspirada en el actor azteca Jorge Rivero, que figura también en las portadas de los cinco primeros cuadernos.

El segundo de los cuadernos quincenales se titula «Las cinco muertes de Aníbal 5». Esta vez el Barón de Sader ha creado una máquina atómica, con la que se está apoderando de la mente de la fauna africana, provocando una rebelión del reino animal, como en «Los pájaros». El jefe de Aníbal 5 le envía en misión ofreciéndole como compensación cinco bellas «misses» ganadoras de concursos internacionales, que tomarán a su cargo el «reposo del guerrero» del héroe de la aventura.

Y realmente, Aníbal 5 va a precisar de un descanso de tal categoría, ya que le aguardan experiencias que superan los avatares del asno de oro. Gracias a una máquina transmigradora de entidades, la suya es trasladada entre las bestias en rebelión para introducirse en cinco animales, una araña, un pez prehistórico, un rinoceronte, un antílope y un tigre. Aníbal, humano a pesar suyo, siente el grito de la selva en cada transmigración y se nota débil y grácil al ser antílope, o salvaje al ser tigre, cuando descubre que las piedras tienen olor, o lo que es más espantoso, nota deseos incontenibles de devorar las entrañas de un león. Lucha entre el bien (humano) y el mal (animal) y acaba usando tretas de judo para vencer al león. Tras horribles sufrimientos y agradables momentos al lado de cada «miss» —muy humanas a pesar de operar en estado de hipnosis— el héroe consigue liquidar a Sader. Pero sus cenizas son recogidas por la gorila Medea, generala del ejército animal.

En esta aventura se acentúan los caracteres eróticos del protagonista. No es tan sensato como Gordon, ni tan decadente como Lone Sloane. Le gustan simplemente las mujeres hermosas, por separado o en grupo. La aventura termina con una «partouze» del galán y las cinco bellezas, practicando la terapia de grupo.

En el tercer episodio, «El cementerio de los satélites», la gorila Medea ha conseguido reconstruir en parte a Sader, quien, para corresponder al favor, le otorga el semblante de una mujer, aunque con apariencia simiesca. Ambos amantes se van a la Luna y construyen una fortaleza utilizando los satélites terráqueos que flotan libres por el espacio. Visto el éxito de su reconstrucción partiendo de sus cenizas, Sader repite la operación con notorias figuras del mal y crea un ejército de cadáveres zombies, succionando con una de sus máquinas los restos que reposan en los cementerios del mundo. Para luchar en este planeta demencial, Aníbal 5 es condicionado de forma especial. Máquinas de succión cibernética quitan fuerza y volumen a sus músculos, una jalea hipercapilar hace crecer desmesuradamente sus cabellos, y así, convertido en un anciano inofensivo, lo envían a los dominios de Sader.

Pero donde los hallazgos del tándem Jodorowsky-Moro se agudizan es en la aventura «El hombre-mujer», que narra las fabulosas aventuras de Aníbal en un universo femenino, regido por la Capitana Sara, quien se ha apoderado de Valparaíso y de sus mujeres, al servicio de Sader. Aníbal 5 se ve, bien a pesar suyo, convertido en mujer, y su bella apariencia le complace, ya que han cambiado su forma de pensar y alterado su pensamiento. En su papel de «Delfina», se expresa en vez de con globos escritos a máquina, con letra femenina de rasgos delicados. Le han equipado con mortíferas medias que se endurecen como espadas, con ligas que se vuelven rígidas y con un hallazgo excepcional, que entusiasmará a los surrealistas: Cuando lo desea, se pinta los labios con un concentrado orgánico, que le permite lanzar «besos corpóreos» al espacio que succionan y degluten a sus enemigos.

En «La risa del canguro» el héroe, vestido de Mandrake, actúa como prestidigitador en un teatro de variedades, de esos que figuran habitualmente en las aventuras fílmicas de «Santo el enmascarado de plata», y gracias a que puede viajar a través de la materia sólida lucha contra el canguro padre, que ha raptado a los mayores sabios del mundo, para extraer sus conocimientos con una ordeñadora cerebral. Hay también diabólicos niños vampiros que dejan en mantillas a los infantes de «Village of the Damned».

En su última aventura, «Las momias románticas» las viñetas se impregnan de un acusado sabor necrofílico, con una invasión del mundo por bellísimas momias femeninas. Y aquí acaban las andanzas de Aníbal 5.

Parece ser que la «Editorial Temporae» dejó de publicarlo, los motivos no los conozco. Pero es lastimoso que la mejor historieta de ciencia ficción de los años 60 haya terminado tan prematuramente. Desgraciadamente, sus viñetas han sido reproducidas con malos colores y de forma imperfecta. Seria de desear que un editor como Eric Losfeld se decidiese a lanzar una edición de lujo a todo color y formato «Barbarella» de esta pequeña obra de arte que se emparenta con los «space opera», tan de actualidad hoy día.

Luis GASCA